VIENTO DE LIBIA
Día 6 de gorpieo
Año 3 de la 115.ª olimpiada.
437 ab urbe condita. [2]
Clea se llevó el estilo a la boca y mordisqueó la punta de marfil mientras los dedos de su mano izquierda revolvían los tirabuzones rojos de su pelo. En la mesa yacía desplegado el políptico de tablas enceradas donde había compuesto su poema. Ahora que lo tenía terminado, era el momento de pasarlo a limpio. Desenrolló un poco el papiro que iba a utilizar, lastró las esquinas con piezas de plomo, mojó la pluma de oca en el tintero y empezó a copiar los hexámetros dactílicos. Sabía que la criticarían por usar el metro de la épica para narrar un argumento amoroso, pero en la nueva era de Alejandro los usos tradicionales debían cambiar.
Era estío, y mi fatiga acrecía el gran calor.
Encontré unas aguas tranquilas, sin rumor ni remolinos,
tan cristalinas que en su fondo se contaban
los guijarros, y ni moverse parecían.
Sauces plateados y un álamo nutrido por sus ondas
daban de buen grado sombra a sus orillas.
Acercando los pies mojé las plantas primero
y las rodillas después. No contenta, de mi suave túnica
el ceñidor solté, la colgué de un curvo sauce
y desnuda en las aguas me zambullí.
Desnuda, repitió en voz alta, y dejó por un instante la pluma. Aquella palabra dejaba en sus labios una sensación tibia y líquida que le bajaba hasta el vientre. El poema hablaba de Aretusa, la ninfa de la fuente donde de niña iba a jugar con sus amigas, cuando su padre aún no era el tirano de Siracusa (¡perdón!; el rey de Siracusa) y ella podía ir a donde se le antojaba. Ahora sonrió traviesa al imaginar qué opinaría el gran Agatocles de que su hija, una doncella, escribiera sobre ninfas que se bañaban desnudas en aguas cristalinas y eran perseguidas por cazadores lascivos.
No, recordó, ya no era doncella, sino una mujer casada a sus diecisiete años. El día 22 de artemisio, tres meses y medio antes, había disfrutado de su noche de bodas, su primera y última noche de amor hasta el momento. ¡Qué delicias sin cuento prometían los dulces epitalamios de su admirada Safo! Cuando por fin había conocido a su prometido cara a cara, resultó ser un hombre muy guapo y no tan bajo como le habían dado a entender. Sobre todo, olía muy bien. Antes de la boda la había atormentado la idea de encamarse con alguien que apestara a sudor revenido o a dientes cariados, como les ocurría a tantos de los tipos que rodeaban a su padre y tenían más o menos su edad. Pero su esposo exudaba un olor cálido y a la vez fresco, y a sus cuarenta años tenía los dientes perfectos y no le faltaba ni uno, a pesar de las batallas que había librado casi desde niño. Aquellos dientes y aquellos labios carnosos prometían una noche de besos sin fin…
… él fue suave, amable y paciente, pero a Clea se le antojó que actuaba con la fría concentración de quien cumple un ritual, como cuando por la mañana habían celebrado juntos los sacrificios en honor de Hera e Hubo sensaciones placenteras: las manos y los labios de su esposo recorriéndole la piel, el peso de sus estrechas caderas sobre las de Clea mientras sus piernas se anudaban. Pero al final, cuando él se apartó, el cuerpo de la muchacha se quedó tenso como la cuerda de un arco que no se llega a disparar. Él no tardó en dormirse y Clea se quedó mirando al techo, pensando que le faltaba algo, que algo inasible y sutil como las motas de polvo en un rayo de sol se le había escapado entre los dedos.
El sueño llegó por fin, pero inquieto y cargado de extrañas visiones. Se despertó a mitad de la noche, y al girarse buscando un almohadón más fresco descubrió que la cama estaba vacía. Él estaba de pie; había abierto la ventana que se asomaba al este, hacia el mar. La luna debía haber salido, porque entraba una luz que perfilaba de fría plata la silueta del hombre. Seguía desnudo, pero llevaba su desnudez con tanta naturalidad y a la vez con tanta distinción como la capa de púrpura que había vestido durante el día.
Clea se levantó. Pensó en ponerse la túnica o al menos echarse por encima el cobertor de la cama, pero recordó que era una mujer casada que estaba con su esposo, y además el frescor de la brisa que entraba por la ventana era agradable. Se acercó despacio, se puso al lado de él y se asomó. La luna había empezado a trepar en el cielo y su sigma menguante se reflejaba en el mar.
—Vuelve a la cama. Aún es de noche —le dijo él.
Clea le acarició el pecho con la mano. Sus dedos corretearon por su hombro y se entretuvieron en la brida en forma de cruz que tenía bajo la clavícula. Cuando se acostaron a la luz de las velas había visto que tenía el cuerpo surcado de cicatrices, pero ésa era la peor. Decían que aquella flecha que le atravesó el pulmón le había tenido varios días con un pie en el reino de Hades.
—¿Te duele?
—Cuando cambia el tiempo. —Él sonrió de medio lado, pero no la miró. Su vista seguía perdida en el este—. Como ahora. Pero en primavera es normal.
Clea se pegó a su cuerpo y le abrazó por el talle, pero él no reaccionó. No parecía que ella le hiciera saltar el corazón, ni que le hiciera correr fuego por la piel, ni estremecerse, ni sudar. Safo, Safo, me has engañado. Pero la culpa no era de la poetisa ni de sus cantos nupciales, sino de ella misma por hacerse ilusiones.
Había oído hablar de Alejandro desde que era muy niña, cuando llegó la noticia de que el rey de Macedonia había cruzado a Asia sin antes casarse ni engendrar un heredero para el trono. Años después, cuando su padre y ella estaban exiliados al pie del Etna, llegaron historias que hicieron comprender por qué Alejandro tenía tan poca prisa en contraer matrimonio; rumores que hablaban de su inseparable Hefestión, y también de un joven persa que había servido a emperadores, que bailaba como la propia Terpsícore y que superaba en belleza y encanto a cualquier doncella, hasta el punto de que Alejandro le había besado delante de todo el ejército. Por eso Clea comprendió con amargura qué cosas podía esperar de su nuevo marido y cuáles no. Alejandro era un caballero y siempre la trataría bien. Pero, aparte de su tibieza hacia las mujeres, era un rey que por razón de estado se había casado ya cuatro veces; ella sólo era la quinta esposa. O más que un rey era un dios, el hijo de Zeus-Amón, una divinidad en cuyo altar Clea se había sacrificado como una nueva Ifigenia.
Aquella comparación le gustó, pues la colmaba de una dulce amargura. Al igual que el caudillo aqueo Agamenón había inmolado a su hija Ifigenia para conseguir vientos propicios hacia Troya, así su padre Agatocles la había entregado a ella para afianzar su alianza con Alejandro, el mismo que le había ayudado primero a convertirse en tirano de Siracusa y luego a coronarse rey. No seas tan dramática, se dijo. Ella al menos seguía viva. Y acostarse con Alejandro no había sido tan terrible como sentir el filo de la segur en el cuello. Ajeno a las ensoñaciones y pensamientos de su joven esposa, el rey de medio mundo seguía mirando al mar.
—¿Qué hay al este? —le preguntó Clea. ¿Alguien a quien has perdido?, pensó. ¿Hefestión?
—Nada. El pasado —respondió él.
Clea no sabía cómo conseguir que él la mirara. Sobre una mesita había una jarra de vino. Sirvió un poco en una copa de vidrio y se la ofreció a Alejandro. Éste por fin volvió la vista hacia ella, pero meneó la cabeza.
—No. Gracias, Agatoclea. El vino enturbia las ideas. —La agarró un instante por los hombros y la besó en la frente—. Tengo que irme.
—Aún falta mucho para que amanezca. ¿No vas a dormir más?
Alejandro ya se estaba poniendo la túnica. En cuestión de segundos estuvo vestido, con la rapidez y economía de movimientos de un soldado acostumbrado a salir de su tienda en plena noche.
—Mis enemigos nunca duermen —dijo mientras se ataba las sandalias—. Cuando cierro los ojos, alguien en algún rincón de mi imperio planea cómo rebelarse contra mí. Todos deben sentir la mirada de Alejandro.
Menos tu esposa, pensó ella, mientras él salía por la puerta y la cerraba tras de sí. Desde entonces no le había vuelto a ver.
Clea suspiró. Seguía sintiendo dentro de sí ese desasosiego de arco sin disparar. Bajó la vista al papiro. «… ¿Adónde vas corriendo, Aretusa? …». Había seguido copiando casi sin pensar, y por culpa del balanceo del barco había hecho un pequeño borrón en una alfa. Decidió dar por terminada la sesión de escritura; estaba usando papiro saítico untado en el envés con aceite de cedro, y no era cuestión de desperdiciar un material tan caro.
Tenía calor, tal vez por culpa de las imágenes que bailaban en su cabeza. El aire del camarote era sofocante, aunque la ventanilla estaba abierta. Cerró primero el políptico y después enrolló el papiro para guardar ambos en el mismo arcón donde llevaba sus lecturas para Posidonia. Por insistencia de su padre, se había llevado a los autores sicilianos más célebres: Filisto, Córax y el pesado de Gorgias, ese sofista que había vivido más de cien años y cuyos discursos había tenido que estudiar mil veces. A Clea sólo le gustaba el Encomio de Helena, sobre todo cuando Gorgias disculpaba a la heroína por dejarse llevar a Troya: «Si Amor es un dios y tiene el poder divino de los dioses, ¿cómo podría rechazarlo un ser inferior? Mas si es enfermedad humana y debilidad de la mente, no debe ser censurado como pecado, sino disculpado como infortunio». Clea, sin saberlo, era una víctima de la enfermedad de Eros. Pero no estaba enamorada de nadie en concreto, ni siquiera del marido con el que iba a reunirse en breve. No, ella estaba enamorada del amor. Cerró el arcón de golpe y se levantó para dar un paseo. Por supuesto, era impensable salir sola del camarote. Al ver que abría la puerta, Ada, su nueva dama de compañía macedonia, se lanzó tras ella. Y detrás de Ada se apresuraron a acudir dos esclavas más, y también seis escoltas de la guardia de su padre, sículos y dorios grandes como baúles que caminaban con la barbilla tiesa y mirada desafiante cada vez que se cruzaban con un soldado macedonio.
Cuando salió a la cubierta, Clea levantó la mirada. Casi se mareó al ver la altura del palo mayor, más de cien codos hasta la punta donde ondeaba el gallardete con la estrella de los Argéadas, la dinastía macedonia. Instintivamente, estiró la mano para apoyarse en Ada y alargó la mirada hacia delante, buscando la proa de estribor. Aún no se había mareado, pero no las tenía todas consigo.
A bordo de la Anfitrite viajaban casi dos mil personas entre remeros, soldados, tripulantes y pasajeros. No era extraño que la cubierta estuviese atestada y que tuvieran que avanzar poco a poco sorteando gente para llegar hasta la proa. Los soldados procuraban apiñarse cerca de las bordas para no tropezar con los marineros que se afanaban en sus tareas. Viajaban en el barco más de quinientos hoplitas repartidos en dos compañías de infantería de sarisas; lo que, con los arqueros y los encargados de las diez catapultas, sumaba más de seiscientos soldados. Ahora que la situación de Siracusa parecía estabilizada, aquellas tropas volvían a Posidonia, la nueva base de operaciones de Alejandro para su asalto a Campania; la región más fértil de Italia, y la misma que los romanos le habían prohibido pisar so pena de enviar sus legiones contra él.
La Anfítrite era la primera nave de guerra construida a modo de pontón, con dos cascos en paralelo unidos por una enorme plataforma que hacía de cubierta, y propulsada por tres velas y ochocientos remeros. Pronto habría más como ella. En los muelles del puerto grande de Siracusa, los ingenieros de Alejandro y Agatocles estaban construyendo otros dos titanes de los mares. Siguiendo el ejemplo de los constructores navales de Rodas, que no permitían que nadie se acercara a sus astilleros, lo estaban haciendo tras unas enormes empalizadas, a resguardo de miradas curiosas; de momento habían ejecutado a varios espías y también a los carpinteros fenicios, ya que éstos habían demostrado que tenían la lengua demasiado suelta y eran más fieles a sus parientes cartagineses que a su señor Alejandro.
La Anfitrite y sus futuras hermanas eran un proyecto personal del rey macedonio, que lo había financiado de su propio bolsillo y había encomendado la empresa a Aristóbulo, su ingeniero jefe. Al principio todos habían puesto mil objeciones, pero el entusiasmo de Alejandro se les había acabado contagiando, y cuando zarpó para Italia siguieron trabajando como si el rey en persona supervisara las obras.
—No va a ser muy maniobrable —había objetado Agatocles cuando estaban a punto de botar la Anfítrite.
—Cierto —le respondió Aristóbulo—. Pero no se trata de una trirreme diseñada para embestir con el espolón. Es una fortaleza flotante armada con máquinas de asedio, y a la vez un buque de transporte.
—Con ese tamaño será vulnerable a los ataques de otros barcos más pequeños.
—Para eso están sus catapultas y la flota de escolta. Te aseguro que ninguna nave enemiga se acercará a la Anfitrite —insistió el ingeniero.
Ahora la Anfitrite navegaba hacia el noroeste como una gran bestia marina, una gigantesca ballena rodeada por sus crías. Clea miró hacia estribor. A más de trescientos codos de ellos, guardando una distancia respetuosa, marchaban las panzudas naves de transporte que llevaban caballos, provisiones y más soldados para Alejandro. Aún más allá, en el exterior del círculo, viajaban las naves de guerra, cinco quinquerremes y diez trirremes por cada lado, embarcaciones que no llegaban ni a la tercera parte de la eslora de la Anfítrite. Cuando el mar estaba en calma usaban sus remos como grandes ciempiés acuáticos, pero desde que zarparon de Siracusa dos días antes el viento había sido favorable y apenas habían tenido que recurrir a ellos. Hoy el mar estaba algo levantado, con olas largas que se rizaban en pequeños vellones blancos, pero Clea aún no se había mareado y quería creer que ya no le pasaría. Las aguas se veían más grises que azules, pues el cielo estaba sucio, y el litoral de Lucania, la región del sur de Italia que estaban costeando, apenas se intuía como un borrón alargado.
Seguida por su pequeña comitiva, Clea continuó su paseo hacia la proa, rodeando los corrillos de soldados que jugaban a las tabas, las damas, las canicas y, sobre todo, a los dados, entre gritos, carcajadas y sonoros golpetazos de los cubiletes sobre la cubierta. Algunos incluso se ejercitaban en la lucha, aunque era más bien una pantomima por la falta de espacio. También tuvieron que esquivar las catapultas, de las que había cinco a babor, cinco a estribor y una en cada proa. Algunas lanzaban flechas de cinco codos y otras arrojaban pedruscos de hasta dos talentos. Los encargados de atenderlas, cuatro hombres por máquina, se dedicaban a sacar brillo a las piezas metálicas y a engrasar las gruesas cuerdas de los mecanismos de torsión, trenzadas con cabellos humanos; Alejandro debía ver las catapultas tan nuevas como si acabaran de salir del arsenal. Clea no era particularmente aficionada a las armas, pero desde niña había oído a su padre hablar de tácticas, estrategias y máquinas de guerra, y al final se había desarrollado en ella cierta curiosidad por aquellos juegos de varones.
Cuando pasaron bajo el palo de artemón, Clea no pudo resistir la tentación de levantar la vista una vez más, a pesar del vértigo. Allí, en la cofa, un marinero oteaba el horizonte, a tanta altura como el torreón de Ortigia que se asomaba al puerto viejo de Siracusa.
—Qué vértigo, ¿verdad? —dijo alguien a su espalda.
Clea se volvió. Sentado sobre un rollo de maroma, estaba Néstor, que había llegado de Alejandría unos días antes, a tiempo de incorporarse a la flota que viajaba a Posidonia. Sin esperar respuesta, el médico volvió a bajar la mirada a lo que estaba escribiendo. A Clea le llamó la atención que en vez de usar un rollo de papiro utilizara trozos de piel curtida cortados en cuadrados y cosidos con hilos por las esquinas superiores. Cuando terminaba de escribir en una cara, daba la vuelta a la piel para aprovechar el envés. Clea se acercó más, pese al siseo admonitorio de Ada, que se empeñaba en seguirla con la sombrilla para protegerla de la canícula. El texto le resultaba ilegible y el médico lo escribía a una velocidad endiablada sin levantar el cálamo.
—¿Eso es egipcio? —le preguntó.
Él levantó la mirada y frunció las cejas como si estuviera pensando la respuesta. Clea nunca le había visto tan de cerca. Tenía el cabello rubio, tan claro que las canas parecían pinceladas de plata sobre hilos de oro. Sus ojos eran azules como las aguas en una playa de arena blanca. No parecía griego, aunque vestía como tal.
—¿Egipcio? —respondió—. No. Aunque viviera tres vidas sería incapaz de aprender su idioma ni su escritura.
—¿Entonces qué es?
—Señora —intervino Ada—, yo creo que deberíamos…
—Cállate —le espetó Clea—. ¿No ves que estoy hablando? Apártate un poco. Néstor le acercó el libro que se había fabricado. Parecía tan práctico como su políptico de tablillas de cera, y mucho más cómodo que andar enrollando y desenrollando un papiro.
—Es griego. El mismo griego que hablas tú. Más o menos. Yo uso la lengua común, no el dorio.
—Sé hablar la lengua común —dijo Clea, dilatando un poco las aletas de la nariz y pronunciando ten koinén en lugar de tan koinán, como habría hecho en el dórico de Siracusa.
—No lo dudaba.
—Pero eso no es griego. Nadie escribe así. Ahora que lo dices, eso parece una beta, pero tiene muchas curvas.
Él se encogió de hombros.
—Siempre he escrito así. Al dejar un hueco entre las palabras, puedo leer más rápido y a la primera —dijo mientras pasaba unas hojas—. Te voy a enseñar algo que escribí anteayer, para que veas que no recito de memoria. —Puso el dedo índice en la parte superior de la hoja y empezó a leer con la misma rapidez con la que hablaba—: «La Anfitrite mide doscientos cincuenta codos de eslora por ciento diez de manga. Está construida sobre dos cascos paralelos unidos por una cubierta que se sostiene sobre grandes vigas de roble. En cada uno de los costados exteriores hay cien remos dispuestos en dos niveles, y en cada remo bogan cuatro remeros, lo que hace cuatrocientos hombres por babor y otros cuatrocientos por estribor, más doscientos remeros de reserva. Tiene dos quillas, una por cada casco, y para cada quilla se han empleado diez troncos de olmo reforzados con falsas quillas de roble. Lleva dos espolones de bronce con…».
—¿Es que te dedicas a espiar para Cartago? ¿Para qué apuntas todo eso?
Néstor cerró el cuadernillo y se encogió de hombros.
—Tu esposo me paga bien. Tengo una mansión en Alejandría, otra en Babilonia que no visito desde hace cinco años, y una casa pequeña en la isla de Tera, la más bonita de todas. ¿Para qué iba a pasarme al enemigo?
Esta vez fue ella quien se encogió de hombros.
—La gente hace cosas muy raras.
—Soy médico. Lo sé.
Clea soltó una carcajada. Siendo como era hija de Agatocles, la gente no solía hablarle así, y menos aún desde que se había convertido en esposa de Alejandro. Le divertía.
—Si no eres espía, ¿por qué apuntas tantos datos? —insistió.
—Por curiosidad. Este barco es una maravilla de la ingeniería, aunque con una eslora tan larga no estoy muy convencido de que no acabe partiéndose entre dos olas como una barra de pan duro. Si apunto las cosas es porque me fío más de esto —dio un par de golpecitos en el cuadernillo con el cálamo— que de esto otro —concluyó señalándose la propia cabeza—. Dice Platón que la escritura es falsa sabiduría, pero prefiero esa falsa sabiduría a confiar tan sólo en mi memoria.
—¿Tienes muchas cosas anotadas?
—Bastantes —respondió él—. Guardo más cuadernillos como éste. En tu isla he apuntado muchas cosas. —Volvió a pasar hojas hasta llegar al principio—. «A la larga, la ceniza del Etna es beneficiosa sobre el terreno. Las raíces y los frutos que produce una tierra de cenizas son tan nutritivos y hacen engordar tanto al ganado que sus dueños tienen que hacerles cortes en las orejas y sangrarles para que no se ahoguen. Al menos, eso dicen los campesinos».
El médico guardó el cuadernillo y la tabla sobre la que se apoyaba en una bolsa y se puso de pie. Clea recordó de pronto lo alto que era aquel hombre. No le llegaba ni a los hombros.
—El sangrado es una costumbre estúpida. Nunca la entenderé.
Tras la batalla de Mantinea vi a un espartano desangrándose por un lanzazo en el muslo. El cirujano le aplicó un torniquete bajo la ingle, y cuando consiguió detener la hemorragia, ¿qué crees que hizo? ¡Le aplicó dos cortes en el tobillo para sangrarlo! «Por si acaso», me dijo. Se lo cargó, claro. Menos mal que entonces los espartanos no estaban en nuestro bando. A Clea le revolvía el estómago hablar de sangre y cambió de tema.
—Yo también estaba escribiendo hace un momento —dijo, impulsiva—. Pero no eran notas.
—¿Ah, no? ¿Qué era entonces?
—Poesía. No puedo leer tan rápido como tú, así que yo sí me aprendo de memoria lo que escribo.
—Hmm. —Néstor se quedó pensando unos segundos; de pronto pareció darse cuenta de lo que debía contestar—. Por favor, ¿puedes recitármela? Será un honor.
—Bueno, aún no he terminado de componerla, pero…
Clea notó la mirada severa de Ada clavada en su nuca. Se volvió hacia ella y le hizo un gesto para que se apartara unos pasos más. Después, en voz baja para que sólo la oyera el médico, recitó la historia de Aretusa, la ninfa consagrada a Ártemis que no quería casarse. Un día que se bañaba desnuda, el cazador Alfeo se enamoró de ella y la persiguió. Mientras huía de Alfeo, Aretusa rogó a la diosa virgen que la salvara, y ella, para ocultarla, la transformó en fuente de agua fresca. Pero Alfeo no se dejó engañar y corrió tras ella. Aretusa volvió a suplicar a Ártemis, y ésta la condujo al inframundo y la guió por las tenebrosas galerías que le había enseñado su hermanastra Perséfone, la diosa infernal. Tras un viaje por las profundidades de la tierra, salieron al otro lado del mar, en el islote de Ortigia, en la costa este de Sicilia. Mas ni aún así se libró Aretusa del amor de Alfeo, pues éste se convirtió en río, se precipitó por aquellos mismos túneles, llegó hasta Sicilia y por fin abrazó a la ninfa. Y desde entonces las aguas del río Alfeo y la fuente Aretusa están mezcladas, y lo seguirán estando hasta el fin de los tiempos.
Clea tomó aliento al terminar. Los nervios la habían hecho recitar con voz demasiado rápida y entrecortada, y se había comido un par de sílabas largas y una diéresis, pero Néstor le aplaudió con las palmas en sordina.
—¡Bravo!, buena historia. Según el punto de vista puede ser triste o alegre.
—Para mí es triste —dijo Clea, mirando hacia el mar. Por alguna razón, se le habían empañado los ojos y no quería que él la viera—. Cuenta cómo las mujeres no podemos elegir nunca a quién amamos y tenemos que hacer siempre lo que quieren los hombres.
«Deberías estar contenta. Te has casado con el hombre más importante del mundo», le había respondido su amiga Mira cuando le dijo lo mismo. Ahora se esperaba algún comentario parecido de Néstor, pero el médico se limitó a encogerse de hombros.
—Así es la vida. Ahora…
Parecía que iba a dar por terminada la conversación, pero a Clea no le apetecía volver a su camarote ni aguantar la cháchara de Ada, así que dijo:
—¿Sabes que la leyenda de Aretusa es verdad?
—Como todas las leyendas, por supuesto. ¿A qué te refieres? —El médico se sentó de nuevo en el rollo de maroma. Así su rostro quedaba a la misma altura de Clea.
—Yo lo sé porque me crié cerca de la fuente Aretusa. El agua que sale por ella es la misma del río Alfeo.
—No parece demasiado verosímil. El Alfeo está en el sur de Grecia, más bien lejos de Sicilia.
—Pues es verdad. Hay pruebas evidentes. Mi padre me contó que hace tiempo apareció en la fuente una copa de oro que habían arrojado al río en Olimpia. Y cada cuatro arios las aguas se enturbian, justo después de celebrarse sacrificios de bueyes para inaugurar los Juegos Olímpicos.
—Sin duda son pruebas fehacientes.
Clea se enfadó un poco. Le molestaba la ironía condescendiente del médico.
—Veo que no me crees. Pero todo el mundo sabe que el subsuelo de Sicilia está horadado por mil conductos de los que suben las aguas termales a lugares como Selinunte o Egesta. No es tan raro que en ese laberinto de túneles las aguas del Alfeo encuentren su camino hasta la fuente Aretusa.
—A mí no me pareció ver que las aguas del Alfeo se hundieran bajo tierra en su desembocadura. Pero supongamos que lo hacen y viajan por debajo del mar a mil o dos mil codos de profundidad.
¿Cómo vuelven a subir? Es lógico que el agua baje por su propio peso, pero para que suba otra vez a la superficie se requiere una fuerza misteriosa que nadie conoce. Seguro que Aristóteles no estaría de acuerdo con algo tan contrario a las leyes de la naturaleza.
—¿Conoces el río Alfeo? ¿Es que has estado en Olimpia?
Él asintió con gesto paciente. Clea sabía que lo estaba atosigando con sus cambios de tema, pero no quería dar por terminada aún la conversación.
—Yo nunca he salido de Sicilia —se apresuró a añadir—. ¿Cómo es Olimpia? ¿La estatua de Zeus es tan grande como dicen?
—No tanto como el bronce de tu esposo en el puerto de Alejandría, aunque en la penumbra del templo impresiona, como si de verdad estuvieras ante el dios. La ciudad es muy pequeña, poco más que una aldea, pero se encuentra en un valle muy hermoso sombreado por robles, álamos y acebuches. Un lugar sencillo y encantador. Si pudiera elegir, no me importaría vivir en él. Clea se dijo que el médico, como todos los que rodeaban a Alejandro, tampoco hacía lo que quería. Si ni siquiera alguien que parecía tan inteligente y seguro de sí mismo como Néstor, y que además era varón, podía ser libre, ¿qué esperanza le quedaba a ella? Era un pensamiento deprimente, y lo ahuyentó.
—¿Estuviste cuando se celebraban los juegos?
—Sí. Fue cuando las cuadrigas de Alejandro coparon los tres primeros premios, una hazaña que superó incluso a la del gran Alcibíades. Eso sí, con unos caballos árabes que en la época de Alcibíades ni se conocían. —Néstor se rascó la barbilla y añadió como de pasada—: En cambio, yo sólo conseguí quedar segundo.
—¿Segundo? ¿En qué?
—En la prueba del dólikhos.
Clea frunció las cejas y calculó la edad de Néstor. Era mayor que Alejandro, seguro. No tenía edad de competir con jóvenes atletas. Al ver su gesto de escepticismo, el médico añadió:
—Es una carrera de veinticuatro estadios, la prueba más larga de los juegos olímpicos. La resistencia es una cualidad que aumenta con la edad, siempre que uno la entrene. Yo corro todos los días más de cincuenta estadios. —Haciendo un gesto que abarcaba toda la cubierta, añadió—: Salvo cuando estoy en un sitio tan concurrido como éste.
A Clea se le ocurrió algo, pero cuando estaba a punto de decirlo enrojeció un poco más y se llevó la mano a la boca.
—¿Qué? —preguntó Néstor—. ¿Es que no me crees?
—No es eso. —Clea soltó una risita—. ¿Es verdad que los atletas corren… desnudos? —preguntó en susurros.
Clea enrojeció aún más. Le daba mucha rabia que le ocurriera, porque con su pelo rojo y su piel clara le era imposible disimular el rubor. Miró de reojo a Ada, que se dedicaba a dar vueltas a la sombrilla sobre su cabeza y a poner los ojos en blanco.
El médico le contestó también en susurros y mirándola fijamente.
—Algunos sí y otros no. Yo, personalmente, prefiero hacerlo con taparrabos. A Clea se le escapó un suspiro que era casi de alivio. El médico siguió hablando, tal vez por correr en su auxilio.
—Podría haber ganado aquella carrera, pero no era mi intención pasar a la gloria. Ser el médico de tu esposo ya me da bastante riqueza y celebridad. No necesito que mi patria me dé de cenar gratis el resto de mi vida. Sobre todo —añadió entre dientes— porque no sé cuál es.
—¿Qué quieres decir?
Néstor meneó la cabeza. Obviamente, se había arrepentido de hablar más de la cuenta y quería cambiar de tema.
—Hmm. Alguien viene con cara de pocos amigos.
Clea se volvió. Se estaba acercando su tío Calias, el hermano de la difunta madre de Clea. Venía discutiendo algo con Hermolao, el capitán de la nave, un tarentino achaparrado y barbudo que aseguraba conocer las aguas del sur de Italia como la palma de su mano, y con Sófocles, el oficial macedonio que mandaba las tropas de infantería.
Al ver a Clea en cubierta hablando con un hombre, Calias torció el gesto. Era un hombre de piernas zambas, hombros escurridos y la barbilla siempre levantada como si se la quisiera clavar a alguien.
—¿Quién eres tú? —espetó sin más preámbulos, dirigiéndose a Néstor—. ¿Qué haces hablando con la esposa de Alejandro?
Clea se tapó la boca para no responder, pues tenía curiosidad por ver cómo reaccionaba Néstor. Le observó de reojo y comprendió lo que debía estar pensando Calias. La túnica del médico, aunque tejida en buen lino, tenía los bordes deshilachados; el cuero cuarteado del cinturón y de las sandalias pedía a gritos un reemplazo; y en cuanto al sombrero de paja, parecía que lo hubiese mordisqueado una cabra.
—Alejandro —dijo Nestor, entornando los ojos—. Me suena el nombre. ¿Te refieres al rey macedonio al que alguien le salvó la vida en Babilonia? Ahora que me acuerdo, fui yo quien le salvó. ¡Cómo se me ha podido olvidar, si me nombró Compañero Real para recompensarme!
Callas se quedó con la boca abierta y la barbilla en alto; era evidente que se quedaba con ganas de decir algo devastador, pero no se le ocurría. Sófocles acudió en su ayuda.
—Calias, te presento a Néstor, el médico.
Néstor, el médico, vocalizaron los labios de Calias, sin llegar a emitir ningún sonido. Después se limitó a saludarle con una somera inclinación de cabeza y agarró el brazo de Clea.
—¿Puedo hablar contigo, sobrina? —dijo, tirando de ella.
Clea se sacudió su mano de encima, pero los soldados de la escolta de su tío ya se habían puesto a su espalda y caminaban casi empujándola, de modo que se vio conducida hacia la popa sin poder despedirse de Néstor.
—¿Se puede saber qué haces andando sola por cubierta? —la regañó Calias, acercándose tanto que su saliva le salpicaba. Clea se apartó un poco.
—Ya has visto que no estaba sola.
—Me da igual. No es una conducta decorosa. ¡Ahora eres la mujer de Alejandro!
—Tú lo has dicho, tío. Soy la mujer de Alejandro. Es él quien me tiene que controlar, no tú.
—De momento, y hasta que no te deje en manos de Alejandro, tu padre me ha encargado que vele por ti. No lo olvides y compórtate como una dama. Si no sabes hacerlo, pregúntale a tu esclava, que tiene más sentido común que tú.
Habían llegado ante el castillo de popa. Clea se volvió hacia Calias y le clavó el dedo en el pecho.
—Es la última vez que me dejas en ridículo así. No volveré a consentirlo. Y cuando lleguemos a Posidonia, no quiero saber más de ti.
Él abrió mucho sus ojos de sapo y fingió un escalofrío que le hizo temblar la papada.
—¡Oh, ha hablado la esposa real! Si tienes idea de lo que te conviene, sobrinita, procurarás llevarte bien conmigo, porque te vas a sentir muy sola en Posidonia. ¿Es que no sabes lo que te espera? Alejandro nunca ha hecho mucho caso de sus esposas, y para colmo tú sólo eres la quinta.
¿O la sexta? He perdido la cuenta de su harén.
Con esto se dio la vuelta y la dejó en la puerta del camarote. Clea se mordió el labio y respiró hondo.
Sí, sabía lo que la esperaba. Estaba bien informada de la gran familia en la que había entrado a formar parte. Alejandro tenía un hijo de Roxana la bactria, la primera mujer con la que se casó: Alejandro Ego. De Estatira la persa, otro varón, Ciro Amintas. Con Kumardevi, la hermana del rey indio Chandragupta, una niña llamada Orestia. Y con Nebet, hija del último faraón de Egipto, acababa de tener a dos mellizos, Filipo y Cleopatra. Todo ello sin olvidar al mayor de todos, Heracles, hijo de Barsine, a quien Alejandro había acabado reconociendo aunque nunca se había llegado a casar con su madre.
¿Querría al menos Alejandro tener hijos con ella o, considerando que cinco vástagos varones eran más que suficientes para crear problemas dinásticos, la dejaría sola y humillada? Clea pensó que tal vez lo mejor que podía pasar era que la Anfítrite naufragara y se llevara a pique con ella su triste y desgraciada vida.
Cuando Calias y Clea se marcharon, Néstor se quedó conversando un rato con Sófocles y Hermolao. Éste no hacía más que levantar la mirada al cielo y chasquear la lengua.
—Deberíamos acercarnos a tierra ya.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Sófocles.
A Néstor también le extrañaron aquellas prisas. Aún no era ni mediodía, y normalmente navegaban hasta que el sol empezaba a ocultarse al oeste. Por el momento, el viento había sido favorable y había soplado desde el sur, aunque los etesios dominantes en aquella zona solían ser del noroeste. Apenas habían recurrido a los remos y sus singladuras habían sido largas: el primer día atracaron en Regio, a la salida del estrecho que separaba Sicilia de Italia, y la última noche la habían pasado en la pequeña ciudad minera de Temesa.
—Aunque tardemos un día más, deberíamos pasar la noche en Cerio —dijo el capitán, señalando hacia estribor, donde se intuían unos picos entre la bruma blancuzca que enturbiaba el aire—. Al norte de esas montañas, el valle del río Laos entra hasta el mar y en su desembocadura se abre una playa muy amplia. Es un buen sitio para atracar.
—¡De ninguna manera! —exclamó Callas, que venía de vuelta. Tras empujar a unos marineros para abrirse paso y dirigir una breve mirada de hostilidad a Néstor, le dijo a Hermolao—: Vamos a seguir, y esta misma noche llegaremos a Posidonia. ¡Alejandro se quedará impresionado cuando vea que sólo hemos tardado tres días! Vamos a demostrarle que los barcos fabricados en Siracusa son rápidos como el rayo.
A Hermolao, que no sólo no era siracusano sino ni siquiera de Sicilia, aquel comentario no pareció hacerle gracia.
—No conviene mencionar a Zeus en el reino de su hermano, y menos hablar de rayos en alta mar.
Néstor levantó la mirada hacia las enormes velas de lino, reforzadas con piel de hiena. Ésta, al parecer, alejaba los relámpagos, y dada la altura de los mástiles bien convenía llevar alguna protección contra el arma del señor del Olimpo.
—¿Por qué demonios quieres atracar? —preguntó Calias—. ¿Es que te espera alguna putilla en tierra?
Hermolao respiró hondo antes de responder.
—Pasada la ciudad de Cerio, la costa es mucho más escarpada y nos resultará difícil encontrar una playa lo bastante grande para la Anfítrite y el resto de la flotilla.
—Ahora tenemos viento favorable —dijo Calias—. ¿Qué pasa si lo desaprovechamos hoy, y mañana cambia y nos empieza a soplar de proa? Tardaremos cuatro o cinco días más en llegar. ¡Y eso me dejará en muy mal lugar!
—Peor lugar es el fondo del mar —dijo Hermolao en tono lúgubre—. No me gusta nada esta calima. Si el líbico empieza a soplar fuerte de verdad, vamos a arrepentimos de no habernos refugiado en un puerto.
—No seas cobarde. Esta nave no la podría hundir ni Poseidón.
—Cuidado con desafiar a los dioses —dijo Sófocles. Un par de marineros que fingían colocar unos cabos mientras husmeaban la conversación se agarraron los testículos para ahuyentar la mala suerte.
—Soy el capitán de esta nave —dijo Hermolao, frunciendo sus pobladas cejas—, y mi primera preocupación es su seguridad. Es su primera travesía y aún no sabemos hasta qué punto una estructura tan pesada puede resistir un oleaje turne. ¿Es que quieres echar a pique una inversión de trescientos talentos?
Casi dos millones de dracmas, calculó Néstor. Por intervenir en la discusión, comentó:
—Yo me fiaría de él. Como bien ha dicho, es el capitán.
Calias se volvió hacia él y estuvo a punto de clavarle un dedo en el pecho, pero se arrepintió y se conformó con agitar el índice en el aire.
—Cuando necesite tu opinión, Compañero, te la pediré. —Se volvió hacia Hermolao—. Sí, tú serás el capitán, pero Agatocles me ha confiado a mí el mando de la expedición, y desde ahora mismo te digo que no vamos a estropear el viaje inaugural de este monstruo de los mares porque tú seas un pusilánime. ¡Al atardecer la Anfítrite entrará con todos sus faroles encendidos en el puerto de Posidonia, y no se hable más!
Néstor se dedicó a apuntar unos cuantos datos más sobre la Anfítrite mientras bebía una jarra de vino aguado. Su sirviente, Boeto, que aunque se llamaba así no era de Beocia sino de la Fócide, le puso delante una bandeja de dátiles de Egipto junto con pan y queso de cabra de Sicilia. Boeto era un hombre mayor que él, un cascarrabias que andaba algo encorvado y siempre se quejaba de la espalda, pero que nunca aceptaba los cuidados de Néstor. No era su esclavo, aunque mucha gente lo pensara así. Cuando encontraron a Néstor tendido en la sala del oráculo de Delfos, Boeto trabajaba como empleado de mantenimiento del templo. Después, puesto que no tenía hijos y se llevaba muy mal con su mujer y sus hermanas (las de ella y las de él), se había ofrecido ante las autoridades de la Anfictionía para acompañarlo en el largo viaje a Babilonia y ayudarle a cumplir el destino que Apolo parecía haberle encomendado.
Desde entonces estaban juntos. A sus cincuenta y tantos años, Boeto había descubierto los placeres de hacer prácticamente lo que le daba la gana, pues Néstor era un jefe poco exigente. Además, no tenía que hablar si no le apetecía, veía mundo y, sobre todo, se acostaba con todas las prostitutas que se le antojaban, pues a su edad había salido muy putero.
—El barco se menea cada vez más —comentó ahora. Lo que menos le gustaba de los viajes era navegar; dos años antes habían sufrido una travesía muy accidentada de Rodas a Tera y aun se acordaba.
—Es posible que luego se mueva aún más. Te recomiendo que comas unas galletas para hacer fondo de estómago. Así tendrás algo que vomitar.
Boeto rezongó algo ininteligible y salió del camarote. No había persona en el mundo que hiciera menos caso de los consejos médicos de Néstor que él.
Néstor siguió escribiendo mientras daba cuenta de su frugal almuerzo. Lo apuntaba todo constantemente porque tenía miedo de volver a perder la memoria y que todo lo que había vivido en los últimos seis arios, que para él eran los únicos de su vida, se esfumara. Ignoraba su edad, pero calculaba que podía frisar en los cuarenta y cinco. ¿Cuántos arios podían quedarle? ¿Quince, veinte, veinticinco si tenía mucha suerte? En cualquier caso, el vacío oscuro y desconocido que cargaba a sus espaldas era mucho mayor que lo que le aguardaba por delante. Sentía que los dioses le habían estafado la mayor parte de su vida, y cuando se despertaba por las mañanas lo primero que hacía era pasar revista rápidamente a los seis arios que atesoraba y comprobar que no los había perdido también. Soy Néstor, se repetía, y como no podía añadir como serias de identidad hijo de tal ni natural de tal ciudad, añadía: Soy el médico de Alejandro, el hombre que le salvó la vida en Babilonia.
Por eso no se limitaba a tomar notas sobre lo que veía, sino que escribía comentarios sobre lo que él mismo hacía, las personas a las que iba conociendo y las conversaciones que mantenía con ellas. Era, fundamentalmente, un observador. ¿Qué otra cosa podía ser alguien sin raíces? La gente de su edad empezaba a pasar más tiempo reviviendo el pasado que contemplando el presente; él no podía disfrutar de ese lujo. Y si su problema era una enfermedad que ni él mismo sospechaba y su amnesia se volvía a reproducir, al menos podría consultar sus cuadernos y saber quién había sido durante los últimos seis arios.
Ahora escribió sobre la muchacha con la que acababa de hablar. Agatoclea. A ella no le gustaba su propio nombre y cuando discutía con su aya insistía en que la llamara Clea; Néstor lo sabía porque los mamparos de la nave eran indiscretos.
Primero la definió: ojos verdes, pelo rojo como el cobre, nariz respingona y mejillas pecosas. Un tanto delgada para considerarla hermosa, aunque a Néstor no le importaba; la opulencia, no era de su agrado. Vivaracha, algo atolondrada, orgullosa y con mal pronto. No acababa de verla como consorte del gran hombre. ¿Cambiaría mucho? Su padre, Agatocles, era un monarca de pega, un hombre que había sido alfarero antes que tirano y que luego se había nombrado a sí mismo rey. Un tipo inteligente, sin duda, pero no llevaba en las venas esa distinción que Alejandro había mamado de niño y que iba cuajando a lo largo de muchas generaciones de trabajar poco y ser obedecido. Eso se notaba en su hija. Mientras hablaban, Néstor la había visto rascarse la cadera con disimulo un par de veces, y también más abajo: en la vida se habría imaginado actuando así a las demás esposas reales, como Nebet, Estatira, la encantadora Barsine o incluso la bárbara Roxana. Tal vez Clea aprendería a ser solemne y mayestática, a no rascarse el trasero, a no dirigirse a los demás sin que se lo pidieran ni hacer preguntas inoportunas. Pero sería una pena que perdiera aquella deliciosa espontaneidad, se dijo Néstor, y volvió a llenarse la copa. Soy Néstor, el médico de Alejandro, el hombre que le salvó la vida en Babilonia.
Se despertó con la boca pastosa, tendido en la cama. Ni siquiera se había quitado las sandalias. Se incorporó y comprobó que la jarra de vino estaba en el suelo; pero la mancha de la alfombra era pequeña, lo que quería decir que el resto se lo había bebido él. Se levantó desorientado, sin saber qué hora podía ser. El barco se movía mucho más que antes, y por encima de los crujidos del maderamen se podía oír el grave fragor del agua y el inquietante silbido del viento.
Néstor entró al bario para orinar el exceso de vino. Era la primera vez que viajaba en un barco en el que los camarotes, aunque sólo fuesen los de los pasajeros de honor, tenían letrinas privadas. Después llamó a la puerta que daba al tabuco de Boeto para decirle que se iba, pero sólo le contestaron los ronquidos del criado. Éste ha bebido más vino que yo, se dijo, y chasqueó la lengua. No era una buena táctica contra el mareo.
Salió al pasillo. Los mamparos eran de madera, pero los habían pintado de estuco, mientras que las vigas, doradas y talladas con acanaladuras, parecían las columnas de un templo. Todo el sueloestaba cubierto de tapices y a cada dos pasos había lámparas de bronce colgadas del techo. Néstor pensó que tal vez Alejandro había ordenado que la Anfítrite viajara a Posidonia para recibir a bordo a los embajadores romanos, impresionarlos con el lujo y la magnitud de la nave y así convencerles de que llegaran a un acuerdo sobre las tierras de Campania.
Aguzó el oído. Más abajo sonaba un retumbar rítmico y grave: el tambor de la sala de boga. De modo que los remos estaban funcionando por fin. Decidió que sería interesante ver cómo funcionaban.
Cuando bajó por la escala, un soldado le dio el alto, pero un compañero que tenía al lado le dijo Alexandru bilos, «es amigo de Alejandro», con esa manera tan peculiar que tenían los macedonios de convertir la fi en b, y le dejó pasar.
La primera sensación que asaltó a Néstor fue la de un sudor pegajoso y sofocante, mezclado con el hedor pungente de la orina. Aquella cubierta estaba atestada. A la derecha de Néstor, en el costado de babor, los remos se sucedían hasta perderse en la penumbra de la zona de proa, y en cada uno bogaban cuatro hombres cubiertos tan sólo con taparrabos y pegados codo con codo. Al contrario que en las trirremes, donde cada hombre se encargaba de su propio remo y lo manejaba sin levantarse del banco, aquí era obligatorio que los remeros se levantaran, pues cuanto más alejados estaban del costado de la nave, mayor se hacía el ángulo que debían barrer. Los remos de la Anfitrite eran tan largos y pesaban tanto que para equilibrarlos habían lastrado con plomo el extremo interior. Era allí donde estaban los remeros de primera, bogadores con larga experiencia en trirremes y otros barcos de combate, que dirigían los movimientos de sus compañeros y a cambio cobraban el doble que ellos. Para clavar el remo tenían que ponerse de pie, adelantarse y subir a unos pequeños peldaños que tenían frente a ellos; después, con gran profusión de auummpff, bajaban los brazos, tiraban hacia atrás hasta llegar al banco y se sentaban de nuevo. La tarea era tan agotadora que cada poco tiempo los remeros que se sentaban ociosos en los bancos de estribor se levantaban para relevar a sus compañeros.
Néstor recorrió la penumbra de la crujía central, seguido por las miradas curiosas y a la vez hostiles de los remeros. El barco daba bandazos cada vez más fuertes y, a pesar de que las portillas de la postiza estaban protegidas con pantallas de cuero, el agua se colaba a chorros por ellas. Mientras seguía su paseo, el jefe de boga le salió al paso. Néstor se detuvo y aprovechó para agarrarse a un puntal de madera.
—Disculpa, señor. Es peligroso estar aquí con este tiempo.
—Quería cruzar a proa, pero siempre me pierdo en estos pasillos. ¡No quiero imaginar qué habría sido de mí en el laberinto de Creta!
A ambos lados del pasillo corría un estrecho enrejado por el que se veía el piso de abajo. Néstor se agachó para mirar. La cubierta de remo inferior parecía atestada de gente, pero nadie bogaba. Néstor tardó unos segundos en darse cuenta de que allí abajo no sólo se hacinaban remeros en taparrabos, sino también cientos de soldados macedonios. Mal tenía que estar la situación para que el capitán hubiera hecho bajar a los hombres de Sófocles. Entre el viento, el agua, los gruñidos de los remeros y el tambor era imposible oír lo que decían, pero se les notaba nerviosos; muchos se habían quitado los petos y los abrazaban sobre sus rodillas, seguramente temerosos de que el barco se fuera a pique y sus pesadas corazas los arrastraran al fondo. Néstor se incorporó. El jefe de boga seguía interponiéndose en su camino. Néstor miró hacia popa y luego hacia proa.
—Estoy a mitad de camino. Creo que da igual que salga por delante que por detrás. ¿Te importa?
El tipo se apartó con gesto severo. Néstor pasó a su lado, tratando de mantener el equilibrio para no caer encima de los remeros y hacer aún más violenta la situación. Casi sin darse cuenta, pisaba siguiendo el ritmo de la boga. En otros barcos en los que había viajado usaban flautistas para marcar el compás, pero en una nave tan grande como la Anfitrite recurrían a dos forzudos cómitres que aporreaban sendos tambores colgados de los baos que cruzaban el techo, pues su sonido grave llegaba más lejos que el trino de la flauta y viajaba de un casco a otro.
Por fin llegó a la escalera del otro extremo y subió hacia la proa. Cuando apareció en cubierta respiró hondo para limpiar los pulmones de su breve descenso a los infiernos. Los remeros eran voluntarios que a cambio de su trabajo cobraban más jornal del que habrían ganado en muchas explotaciones agrícolas, pero nadie podía envidiarlos.
Aunque el viento seguía siendo cálido, había arreciado mucho. Néstor se acercó a la borda, tratando de aplicar el truco que los marinos llamaban «piernas de mar», y que consistía en no tensar las rodillas ni las caderas para luchar contra los movimientos del agua, sino en relajarlas y adaptarse dejándose llevar por el vaivén del barco, en un peculiar anadeo que los marineros avezados conservaban luego en tierra firme.
Se asomó sobre la amura. El mar se veía tan picado que los remos pintados de ocre azotaban más veces el aire que el agua. Las crestas estaban blancas y el viento empezaba a levantar ráfagas de espuma. Las naves de la escolta cabeceaban entre las olas y a ratos desaparecían tras ellas. Tanto los transportes como los barcos de guerra habían recogido velas y ahora llevaban desplegada menos de la mitad del trapo. Néstor levantó la vista hacia los mástiles de la Anfítrite. Los marineros estaban bajando las vergas del palo mayor y del antemón para aumentar la estabilidad de la nave y habían recogido por completo la vela de mesana.
La proa se levantó en el aire unos segundos y después bajó de golpe más de ocho codos. Néstor sintió cómo el estómago se le venía a la boca, y los pies le resbalaron. Un marinero se apresuró hacia él y le agarró por el brazo.
—Debes tener cuidado, señor. Apártate de la borda. Lo mejor es que bajes a tu camarote.
—Necesito aire fresco. Me agarraré bien. Esta ola me ha pillado por sorpresa. Néstor se enderezó y se aferró con más fuerza a la regala. Al caer en el seno de la ola, la nave había levantado un roción de espuma que saltó por encima de la borda y le empapó; pensó que si el agua había empezado a salpicar la cubierta de la Anfítrite, a doce codos por encima de la línea de flotación, las olas debían estar barriendo las cubiertas de las demás naves, que eran mucho más bajas.
La calima era ahora más gris, y lo teñía todo de una vaga luz perlina que embotaba los perfiles y se comía las sombras. Hacia el sur se habían formado unas nubes negras que se confundían con el horizonte. Aquel brillo mortecino y difuso tras el polvo que enturbiaba la atmósfera debía de ser el sol. Néstor observó la dirección de las olas y de la espuma que cabalgaba sobre ellas: el viento venía del sur-sureste, casi en paralelo al litoral, mientras que ellos trataban de remar hacia la costa.
—¡Es imposible! —oyó gritar a Hermolao. Néstor se volvió hacia la izquierda. El capitán volvía a discutir con Callas, pero esta vez le acompañaban el gramático, los dos oficiales de proa y el tercer piloto.
—Tú mismo has dicho que era mejor ir a la orilla —le dijo Callas.
—¡Demasiado tarde! Ya te dije que a partir de Laos la costa era demasiado escarpada. —El capitán señaló hacia delante, donde una masa más oscura se destacaba del borrón alargado de la costa—. No sé si eso es el cabo Pixunte, el Palinuro o el promontorio de Sirenusas.
—¿Es que no sabes dónde estás? —preguntó Calias, indignado.
—¡Sé dónde estoy, pero no a qué altura! —Néstor no veía la diferencia, pero no dijo nada. Hermolao añadió, dirigiéndose a un oficial de proa—. Tú, ordena al cómitre que recojan los remos y cierren las columbarias. Es inútil seguir bogando.
—¡No! —gritó Calias, con el rostro desencajado—. ¡Tenemos que ir a tierra!
El silbido del viento tenía algo de enervante, de eléctrico. Empezó a llover; con el agua caía un barrillo anaranjado que arañaba la piel. Néstor levantó la mirada haciéndose visera con la mano para que aquel polvo no le entrara en los ojos. Las nubes no estaban aún sobre sus cabezas, pero el viento era tan fuerte que arrastraba la lluvia sobre ellos casi en horizontal. Néstor volvió a mirar hacia estribor. Cada vez era más difícil ver las demás naves, pues la flota se estaba dispersando y el aire se llenaba de espuma.
—¡Lo que tenemos que hacer es apartarnos de la costa! —insistió Hermolao—. Esta nave es demasiado grande.
Néstor se acercó haciendo equilibrios y se agarró a un estay. El estómago le pedía darle la razón a Callas y buscar el amparo de la tierra firme. Pero la cabeza le decía que el capitán tenía razón.
—Hay que ganar fondo. —El piloto apoyó a Hermolao—. Si seguimos yendo a estribor, el líbico nos mandará contra la costa de sotavento y no tendremos espacio para remontar.
—¿Entonces qué vamos a hacer? —preguntó Callas, entre blanco y ceniciento.
—¡No tenemos más remedio que cabalgar sobre la tormenta! —le contestó Hermolao, gritando cada vez más para hacerse oír por encima del viento.
A Callas no le debió sonar bien, porque salió corriendo hacia la amura; pero antes de llegar a ella resbaló, cayó de rodillas y vomitó sobre cubierta.
—Debería atenderle un médico —dijo Néstor—, pero si me suelto de esta cuerda quizá se caiga el mástil, ¿no?
Hermolao le miró con una sonrisa feroz.
—Es posible.
—Además, nadie se ha muerto por un mareo.
—¡Qué se joda! —resumió el piloto.
—Eso de cabalgar la tormenta, ¿qué quiere decir exactamente?
—El líbico está soplando paralelo a la costa, así que vamos a dejar que nos entre por popa y seguir su dirección. En realidad, navegaremos en largo hacia barlovento para asegurarnos de que durante la noche no nos acercamos a la costa.
—¿Durante la noche? ¿Vamos a seguir en alta mar toda la noche? Hermolao asintió.
—Me temo que sí. Esto no va a amainar. Todo lo más, empeorará. Ahora, es mejor que vuelvas bajo cubierta.
El capitán se alejó de él mientras daba órdenes para girar las vergas de modo que recibieran el viento por estribor. La Anfítrite viró poco a poco y, al cambiar de dirección y renunciar a luchar contra las olas, dejó de balancearse con tal violencia.
El tercer piloto se ofreció a acompañar a Néstor.
—El capitán sabe lo que hace —le dijo—. Si alguien puede salvar esta nave, es él.
—¿Salvarla? ¿Tan mal están las cosas?
—El viento va a empeorar mucho. Y el problema es que al navegar así, para apartarnos de la costa, nos vamos a meter cada vez más en el corazón de la tormenta.
Alguien aporreó la puerta del camarote de Néstor, que se había quedado adormilado sobre la litera. Se levantó, pero no antes de que Boeto abriera la puerta contigua con cara de pocos amigos.
—¿Hay alguna manera de que a uno le dejen dormir en este maldito barco?
—Apártate un poco y límpiate la barba, que la tienes llena de vómitos. Boeto volvió a encerrarse con cara de desesperación, y el propio Néstor abrió la puerta. Era una mujer joven, una de las esclavas de Clea. No tenía mucha mejor cara que Boeto.
—Mi señora te necesita. Dice que se está muriendo.
Néstor se ciñó la túnica y siguió a la esclava. Recorrieron el pasillo tambaleándose y agarrándose a las paredes, pues cuando la nave bajaba parecían caminar en el aire y cuando subía las piernas pesaban como plomo. Ante la puerta de (lea montaban guardia cuatro hombres armados con lanzas cortas, poco más que venablos, porque el techo era muy bajo. Era difícil decidir si los soldados sujetaban las lanzas o las lanzas a los soldados, pero al ver a Néstor trataron de ponerse firmes por dignidad. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas pudo oír las arcadas de uno de ellos. El camarote de Clea estaba decorado con el lujo de una alcoba palaciega. En vez de una litera adosada a un mamparo, como el de Néstor, tenía un lecho taraceado con incrustaciones de oro y marfil; las patas de bronce, clavadas al suelo, eran caballitos de mar a juego con los enormes mascarones de las proas de la Anfítrite. Las paredes y el suelo estaban decorados con tapices persas y bactrianos, y también se veían armarios roperos y cofres tallados en palisandro de la India. En un rincón había una mesa rodeada por taburetes y dos amplios divanes, y en otro un escritorio fijado a la pared y una silla con brazos y respaldo. El camarote tenía cuatro ventanillas cerradas con postigos y dos claraboyas fijas cubiertas con láminas de mica. Clea estaba tendida en la cama, doblada sobre sí misma y abrazada a un almohadón. El cobertor estaba arrugado y tenía manchas en una esquina. Al parecer Clea no había conseguido llegar a tiempo al cubo que había a los pies del lecho; una lástima, pensó Néstor, porque la colcha que acababa de ensuciar estaba recamada con perlas e hilos de oro y de plata. La joven vestía una túnica clara de color lavanda que con los movimientos se le había arremangado sobre las rodillas. Ada se acercó a los pies de la cama y tiró de ella para cubrir las piernas de su señora. Clea se incorporó un poco y trató de adoptar una actitud más digna.
—Me estoy muriendo. Jamás me he sentido tan mal en mi vida —dijo, apretándose un pañuelo contra la boca.
La esclava que había traído a Néstor acercó un taburete a la cama para que se sentara; después se retiró a un rincón junto con otra criada, y ambas se agarraron las manos con gesto de pavor y semblante desencajado. Néstor no podía culparlas. Curiosamente, él no sentía miedo, como si la tormenta que zarandeaba la gigantesca nave fuese un espectáculo organizado por Poseidón y Eolo para que él pudiera contemplarlo y anotarlo en sus cuadernos.
Al sentarse le llegó el agrio olor del contenido del balde. Se volvió hacia las esclavas y les ordenó que lo tiraran. Ellas se lo llevaron a la letrina, pero el olor persistía. Néstor se levantó y abrió una ventanilla. El aire entró con tal fuerza que el postigo le golpeó de refilón en la frente; también se coló la lluvia y algo de espuma salada. Pero pensó que era mejor el aire puro y trabó el postigo para que no golpeteara contra la pared.
—¿Quieres respirar un poco? —le dijo a Clea.
La joven se levantó y se acercó con paso titubeante. De pronto el barco pareció hundirse en el vacío y Clea se vio arrojada contra Néstor. Fue un abrazo involuntario, pero el médico no pudo evitar un estremecimiento al sentir el calor de aquel cuerpo flexible y menudo.
—Sólo estás mareada —dijo, por disimular su desconcierto—. Con esta tempestad es normal. Incluso he visto vomitar a varios marineros —añadió para consolarla, aunque no había vuelto a salir del camarote desde hacía horas.
Se apartó un poco de ella y la ayudó a acercarse a la ventana. Clea cerró los ojos y se frotó la cara con el agua que entraba. También resultó algo embarazoso para Néstor, pues al mojarse la parte superior de la túnica se insinuaron unas sutiles transparencias. Para apartarle los ojos del pecho los subió al cuello, del que colgaban tres gruesas gargantillas de oro y pedrería, a juego con los brazaletes que llevaba en ambas muñecas.
—Es por si naufragamos —dijo Clea, interpretando aquella mirada como una crítica a tanta ostentación—. Si las olas arrastran mi cadáver a una playa remota, tal vez algún pescador se apiade de mí y me dé un entierro digno a cambio de mis joyas.
—Qué previsora.
—Y si nos hundimos —prosiguió la joven—, servirán como sacrificio para las divinidades del mar.
—No nos vamos a sumergir ni a naufragar. Esta nave es un titán. De pronto, Clea se llevó la mano a la boca, dio una arcada y salió corriendo hacia la letrina. Néstor vaciló un momento; después se dijo que ella había reclamado su presencia como médico, así que cerró el postigo y la siguió.
Para su sorpresa, el camarote disponía de un baño completo. En el centro había una gran bañera de mármol verde con grifos dorados, y en la parte derecha dos pilas más pequeñas. Una de las paredes estaba recubierta de cobre bruñido a modo de espejo y las otras tres de azulejos esmaltados al estilo babilonio. Seguro que a Alejandro, con su obsesión por lavarse todos los días de cuerpo entero, le encantarla ese baño. Por Higía, mi mismo me encanta, se dijo.
Clea estaba agachada sobre la letrina, un agujero practicado sobre una grada de madera. Néstor estaba a punto de agacharse a ayudarla cuando Ada pasó a su lado casi empujándole y agarró a su señora por los hombros. La muchacha se incorporó a duras penas y se tambaleó hasta uno de los pilones.
—¿Te importa salir, señor? —dijo Ada—. Ya me encargo yo. —Déjale en paz y sal tú— le ordenó Clea.
—Pero, señora, es un…
—¡Qué te largues!
Ada salió, pero no se ahorró una última mirada de reprobación al médico. Néstor pulsó uno de los caños dorados y salió agua tibia. Fascinante, se dijo. Otro bandazo hizo que Clea casi se clavara la frente contra el borde de mármol; Néstor la agarró por los hombros y la ayudó a mantener el equilibrio mientras se lavaba la cara.
Después volvieron al camarote. Clea se derrumbó en un diván y le pidió a Néstor que se sentara a su lado. Cuando se estaba acomodando se oyó un tremendo crujido, como si la nave entera fuera a partirse en dos, y el suelo se inclinó tanto hacia proa que las esclavas y Ada rodaron por los suelos. El postigo que había cerrado Néstor volvió a abrirse y una ráfaga de aire apagó casi todas las velas de la estancia. Clea se abrazó a Néstor y enterró la cara en su pecho, entre sollozos.
—¡Vamos a morir!
Néstor estuvo tentado de darle la razón. Como se esperaba, la popa se precipitó en el vacío durante un instante interminable. En las bodegas del barco se oyó un gran grito colectivo, y también el ruido de objetos pesados al chocar. Por fin, el suelo volvió a ponerse horizontal y el horrísono crujido del maderamen se apagó poco a poco. Néstor aguzó la oreja por si alcanzaba a escuchar voces de «¡Nos hundimos!» o campanas de alarma, pero no pudo oír nada sobre el mugido del viento y el ronco bramar de las olas. Se levantó y, casi a tientas, fue a cerrar la ventana. Al otro lado de la puerta se oían las sonoras blasfemias de los soldados que montaban guardia, y también alguna carcajada histérica.
—¡Vuelve, por favor! —le suplicó Clea.
Néstor se sentó de nuevo en el diván y la joven le rodeó la cintura con ambos brazos.
—Tranquila. He visto tempestades mucho peores que ésta, y he sobrevivido.
—¿De verdad? —preguntó Clea, levantando un poco la mirada.
—De verdad. En el Golfo Pérsico es habitual ver olas tan altas como el mástil de este barco y vientos que pueden levantar del suelo a un hombre. Yo lo he recorrido varias veces con el almirante Nearco y con tu esposo, ¡y aquí me ves!
Debería dedicarme a escribir fábulas, se dijo. Los movimientos se habían calmado un poco. Antes debían haber pinchado una ola; según le había explicado el tercer piloto, era uno de los peligros de correr el temporal. Néstor hizo ademán de apartarse, pero Clea le apretó la cintura con fuerza.
—No me sueltes, por favor…
Ada ya no estaba para echar miradas censoras: ella y las otras dos esclavas se habían acurrucado abrazadas en un rincón y, apenas alumbradas por la única lámpara que quedaba encendida, parecían una sola criatura informe y gemebunda. A Néstor le llegó el olor acre de los vómitos y de algo aún peor, pero no dijo nada. Sacó su reloj de arena de un bolsillo del cinturón y le dio la vuelta. Aunque era pequeño, el cuello que unía las dos ampollas era tan estrecho que la arena tardaba en caer una hora, cronometrada con un reloj de sol en el equinoccio de primavera. Néstor calculaba, o quería calcular, que como mucho quedaban cinco horas de noche. Pero aunque amaneciera, eso no garantizaba que la tempestad amainase.
Clea intentaba calmarse, pero cada vez que el suelo volvía a hundirse bajo ellos contenía el aliento, respiraba en pequeños soplos entrecortados y recitaba «madre, madre, madre». Néstor pensó en darle jugo de amapola, pero descartó la idea. Para eso tendría que volver a su camarote, con el riesgo de partirse la cabeza, y si la tormenta empeoraba y tenían que luchar por sus vidas prefería no cargar con el peso muerto de una mujer sedada.
—¿Es verdad que envenenaron a Alejandro? —le preguntó Clea de golpe. Néstor la miró sorprendido.
—Sí, es cierto.
—¿Cómo había sabido que estaba pensando en drogas?
—Y fuiste tú quien le curó —dijo la joven con voz débil.
—Sí. ¿Por qué me preguntas eso ahora?
—Se me ocurrió esta mañana en cubierta, cuando mencionaste a Aristóteles. ¿Es verdad que fue él quien preparó el veneno?
—Eso se dice, pero nunca se ha negado a saber.
—A mí me contaron que Aristóteles fabricó una mezcla tan corrosiva que Casandro tuvo que llevarla a Babilonia escondida dentro de un casco de burro, porque las vasijas normales se… —El barco volvió a bajar. «Madremadremadre», repitió Clea, cerrando los ojos. Después respiró hondo—. Se deshacían —terminó.
—Una historia tan pintoresca merecería ser cierta. Pero de haber sido tan potente, ese tóxico habría corroído las entrañas de Alejandro. No, el veneno que le dieron había sido extraído de una planta y su efecto no era perforarle el estómago ni los intestinos, sino contraerle los músculos poco a poco hasta acabar parándole la respiración.
—¿Pero fue Aristóteles quien lo preparó o no?
Néstor se encogió de hombros. Materialmente, Aristóteles, que era un experto en botánica, podía haber fabricado el veneno. ¿Motivos? Alejandro había hecho ejecutar a Calistenes, sobrino de Aristóteles, pero una venganza de sangre no parecía un motivo verosímil para alguien tan cerebral como el filósofo. Las desavenencias políticas tampoco resultaban una razón muy convincente. ¿Y si, simplemente, Antípatro le había sobornado?
—No lo sé —respondió por fin—. Casandro siempre insistió en que su padre y él eran inocentes, y no se retractó de su declaración ni cuando le torturaron. En cuanto a Antípatro, se atravesó con una espada antes de que le apresaran, así que ninguno de los dos llegó a implicar a más cómplices.
—¿Qué pasó con Aristóteles?
—Debió de sospechar algo, porque huyó de Atenas antes de que Alejandro pusiera el pie en Europa. «Madremadre». Aquella ola no fue tan mala como esperaban. Clea tragó saliva y dijo:
—Huir es una prueba de culpabilidad.
—Yo, en su lugar, habría hecho lo mismo que Aristóteles aunque fuese inocente. Por si acaso.
¿Sabes lo que dijo al abandonar Atenas? «Los políticos ya cometieron bastante delito contra la filosofía condenando a Sócrates. No dejaré que lo hagan por segunda vez».
—¿Y adónde fue?
—Alejandro sospecha que se encuentra en algún lugar de Italia, pero lo cierto es que no ha vuelto a tener noticias suyas.
—A lo mejor ya está muerto.
—Sí, es posible. Debe de tener cerca de setenta años. Sería una lástima, porque a Alejandro le encantaría una escena de reconciliación con su viejo maestro. No hay nada que más le guste en este mundo a Alejandro que perdonar.
—¿De verdad es tan magnánimo como dicen?
Néstor se quedó pensando. Le apetecía soltar alguna frase cínica, pero repasó la conducta de Alejandro durante los seis años que llevaba conociéndole y respondió:
—Sí, lo es. Tiene sus defectos, pero es incapaz de nada despreciable o mezquino. Te has casado con el hombre más grande del mundo.
—Ya lo sé —dijo ella, pero no había orgullo en su voz. Era evidente que la muchacha habría preferido una vida más sencilla.
Documento confidencial dirigido al agente cartaginés conocido como Heracles-Melqart.
Informe del agente Sinón:
«La recién fundada Liga Helénica, que aglutina a las ciudades griegas del sur de Italia, ha elegido a Alejandro como hegemón con mando absoluto para la guerra. El motivo alegado para reclamar su presencia es la misma que cuando invitaron a su tío Alejandro de Epiro a venir a Italia: defenderse de las incursiones y amenazas de las tribus bárbaras que bajan de las montañas, saquean los cultivos de los griegos, roban sus rebaños y asaltan sus murallas.
»Dicho motivo no es más que una excusa. Es el propio Alejandro quien ha presionado a la Liga Helénica para que le nombre hegemón. Una prueba es que está enviando patrullas y embajadas a brutios, lucanos y samnitas no para amenazarles ni hacerles la guerra, sino para garantizarse su neutralidad con promesas y sobornos. Los samnitas, que aborrecen a los romanos, han sido los primeros en pactar con él.
»Alejandro sabe bien que, si quiere dominar el sur de Italia y proseguir su conquista hacia las fértiles llanuras del Norte, el enemigo al que debe batir es Roma. Por eso ha buscado lo que los romanos llaman un casus belli, una causa justa para la guerra: Campania. Las ciudades de esta región, la más rica y feraz del sur de Italia, son griegas en su mayoría. Algunas como Neápolis no se han atrevido a incorporarse a la Liga Helénica por temor a Roma, pero sí lo han hecho otras como Capua.
»De momento, Alejandro ha desplazado sus tropas desde el extremo sur de Italia hasta la ciudad de Posidonia, al sur de la bahía del Vesubio. Muchos se preguntan por qué no ha seguido directamente hasta Campania. Aunque desde hace años el rey no comparte sus pensamientos más íntimos con nadie, mi hipótesis es que quiere atraer a los romanos a Campania para librar allí una batalla decisiva contra sus legiones, a mil estadios de la propia Roma.
»Ésta es la composición exacta del ejército de Alejandro a día de hoy, 1 de gorpieo.
18.000 soldados de infantería de línea repartidos así:
— 9.000 falanges de sarisas divididos en 6 batallones. El yunque central del ejército macedonio.
— 2.000 hipaspistas, tropas macedonias de élite que suelen hacer de puente entre las falanges y la caballería de los Compañeros.
— 7.000 hoplitas griegos, entre aliados y mercenarios. Luchan en formación cerrada, pero con lanzas de cinco codos en lugar de las sarisas. Entre ellos hay un batallón de 400 espartanos. No hace falta explicar quiénes son los espartanos.
13.000 soldados de infantería ligera repartidos así:
— 1.000 agrianos, montañeses del norte de Macedonia. Tatuados y salvajes como los celtas, sufridos y ágiles como los númidas. No los hay mejores que ellos disparando la jabalina, ni más rápidos cortando gargantas a los heridos en el campo de batalla.
— 1.200 arqueros cretenses. Sus servicios son tan valiosos que cobran dos tercios de la paga de los hoplitas.
— 800 honderos de Rodas. Cuidado con ellos. Sus proyectiles pueden parecer menos dañinos que las flechas, pero a cambio no se ven venir.
— 3.000 tracios. Pese a su bien ganada fama de borrachos, peligrosos con sus arcos y sus venablos.
— 1.000 montañeses de Sogdiana, una región pedregosa de donde Alejandro trajo a su primera esposa. Son tan salvajes como los agrianos, así que Alejandro los tiene acantonados en extremos separados del campamento.
— 2.000 nubios, del curso alto del Nilo. Armados con sus venablos y sus escudos de mimbre, son capaces de mantener el paso de la caballería durante largos trechos de la batalla.
— 4.000 peltastas de diversos lugares de Grecia, entre aliados y mercenarios.
8.800 soldados de caballería repartidos así:
Caballería ligera:
— 1.200 jinetes de los aliados griegos. Inferiores en armamento, espíritu guerrero y dominio de la equitación a los Compañeros y los tesalios. Suelen combatir en el ala izquierda.
— 600 tracios. Alejandro los usa como exploradores y fuerza de hostigamiento.
— 2.000 jinetes masagetas y escitas, bárbaros que rehuyen el choque directo. Son arqueros montados que, pese a la insistencia de Alejandro, siguen untando con veneno sus flechas.
Caballería pesada:
— 2.200 Compañeros, divididos en 9 escuadrones de 200 y el Ágema o Guardia Real de 400. Son el alma del ejército de Alejandro, el martillo que golpea a sus adversarios contra el yunque de la falange. Combaten en el puesto de honor en el ala derecha, con el propio rey.
— 2.000 tesalios. De entre los griegos, los mejores criadores de caballos. No son tan aguerridos como los macedonios, pero les igualan o tal vez superan en el arte de montar.
»El total de fuerzas acampadas en Posidonia es de 39.000 hombres (38.989 según los estadillos de esta misma mañana). No es probable que Alejandro aliste más fuerzas, pues aumentarían sus problemas logísticos y además no puede retirar tropas de otros puntos del imperio por temor a posibles sublevaciones.
»Para que este agente informe de los planes contra Cartago, tendrá que llegarse a ulteriores acuerdos».