HISTORIAS DE TRAICIÓN

—¿Cómo me dijiste que se llamaba tu muñeca? —preguntó Néstor vocalizando muy despacio mientras inspeccionaba el drenaje de la sien de Lila.

—No hace falta que me hables así. No soy tonta —contestó la niña, que estaba de mal humor porque aún no la dejaban bajar de la cama para jugar. Néstor pensó que era buena señal.

—Perdona. La verdad es que hablas griego muy bien. Cuando seas mayor, seguro que lo hablas mejor que tu hermano —respondió Néstor.

—Y se llama Pulcra —añadió Lila, abrazando a la muñeca—. Ya no te lo digo más. Néstor sintió que alguien le observaba. Volvió la cabeza y sorprendió la mirada de Julia. La hermana mayor de la niña tenía los ojos empañados.

—Hoy también ha dormido muy bien. —Para disimular sus lágrimas, la mujer del pretor se inclinó sobre la niña y abrió la bulla de oro que colgaba de su cuello. Después metió dentro unos hilos de colores y volvió a encajar las dos mitades del amuleto—. Ya no tiene convulsiones.

Néstor se apartó de la cama y estiró la mano para tomar a Julia del codo y hablar con ella a solas. Luego pensó que no sabía si era correcto hacer eso con una mujer romana, cerró los dedos en el aire y se limitó a hacerle una seña para que le acompañase a la puerta del cubículo.

—Creo que ya está fuera de peligro —susurró—. Los dáimones de la infección no aguantan escondidos tanto tiempo.

—Siempre he sabido que se pondría bien —respondió Julia—. Les recé a la Bona Dea y a Domiduca, y me dijeron que Lila se iba a salvar. —Fue ella quien apretó el brazo de Néstor—. Pero ha sido gracias a ti. Nunca lo olvidaré.

Después de eso los legionarios, que escoltaban a Néstor en todo momento lo acompañaron de vuelta a su habitación. Bajo sus túnicas cortas de lino se adivinaban abultamientos sospechosos; puñales, sin duda, y uno de ellos incluso parecía llevar una espada corta colgada bajo la axila. A Néstor le daba igual. Estaba acostumbrado a vivir rodeado de armas, y ni se le había pasado por la cabeza huir en pleno corazón del territorio enemigo. Era un médico de cuarenta y tantos años, no un guerrero joven y ardoroso dispuesto a correr peligros por reunirse de nuevo con su señor.

Almorzó con Boeto en silencio. El focio era hombre taciturno y él, por su parte, no tenía muchas ganas de hablar. Se había levantado irritado, inquieto por algo, y ahora que Julia le había apretado el brazo creía saber por qué. La víspera, mientras examinaba a Lila y le cambiaba las vendas, Clea se había ofrecido a ayudarle, y mientras trabajaban sus manos se habían rozado varias veces. Su piel aún guardaba la tibieza de aquel tacto y, si respiraba hondo, podía sentir en la nariz su aroma de púber en plena efervescencia. Cada vez que cerraba los ojos volvía a ver su nuca y su cuello desnudo, pues Clea se había recogido el cabello con una redecilla de oro y cobre que sembraba de chispas el color de fuego de su pelo.

No le gustaba nada el rumbo que estaban tomando sus pensamientos. Clea era poco más que una niña y, mucho peor, la esposa de Alejandro, su amigo y su rey. Pero Néstor no recordaba haber experimentado antes el extraño anhelo con el que se había despertado esa mañana, un deseo impaciente e infantil de volver a ver a Clea aunque tan sólo fuese unos segundos.

Pensando en ello, no recordaba si alguna vez, antes de Delfos, había amado o le habían amado a él. Pero reconocía los síntomas presentes como algo ya sufrido en el pasado. Eran las fases previas, los pródromos que avisaban de la enfermedad de Eros. Eso significaba que no se trataba de sentimientos desconocidos para él. Si los reconocía era porque debían formar parte de los numerosos conocimientos que almacenaba en su cabeza sin que supiera cómo ni en qué momento habían llegado allí.

Cuando terminó de comer, Escipión, el magistrado que los había recibido al llegar a Roma, entró en la habitación acompañado por Julia. Venía de mal humor, al parecer porque el dictador le había echado un buen rapapolvo. Néstor agachó la mirada como si no entendiera nada y aguzó el oído, pero no escuchó nada relativo a su destino ni al de Clea, sólo quejas sobre el imperium, la dignitas y el atrevimiento de un pediculus puesto en limpio como Papirio que se atrevía a increpar a quienes por nacimiento eran mejores que él.

Al ver a Néstor, el pretor cambió el gesto y sonrió.

—Mi esposa me ha dicho que la niña está casi curada. —Su griego era muy correcto, aunque no fluía con tanta soltura como el de Gayo Julio—. Te doy las gracias. Ha sido un milagro. Néstor aceptó el cumplido asintiendo con la barbilla. En esos casos prefería no contestar en voz alta.

—Me pregunto si podrías acompañarme a casa para ver a un xenos. —Escipión había utilizado una palabra que servía igual para «huésped» que para «extranjero», y se apresuró a añadir—: Es alguien muy querido para mí. Se llama Nicómaco, y desde hace años es mi profesor de filosofía y retórica, y ha acabado convirtiéndose en mi amigo. ¿Querrías examinarlo?

—Soy vuestro prisionero —respondió Néstor, encogiéndose de hombros—. ¿Acaso puedo decidir otra cosa?

—Eres prisionero de Gayo y de la República, no mío —respondió Escipión, con gesto casi dolido—. Ayer le devolviste la vida a mi cuñada y la sonrisa a mi esposa. Sólo por eso te debo gratitud eterna. Pero lo que te pido ahora es a título personal. Gayo Julio ha dado su consentimiento.

Néstor asintió y por un instante pensó en pedir disculpas, pero cerró la boca cuando estaba a punto de hacerlo. Mejor que Escipión siguiera sintiéndose en deuda y viéndolo como médico, no como rehén.

En ese momento, uno de los legionarios que vigilaban a Néstor se acercó corriendo y dijo algo a Escipión. Éste asintió.

—Acompáñame un momento, por favor —le pidió al médico.

Llegaron ante el aposento de Clea, donde otro soldado montaba guardia. Escipión llamó con los nudillos. La puerta se entornó y apareció el rostro de Ada, la esclava de Clea. Cuando iba a decir algo, una mano tiró de ella para apartarla y la propia Clea apareció en el umbral. Al verla, el corazón de Néstor se aceleró de golpe.

—¿Qué tal está Lila hoy? —preguntó la joven. A Néstor le irritó que ella no le mirara a él, sino al pretor; y aún se irritó más consigo mismo por una reacción tan infantil.

—Está mucho mejor —contestó Escipión. Era evidente que no quería ser descortés con la esposa de Alejandro, pero tenía prisa—. Gracias a las artes de vuestro médico.

Clea empujó la puerta, pero antes de que se cerrara miró a Néstor y le sonrió. Él la saludó con la barbilla. No, no estaba tomando un buen camino.

Salieron de casa de los Julios precedidos por los dos lictores de Escipión, que llevaban al hombro sus fasces con tanto orgullo y seguridad en sí mismos como si aquellos manojos de ramas fueran el mortífero rayo de Zeus. Por si acaso, detrás de ellos y de Boeto caminaban ocho legionarios que, aparte de los puñales escondidos, blandían gruesos garrotes.

Tras bajar una pequeña cuesta llegaron al Foro. Era la hora que en Atenas llamaban agorás plethuses, «cuando el mercado está lleno», y la enorme plaza pública de Roma también estaba muy concurrida. Los comerciantes pregonaban sus mercancías en tenderetes de vivos colores instalados en la calle o en las tabernas construidas en los largos soportales que corrían a ambos lados del Foro; la gente paseaba ante los puestos, discutía con los vendedores y a veces incluso compraba algo. En muchos de los edificios que rodeaban la plaza había obreros trabajando en andamios, ya fuera pintando paredes, dorando columnas de madera o reparando tejados.

Néstor había observado que los romanos eran como hormigas obsesionadas por construir y como castores afanosos por transformar el paisaje. Lo había comprobado en el viaje desde el Circeo: estaban trazando una calzada hacia Campania que, pese a las dificultades que les planteaban las Ciénagas Pontinas, no tenía nada que envidiar al Camino Real entre Susa y Sardes. Había miliarios en los que se informaba a los viajeros de la distancia recorrida y casas de postas, y en las zonas ya terminadas era casi imposible incrustar la punta de un cuchillo entre las juntas del empedrado. Gayo Julio le había explicado también que cerca del bosque de Diana corría un túnel que perforaba la montaña durante más de ocho estadios para desaguar el lago y evitar que en épocas de lluvias torrenciales el santuario se inundase. Era una obra que los operarios habían emprendido a la vez desde ambos lados del monte, excavando en equipos independientes que habían terminado encontrándose en el corazón de la roca con una desviación de menos de dos codos.

Su manía constructora se apreciaba aún más al llegar a la ciudad. Estaban añadiendo cinco codos de altura a la muralla, que ya era de por sí respetable. Los sillares eran de una toba calcárea relativamente blanda que traían de Veyes, pero a cambio estaban labrados en bloques rectangulares que encajaban perfectamente y tenían más de ocho codos de grosor; no resultaría fácil derruirlos, ni siquiera con las máquinas de guerra de Alejandro. Tras entrar por la puerta Capena, el grupo conducido por el tribuno había pasado bajo un acueducto también en construcción, el Aqua Junia. Era una gran arcada que cruzaba la calle a unos veinte codos de altura, y estaba previsto que antes de diez días fuese inaugurada por Junio Bruto, el censor que había promovido la obra.

Sin duda la amenaza de Alejandro había motivado las obras de la muralla y la construcción de la calzada y del acueducto, pues los romanos conocían bien el destino que habían sufrido ciudades como Tiro, Halicarnaso o Damasco. Pero eso no lo explicaba todo: construir, reformar, fabricar y crecer eran parte de su naturaleza. Mientras Néstor recorría el Argileto y el Foro, como unos días antes cuando atravesó la ciudad por la Vía Sacra, perdió la cuenta de los albañiles, marmolistas y carpinteros encaramados a los andamios. Cierto, Roma estaba llena de cabras, gallinas y cerdos, algunas zonas olían a estiércol y sus calles más angostas transpiraban un aura vetusta que recordaba a Atenas; pero el Foro y los templos del Palatino que se alzaban a la derecha poseían una grandeza más solemne que los de Babilonia y más empaque que los de Alejandría. Aquellos santuarios se alzaban sobre zócalos más elevados que los estilóbatos griegos, y sólo podía accederse a ellos tras subir por empinadas y fatigosas escalinatas: incluso los dioses romanos miraban por encima del hombro a los dioses de los demás.

Pese al calor del verano, había algunos hombres ataviados con las togas blancas que al parecer eran privilegio exclusivo de los ciudadanos romanos. También se veía a bastantes mujeres. Las más humildes llevaban túnicas de color crudo y atendían los puestos o hacían las compras cargadas con cestas de esparto. Las damas nobles vestían ropas teñidas, aunque siempre en colores discretos, se hacían acompañar por sirvientes que les cubrían la cabeza con parasoles y caminaban con la serena dignidad de reinas sin corona.

La gente abrió paso a los lictores, pero sin apartarse demasiado. Néstor se sintió observado como los animales del zoológico de Nabucodonosor en Babilonia.

—¡Celta, cunnilambitor, irrumo te! —le gritó alguien, y los demás corearon su exclamación con silbidos y carcajadas.

—¿Qué me ha dicho? —preguntó Néstor, aunque sabía perfectamente que aquel tipo había hecho referencias ofensivas al sexo oral.

—Por tu aspecto deben creer que eres celta y no griego —respondió Escipión, omitiendo comentar el significado de los insultos.

A la izquierda se levantaba un templo circular y más allá crecía un bosquecillo. Al reparar en la mirada curiosa de Néstor, y tal vez por hacer que olvidara los gritos, Escipión le contó que se trataba del templo de Vesta, una diosa casi idéntica a la Hestia griega.

Ya lo sabía, pensó Néstor. ¿Por qué tantas cosas de Roma le resultaban familiares? ¿Cuándo había estado allí? El caso era que nadie parecía recordarle.

En aquel templo, prosiguió Escipión, vivían las vestales, seis vírgenes que se turnaban día y noche para vigilar que no se apagara la llama sagrada de la ciudad y garantizar la pureza de aquel fuego con su propia castidad durante un largo servicio de treinta años. Todo aquello le sonaba a Néstor, pero no así la historia que le narró a continuación el pretor. Hacía veinte años se había descubierto la conducta inmoral de Minucia, una de aquellas vestales. Dos esclavas del templo habían denunciado que un desconocido llevaba varias noches entrando subrepticiamente en los aposentos de la vestal. El pontífice máximo, encargado de velar por la castidad de las vírgenes, juzgó a Minucia, consiguió que confesara su falta y la condenó.

Escipión en persona había presenciado el castigo. Tras despojar a la impía de sus hábitos de vestal, el pontífice ordenó que la azotaran en el Foro ante los ciudadanos y la envolvieran en un sudario como si ya estuviese muerta. Después la llevaron al Viminal, junto a la puerta Colina, donde los verdugos habían excavado un foso. La hicieron bajar por una escalera de madera que luego retiraron y, sin hacer caso de las desgarradoras súplicas de la joven, que sólo tenía dieciocho años, llenaron el foso a paletadas hasta taparlo por completo.

—A veces, cuando paso por ahí, aún oigo los gritos de esa muchacha —terminó Escipión, haciendo un gesto para alejar el mal—. Se ha convertido en un lémur que aún no ha encontrado el reposo.

—¿Se descubrió quién era su amante?

—No. Ella nunca lo reveló.

—Heroica hasta el final.

Escipión le miró con las mandíbulas apretadas.

—Heroica no. Lo que hizo fue un crimen. Roma depende del fuego de Vesta. Si no hubieran descubierto a Minucia y su pecado hubiese quedado impune, su impureza habría contaminado todos los rituales y sacrificios de la ciudad y tarde o temprano habría provocado nuestra destrucción. Por eso, ahora que Alejandro se acerca, el Pontífice vela con más celo que nunca por la pureza de las Vestales. Si queremos sobrevivir no podemos enojar de nuevo a la diosa como hizo esa inconsciente.

—Entiendo. He elegido una mala palabra.

—Os admiro a los griegos, pero sois demasiado individualistas. —Escipión hizo énfasis en la palabra idiotikói—. Un romano no se puede comportar así, debe pensar siempre en su familia y en la República. Esa muchacha sólo tuvo en cuenta su propio placer, y por eso pudo haber causado la ruina de la ciudad como causó la de su propio padre.

—¿Su padre también? ¿Qué le pasó?

—Minucio Augurino era el pontífice máximo. Él mismo tuvo que condenar a su hija, ver cómo desnudaban su espalda en público y cómo la flagelaban. Pero cuando la enterraron viva, a pesar de que él había cumplido con su deber, se sentía tan avergonzado por la deshonra de su familia que se encerró en su casa y no volvió a probar bocado hasta que murió.

Vergüenza y no dolor, pensó Néstor, y por enésima vez desde el monte Circeo se preguntó si Alejandro no había cometido un error al decidir que aquella ciudad tan severa con sus propios hijos era un obstáculo para sus planes. Hasta un romano amigable como Escipión le producía una sensación de peligro inminente, como un cúmulo de tormenta o una cobra adormecida.

Bien mirado, los macedonios no eran mucho menos peligrosos. Si los romanos daban la impresión de campesinos duros e inquebrantables recién urbanizados, a un macedonio no había que rascarle mucho para sacar al cabrero salvaje de las montañas que llevaba dentro.

Que Asclepio me perdone, pero va a ser un espectáculo digno de verse cuando se destripen unos a otros, se dijo, recordando el anticipo que había visto al pie del Circeo.

Cuando Escipión se llevó a Néstor, como habían convenido, Gayo Julio entró en su cubículo. Sobre el escritorio que el médico le había pedido había un cofre cerrado con un candado. Gayo sonrió. Una de las habilidades que había aprendido en su infancia, cuando frecuentaba a los perillanes de la Subura, era la de forzar cerrojos. Muy poco patricia, pero sumamente útil. Usando una fibula y unas horquillas de su esposa, no tardó en abrir el candado.

Como sospechaba, en el interior del cofre estaba ese curioso libro de hojas de piel cosidas, junto a un par de tinteros de estaño y varios cálamos. Gayo se sentó en un taburete y empezó a pasar las hojas. Ya le había parecido que aquella extraña escritura era en realidad una forma de griego, y ahora lo comprobó. La primera letra que le saltó a la vista fue la beta, y a partir de ella, con cierto esfuerzo, fue reconociendo las demás y anotó sus formas en un pizarrín de cera que había traído a tal efecto. Después se enfrascó en la lectura, con la tranquilidad de que su cuñado no traería a Néstor de vuelta hasta después de la hora del prandium.

¡Qué mentula el médico! Así que entendía el latín. Ahora comprendía Gayo la mirada tan intensa de Néstor cuando parecía no escuchar ciertas conversaciones entre él y sus soldados. Aquel diario era un auténtico documento de espionaje. Gayo sonrió. Ya no le parecía una violación tan terrible de las leyes de hospitalidad entregar al médico en manos de los cartagineses. Pero antes, él mismo averiguaría todo lo posible sobre aquel fabuloso barco de Alejandro.

Néstor y Escipión dejaron atrás las tabernas de la parte sur del Foro y pasaron frente al templo de Cástor, un edificio que, encaramado sobre su zócalo y con los laterales cerrados, ofrecía un aspecto tan hosco como la mayoría de los templos de la ciudad. Enfrente se hallaba la casa de Escipión, una domus el doble de grande que la de los Julios. Las puertas estaban abiertas. Tras pasar un breve recibidor llegaron al atrio, más aireado y luminoso que el de la otra casa. El impluvio estaba lleno hasta arriba de agua limpia que traían con cántaros, mientras que en el fondo de la alberca de Gayo se veía lodo y el agua, que sólo se reponía con la lluvia, mostraba cierto tinte verdoso. Néstor pensó que aquel orden y limpieza tenían que ver con Julia; se veía a las claras que era una mujer activa y con carácter. En cambio, a Valeria, la esposa de Gayo, aún no la había visto salir de su alcoba, y la madre sólo se dedicaba a salmodiar delante del larario familiar.

Había esclavos de ambos sexos barriendo el polvo y las hojas del suelo, pues el viento de aquel turbulento verano arrastraba suciedad por todas partes. En varias paredes se veían hermosos frescos con escenas de cacerías y banquetes pintados al estilo griego, pero unos albañiles estaban aplicando una capa de yeso para taparlas.

—Sé que es una barbaridad —confesó el pretor al ver el gesto de perplejidad de Néstor—. Pero con Alejandro a las puertas de Campania corren malos tiempos para los amantes de lo helénico. —Frotándose el mentón, añadió—: Incluso estoy pensando en volver a dejarme barba.

—En realidad los auténticos griegos suelen llevarla —dijo Néstor, rascándose sus propias mejillas. Por un instante pensó si podía considerarse griego, si no sería un celta, como creían los romanos, o un simple apátrida.

—Ya. Sé que quienes se afeitan son los macedonios, por imitar a Alejandro. Pero esas distinciones entre griegos y macedonios son demasiado sutiles para los electores de los comicios: para ellos, todos sois griegos. Cuando tu rey salga de Italia con el rabo entre las piernas, espero que vuelvan épocas mejores. Entonces ordenaré a los albañiles que quiten de nuevo ese yeso.

—De paso arrancarán las pinturas que hay debajo.

—Si lo hacen, yo les arrancaré la piel —respondió Escipión. Néstor le miró. El pretor sonreía, pero eso no quería decir que hablara en broma.

Tras cruzar dos puertas de roble y un pasillo llegaron a un segundo patio en el que crecían higueras y manzanos. Giraron a la derecha por una porticada y un sirviente apartó una cortina de tiras de lino para que pudieran pasar a la alcoba de Nicómaco.

El dormitorio era más espacioso que los cubículos de la casa de Gayo Julio. Había una ventana tan ancha como una puerta; el postigo estaba abierto y la luz del exterior se colaba por la celosía. Pegada a la pared de la izquierda había una cama de armazón de madera y cabecero de cuero. En ella reposaba el paciente de Néstor, tapado con una manta de lana fina a pesar del calor.

Aunque corría algo de aire entre la ventana y la cortina, Néstor percibió enseguida el olor de enfermedad y decrepitud que emanaba de aquel cuerpo. Nicómaco debía de tener unos setenta o setenta y cinco años. Su rostro era un laberinto de arrugas, aunque no tan marcadas como en los campesinos y soldados que, tras pasar la vida al aire libre, mostraban surcos profundos como sementeras. Las manos que reposaban en la manta debieron de ser finas en tiempos; ahora tenía los nudillos hinchados y las uñas curvadas y abombadas en el centro. Si su pesado resollar no se lo hubiera revelado, aquellos dedos hipocráticos habrían informado a Néstor de que Nicómaco sufría una afección respiratoria o de corazón.

La mirada de Néstor barrió la habitación. La pared de la derecha estaba llena de anaqueles sobre los que descansaban rollos de papiro marcados con etiquetas de colores. Bajo la ventana había un gran arcón de madera con bollones de madera y una sólida cerradura.

—He soñado contigo —dijo Nicómaco con voz ronca.

Había un taburete plegable con patas de bronce al lado de la cama. Néstor se sentó en él, aunque era tan bajo que las rodillas le quedaban dobladas como las patas de una mantis, y observó al viejo. Tenía los rasgos afilados, la piel translúcida y los labios azulados bajo la barba blanca. Sus pupilas debieron de ser penetrantes en su día, pero ahora se veían algo veladas. Néstor calculó que, si vivía el tiempo suficiente, Nicómaco se quedaría ciego en dos o tres años.

—¿Reconoces mi cara?

—La veo borrosa, pero es la misma de mi sueño. Por desgracia, las letras ya no las distingo —respondió el viejo, y sufrió un ataque de tos.

—No hables. Es mejor que contestes sólo a lo que te pregunte. Cuando dejó de toser, Nicómaco sonrió.

—Mi padre era médico, como tú. Decía: «Ante el médico, hasta el altivo Aquiles debe callar».

—Los libros son importantes para ti —dijo Néstor, dirigiendo una mirada fugaz a los estantes.

—Leer y escribir… —La aspiración del verbo graphein le provocó un nuevo ataque de tos. A partir de ese momento pronunció las consonantes apagadas—. El único placer que me quedaba era leer y escribir. Las cataratas me lo han quitado.

—Ahora voy a examinarte el pecho. Pero, si todo va bien, podría operarte los ojos. Nicómaco se levantó a duras penas, auxiliado por Boeto. Estaba muy delgado, casi esquelético. Néstor pensó que no se debía a su constitución, sino a la enfermedad que le aquejaba.

—No he oído hablar de ninguna operación que pueda quitar la flema que me enturbia la visión —dijo Nicómaco.

Néstor se levantó y ayudó al anciano a sentarse en otro escabel.

—No es ninguna flema, sino una especie de cristal que tenemos bajo la pupila y que a veces se ahúma, seguramente por la vejez. El único remedio para curar las cataratas es introducir una aguja afilada a través de la esclerótica. Después, con una espátula muy fina se empuja ese cristal hasta que cae al fondo del ojo. Casi la mitad de los pacientes se quedan ciegos, pero uno de cada cinco recobra buena parte de la vista.

—¿Vería mejor que ahora?

Néstor le quitó las fíbulas de ambos hombros para descubrirle el tórax. Al viejo se le notaban las costillas como a un moloso hambriento, pero en el lado derecho de la espalda se veía un bulto.

—No sabría decirlo —reconoció Néstor mientras palpaba el bulto, blando como una pera podrida—. Aprendí esa técnica en la India cuando acompañé a Alejandro para su boda con la hermana del rey Chandragupta. Hasta ahora sólo la he utilizado con tres pacientes. Uno se quedó ciego y el otro apenas recobró algo de visión. Pero el tercero me dijo que veía mucho mejor, aunque como era analfabeto no sé si habría podido distinguir las letras o no.

—Si no supiera que me estoy muriendo, te diría que probaras a taladrarme los ojos con tal de volver a leer.

—No sólo de libros vive el hombre —intervino Escipión. Estaba de pie junto a la puerta cruzado de brazos, con cierto incomodo. Para el cuarto hombre de Roma debía ser embarazoso no saber qué hacer mientras otros actuaban.

Néstor apretó el bulto y Nicómaco gruñó entre dientes.

—Mi padre extendía arcilla de alfarero sobre el cuerpo de sus pacientes —dijo—. Allí donde se secaba primero era el punto más caliente, en el que se concentraban los humores pútridos.

Aunque le costaba hablar, era evidente que le gustaba comunicarse. Néstor pensó que el anciano debía sentirse muy solo en aquella ciudad extraña y, a su manera, bárbara. Siendo pretor, seguro que Escipión no tenía demasiado tiempo para atender a su maestro de retórica.

—No va a ser necesario. La hinchazón salta a la vista. Ahora vamos a moverte un poco. Boeto sacudió al anciano por los hombros.

—Más suave, esclavo. No soy un saco de alfalfa.

—Y yo no soy un esclavo —refunfuñó el focio.

—Déjalo ya, Boeto —dijo Néstor.

Aplicó el oído a la espalda de Nicómaco. En el lado izquierdo se oía el jadeo asmático del viejo, pero en el derecho estaba tan amortiguado que apenas se distinguía. Néstor pensó que debía tratarse de un empiema, una bolsa de pus entre la piel y el pulmón. Debía llevar ya mucho tiempo así; por eso el pus era tan espeso que ni siquiera chapoteaba. En pocos días reventaría la piel y empezaría a supurar, no sin antes provocar un gran sufrimiento al anciano.

—¿Te duele? —preguntó, apretando el bulto con los nudillos.

—¡Sí! Pero tengo otro dolor más adentro, como si un garfio me desgarrara la carne sobre los huesos.

Muy mal síntoma, pensó Néstor. Ese dolor, la exagerada delgadez de Nicómaco, el plato con las gachas sin tocar al lado de la cama, la tos, la voz ronca: todo sugería que un cáncer se había agarrado a sus pulmones, un mal que estaba más allá de su ciencia. Pero al menos podía aliviarlo.

Abrió su propio arcón, que habían traído entre dos legionarios, sacó un frasco de jugo de adormidera y se lo dio a Nicómaco. Éste reconoció el olor y el sabor de la bebida y sonrió con tristeza.

—Te dejaré más para que te calme ese dolor.

El viejo asintió. Su gesto lo decía todo: ahora sabía que el médico también sabía que no tenía salvación. Pero Néstor no creía sólo en la curación, sino también en la dignidad de sus pacientes, y ese anciano la tenía de sobra. Iba a ayudarle a morir mejor, no con los pulmones encharcados en pus.

—Ahora vamos a sajarte —le dijo.

Tras aplicar vino en abundancia sobre la zona y calentar la lanceta, Néstor la aplicó en el punto más bajo de la hinchazón. Primero rajó la piel, pero luego apretó hasta la membrana pleural y la abrió. El anciano gimió débilmente, pero no se movió.

—Es mejor que no hables ya, Nicómaco —le dijo—. Luego tendremos tiempo de conversar.

De la herida brotó un líquido entre blancuzco y amarillento. Olía mal, pero no era tan fétido ni espeso como se temía Néstor. Esperó a que dejara de salir, y después utilizó una vejiga para inyectarle una mezcla de vino y aceite en la herida. El anciano volvió a estremecerse, aferrado a las muñecas de Boeto.

Como solía ocurrirle a Néstor cuando operaba, el tiempo voló. Cuando levantó la mirada, la luz que entraba por las celosías era opalina. No podía ser tan tarde, así que el cielo debía de haberse nublado. Sacó el lino impregnado de aceite, vino y pus que había metido en la herida, e introdujo en ella un fino tubo de estaño. El anciano se había adormilado con la barbilla apoyada en el pecho, y ahora le sujetaban entre Boeto y el propio Escipión. El pretor no había salido del cubículo en ningún momento.

—Hay que acostarlo sobre el lado derecho e inmovilizarlo para que no se clave el tubo en el pulmón. Mañana volveré a verlo. Si se me permite, claro —dijo Néstor. Las rodillas le sonaron con un chasquido de madera astillada al incorporarse. Un esclavo de la casa le tendió una copa de vino aguado y dio un largo trago.

Cuando acostaron al anciano en la cama su respiración ya no sonaba tan entrecortada. Néstor se acercó a los anaqueles e inspeccionó las etiquetas de los libros. Allí había tratados de todo lo divino y lo humano, desde leyes hasta zoología, botánica, meteorología y ensayos sobre los sueños.

—Conque Nicómaco, ¿eh? —le dijo a Escipión—. ¿No será más bien el hijo de Nicómaco, antiguo médico de la corte de Filipo?

—No se lo digas a nadie —respondió Escipión mirando a los lados—. Aquí todo el mundo le conoce por Nicómaco. Ésa es su voluntad.

Néstor asintió. De pronto sintió que las piernas le flaqueaban y se sentó. Tal vez había pasado demasiado tiempo agachado. O tal vez se acababa de dar cuenta de que acababa de rajarle la pleura al antiguo maestro de Alejandro.

—Así que te escondías en Roma, Aristóteles. —Suspiró, y apuró la copa de vino. Estaba deseando volver al día siguiente a casa de Escipión y conversar con el dueño de la mente más poderosa del mundo.

De vuelta en el hogar de los Julios, Néstor cenó con Boeto en su cubículo. Al parecer, Gayo había vuelto mientras ellos estaban en casa de Escipión para después volver a salir. Era ya de noche y el joven paterfamilias seguía sin regresar, o en todo caso lo había hecho con mucho sigilo: desde aquella habitación se oía el portear de los batientes de la entrada y también el traqueteo de los carros nocturnos por la cuesta del Argileto. Boeto se retiró a su pequeña alcoba improvisada con una cortina y Néstor, mientras apuraba la jarra de vino, sacó el cuaderno donde estaba escribiendo la larga carta a Alejandro. Sólo cuando lo tenía abierto se dio cuenta de que no había comprobado si el hilo que había dejado entre la tapa y la primera página antes de salir seguía allí. Bien, ya no tenía remedio. Tomó el cálamo, lo mojó en el tintero y, tras anotar con detalle los síntomas de Aristóteles y cómo había aliviado su empiema, prosiguió:

«Desde que estoy entre los romanos, muchos me toman por un celta. La razón es que los celtas son más altos que ellos, de piel más clara y cabellos rubios o pelirrojos. Pertenecen a un pueblo bárbaro que habita en la parte septentrional de Italia y aún más allá, en unas vastas selvas que se extienden allende los Alpes, una cadena de montes más altos y escarpados que los Apeninos. Tras practicarle la cura a tu antiguo maestro, mientras compartía una copa de vino con Escipión, un esclavo celta de la casa se acercó a mí y me habló en su idioma creyendo que le entendería, pero no capté ni una sola palabra. Después me dijo en latín que tal vez provengo de las tierras que se extienden aún más al norte de la Céltica, cerca de los confines del mundo, donde moran los teutones, un pueblo de guerreros aún más rubios, altos y feroces que los propios celtas.

»Volviendo a los celtas, me han contado que hace unos setenta años, conducidos por su jefe Breno, invadieron el centro de Italia, llegaron a la propia Roma y la saquearon. Sólo se salvó el Capitolio, su acrópolis más sagrada, porque las ocas del templo de Hera alertaron a los defensores con sus graznidos. Al final, los romanos nombraron a un dictador, como suelen hacer en las emergencias militares, y lograron expulsar a los bárbaros, aunque éstos se llevaron un suculento botín. Supongo que te halagará saber que te toman tan en serio que ahora han designado a otro dictador para enfrentarse a ti, un personaje llamado Papirio con reputación de hombre expeditivo y brutal.

»La invasión de los celtas dejó una llaga en el orgullo romano que aún supura. Desde entonces, se juramentaron para que ningún invasor extranjero volviera a plantar sus pies en la ciudad, y sus descendientes han renovado ese voto. Como primera medida, reforzaron las murallas de la ciudad y las extendieron más allá del recinto sagrado al que llaman pomerio. Pero, sobre todo, decidieron que entre ellos y los futuros enemigos interpondrían otro tipo de muralla, formada por pueblos y ciudades conquistadas por la propia Roma que les servirían como colchón en caso de guerra. Es evidente para cualquiera que los conozca que su intención final es conquistar toda Italia, y lo hacen de una manera meticulosa, concienzuda e ingeniosa. Para evitar que las ciudades del Lacio y otras comarcas conquistadas puedan unirse entre sí, les conceden estatutos diferentes: hay ciudades aliadas y otras sometidas, y también municipios con ciudadanía y voto y municipios con ciudadanía pero sin voto. De esta manera las ciudades se sienten mutuamente agraviadas, se miran con recelo entre sí y son incapaces de unirse para luchar contra los…».

Alguien llamó a la puerta y la abrió sin esperar a que le dieran permiso. Néstor levantó la mirada esperando encontrar a Gayo, pero era uno de los legionarios que los custodiaban, un joven alto y delgado que traía una palmatoria en la mano.

—¿Puedes acompañarme, señor? —le preguntó en latín. Néstor hizo como que no entendía y el soldado le indicó por gestos que debía seguirle—. Kora, kora —añadió en un intento de griego. Con «muchacha» debía de referirse a Clea. Después siguió hablando en latín—. Dice que le duele mucho el pecho, que cree que se está muriendo.

¿Cuántas veces cree esa chica que se puede morir?, pensó Néstor, y contestó:

—A mí no es hablado latín, amigo.

El joven astado meneó la cabeza, renunciando a hacerse entender. Cruzaron el patio casi de puntillas. Había varios soldados dormidos en el suelo, tapados con sus mantas o al descubierto, y aparte de sus ronquidos el silencio reinaba en la casa. En la puerta de Clea montaba guardia otro hombre. Ahogando un bostezo, llamó un par de veces con los nudillos sin apenas hacer ruido y la puerta se abrió. Ada miró a Néstor con su habitual cara de vinagre y le dijo que pasara.

La alcoba era mejor que la suya, como ya se esperaba. Según había oído comentar a Gayo Julio con la servidumbre, aquéllos eran los aposentos que él mismo utilizaba cuando no compartía el lecho con su esposa, lo cual equivalía a decir casi siempre. Ahora se había mudado al tablino para dejarles sitio a Clea y a Ada, mientras que a las demás mujeres las había alojado al fondo de la casa, en los cubículos de los esclavos que daban al tercer patio.

La habitación se hallaba en penumbra, alumbrada tan sólo por las llamas ambarinas de una de las lámparas de bronce que colgaban del techo. Clea estaba tumbada en la cama, encogida sobre sus rodillas y apretándose el pecho. No gritaba, pero su respiración era jadeante y de vez en cuando exhalaba un suave gemido. Néstor se sentó al lado de la cama.

—¿Qué te pasa ahora? —dijo.

Ella se volvió un poco y trató de hablar, pero la voz se le quebró. Néstor tomó una jarra de agua de una mesilla y llenó un vaso. Después le tocó el hombro a Clea y le dijo que se incorporara. Mientras ella bebía con sorbitos cortos, Néstor, sin querer, dilató las aletas de la nariz para ventear su perfume. Su fino olfato le dijo que la joven se había bañado y se había ungido con aceite de nardo. Del primer lujo se podía disponer en casa de los Julios, pues había un baño con dos amplias tinas de terracota; el segundo, mucho más caro, debía de haberlo traído ella en su equipaje.

Por fin, Clea consiguió hablar con un hilo de voz.

—Casi no puedo respirar. Me duele mucho aquí —dijo, tocándose sobre las costillas. Sus pechos subían y bajaban al compás de sus entrecortados jadeos; el efecto que provocaba eso en la fina túnica azafrán era perturbador.

Vete ahora mismo, se dijo Néstor, pero en vez de moverse cogió la mano de la joven.

—Toma aire más despacio. Vamos.

Siguiendo el ritmo de respiración que le marcó Néstor, Clea se fue calmando poco a poco.

—Menos mal —musitó—. Creía que me iba a morir.

Néstor sonrió de medio lado. Sería un milagro que una chica de la edad de Clea cayera fulminada por una angina en el pecho.

—No es nada grave. Hipócrates ya escribió sobre eso. A veces, el diafragma y el corazón duelen no por enfermedad, sino porque, al recibir la sangre de todas las venas del cuerpo, son más sensibles a los disgustos y también a las alegrías. Estos últimos días has sufrido emociones terribles.

—¿Crees que es eso?

Néstor se encogió de hombros.

—No me convencen las teorías sobre los humores y no comprendo esa manía de echarle la culpa de todo a la sangre. Pero lo cierto es que esos dolores que describe Hipócrates en La enfermedad sagrada se dan en mucha gente.

Clea asintió. Luego se volvió hacia Ada y la despachó con un gesto de la mano. Durante un instante pareció mucho menos enferma y asustada, pero enseguida volvió a adoptar la expresión de niña compungida.

Néstor tragó saliva al oír los pasos de Ada, pero no se atrevió a volver la mirada por no cruzarla con la de la esclava. Oyó una puerta a su espalda; no era la que daba al patio, sino otra practicada en uno de los mamparos que los romanos utilizaban para habilitar divisiones en sus estancias. Estaban solos, pero con poco más de dos dedos de madera de pino entre Ada y ellos. Las palabras que había escrito en sus propias notas le vinieron a la memoria.

«… nos expresamos con demasiada libertad delante de los esclavos; aunque los compramos, los usamos y a veces los tratamos como muebles, poseen cinco cosas que no tiene ningún armario: dos ojos, dos orejas y lo más peligroso, una boca».

—Entonces nos duele el corazón porque guardamos los sentimientos en él, ¿verdad? —preguntó Clea, poniéndose la mano sobre el pecho izquierdo en un gesto de refinada inocencia.

—En esa misma obra Hipócrates deja bastante claro que los sentimientos, las emociones y las ideas se alojan aquí —respondió Néstor, tocándose la frente con el índice.

Clea se puso de rodillas en la cama y se giró hacia él. Las llamas de la lámpara bailaban en sus ojos como minúsculos dáimones de fuego y arrancaban reflejos de cobre a su pelo. Al tenerla tan cerca Néstor se dio cuenta de que el aliento de la joven olía un poco a vino. ¿Había bebido para armarse de valor?

Vete, se repitió, pensando no sólo en Ada, sino en el soldado que montaba guardia al otro lado de la puerta y también en el que había venido a buscarle a su cubículo.

—Pues a mí me sigue doliendo aquí —dijo ella, soltándose los prendedores. La túnica de seda resbaló hasta su cintura. Clea tenía los senos pequeños, como sospechaba Néstor, pero puntiagudos. Le tomó la mano y la apoyó sobre el izquierdo. Néstor sintió los rápidos latidos del corazón de la joven. ¿O era el suyo?—. Necesito que me calmes —añadió, en un tono gutural que intentaba ser seductor. Tan joven como era, había en ella una mezcla de ingenuidad y descaro de cortesana que resultaba conmovedora.

Vete, se dijo por última vez Néstor.

Hicieron el amor entre jadeos contenidos, con movimientos profundos y acompasados para evitar que el lecho rechinara, y Néstor descubrió que ese coito disimulado era la experiencia más excitante que había disfrutado desde que tenía recuerdos. Clea se aferró a sus hombros y se anudó a sus piernas, y le dijo al oído cosas que Néstor pensó que era mejor no recordar después. Por fin, la muchacha arqueó las caderas, le arañó la espalda y le enterró la cara en el cuello para no gritar. Néstor no pudo resistir más, y en el mismo instante en que se vaciaba le volvió la lucidez y comprendió que acababa de cometer el mayor error de su vida y que ya no tenía remedio.

Tumbada boca arriba, Clea no albergaba ningún remordimiento. Ahora comprendía qué era lo que le había faltado cuando se acostó con Alejandro. La cuerda del arco había llegado a estar aún más tirante, mucho más, con una tensión que llegaba a ser casi dolorosa, como si algo en su interior fuera a romperse. Pero de pronto, sin saber cómo, la cuerda se había soltado, y ella había sentido cómo el interior de su cuerpo se disolvía en agua tibia y sus miembros se esparcían por la cama como cera derretida, y había mordido el hombro de Néstor para no gritar. Ahora, aunque el corazón le palpitaba como un tambor y tenía que hacer esfuerzos para acallar sus propios jadeos, la angustia que llevaba días cerrando su garganta y su estómago había desaparecido.

Una vocecilla le dijo que no estaba bien lo que había hecho, que aquella indecencia le podía costar muy cara. Vio a su padre, colorado de ira y señalándola con el dedo. «¿Qué has hecho, insensata? ¡Toda mi carrera por los suelos! ¡Me has humillado!». Y a Alejandro mirándola con una tristeza infinita. «No quería hacerte daño, Agatoclea. Tú me has obligado…».

Pero entonces abrió los párpados y vio los ojos de Néstor sobre los suyos. Si los de Alejandro eran como un pozo sin fondo que absorbía toda la luz y en los que tenía miedo de perder su alma, los de Néstor eran como un espejo de agua en el que podía descubrir quién era ella. O eso quería creer.

El médico se apartó un poco para recostarse sobre el codo izquierdo. Los dedos de su mano derecha se dedicaron a corretear sobre el vientre y los pechos de Clea, y después juguetearon con sus rizos, que se habían soltado mientras hacían el amor.

—Es como un campo de trigo al atardecer —susurró. Clea sonrió y pensó que le gustaba la imagen. Era la primera vez que oía decir algo bonito sobre su pelo. Casi siempre se habían burlado de él, y hasta habían llegado a sus oídos chanzas sobre si en verdad era hija legítima de su padre o más bien descendía de algún bárbaro del Mar Océano arribado a Sicilia en una nave cartaginesa.

—«Más que una antorcha tienes rojo el cabello, y es mejor que lo adornes con coronas de frescas flores…».

—¿Conoces los poemas de Safo? —preguntó Clea.

—«Tu cuerpo perfumado con aceite de nardo y de jazmín, recostada en el suave lecho, tierna doncella en flor…». —Néstor fue recitando despacio, como si los versos se fueran iluminando uno por uno en su memoria—. Sí, así es como te he visto al entrar. Es como si esto ya lo hubiera vivido… —añadió desconcertado, y sus pupilas se dilataron como si viera algo muy lejano. Clea se sintió celosa del pasado del médico, pero la curiosidad la venció.

—Tu esclavo me dijo que no recuerdas dónde naciste ni quiénes eran tus padres.

Las pupilas volvieron a dilatarse y Néstor apartó la mano que la acariciaba.

—Boeto es un bocazas. Si de verdad fuese mi esclavo, le arrancaría la piel a tiras. De hecho, creo que lo voy a hacer.

Clea le agarró la mano y volvió a ponerla sobre sus senos.

—Olvídate de él ahora. Quiero que me hables de ti.

Y entonces Néstor se desató, sin saber por qué. Clea era sólo una cría con la que se acababa de acostar por primera y última vez, pues no pensaba tentar a la suerte repitiendo el error. Pero tumbado en la penumbra de una cama ajena, en una casa extraña y en una ciudad aún más extraña, rodeado de soldados y enemigos, de ojos y oídos que les espiaban, se encontró, sin embargo, cobijado en un pequeño y momentáneo refugio. Aquella sensación le evocó una infancia que no podía recordar, y las palabras brotaron solas de su boca.

—Mi primer recuerdo es que abrí…

… los ojos. Luego se enteró de que en Atenas era el mes de elafebolión y en Macedonia el de distro. Se hallaba en un lugar extraño, pero no inesperado. Al mirar a su alrededor supo que nunca había estado allí, pero que todo se encontraba donde debía estar.

Estaba tumbado en el suelo, desnudo sobre tierra fresca y húmeda. Se encogió sobre sí mismo y se abrazó las rodillas tiritando. Tenía un frío innatural, más del que se podía sentir en aquel lugar. En el aire flotaba un vapor azulado que iluminaba la estancia con su fosforescencia espectral y olla a tormenta de verano. Poco a poco se fue apagando, como los rescoldos de una hoguera, pero a su tenue luz Néstor vislumbró una silueta humana. Por un instante se asustó, pero al mirarla bien comprendió que era la estatua dorada del dios Apolo. En la sala, poco más grande que una alcoba, había más objetos. Un trípode de bronce, del que parecía brotar el vapor. No se ve ninguna grieta en el suelo, se dijo Néstor sin saber a qué obedecía aquel pensamiento. Ramas de laurel que colgaban del techo. Una lira de siete cuerdas con marco de concha de tortuga, y una piedra tallada de dos palmos de altura que parecía un huevo partido en dos. Es el ónfalo, pensó, y de nuevo no supo el motivo.

Néstor no dejaba de tiritar. En su interior se repetía una cantinela. Observa, observa bien. Eres Néstor. Observa, obsérvalo todo. Eres Néstor. Los vapores terminaron de disiparse y todo quedó a oscuras.

La puerta de la estancia se abrió rechinando. Néstor entrecerró los ojos y se encogió en el suelo para tapar su desnudez. Contra la luz blanca se recortaban las siluetas de dos hombres, y entre ellos una mujer que llevaba la cabeza cubierta con un tocado. Néstor, deslumbrado, no podía distinguir sus caras.

—¡Es él! ¡Es él! —gritó la mujer, señalándole con el dedo.

Un segundo después se tiró al suelo y empezó a revolcarse entre gritos y convulsiones. Néstor pensó que podía ayudarla, aunque no sabía por qué, y trató de incorporarse. Pero los dos hombres le agarraron por los brazos y tiraron de él para sacarlo de allí, mientras avisaban a voces para que acudieran los guardianes.

Le hicieron subir a trompicones los seis peldaños que subían del áditon, y se encontró en la nave central del templo de Apolo, rodeado por altas columnas de mármol y pebeteros humeantes. La luz provenía de las grandes puertas, abiertas de par en par. Los sacerdotes le dejaron en manos de dos soldados que siguieron tirando de él. Fue entonces cuando se le ocurrió aquel pensamiento y empezó a gritar:

—¡Van a envenenar a Alejandro! ¡Sé cómo curarlo! ¡Van a envenenar a Alejandro! ¡Sé cómo curarlo!

No sabía por qué pronunciaba aquellas palabras. Era como si alguien o algo le metiera el aire en los pulmones, le apretara el abdomen para sacarlo y hasta le moviera las mandíbulas y la lengua para articular las palabras en una voz aguda y metálica que no era la suya.

—Seguro que te estaba inspirando el dios —dijo Clea, que le miraba absorta.

Néstor asintió y continuó con su relato. Los ecos de su voz entre las paredes de piedra le seguían sonando ajenos. Entonces le sacaron al exterior y la luz blanca que le había deslumbrado se convirtió en un paisaje abierto que le hizo estremecerse de miedo y a la vez de emoción. A su derecha se alzaba una montaña, y a su izquierda la ladera caía sembrada de copas de pinos y tejados rojos. A lo lejos se veía el mar, pero apenas lo vislumbró un instante, pues la sensación de miles de ojos clavados en él le hizo volver la vista al frente.

Era día de consulta en el oráculo de Delfos. Los peregrinos formaban una larga cola serpenteante, separados por cordones amarillos y por soldados de la Anfictionía que imponían el orden golpeando con el palo de la lanza a los que se intentaban colar. Pero toda esa gente se quedó en silencio, sobrecogida al ver que sacaban del templo a aquel hombre desnudo y con aspecto de ser un bárbaro del norte que no dejaba de gritar:

—¡Van a envenenar a Alejandro! ¡Sé cómo curarlo!

Los soldados le hicieron bajar los escalones. La multitud le abrió un pasillo, como si temieran contaminarse con su tacto. Néstor no conocía a nadie, todo era extraño y a la vez familiar para él, y recordaba haber sentido un pavor extremo y al mismo tiempo una inefable alegría. Pero mientras tanto seguía repitiendo que iban a envenenar a Alejandro, aunque su voz había dejado de sonar como el metal y ahora sabía que era la suya, aunque no recordaba haberla oído nunca.

—¡Él ha venido! ¡Él ha venido!

Néstor se volvió hacia el templo. Allí, en la puerta, estaba la Pitia, apoyada en el brazo de un sacerdote y señalándole con el dedo mientras repetía entre violentos temblores:

—¡Él ha venido! ¡Él ha venido!

—Era obvio que había venido. Pero no sabía de dónde.

Néstor hizo una pausa, se sentó en el suelo y se abrazó las rodillas.

—¿Qué pasó luego? —preguntó Clea.

—La Pitia se desplomó, cayó de bruces por los escalones del estilóbato y murió en el acto.

Néstor había pensado que podía ayudarla, y en ese instante supo, sin comprender de dónde le venía ese conocimiento, que era médico. Se zafó de los soldados y, aún desnudo, corrió hacia la sacerdotisa. Sólo entonces, al verla de cerca, comprobó que era una mujer joven, no mucho más de veinte años, y que debía haber sido guapa. Pero tenía el rostro desfigurado en un gesto de pavor, las venillas de los ojos le habían reventado y le salía sangre por la nariz y las orejas.

Uno de los soldados se decidió por fin a taparle con su propio manto, le levantó y le sacó de allí para llevarlo ante las autoridades de la Anfictionía que administraba el oráculo.

—El caso es que entre mis gritos y los de la Pitia, más de mil personas presenciaron aquella aparición tan dramática. Entre ellos había muchos consultantes macedonios, y luego averigüé que bastantes eran espías de Alejandro. No era raro, porque el oráculo estaba bajo control macedonio desde los tiempos de su padre. El caso es que aquello era lo más parecido a una señal de los dioses que a nadie se le habría ocurrido imaginar, así que en vez de ejecutarme por el sacrilegio de colarme desnudo en el áditon me despacharon para Asia en compañía de Boeto.

—¿Y de verdad no recuerdas cómo llegaste allí?

Néstor se levantó de la cama y recogió la túnica, que había caído al suelo hecha un gurruño. Sin alzar la voz, respondió:

—No. Por más que lo intento, simplemente no hay nada. No es como una pared, ni como un conjuro. Simplemente es nada.

Clea se sentó en el lecho y, súbitamente pudorosa, se tapó el pecho con el cobertor.

—Seguramente te llevaron por la noche al interior del templo y te drogaron para que no despertaras hasta que apareciese la Pitia. Néstor se encogió de hombros.

—No es imposible. Los guardianes del recinto sagrado juraron que no habían visto nada la noche anterior, pero tal vez alguien los sobornó o estaban borrachos. Para el caso es igual: antes de Delfos yo no existía.

—Entonces, ¿cómo sabes tantas cosas? Hablas griego y lo escribes, aunque sea de esa forma tan rara. Y sabes más que nadie de medicina.

Néstor se abrochó el cinturón.

—Y a veces, cuando me enfado, se me escapan palabrotas en un idioma que nadie más que yo entiende —dijo. Estuvo a punto de confesarle a Clea que también comprendía el latín, pero prefirió callárselo—. No lo sé. Es como si recordara todo lo que aprendí en mi vida anterior, pero nada de lo que viví. Ni personas, ni hechos, ni sitios: nada. Y sin embargo, a veces, tengo la sensación de que un lugar me es familiar. Me pasó al trepar por las laderas del Etna, y también junto al lago de Diana.

»Creo que tal vez cometí algún terrible delito contra los dioses, y que mi mente quiere olvidarlo.

—Néstor se sentó en la cama y agachó la mirada. —A veces me despierto con el estómago encogido y la sensación de que he hecho algo espantoso, tan atroz que no se puede concebir. Sé que he tenido una visión de ello en sueños, o que una voz me lo ha dicho, pero nunca consigo recordarlo.

Clea se puso detrás de él y le abrazó.

—No puedo creerlo. Tus ojos están limpios, Néstor.

—Puede ser la limpieza del olvido y de la ignorancia, no la de la inocencia —respondió él, sacudiendo la cabeza. Ella le hizo volverse y le miró a la cara. De pronto a Néstor le pareció más madura de lo que era.

—Si hiciste algo, sea lo que sea, seguro que los dioses te lo han perdonado ya. Si apareciste en el oráculo de Delfos de aquella manera fue por un motivo. Nada ocurre sin propósito.

—¿De verdad crees eso?

—¡Claro que sí! —protestó ella subiendo la voz, y añadió en susurros—: Apolo te tenía reservado un papel muy importante, salvar a Alejandro. Es inconcebible que el dios de la pureza eligiese como herramienta a un criminal, a un ser impuro. Puedes estar tranquilo, Néstor. Sobre todo —añadió, besándole en los labios— porque eres un hombre bueno. Lo sé.

—¿Tú crees? —preguntó Néstor.

En los ojos verdes de Clea le pareció ver escondidos los de Alejandro, que le miraban con tristeza y le decían: «¿Qué me has hecho, amigo mío? ¿Tú también me traicionas?».