CUESTIONES DE HONOR

Entre el límite del Lacio y Campania se extendía una llanura costera de más de trescientos estadios de longitud, interrumpida tan sólo por una montaña conocida como el monte Másico. No era demasiado alta, pero sí tan alargada que la partía en dos, y su estribación más oriental llegaba casi hasta el mar. Desde una de sus laderas, Crátero, Perdicas, Néstor y Mirmidón, que apenas se separaba del médico, se volvieron hacia el norte para otear el panorama.

—Nos van a alcanzar —dijo Crátero—. Antes de que oscurezca. —Y mucho antes también— contestó Perdicas.

A poca distancia de ellos se veían las ruinas derruidas de una pequeña fortaleza, Vescia. Sus habitantes la habían abandonado dos años antes para refugiarse en las montañas del interior, empujados por la presión constante de los romanos. Cuando los feciales se despidieron de ellos a la salida de Formias, poco después de amanecer, Trémulo les recomendó que tomaran ese camino.

—Antes los ausones os habrían hecho pagar un peaje por pasar entre el Másico y el mar, pero ahora ese lugar está desierto. Si vais por allí, siguiendo la playa, no tendréis que dar ningún rodeo y llegaréis antes a Campania.

Hacia el norte se recortaba la masa de los montes Auruncos, de donde habían partido aquella misma mañana, y entre ambos puntos se extendía una llanura cubierta de viñedos que desde hacía dos años estaban desatendidos. De momento aquellos parajes eran tierra de nadie, aunque los romanos ya empezaban a asegurar que pertenecían al Lacio y que siempre había sido así. Por allí se alzaba la nube de polvo que habían visto a sus espaldas poco antes de cruzar el río Clanis y que desde entonces no había hecho más que acercarse. Al ver que la polvareda era alta y fina, habían deducido que se trataba de una tropa de caballería. Ahora, desde aquella altura, comprobaron que estaban en lo cierto.

—¿Cuántos caballos calculáis que puede haber? —preguntó Crátero, bizqueando. Con los años había perdido vista, aunque no le gustaba confesárselo a nadie.

—Más de cien —respondió Perdicas.

—Y doscientos también —dijo Mirmidón.

—¿Por qué nos están comiendo tanto terreno? —preguntó Néstor—. Los romanos no tienen mejores caballos que nosotros.

El antiguo Rey del Bosque se puso la mano a modo de visera y entrecerró los ojos.

—Por los reflejos, diría que sólo la mitad de los caballos llevan jinete. Van cambiando de montura para dar descanso a los animales. Algo que nosotros no podemos hacer. Néstor se volvió hacia el sur. Por allí la playa seguía recta e interminable, como la que habían recorrido a lo largo del día. En el horizonte se vislumbraban unos picos borrosos. Había uno a la izquierda que destacaba sobre los demás, y después la propia ladera del Másico les cortaba el campo de visión.

—Es el Vesubio —dijo Mirmidón—. Ya está en tierras de Campania.

—¿Podemos llegar allí antes de que nos alcancen?

—Imposible —respondió Crátero—. Incluso para llegar a Cumas nos queda bastante más de lo que hemos recorrido esta mañana. No, nos alcanzarán mucho antes. Tenemos que tomar una decisión.

Era el tercer día de viaje. Tras la huida del Tuliano apenas habían descansado. Néstor no recordaba jornadas tan agotadoras desde la campaña a orillas del Euxino y el Hircanio. Habría agradecido unos buenos pantalones escitas y una manta de montar persa, porque tenía el interior de los muslos lleno de rozaduras y el trasero dolorido de botar a lomos de Pegaso. Pero conocer el destino que correrían si las tropas del dictador los alcanzaban era un buen acicate para seguir adelante.

El mismo día de su fuga, al amanecer, Néstor y Clea se habían encontrado al pie del monte Albano con los enviados macedonios. Fue una sorpresa para ellos, y también para Perdicas y Crátero. Todo había sido un plan improvisado por Gayo Julio y Mirmidón, pero ninguno de los dos fue muy locuaz con los detalles.

En el momento de aquella inesperada reunión, Crátero había abrazado a Néstor con la fuerza de un oso, e incluso se permitió la misma familiaridad con Clea, pero Perdicas les dirigió una mirada indescifrable y comentó algo con el joven macedonio que le acompañaba. Néstor se preguntó si el general sospecharía algo de lo que había pasado entre ellos, pero se dijo que era imposible. La única persona que podía saber algo era Ada, y no había tenido contacto con la embajada macedonia en ningún momento.

Gayo Julio había pedido a los feciales que se apartaran bajo unos arbolillos para hablar a solas con los macedonios.

—Es mejor así —les explicó Gayo—. Aunque están tan indignados como yo con el sacrilegio que ha cometido el dictador, es preferible que no sepan cómo habéis escapado del Tuliano. De hecho, ni siquiera yo quiero saberlo. Mientras os escolten los símbolos de Júpiter, nadie en territorio romano se atreverá a haceros daño… salvo que el dictador envíe caballería en vuestra persecución.

—Yo la enviaría —dijo Crátero—, y ese viejo borrachín tiene pinta de ser más testarudo que yo.

—Me temo que lo es. Por eso Trémulo sabe que debéis viajar a marchas forzadas.

Fue entonces cuando Crátero tuvo una ocurrencia que a Néstor le pareció justa, pero que a Perdicas le hizo torcer el gesto.

—Tribuno, te ofrecimos quince talentos de oro por tus prisioneros. Ahora que nos los has entregado, es justo que nosotros también cumplamos nuestra palabra.

Gayo Julio asintió. Seguramente no esperaba aquel gesto por parte de Crátero, pero lo aceptó con elegancia, sin fingir que no lo merecía. Mientras los feciales seguían apartados para no convertirse en cómplices, los soldados macedonios fueron desfilando ante un carretón traído de una finca cercana y entregaron a Gayo Julio los lingotes y las monedas que llevaban encima.

—¿A ti no te corresponde nada? —preguntó Néstor a Mirmidón.

—No lo he hecho por oro. Ya te lo he dicho. Sólo quiero que me lleves ante Alejandro.

—Tu santuario está aquí cerca. ¿No piensas volver a él?

—No.

—¿Y dejas abandonada a Ártemis?

Mirmidón sonrió. Al hacerlo, sus ojos se convertían en dos rendijas. A ratos a Néstor le parecía que los dos eran del mismo color, un gris acerado, pero en otros momentos, según la luz, uno se veía verde y otro azul, casi como los de Alejandro. Pero no se atrevía a pedirle que le dejara examinarle de cerca para comprobar sus iris y sus pupilas.

En realidad, casi nadie se atrevía a decirle nada a Mirmidón. El Rey del Bosque se mantenía un poco apartado de los demás, aunque no perdía de vista a Néstor en ningún momento, como si se hubiera nombrado a sí mismo su guardaespaldas.

—Los dioses no nos necesitan, médico —dijo—. El humo de nuestros sacrificios y el eco de nuestras plegarias les son indiferentes. Sólo les gusta divertirse a nuestra costa, igual que un niño lleva hormigas a un hormiguero ajeno para ver cómo se pelean entre ellas. Créeme, he visto a los dioses y los conozco.

—¿A Ártemis también? —intervino Clea.

—También.

—¿Bañándose en su lago?

Néstor sonrió. Clea no tenía remedio, siempre con sus ninfas y sus diosas desnudas. Si Hipócrates tenía razón con su teoría de los humores, los de Clea andaban muy alterados y ardientes. Esperaba que se le asentaran un poco con la edad.

—¿Te refieres a verla como la vio Acteón? —preguntó Mirmidón.

—Sí —respondió Clea, que se ruborizó un poco, pero no por eso apartó la mirada.

—Acteón no vio a Ártemis como se puede ver desnuda a una mujer, sino en la desnudez de los dioses, que es muy distinta. Se trata de un espectáculo terrible para el que los humanos no están preparados. Acteón no murió porque lo despedazaran sus perros, como cuenta la gente, sino porque enloqueció hasta tal punto que él mismo se arrancó los ojos con sus propios dedos, se partió la lengua entre los dientes y se la tragó.

—Qué espanto —dijo Clea, con un brillo morboso en las pupilas.

—¿Pero tú has visto a Ártemis tal como la vio Acteón? —preguntó Néstor.

—¿Por qué quieres conocer tanto, Néstor? Si quieres seguir pasando por la vida sin dejar mancha, es mejor que te mantengas en la ignorancia. No trates de saber quién eres. Néstor ignoraba qué tenía que ver la respuesta de Mirmidón con su pregunta. Pero no pudo indagar más, porque una vez cargado el carro con el oro, Gayo Julio se despidió de ellos.

—Nos veremos en el campo de batalla —le dijo a Crátero.

—Eso espero —respondió Crátero—. Al habernos devuelto a los prisioneros, has salvado a tu ciudad. Cuando Alejandro entre en Roma, la respetará como a cualquier otra ciudad conquistada.

—Alejandro nunca entrará en Roma —dijo Gayo.

—Eso se decidirá en el campo de batalla.

—No me has entendido, Crátero —respondió el tribuno, meneando la cabeza—. Aunque nos derrotéis, la ciudad nunca se rendirá. Podéis aplastar a nuestras legiones, pero ni aún así os abrirá sus puertas. Si Alejandro quiere conquistar Roma, antes tendrá que matar hasta al último romano.

Crátero asintió sin decir nada, aunque Néstor casi pudo leer sus pensamientos. Que sea como vosotros queráis.

Después de despedirse también de Perdicas, Gayo Julio tomó las manos de Clea y se inclinó.

—Siempre he envidiado al gran Alejandro por sus conquistas, sus éxitos militares y los países lejanos que ha visitado. Ahora tengo otro motivo más para envidiarle, mi noble Clea.

—Tus palabras son más dulces que la miel, noble Gayo —respondió ella con la misma retórica—. Por favor, envía mis mejores deseos a tu familia, y sobre todo a Julia y a la pequeña Lila.

Por último, Gayo Julio se despidió de Néstor. Primero le estrechó la mano, pero después se dejó llevar por un impulso, le abrazó con fuerza, le besó en la mejilla y le dijo al oído:

—Ese caballo que te llevas es poco premio para todo lo que me has dado, Néstor. Si los Hados decretan que no volvamos a vernos, has de saber que siempre estarás en el corazón de los Julios.

Después se marchó con sus hombres por el camino que se dirigía hacia el monte Albano, donde tenía la finca en la que pensaba enterrar el dinero hasta que llegaran mejores tiempos. Néstor se quedó algo entristecido. Ignoraba, por supuesto, que Gayo Julio había espiado su diario y había sopesado muy en serio la idea de entregarle a los cartagineses. Pero, aunque lo hubiera sabido, nadie mejor que un médico para comprender que, al igual que por debajo de la piel el cuerpo más hermoso se compone de vísceras sangrientas y fluidos malolientes, hasta el más noble de los hombres guarda debajo de la piel de su alma motivos e impulsos mezquinos y egoístas.

Después de aquello habían galopado sin parar. Hasta Terracina habían aprovechado la Vía Junia. Las patrullas romanas y latinas con las que se encontraban se apartaban al ver los símbolos sagrados de los feciales y les abrían paso, e incluso, ignorantes del mal fin que había tenido la embajada, les saludaban. Después, una vez llegados al final de la calzada, habían viajado por senderos de tierra hasta llegar a Formias. En sólo dos jornadas habían cubierto casi ochocientos estadios, un ritmo que no podían mantener hasta Posidonia si no querían reventar o despear a los caballos. Pero Crátero sabía que a Néstor y Clea no los había sacado del calabozo la diosa Afrodita en una nube de bruma, sino Mirmidón a punta de espada, y no confiaba en que después de matar a sus lictores y esbirros el dictador mantuviera la promesa de otorgarles un día de ventaja.

—¿Qué sabes de ese Mirmidón? —le había preguntado al médico en uno de los escasos altos en el camino.

—Me temo que tanto como tú. —Néstor le contó lo que había visto en el santuario de Diana y concluyó—: Creo que es mejor tenerlo de nuestra parte.

—Estoy de acuerdo. Pero no sé si será seguro dejar que alguien tan peligroso se acerque a Alejandro —dijo Crátero.

Mirmidón sólo les había dicho que tenía un asunto importante que tratar con el rey, pero se negaba a explicar en qué consistía.

—Ha salvado a su médico y a su esposa —intervino Perdicas—. No creo que quiera hacerle daño.

—Habrá que registrarle hasta las caries —dijo Crátero, volviendo la mirada hacia Mirmidón. Éste se había sentado en el suelo, con la espalda recostada en un árbol mientras comía un poco de cecina—. ¿De dónde crees que es, Néstor?

—Desde luego, no de esta región. La conoce bien y habla latín, pero se expresa mejor en griego.

—Cierto, pero aún así tiene un acento extraño.

Los demás macedonios miraban a Mirmidón con una mezcla de desconfianza, curiosidad y, cuando corrió el rumor de que había liberado a Néstor y Clea sin más armas que su espada, también de admiración. Aunque vestía una simple túnica ceñida con un cinturón de cuero raído, iba descalzo y no llevaba joyas, anillos ni colgantes, su porte era el de un noble que no está acostumbrado a doblar la rodilla ante nadie. Algunos de los Compañeros se acercaban a hablar con él o le ofrecían vino o comida; él contestaba y aceptaba con cortesía, pero sus respuestas se agotaban enseguida, y nunca buscaba una conversación por propia iniciativa, ni siquiera con Néstor.

Cada vez que se bajaba del caballo en los breves descansos que les daban a las monturas, el cuerpo de Néstor sólo le pedía tirarse en el suelo y cerrar los ojos. Sin embargo, hacía un esfuerzo y aprovechaba las paradas para buscar a su alrededor todo tipo de plantas. Mirmidón le resultó una gran ayuda, pues conocía hierbas en las que Néstor ni siquiera habría reparado.

—Tuve un gran maestro —le explicó—. Era el mejor cazador del bosque, y también sabía dónde encontrar cada planta medicinal, en qué estación era mejor recogerla y bajo qué luna.

Lo de la luna no le resultaba a Néstor demasiado científico, pero agradeció la ayuda de Mirmidón y fue recopilando una colección que esperaba le fuese útil. Por suerte, había recuperado también su cofre, en el que guardaba extractos secos de plantas conseguidas en lugares tan lejanos como Taprobán o las cumbres del Paropamiso. Si el mal de Alejandro era el que sospechaba, no tenía una cura para él. Sin embargo, tal vez podría preparar alguna mixtura que se lo hiciera más llevadero y aliviara sus síntomas.

Pero antes tendrían que llegar vivos a Posidonia, pensó ahora, mientras veía cómo aquella masa de jinetes se acercaba hacia el Másico cabalgando por la larga playa.

—No podemos vencerles. Son demasiados —dijo Perdicas.

—Sí, eso es evidente. ¿Qué hacemos entonces? —insistió Crátero, volviéndose hacia su compañero.

—Tal vez, si cargamos contra ellos en vez de huir, logremos desconcertarlos y ponerlos en fuga. No es la primera vez que pasa algo así.

—No son bárbaros escitas, acostumbrados a disparar sus flechas y retirarse. Ésos son romanos. Te aseguro que no huirán.

—¿Qué propones?

—Está muy claro —dijo Crátero—. Uno de nosotros dos debe plantarles cara. Aunque no los pongamos en fuga, al menos les haremos perder tiempo suficiente para que el otro consiga algo de ventaja y ponga a salvo a Néstor y Agatoclea.

Néstor comprendió que la opción de que ambos generales se retiraran dejando allí un destacamento al mando de un subordinado era impensable. ¿Con qué cara se presentarían luego ante los familiares de los Compañeros y les dirían que ellos, Crátero y Perdicas, se habían salvado mientras sus hombres, nobles macedonios, morían?

—¿Quién se queda? —preguntó Perdicas, mirando fijamente a Crátero—. ¿Vamos a echarlo a suertes?

—No hay suertes que valgan. Me quedo yo.

—¿Por qué?

—Porque Alejandro me puso a mí al mando de esta embajada, Perdicas —dijo Crátero, enseñando sus grandes dientes en una fiera sonrisa—. Siento quitarte la gloria, amigo. Pero la antigüedad es un grado.

—Por esa misma razón debería quedarme yo.

—No vamos a perder más tiempo, Perdicas. Tú te los llevarás a Posidonia. ¿Entendido?

Perdicas agachó la cabeza.

—Como tú quieras. Siempre te has salido con la tuya.

Bajaron la ladera corriendo. Los demás Compañeros ya habían vuelto a montar y rodeaban a Clea, que estaba aguantando aquella frenética cabalgata como una auténtica amazona. Crátero subió a lomos de su caballo y dijo:

—¡Necesito diez voluntarios para una tarea penosa y difícil!

Todas las manos se levantaron a la vez. Sin complicarse, el general eligió a los diez primeros empezando por la derecha y les dijo que se adelantaran.

—Vais a cabalgar como si os persiguieran a la vez los perros de Hécate, los carros falcados de Darío y todos los maridos italianos a los que les habéis puesto los cuernos. —Sólo hubo una breve carcajada; todos comprendían que la situación era seria—. Vuestra misión es conseguir que la esposa y el médico de nuestro rey lleguen a Posidonia. Os he dicho que es una misión dura, porque es muy duro dejar que los compañeros combatan y se lleven toda la gloria. Pero debéis hacerlo por Alejandro, ¿lo habéis entendido?

Los diez elegidos asintieron, algunos cabizbajos y otros tal vez aliviados. Néstor observó que Perdicas se estaba mordiendo los labios. Él era el jefe de los Compañeros, luego debía ser él quien los arengara. Pero Néstor se había dado cuenta de que no tenía ningún deseo de quedarse allí para sacrificarse por ellos.

Al darse cuenta de que le observaba, Perdicas acercó su montura a la de Néstor y le preguntó en voz baja:

—¿Qué miras, médico?

Es mejor que te calles, pensó Néstor, pero fue incapaz. Apreciaba demasiado a Crátero, bastante más que a Perdicas.

—Te has dejado convencer muy fácilmente. ¿Dónde está tu amor a la gloria?

—En esta misión, él es mi superior —masculló Perdicas.

—¿Desde cuándo eso basta para callar a un noble macedonio? Te has portado como un mal pagador de taberna, que esconde las monedas en cuanto otro hace ademán de pagar la ronda.

—¿Acaso me estás llamando cobarde? Mira que aunque estés desarmado…

—Mientras ande yo cerca, él no está nunca desarmado —dijo Mirmidón, con el tono grave y peligroso de un león ronroneando al sol.

—Sé que no eres ningún cobarde, Perdicas —dijo Néstor—. Pero tal vez no te parezca digno de tu carrera morir aquí, en una playa desierta como ésta, sin testigos de tu gloria. ¿Te parece digno que en cambio muera Crátero?

Perdicas se acercó aún más, tanto que sus piernas se tocaron, y susurró:

—Por supuesto que no me parece digno, y menos si eso significa morir por ti y por esa furcia del pelo rojo. —Al ver que Néstor se quedaba sin palabras, sonrió y añadió—: Sí, médico, lo sé. Por mí, os enfrentaríais los dos solos con esos romanos, pero ya no tiene remedio.

Mientras ellos discutían en voz baja, Crátero se dirigió a los cuarenta hombres que se quedarían con él.

—A nosotros nos toca la misión más fácil y descansada, una que se puede resumir en una palabra. ¡Luchar! —Después se volvió hacia los demás y les dijo—: ¿Qué hacéis aquí todavía? ¡Marchaos ya!

Antes de volver grupas para alejarse, Perdicas levantó la lanza sobre su cabeza y saludó a Crátero.

—¡Acaba con ellos rápido, viejo amigo! ¡Nos vemos en Posidonia!

—¡Ponme una jarra de vino a refrescar! Y ahora, ¡largo de aquí!

Néstor se había quedado demudado por las palabras de Perdicas, pero no podía irse sin despedirse de Crátero. Mientras los demás emprendían ya un ligero trote hacia el sur, él se acercó un momento a él y le estrechó la mano.

—Ha sido un honor conocerte, Crátero.

—Para mí también, Néstor, hijo de tus propias obras. Salva al rey y haz que nuestro sacrificio sirva para algo.

—Cuando esta noche cenes con las almas del infierno, general —intervino Mirmidón, sin el menor sarcasmo—, ¿puedes darles un recado de mi parte?

—¿Cuál?

—Diles que ya no tendrán que esperar mucho más tiempo al Mirmidón. ¡Suerte en tu viaje, general!

Ambos volvieron grupas y talonearon a sus caballos para alcanzar a los demás. Néstor se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas, pero tal vez era por la brisa del mar y el aire de la cabalgata.

Condenado Perdicas. Por supuesto que Crátero no tenía ningunas ganas de morir, pero la elegancia y el decoro exigían cierto protocolo. Al menos tenían que haber insistido tres veces cada uno antes de que se decidiera a delegar en Perdicas y dejarlo allí. Pero ya no tenía remedio, y ahora iba a morir en una playa perdida en un país extraño.

Los cascos de los caballos enemigos ya se oían como tambores cada vez más cercanos. Crátero se volvió hacia un oficial llamado Polemón y le dijo:

—Tú que tienes mejor vista que yo, ¿se les ven ya las caras?

—Aún no. Veo a los caballos y los jinetes, pero no distingo mucho más.

—Eso es que aún están a más de ocho estadios. Haz que los hombres formen en línea.

—¿En línea? ¿No en cuña?

—Hoy se trata de cubrir el mayor terreno posible, Polemón, no de atravesar la formación enemiga.

Mientras los jinetes se desplegaban en una larga línea, Crátero miró hacia su derecha, donde se levantaba la ladera del monte. Después se volvió hacia los cuarenta Compañeros y paseó ante ellos.

—¿Veis cuánta distancia hay entre esta montaña y el mar? No puede ser más de un estadio. Un lugar perfecto para detener a los enemigos. ¿Qué digo perfecto? ¡Cojonudo!

Los Compañeros se rieron. Crátero siempre había tenido la virtud de decir las palabrotas con gracia.

—Matad a todos los caballos que podáis, hijos míos. Se lo merecen menos que esos gorrinos que llevan a cuestas, pero tenemos que darles a nuestros camaradas la oportunidad de huir. —Crátero miró hacia el norte. Ya incluso él distinguía a los jinetes individuales. Eran muchos, sí. Más del doble que ellos, quizá el triple. Se volvió de nuevo hacia los suyos—. ¡Macedonios! ¡Compañeros del Rey! ¡Compañeros míos!

—¡Estamos contigo, Crátero! —gritó Lincestias, uno de los pocos del grupo que había luchado en Gaugamela.

—¡Éstas serán nuestras Termópilas! —prosiguió Crátero—. ¿Sois vosotros peores que los espartanos?

—¡Noooo! —rugieron ellos levantando las lanzas sobre la cabeza.

—¿Sois peores que los romanos?

—¡Noooo!

Crátero presionó con la rodilla izquierda a su corcel para hacer que se diera la vuelta y encaró a los romanos. Abatió la lanza, proyectándola sobre las orejas de su caballo, y le taloneó los flancos.

—¡Adelante!

Dicen que cuando alguien sabe que va a morir, en un incendio, en un naufragio o incluso en la línea de batalla, toda su existencia desfila ante sus ojos. En su caso, Crátero lo hizo a propósito, y mientras avanzaban pasó revista a su vida para decidir si merecía la pena terminarla así. No había sido tan mala, al fin y al cabo. Había llegado a los cincuenta años sin sufrir enfermedades, fuera de alguna herida de guerra infectada. Había comido montañas de carne y bebido ríos de vino. Había tenido una esposa imperial y había gozado de hermosas mujeres. Había recorrido medio mundo venciendo batallas para Alejandro, el más grande entre los grandes, y había compartido tienda y mesa con los mejores soldados y generales de la historia.

Sólo una cosa le echaba en cara al destino: no dejarle morir en una gran batalla en vez de en una escaramuza, él, que había mandado a más de cuarenta mil hombres en combate. Perderse el combate decisivo entre Alejandro y Roma.

Pero entonces, cuando los Compañeros empezaron a entonar el peán y los caballos aceleraron su galope hasta que sus cascos retumbaron como el trueno, Crátero volvió la mirada a ambos lados y se vio rodeado por cuarenta lanzas tendidas hacia el enemigo y cuarenta rostros decididos a seguirle hasta el infierno. Miró de nuevo al frente y vio que los romanos se habían refrenado, como si no pudieran creer que una tropa tan exigua les embistiera a ellos, los perseguidores. Y entonces decidió que sí, que merecía la pena morir con aquellos macedonios, con aquellos auténticos Compañeros. Aferrando con fuerza su larga lanza de madera de tejo, volvió a clavar los talones en los ijares de su caballo, abrió su enorme boca y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Aléxandros kai nike!

El día siguiente a la partida de las legiones, a la hora en que el Foro empezaba a llenarse, se formó un corrillo de gente cerca del edificio del Senado, delante de la rostra desde la que los oradores se dirigían al pueblo en los comicios. Pero esta vez no había ningún cónsul, senador o tribuno de la plebe hablando. Bajo las proas de las naves conquistadas a los latinos de Ancio veinte años atrás, alguien había clavado un pincho de hierro y en él había ensartado una cabeza barbuda. Debajo de ella, un cartel de madera rezaba: «CRATERVS ALECSANDRI DVCS». Los curiosos, mujeres, esclavos y hombres que por su edad no estaban ya en edad de servir con las legiones, se arremolinaron alrededor, y los que sabían leer informaron a los demás de quién era la cabeza allí colgada. Al correr la voz, el rumor se deformó y algunos dijeron que se trataba de la testa del propio Alejandro. Eso significaba que Roma había ganado la guerra casi antes de empezar, pues no había pasado ni un día desde que despidieran en la Vía Junia a las siete legiones que partían hacia el sur para reunirse en Ardea con las seis que aportaban los aliados.

Algunos habían empezado a acercarse a la cabeza y a arrojarle salivazos cuando una mujer muy hermosa y elegante, con la cabeza cubierta, se abrió paso entre la gente, ayudada por dos fornidos esclavos. «Es Julia —dijeron algunos—, la hermana de Gayo Julio», y se preguntaron qué pretendía hacer.

Las moscas ya empezaban a zumbar alrededor de la cabeza. Julia las aventó con la mano y, sin descomponer el gesto, arrancó la cabeza del pincho, se volvió y se la enseñó a los curiosos.

—Este hombre, Crátero el macedonio, fue huésped en mi casa —dijo—. No permitiré que se trate con tal escarnio a quien compartió el pan y el vino en el hogar de Gneo Cornelio Escipión, pretor de Roma. Ese sacrilegio no es digno de los romanos.

Uno de los esclavos tendió un saco de piel a Julia, que guardó dentro la cabeza y lo cerró. Hubo un par de rufianes, clientes del dictador, que la insultaron y dijeron que una mujer no tenía porqué meterse en esas cosas, pero los demás los acallaron a siseos y empujones. De pronto, las palabras de aquella hermosa mujer les habían avergonzado, como si la propia Juno hubiera bajado de su templo en el Capitolio para reñirles por su conducta. Y cuando pasó entre ellos llevando la cabeza de Crátero bajo el brazo, todos se apartaron ante ella como las aguas del mar cortadas por la proa broncínea de un barco.