LAS TINIEBLAS DEL TULIANUM
La procesión de luces abandonó la casa de Escipión y atravesó el Foro. Néstor y Clea caminaban en el centro con las manos atadas a la espalda, pues no les habían ahorrado ni siquiera esa humillación. El dictador no debía haber quedado satisfecho con la precaución de escoltarlos con veinte lictores, ya que a ambos lados de éstos desfilaban sendas hileras de hombres equipados con lámparas y teas, cubriéndoles los flancos como tropas ligeras en una columna de marcha. Eran clientes de Papirio, plebeyos y libertos vinculados al dictador y su familia por lazos y juramentos de lealtad.
La gran plaza y las calles aledañas estaban desiertas, salvo por un par de carros escoltados por sirvientes que se alejaban casi a la fuga con los últimos invitados que se habían marchado de la fiesta. Aunque cada vez se veían más carruajes en Roma, eran aún un lujo poco habitual que los defensores a ultranza de la mos maiorum veían con recelo. Pero si aquellos patricios los habían llevado a la cena en casa de Escipión era más por seguridad que por ostentación. En Roma no existía un equivalente a la fuerza pública de mil doscientos arqueros escitas que guardaban el orden en Atenas; de día, y más aún de noche, cada uno debía cuidar de su propia integridad recurriendo a sus esclavos o clientes, o quedándose en casa.
El dictador había dejado a Néstor y Clea en manos de sus hombres y se había marchado a dormir o a seguir con su borrachera, sin molestarse en hablar con ellos ni acercarse a examinarlos. Obviamente, en su juego de poder y prestigio ellos no eran más que peones a los que estaba utilizando para vengarse de Gayo Julio. Antes de salir de su casa para la fiesta, Néstor había visto al tribuno exultante, convencido de haber obtenido un gran triunfo sobre Papirio y de que ya no se le podía escapar el mando de una legión. Pero, al parecer, Gayo había vendido la piel del gran oso antes de cazarlo.
Los Libros Sibilinos. El dado cargado de plomo del dictador, y la causa de la perdición de Clea y Néstor. El médico los había oído mencionar muchas veces antes incluso de entrar en Roma y, como tantas cosas de aquella ciudad, le resultaban familiares. Al preguntarle por ellos, Julia le había contado cómo llegaron a poder de los romanos. Era una historia tan peregrina que Néstor pensó que por fuerza debía tener algo de cierto. Casi trescientos años atrás, una anciana que afirmaba ser Amaltea, la Sibila de Cumas, se presentó ante el rey Tarquinio el Antiguo y le ofreció nueve libros escritos en hojas de palmera. Dichos libros contenían profecías y prescripciones rituales que, según la mujer, ayudarían a salvaguardar Roma en el presente y hacerla grande en el futuro. Pero la suma que le pidió por ambos era desmesurada, trescientas piezas de oro. Tarquinio se rió de ella a carcajadas y le exigió que bajara el precio. Por toda respuesta, la Sibila se acercó a un brasero y, ante el asombro del monarca, prendió fuego a tres libros. Después, imperturbable, le exigió de nuevo el mismo precio por los seis que quedaban. Ante la negativa del rey, Amaltea quemó tres libros más, y le volvió a ofrecer los tres últimos por trescientos áureos. La seguridad de la Sibila debió hacer mella en el rey, o simplemente cayó en la debilidad tan humana de valorar más aquello por lo que más precio se pide, y accedió a pagar a la profetisa. Desde entonces los libros se guardaban dentro de un arca de piedra en los sótanos del templo de Júpiter, y puesto que la colección de profecías había aumentado con el tiempo, los primitivos duunviros que los custodiaban y consultaban se habían convertido en diez.
Hasta ahí Néstor podía creer la historia, porque el rey Tarquinio era etrusco y los etruscos tenían fama de tacaños y de atesorar más oro que los romanos. Pero que en esos libros compilados hacía tanto tiempo se hablase precisamente de enterrar a un varón celta y una mujer griega le resultaba más que sospechoso.
Cruzaron el Foro en silencio, haciendo resonar el empedrado con sus pisadas y despertando eco en las tabernas. A su derecha, en la esquina de la calle que subía hacia la casa de Gayo Julio, se alzaba el santuario de Jano, un pequeño edificio que más que un templo era una especie de portal sagrado. Los batientes de las puertas norte y sur estaban abiertos, pues Roma se hallaba en guerra, de modo que en el centro de aquel corredor podía verse al dios bifronte rodeado de antorchas, una estatua broncínea de más de cinco codos de altura.
Antes de llegar ante los templos que cerraban el extremo occidental del Foro, la procesión giró a la derecha. Por allí subía una cuesta que, antes de perderse entre las sombras, se bifurcaba en un tramo de empinadas escaleras que desembocaban en un edificio de siniestro aspecto. Durante sus paseos para ir de casa de Gayo a la de Escipión y atender a Aristóteles, Néstor se había familiarizado con la topografia del Foro y sus aledaños. Aquél era el Tuliano, la cárcel pública erigida en tiempos del rey Servio Tulio, y las escaleras las Gemonias, por las que los verdugos dejaban caer los cuerpos de los condenados a muerte para que rodaran hasta el Foro y quedaran expuestos a la vista pública.
Les hicieron esperar en la puerta del Tuliano. Al cabo de un rato salieron de allí los diez soldados macedonios que habían viajado con ellos desde el monte Circeo. Néstor los examinó con ojo clínico. Estaban sucios, llevaban las manos atadas a la espalda y parecían aturdidos, pero al menos les habían dado de comer, pues no se les veía demasiado demacrados. La escolta que había traído a Néstor y Clea se dividió; el jefe de lictores ordenó que llevaran a los soldados a la Villa Pública para devolverlos a los enviados macedonios. Néstor pensó que, si el dictador pretendía compensar al rey entregándole a aquellos prisioneros, era porque no estaba tan seguro de lo que acababa de hacer. Sin duda, Alejandro se alegraría de recibirlos de vuelta y les daría una bienvenida de héroes, pues siempre se había-preocupado por el destino de hasta el último de sus hombres. Pero eso no serviría para que perdonara a los romanos cuando supiera que a ellos dos los habían enterrado vivos. Por dos absurdas muertes, cuántos inocentes pagarían.
Si es que Alejandro derrotaba a los romanos, se recordó Néstor. Si es que el mal que tenía en la cabeza le permitía pensar con lucidez. Si es que, condición de la que dudaba aún más, los propios romanos se dejaban vencer. Se preguntó qué aspecto ofrecerían todas aquellas legiones desplegadas disparando miles de venablos a la vez contra una interminable pared de sarisas. Ya no llegaría a saberlo.
—Adentro —les ordenó el jefe de lictores.
Pasaron a una sala cerrada que, pese a la forma irregular de su cúpula, le recordó a las tumbas ciclópeas de Micenas. Olía a moho antiguo y a sudor reciente; era evidente que los macedonios habían estado encadenados a los grilletes clavados en las paredes. En el centro se abría un pozo redondo de aspecto siniestro. Los acercaron a empellones hasta el borde y, una vez allí, los registraron. A Clea le quitaron todas las joyas y el cíngulo de hilos de oro, e incluso una daga de plata que escondía atada a un muslo. El hombre que la cacheó se entretuvo más de la cuenta palpándole las piernas. Mientras Clea levantaba la barbilla y trataba de mirar a ninguna parte para mantener la dignidad, el tipo comentó:
—¿Quin ueste'spoliamus amica'stam et iam defutamus?
Por suerte para ella, Clea no entendía el latín y así se ahorró saber que aquel tipo proponía desnudarla y violarla. El jefe de lictores le dio un pescozón al rufián y le dijo que aquella carne tan tierna no estaba destinada al paladar de un jabalí sarnoso como él. Después, él mismo registró a Néstor. Tan sólo le encontró el papiro en el que había copiado el mito de Er y la clepsidra.
—¿Esto, qué, tuyo? —le preguntó en su tosco griego.
—Mi testamento —respondió Néstor.
El lictor sonrió de lado y le devolvió el rollo y la clepsidra. A cambio le quitó el anillo de oro que lo distinguía como Compañero del Rey y se lo puso en el meñique, ya que tenía los dedos tan gruesos que no le cabía en ningún otro.
Después trajeron un grueso dogal. Néstor se temió que ni siquiera esperaran al amanecer para ejecutarlos, aunque prefería morir ahorcado, por desagradable que fuese, que enterrado vivo. Pero los lictores cerraron el nudo corredizo bajo los brazos de Clea y usaron la soga para bajarla al pozo. La joven dirigió a Néstor una mirada de mudo pavor mientras desaparecía en la oscuridad.
—No te preocupes —le dijo No te dejaré sola.
Y, en efecto, cuando Clea se desató y los lictores recobraron la cuerda, le ataron también a él y lo bajaron. Apenas había pasado la cabeza por la abertura cuando sus pies toparon con el suelo. Aflojó el nudo como le indicaron y se soltó la cuerda. A la luz de las antorchas de la sala de arriba, vio que se encontraban en una celda circular, con las paredes formadas por tres hileras de enormes sillares unidos sin argamasa. Calculó que medía unos quince codos de diámetro y observó que cerca del centro había un sumidero, pero no tuvo tiempo de ver más, pues sobre sus cabezas sonó el rechinar de una tapa metálica y de golpe se vieron sumidos en la negrura más absoluta.
En cuanto llegaron a la Villa Pública, Perdicas y Crátero emprendieron los preparativos para salir de Roma. Mientras recorrían las calles, habían deliberado entre ellos y habían concluido que si, se quedaban para hacer gestiones a favor del médico y la joven siracusana, sólo conseguirían perder sus propias vidas y las de los cincuenta Compañeros que los acompañaban, y de paso dejarían en manos de los romanos quince talentos de oro a cambio de nada.
Aunque el humor de Crátero era peor que sombrío, procuraba disimularlo y no perder los modos al impartir las órdenes. Perdicas tenía que reconocérselo, no era hombre que perdiera el temple en los momentos de crisis. Cuando los lictores les devolvieron a los diez soldados prisioneros, Crátero los recibió como si fueran héroes, abrazándolos uno por uno, hizo que les trajeran agua, vino y comida, y se encargó de encontrarles caballos. La única forma era repartir entre todos el oro que cargaban los caballos sin jinete, y aún así seis de los hombres más ligeros tendrían que compartir montura. Crátero ordenó sacar de los cofres los lingotes, los daricos y las estateras y los distribuyó, no sin antes anotar meticulosamente lo que llevaba cada uno. Todos eran personas honorables, pero hasta un necio sabe que el brillo del oro pone a prueba a los hombres más íntegros.
Más allá, a un estadio de ellos, el campo de Marte se veía salpicado de luces. Había cinco o seis legiones acampadas en aquel lugar, pues el dictador había decretado que los soldados reclutados ya no podían dormir en sus casas. Observándolos durante el día, a Perdicas le había impresionado el orden con que plantaban las tiendas. Ahora reinaba el silencio, salvo por las llamadas entre los guardias que traía la brisa de la noche. Las hogueras se habían apagado y sólo ardían las luminarias en los cruces de las calles que atravesaban en ángulos rectos aquella improvisada ciudad de guerreros.
—¿Qué opinas de esta gente? —le preguntó a Crátero, mientras éste supervisaba con los brazos en jarras el reparto del oro.
—¿Los romanos? Duros, muy duros. Están hechos de la misma fibra que los espartanos, pero son más astutos.
—Para eso no hace falta mucho.
—He calculado cuántos hombres van a enviar a Campania, entre los suyos y los aliados. Dependiendo de los que quieran dejar en retaguardia para proteger Roma, podemos encontrarnos con un ejército de entre sesenta y ochenta mil hombres.
—En el peor de los casos, serían sólo el doble que nosotros. Nos hemos visto en situaciones más comprometidas —dijo Perdicas, con más convicción en el tono de la que realmente sentía. Se le antojaba que en el campamento a oscuras dormitaba una enorme bestia, un monstruo que en cualquier momento despertaría con sed de sangre.
—Aquí no hay paisanos arrancados de su terruño para hacer bulto entre las filas, Perdicas. Éstos son soldados de verdad, y sus armas no son inferiores a las nuestras. Cuando hemos derrotado a ejércitos equivalentes a los nuestros, siempre ha sido con números más o menos parejos.
—En Queronea los griegos eran más que nosotros.
—Treinta y cinco mil contra treinta mil. Una proporción aceptable, teniendo en cuenta que entre ellos estaban los inútiles de los atenienses. —Crátero soltó una carcajada seca—. Ahora los romanos van a superarnos por lo menos en veinte mil hombres. Suficientes para presionar nuestro centro con superioridad numérica, para tratar de envolvemos por los flancos, para mantener fresca una fuerza de reserva. Qué sé yo.
—¿Tienes miedo?
—¿Bromeas? —Crátero le palmeó la espalda hasta que pareció satisfecho con el resonar de las piezas metálicas de su coraza. Después se frotó las manos—. Estoy deseando que llegue el momento, mi querido Perdicas. Si nos vencen, será un fin glorioso para nuestra carrera. Y si ganamos, me quedaré con la casa de nuestro amigo Escipión y haré que me sirvan una cazuela de sesos de dictador en salsa de silfio.
En ese momento se oyeron cascos de caballos. Perdicas desenvainó la espada, temiéndose una traición, pero el hombre que se adelantó hasta las luces de la Villa Pública era Gayo Julio, y llevaba ambas manos levantadas.
—¡Paz!
Esta vez el patricio venía armado, con una coraza de cuero, una vistosa capa blanca, un yelmo de cimera emplumada y la espada cruzada sobre el costado izquierdo. Los legionarios de a pie, sin embargo, se la ceñían al lado derecho. En teoría así resultaba más incómodo desenvainarla. En la práctica, Perdicas sospechaba que tenían sus motivos.
—Os traigo a los prisioneros que custodiaba en mi casa —les explicó Gayo Julio—. Quiero que sepáis que lo que ha ocurrido me indigna más que a vosotros.
Entre los hombres a caballo venían varias mujeres y un hombre. Perdicas reconoció a una de ellas, Ada, que siempre había servido a la madre de Alejandro, hasta que la destinaron al servicio de Agatoclea. Entre las esclavas y los sirvientes de Gayo acarreaban varios baúles. Cuando Perdicas y Crátero los examinaron, comprobaron que dentro había joyas y ropas. El último arcón guardaba libros, herramientas quirúrgicas y frascos de diversos tamaños y colores.
—Todo esto es muy valioso —dijo Perdicas, mirando a Gayo Julio con ojo suspicaz—. ¿Por qué renuncias a ello?
—Quiero el rescate que legítimamente me corresponde, no un expolio digno de un ratero —contestó el tribuno, y añadió con una torva sonrisa—: Y no estoy dispuesto a que Papirio se quede con esto recurriendo a alguna burda triquiñuela. ¿Estáis listos para partir?
—Así es. —Crátero miró a las esclavas y a un hombre ya mayor que venía con ellas—. Te agradezco que los hayas traído, pero no puedo llevármelos. Ya me han entregado a diez prisioneros más, y he tenido que repartir la carga para darles monturas. Además, cabalgaremos rápido. No aguantarían.
El hombre, al que Perdicas reconoció como el criado de Néstor, puso mal gesto, pero no se atrevió a decir nada. Gayo Julio se encogió de hombros.
—En ese caso se quedarán en mi poder. Ya dispondré de ellos.
Ada estaba haciendo gestos para llamar la atención de Perdicas. Éste se volvió y le indicó a Gavanes que la atendiera. Al cabo de un rato, su sobrino volvió con gesto escandalizado y le susurró al oído:
—Es algo muy grave, tío.
—¿No puede esperar?
—Esa mujer dice que el médico y la esposa de Alejandro se han acostado.
Perdicas enarcó las cejas, sorprendido, y luego soltó una carcajada. Al parecer, el adulterio era el deporte favorito de las esposas de Alejandro. No le sorprendía demasiado la infidelidad de la joven. Apenas la conocía, pero la había visto coquetear descaradamente con Gayo Julio en la fiesta, y en cualquier caso era una griega siracusana, y además tenía el pelo rojo. Poco bueno se podía esperar de ella. Pero lo de Néstor sí le llamaba la atención. Al final el médico, con tantas ínfulas que se daba, había demostrado no ser más que un vulgar traidorzuelo esperando a que su señor no estuviera delante para apuñalarlo por la espalda.
—Ahora podrán fornicar todo lo que quieran en ese hoyo —respondió Perdicas, en un arrebato de humor negro que a él mismo le sorprendió—. Aunque deben tener cuidado para que no se les meta tierra debajo de la ropa.
—Pero, tío, lo que les van a hacer es terrible —dijo Gavanes con gesto consternado.
—¿Y qué te esperabas, sobrino? Le está bien empleado a ese medicucho. Me parece un castigo indulgente para alguien que ha metido su pan en el horno del rey —dijo Perdicas, regodeándose en su propio cinismo. Gavanes enrojeció y agachó la cabeza. Pero ¿es que ese muchacho no iba a espabilar nunca? Cada vez que mencionaba el sexo se ruborizaba como una doncella. Mientras hablaban, entre la Villa Pública y la muralla se había ido congregando una muchedumbre. Aunque la noche era oscura como boca de lobo, a la luz de las antorchas que traían se distinguían sus armas: garrotes, mazos, guadañas, bieldos. Estaban interceptando el camino por el que pensaban marchar los macedonios para rodear la muralla y tomar la Vía Junia.
—Son clientes del dictador —les informó Gayo Julio—. Debe haberlos mandado para dar la impresión de que es todo el pueblo romano el que quiere expulsaron de la ciudad. De forma espontánea, por supuesto.
—¿Nos atacarán? —preguntó Perdicas, calculando que había más de trescientas personas.
—No creo que se atrevan —respondió el tribuno—. Pero es una locura. La guerra es asunto de soldados con uniforme y estandarte. Ahí hay hasta esclavos, proletarios de la Subura y proxenetas del Sumenio. ¿Cómo se le ocurre a un patricio mandar a una chusma como ésa para hostigar a unos nobles? —preguntó con gesto de asco.
En ese momento la masa humana se separó para abrir un corredor en el centro del camino y dejar paso a cuatro jinetes que enarbolaban en alto sus cetros y un estandarte con una tosca imagen del Zeus de los romanos. Perdicas suspiró aliviado. No sentía el menor deseo de abrirse paso por la fuerza. Un miembro de los Compañeros no podía obtener ninguna gloria abriendo cabezas entre aquella turba, y si en cambio resultaba muerto o herido sería una ignominia.
Los cuatro jinetes que se acercaban a la Villa Pública eran feciales, una especie de heraldos. En el viaje a Roma ya los habían escoltado. El que venía en cabeza desmontó al llegar ante el edificio. Era un hombre de unos treinta años, moreno y de complexión maciza. Perdicas lo recordaba. Se llamaba Trémulo; se había quedado tan sólo con ese nombre, pues recordar los tres o cuatro que usaba cada romano le resultaba imposible. Trémulo era de sangre patricia, y el que mejor hablaba griego de entre los feciales.
—El dictador no puede jugar a su antojo con las normas sagradas. ¡Va a provocar la ira de Júpiter! —dijo Trémulo, en tono indignado—. Si queremos ganar esta guerra, tenemos que sacaros sanos y salvos del territorio romano.
Los macedonios montaron por fin y formaron en fila de a tres. Por delante marchaba un fecial, dos a los lados por el centro y otro al final. Todos ellos levantaron bien altos los cetros de su dios para recordar que sus personas y las de quienes los acompañaban eran inviolables. Incluso aquella turba abrió paso, y fuera de insultos que Perdicas ni siquiera entendía, nadie más les molestó.
—Mira bien esta ciudad, Perdicas —le dijo Crátero en dialecto macedonio, mientras se acercaban a las oscuras aguas del Tíber—. Cuando volvamos a ella será para arrasarla.
Es difícil concebir una negrura absoluta en la que no se filtre luz por algún resquicio, aunque sea tan sólo una tenue fosforescencia, pero las tinieblas del Tuliano eran espesas como pez solidificada. Si la celda de arriba ya resultaba lóbrega, la mazmorra inferior era el mismo Tártaro. Además, hacía frío en ella. Néstor, que de pie se topaba con el techo, se había sentado contra una pared, con las piernas dobladas y la espalda inclinada hacia delante para reducir al mínimo el contacto con la piedra, que destilaba humedad. Era de piedra albana, una toba volcánica que abundaba en Roma y era barata y fácil de trabajar, pero que debido a su estructura porosa se impregnaba de agua. Del sumidero del centro subía olor a cloaca, aunque no tan hediondo como se había temido Néstor; lo que interpretó como indicio de que la celda inferior no se utilizaba desde hacía tiempo.
Clea se había sentado entre las piernas de Néstor. De esa manera él le cubría la espalda con su pecho y la rodeaba con los brazos; ambos obtenían calor del cuerpo del otro y, sobre todo, compañía. Néstor movía las manos para acariciarla y frotarle todo el cuerpo, y ella le agarraba las manos y apoyaba su mejilla contra el pecho y la cara de él, pero no había ningún erotismo en aquel contacto. Tan sólo trataban de asegurarse de que el otro seguía allí, de recordar que no se habían quedado solos en aquella insoportable oscuridad.
Clea sabía lo que les esperaba, pues había escuchado la traducción de las palabras del decenviro. Pero Néstor tenía la impresión de que no acababa de comprender en todo su horror lo que les iba a pasar. No conocía la historia de Minucia, y él no tenía ninguna intención de sacarla de su ignorancia.
De pronto se le ocurrió algo en lo que no había reparado. ¿Y si Escipión, que le había contado la historia de la Vestal, era el amante secreto de Minucia? La idea parecía absurda, pero por algún motivo, tal vez porque las emociones de esa noche interminable estaban corroyendo los cimientos de su lógica, se convenció de que tenía que ser así. Esa forma de rechinar los dientes y acusar a la joven de un crimen contra Roma no podía ser otra cosa que un reproche hacia él mismo. Sí, Escipión era un sacrílego, un traidor por lujuria a su propia ciudad y se merecía más que ellos ser enterrado vivo.
No, no, no. Néstor también se lo merecía. Estaban en guerra, y él había cometido la frivolidad de tomarse la situación como un juego. Él y Clea eran prisioneros, rehenes, supervivientes de una sangrienta batalla, no huéspedes de honor como las atenciones de Gayo Julio, Escipión y Julia les habían hecho creer. En las guerras había sangre, hierros fríos que se clavaban en el cuerpo y hurgaban las entrañas, cuellos degollados, estrangulados o aplastados por piedras, vísceras esparcidas y aplastadas por el suelo, carne quemada, piel arrancada, hombres empalados, mujeres violadas y vendidas, niños esclavizados.
Y hasta inocentes ofrecidos como expiación a los dioses.
Néstor sacudió la cabeza y se mordió los labios para detener la catarata de horrores que acudía a su mente. Las víctimas de las atrocidades que imaginaba tenían el rostro y el cuerpo de Clea, pero, inexplicablemente, seguía sin sentir miedo por él mismo. Ignoraba la razón, si tenía que ver con los recuerdos que le faltaban (tal vez antes de sufrir la amnesia había sido un valiente guerrero del Septentrión que no temía a la muerte), o más bien era pura apatía e insensibilidad.
Quizá en el fondo de su alma albergaba una sensación de finalidad que le hacía creerse invulnerable: estaba aquí para algo, aún tenía que cumplir una misión, luego no podía morir de una forma tan inútil y absurda.
¿Te parece poco, se dijo, haber salvado a Alejandro y haber cambiado el futuro (ahora ya el pasado) de tantas personas? Sin duda las miles de víctimas vivas y muertas de Alejandro empuñarían con gusto la pala para contribuir con un buen puñado de tierra a sepultarlo en el Foro Boario. Pero, argumentó otra voz, ¿y las personas que se habían salvado gracias a que Alejandro seguía vivo, gracias a las guerras que sus actuaciones o su mera presencia habían evitado? ¿Y los ciudadanos que habían prosperado gracias a sus reformas, que no habían muerto de hambre merced a sus carreteras, sus puertos, sus nuevas rutas marítimas? El Imperio Persa, pese a los vaticinios de los agoreros, seguía en pie, aunque ahora fuese el Imperio de Eskandar.
—Tus pensamientos casi hacen ruido —dijo Clea—. ¿Estás intentando recordar?
—En cierto modo. Estoy intentando recordar el futuro —contestó él, sin entender muy bien la razón de sus palabras. ¿Por qué debería conocer él el futuro?
—¿Qué futuro tenemos?
Él no supo qué decir. Al cabo de un rato, Clea le preguntó:
—¿La historia de Antígona la recuerdas?
—Creo que sí. ¿Por qué lo…?
Néstor comprendió de golpe y se calló. Por enterrar a su hermano en contra de sus órdenes, Creonte, regente de Tebas, había condenado a Antígona a ser sepultada en vida. El propio hijo de Creonte, prometido de Antígona, se encerró con ella en el túmulo y la ayudó a ahorcarse con su velo, después de lo cual se arrojó sobre la punta de su espada.
—No quiero morir enterrada —dijo Clea, con un hilo de voz, y apretó las manos de Néstor—. Y menos delante de tanta gente.
—Lo entiendo.
—¿Qué puedo usar? Me han quitado el cíngulo, pero puedo arrancarme un jirón de la tánica. ¿Crees que tu cinturón valdría? ¿Me lo dejarías?
—Creo que no hay de dónde colgarse, Clea —contestó él, con una extraña sensación de irrealidad—. De todas formas, el techo es muy bajo.
—Es verdad. —Clea se quedó callada, pero sólo fue un instante—. ¿Tú me ayudarías?
—¿Cómo?
—Está muy claro —respondió ella en tono algo impaciente—. Si no puedo colgarme, tú tendrías que hacerme un lazo alrededor del cuello y apretar.
—Tú no quieres que haga eso.
—No lo sé. —Clea sollozó, y Néstor tuvo la impresión de que se había mordido su propio puño—. ¿Es una muerte tan horrible como dicen?
—Puede ser más rápida que asfixiarse bajo tierra —reconoció Néstor, que empezaba a sopesar la posibilidad. En el campo de batalla había aplicado drogas en dosis mortales, y cuando no tenía drogas había recurrido al cuchillo para rematar a hombres que ya no tenían esperanzas y sufrían terribles dolores. Bastaba con un corte certero para que se desangraran sin apenas sentirlo. Pero una cosa era abrir las venas a un desconocido que se retorcía entre cadáveres, sujetándose sus propias vísceras, y otra bien distinta aplicar un dogal de seda a ese cuello que él mismo había besado, y ver cómo aquellos ojos verdes se salían de las órbitas y la lengua quedaba colgando de la boca como una masa hinchada y negruzca.
Ella se giró un poco para abrazarse a su cintura y apoyarle la cabeza en el hombro. Estaba llorando en silencio.
—¿Cuánto faltará para que amanezca? —preguntó Clea.
—No lo sé. —Era imposible utilizar la clepsidra a oscuras—. Dos o tres horas.
—Quiero que lo hagas ahora. No esperes más, por favor.
Néstor cerró los párpados. No había ninguna diferencia: la constelación de diminutos fosfenos que bailaban ante sus ojos era la misma. Mejor seria que lo hiciera con ellos abiertos. Tratando de no incomodar a Clea, se llevó la mano derecha a la hebilla del cinturón. Tendría que apretarlo con decisión para no provocarle más sufrimiento del imprescindible.
—Está frío —dijo ella cuando le apoyó el cuero del cinto en la garganta y le rodeó el cuello.
La tapa de metal del techo rechinó. ¿Tan pronto?, pensó Néstor. Como un criminal sorprendido en plena acción, se apresuró a apartar el cinturón del cuello de Clea. La luz que entró por la abertura no podía ser muy intensa, pero a él le parecieron los haces de sol que se cuelan por una ranura entre las nubes tras una tormenta. El lazo corredizo apareció ante ellos, bailando burlón. Una voz les chistó desde arriba.
—¡Rápido! ¡Subid!
Había hablado en griego de verdad, y no en la versión de picapedrero que usaba el jefe de lictores. Néstor ayudó a Clea a levantarse, pero antes de arriesgarse a salir, asomó la cabeza por la abertura. Desde arriba le observaba un hombre que sostenía en su mano derecha el dogal. Reconoció la frente amplia y las trenzas que caían sobre los hombros. Era Mirmidón, el Rey del Bosque.
No se le ocurrió preguntarse qué hacía aquel hombre allí, tan lejos del templo que custodiaba. Rápidamente, pasó el lazo bajo las axilas de Clea y la ayudó a salir levantándola por la cintura. Después sacó los brazos por la abertura con la intención de subirse a pulso. Mirmidón le agarró por las muñecas y le izó con una fuerza insospechada en alguien de su tamaño.
El suelo que separaba ambas celdas era grueso, pero aún así a Néstor le extrañaba no haber oído nada. En el suelo de la celda, a la luz de una antorcha encajada en un grillete a modo de aplique, se veían cuerpos caídos en todas las posturas posibles. Ocho, contó Néstor, con la rapidez de quien estaba acostumbrado a calcular las bajas de un vistazo. Olía a sangre fresca y a tripas abiertas, y el silencio de aquellos muertos parecía innatural. Todos eran lictores, y las fasces que simbolizaban su poder yacían inútiles en el suelo. Néstor se acercó al jefe y, sin molestarse en darle media vuelta, le sacó del dedo el anillo de Compañero. Después se volvió hacia Clea y su inesperado salvador. El Rey del Bosque, que llevaba la espada envainada en un tahalí cruzado sobre el hombro, recogió la antorcha y les indicó que fueran hacia la salida.
—¿Le conoces? —susurró Clea, agarrando el brazo de Néstor con dedos trémulos. Él se dio cuenta de que también estaba temblando. Empezaba a darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer, pero no era momento de pensarlo. Tique, el Azar, había decidido burlarse de ellos hasta el último segundo antes de sonreírles, pero por el momento no se lo iba a reprochar.
—Se llama Mirmidón. Ya te contaré.
—¿Confías en él?
—¿Nos queda otro remedio?
En el exterior había más cadáveres esparcidos por los peldaños de las Gemonias, clientes del dictador que debían haberse quedado custodiando el acceso a la cárcel. Néstor no tuvo tiempo de contarlos, pero debía haber diez o doce. ¿Increíble? Si recordaba la fría y metódica precisión con que el Rey del Bosque había acabado con sus rivales bajo el roble de Diana, no le resultaba tan inverosímil.
Mirmirdón se acercó al pretil de la escalera y metió la mano en un rincón oscuro. De ahí sacó dos mantos con capuchas que les pasó a Néstor y a Clea.
—Que no se os vea el pelo —les dijo, y añadió dirigiéndose a Néstor—: Y tú, procura que no se te note que eres tan alto.
¿Y qué hago, me corto las piernas?, pensó él. Pero ignoraba hasta qué punto apreciaría el humor aquel hombre o si se tomaría los comentarios de forma literal, así que se limitó a ponerse la capucha sobre la cabeza y agachar un poco el cuello. Mirmidón también le dio a Clea unas sandalias.
—¿Y esto?
—Tenéis un amigo muy previsor. Póntelas, rápido.
La joven se quitó los zapatos de tacón de corcho que se había puesto para la fiesta y se calzó las sandalias. Después siguieron a Mirmidón. Éste les hizo subir por la cuesta Argentaria, y Néstor pensó que se dirigirían hacia la muralla norte, por debajo del Capitolio; pero el Rey del Bosque se desvió hacia la derecha y les llevó por detrás del edificio donde se reunía el Senado. Tras cruzar un par de callejones llegaron a otra empinada calle que Néstor reconoció enseguida. Era el Argileto, la cuesta que subía hacia la Subura y en la que vivía Gayo Julio. Subieron por allí con paso ligero. La puerta de la casa del tribuno estaba entreabierta. Por ella salió Pandemo, el liberto de Gayo, con una tea en la mano. Se unió a ellos sin decir nada y les indicó que le siguieran.
La noche era oscura. Sin luna, Ícaro volaba en solitario hacia Pegaso, y su cabeza se veía más roja que nunca. Néstor no podía dejar de mirarlo y pensar en lo que le había dicho Aristóteles. Ahora que había escapado del peligro más inminente para su vida, recordaba sus palabras sobre la órbita espiral. No dudaba de que el filósofo tenía razón, desgraciadamente, pero había algo allí que fallaba, algo que escarbaba en aquella zona tumefacta y encharcada de su mente donde se agazapaban sus recuerdos.
—¡Más rápido! —les exhortó Pandemo.
Habían abandonado el Argileto para desviarse de nuevo hacia la derecha. Pandemo les dijo que estaban en la Subura, el barrio de peor reputación de Roma. Las calles eran tan estrechas que tenían que recorrer algunas en fila de a uno, y sobre sus cabezas los edificios desvencijados se vencían unos sobre otros de tal manera que de día debían cerrar la luz del sol. Sus pies chapoteaban en fétidos albañales, y hordas de ratas huían chillando de las llamas de sus antorchas. De vez en cuando llegaban a una plazoleta o un cruce más ancho donde se levantaba algún humilde altar o un pilar que representaba la efigie de algún dios de madera o terracota. Por las rendijas de algunas puertas o postigos se entreveían luces y se oían voces. A veces cantos de borrachos, a veces discusiones.
En una de esas plazuelas se abrió una puerta y tres hombres salieron tambaleándose, estribados unos en otros. Al verlos les increparon con voces pastosas y le dijeron a Clea un par de groserías, pero estaban tan borrachos que fueron incapaces de seguirlos.
Tras recorrer durante un buen rato aquel dédalo de callejones infectos en el que Pandemo se orientaba como un nuevo Teseo, empezaron a bajar de nuevo. Llegaron a una avenida más ancha que tenía el suelo empedrado y roderas para los carros. Las casas se veían más limpias y aunque olía a cieno, como en todas las zonas bajas de la ciudad, antiguos pantanos, al menos el hedor a inmundicias había desaparecido. Dejaron a la derecha la mole oscura de un edificio que Néstor recordaba del día en que llegaron a Roma. Era el Circo Máximo, una larga estructura de madera de la que ahora sólo estaban viendo el lado más corto. Después pasaron bajo el arco de la Aqua Junia, el acueducto recién inaugurado por el menudo censor plebeyo que discutía con Gayo Julio en la fiesta. Pero en vez de seguir hasta la puerta Capena se desviaron de nuevo por otra callejuela. Aquél era otro suburbio peligroso, les informó Pandemo: el Sumenio, la zona frecuentada por las prostitutas y los alcahuetes más sórdidos de Roma.
—Si fueran las primeras horas de la noche no me habría atrevido a traeros por aquí —les dijo—. Pero ya es tan tarde que hasta las putas se han retirado.
De lo que se alegraba Néstor, pues no tenía ningún deseo de ver la espada de Mirmidón en acción. Entre la muralla y las casuchas del Sumenio corría una calle empedrada. Se cruzaron con un carro que bajaba con lento traqueteo y se tuvieron que pegar al vano de una puerta para dejarlo pasar. Por el tufo que despedía, era evidente que se trataba de uno de los carromatos que aprovechaban las horas previas al amanecer para sacar de la ciudad los excrementos humanos y animales que luego se usaban como abono.
Después de aquel fragante encuentro, llegaron a una poterna abierta en el muro. La reja de acero estaba abierta. Pandemo les indicó que pasaran al otro lado, para lo cual Néstor se tuvo que agachar. Tras cruzar bajo ocho codos de piedra maciza, salieron por fin extramuros. Atravesaron una zona de terreno despejado y no tardaron en llegar a un bosquecillo de sauces.
—Aquí es donde cuentan que la ninfa Egeria amó al rey Numa. Y ésa es su fuente —les dijo Pandemo, que estaba tan versado en las leyendas de la ciudad como si fuera romano de pura cepa y no tarentino.
Allí, junto a un templete forrado de bronce, les esperaban otros dos hombres. Aunque estaban cubiertos con capuchas, Néstor reconoció a uno de ellos como esclavo de Gayo, y supuso que el otro también lo era. Traían con ellos tres caballos. Uno de ellos era Pegaso, el corcel blanco del tribuno. Aunque los otros dos, una yegua y un macho bayos, no tenían una estampa tan espléndida, eran animales jóvenes y de sólidos remos.
—Rápido —les dijo Pandemo—. Queda poco para el amanecer. Cuando Néstor hizo ademán de ayudar a Clea a montar sobre Pegaso, el liberto le puso la mano en el brazo.
—Gayo Julio ha dicho que debes ser tú quien lo monte. Ahora te pertenece —le explicó, y él mismo juntó las manos para hacerle de estribo.
Clea montó en la yegua y Mirmidón en el bayo. Los esclavos de Gayo les entregaron un zurrón con comida y odres de agua y vino, y después regresaron hacia la muralla junto con Pandemo, que les deseó buena suerte. Néstor se volvió hacia su salvador.
—Te doy las gracias por lo que has hecho, y espero poder compensarte. ¿Hacia dónde nos llevas ahora?
—Eres tú quien me va a llevar a mí —contestó él—. Necesito hablar con tu señor Alejandro. Tiene algo que quiero.