CAMINO DE ROMA
Al día siguiente de la batalla del monte Circeo, Gayo Julio ofreció un sacrificio a Fortuna Victrix. Después de serle esquiva mucho tiempo, la divinidad le había sonreído brindándole la oportunidad de derrotar a las tropas macedonias justo la víspera del día en que expiraba su turno de mando en la Segunda Legión. El tribuno, que no creía en las casualidades, veía en lo sucedido el mensaje evidente de que su suerte iba a mejorar.
Gayo también inmoló una paloma a Venus, la diosa de la que procedía su familia. Por las tradiciones que en su casa se pasaban de padres a hijos, siempre había sabido que las raíces de su linaje se remontaban a los nebulosos tiempos de Alba, la mítica ciudad de la que partieron los gemelos para fundar Roma. Cuando su hermana Julia y él eran niños, su padre cogía una vara verde de abedul y les tomaba la lección.
—¿Cuál es el nombre de vuestro abuelo?
—Numerio Julio César.
—¿Y el de su padre?
—Gayo Julio César.
—¿Y el de su padre?
—Numerio Julio César.
—¿Y el de su padre?
—Sexto Julio César, el primero que se ganó ese cognomen.
—¿Y el de su padre?
—Numerio Julio Julo.
Y así seguían hasta que uno de los dos se equivocaba y su padre le pegaba con la vara en los nudillos, lo que provocaba grandes carcajadas del hermano que había acertado. Normalmente no cometían fallos hasta remontarse a la duodécima generación, pero con el tiempo se las aprendieron todas hasta llegar a Julo, que había vivido casi setecientos años antes que ellos y era el primero de su estirpe.
Mas ahí no terminaba su linaje. Según Timeo, un historiador siciliano que llevaba un par de años estudiando los templos y archivos de Roma y de varias ciudades latinas y etruscas, y de paso sacándoles los cuartos a algunos patricios a cambio de verter miel en sus oídos, aún había más. Aseguraba el tal Timeo que Julo, fundador de la gens Julia, era tan sólo otro nombre de Ascanio, primogénito de Eneas, único héroe que había sobrevivido al saqueo de Troya. Y como Eneas era a su vez hijo de Venus, eso significaba que el propio Gayo era un remoto tataranieto de la diosa. Durante los primeros años de la República, el linaje de Gayo había dado muchos ilustres magistrados a Roma, pero hacía más de un siglo que ningún Julio inscribía su nombre en los Fastos Consulares. Ahora, el tribuno le prometió a Venus:
—Las cosas van a cambiar, madre. Mi hora ha llegado.
—La diosa está satisfecha —declaró el arúspice cuando terminó de examinar las entrañas de la víctima, tarea rápida dado su exiguo tamaño.
Tras los sacrificios, Gayo ultimó los preparativos para la partida hacia Roma. Ya lo había organizado casi todo el día anterior, aprovechando que aún conservaba el imperium. Mientras el gigantesco barco de dos cascos y tres mástiles terminaba de arder y se hundía en el horizonte, empezaron a llegar a la playa decenas de náufragos exhaustos, junto con los cadáveres de quienes no habían conseguido nadar tanta distancia. Los legionarios fueron capturando a los supervivientes y los reunieron con el resto de los prisioneros. Entre los remeros del barco y los soldados macedonios que habían sobrevivido a la batalla, Gayo se había encontrado con más de doscientos cautivos. Con todo, eran muchos más los muertos; según habían declarado varios prisioneros, en la nave que los había llevado hasta el Circeo viajaban casi dos mil personas. Gayo tenía prisa por volver a Roma. No podía ser casual que el médico más célebre del orbe hubiese caído en sus manos dos días después de que la carta de Julia le informase de que Lila estaba cada vez peor. Era evidente que se trataba de un mensaje del destino. Pero Gayo sabía que debía poner de su parte todo lo posible y llegar a la ciudad antes de que su hermana pequeña muriese. Tras atravesar los pantanos, rodeados por nubes de mosquitos que no dejaban de atosigarlos, llegaron a la Vía Junia a la hora del almuerzo. Allí Gayo se reunió con Apio Claudio y le traspasó el imperium. Su colega en el tribunado escuchó el relato de la batalla con una envidia que no se molestó en disimular, y después le preguntó en tono seco por qué no había esperado a recibir refuerzos.
—Porque eso habría supuesto cederte el mando a ti, mi querido Claudio —contestó Gayo, dándole una sonora palmada en el peto—, y conociéndote habrías vuelto sin prisioneros macedonios, sin soldados y hasta sin caballo. Ahora, procura no meterte en batallas en estos dos meses y todo irá bien.
Claudio le miró con rabia, pero no dijo nada. Su ineptitud como comandante era la comidilla de la Segunda Legión, y él mismo era dolorosamente consciente de que ni siquiera sabía organizar un manípulo para la batalla con un mínimo de eficiencia.
Gayo le confió la mayor parte de los prisioneros para que los pusiera a trabajar en las obras de la Vía Junia, no sin antes anotar los nombres de todos ellos. Como vencedor de la batalla tenía derecho al expolio, aunque sabía que eso le traería quebraderos de cabeza con el cónsul Bubulco Bruto, que estaba al mando de la Segunda Legión. Pero se había jurado a sí mismo que, si pretendía quitarle el botín, Bubulco tendría que arrebatárselo de sus dedos muertos. Una vez vendidos los esclavos, la intención de Gayo era repartir un tercio del precio obtenido entre los soldados que habían participado en la batalla, entregar otro tercio al erario de Roma y reservarse para sí el resto. Sabía que no debía demorar demasiado la venta. Calculaba que ahora podría sacar por cabeza unas doscientas didracmas de plata de Neápolis, pues había dado orden a sus hombres de no admitir los engorrosos ases fundidos con bronce romano. Pero cuando empezara de verdad la guerra contra Alejandro habría miles y miles de cautivos y los precios bajarían. Gayo, conociendo la proverbial agresividad del rey macedonio, estaba seguro de que dicha guerra iba a estallar más temprano que tarde.
Las presas más suculentas las reservó para sí y se las llevó a Roma bajo la custodia de una centuria de astados, otra de triarios y una decuria de caballería. Había escogido a los diez macedonios más altos y gallardos de entre los supervivientes de la batalla para exhibirlos al llegar a Roma, y, por supuesto, a la joven siracusana y sus esclavas. Aquello sí que iba a ser un golpe de efecto. «Allá va Gayo Julio —dirían— el hombre que guarda en su poder a la esposa de Alejandro».
Lástima que el rey tuviese cuatro esposas más, lo que rebajaba un tanto el valor de su presa; si nadie lo preguntaba en Roma, no sería él quien lo dijera.
Pero para él la pieza más valiosa era Néstor. Se había convencido a sí mismo de que el médico le iba a traer buena suerte, de que iba a ser su talismán del mismo modo que lo había sido para Alejandro. Sólo necesitaba recibir una señal más de los dioses. Si ese hombre salva a Lila, se decía mientras cabalgaba hacia Roma, quiere decir que todo irá bien a partir de ahora.
Que todo fuera bien para Gayo significaba colmar sus ambiciones. No era un empeño minúsculo, ya que aspiraba a lo máximo que un romano podía alcanzar: convertirse en el primer ciudadano de la República. Debido a la decadencia de su gens, Gayo no poseía los recursos necesarios para labrarse una reputación entre sus compañeros patricios ni tampoco entre los plebeyos. Sin las riquezas o las extensas fincas que poseía, por ejemplo, su cuñado Escipión, no podía celebrar fiestas tan espléndidas como él, y era ofreciendo esos banquetes multitudinarios como se podía granjear la reputación de gran hombre que necesitaba para medrar.
Otra forma de ascender era convertirse en patrono de un ejército de clientes, como Papirio, al que muchos senadores postulaban como dictador para dirigir la guerra contra Alejandro. Pero los clientes que Gayo había heredado de su abuelo y de su padre eran escasos y de poca influencia.
La única posibilidad que le quedaba para encaramarse a lo más alto de la República era demostrar su valía en el campo de batalla. Mas también era tarea complicada, ya que para asumir el mando de una legión tenía que convertirse en cónsul, cargo que resultaba prohibitivo para sus arcas. A veces, cuando pensaba que su única forma de llegar a cónsul era obtener una gran victoria y que para alcanzar esa victoria tenía que ser cónsul antes, se encerraba en su alcoba y lloraba de rabia mordiendo la almohada y maldiciendo el círculo vicioso en el que le había encerrado el destino.
Lo que más le desesperaba era saber que había nacido para la guerra. Lo había descubierto en la escuela más dura para los jóvenes romanos, la calle, donde a fuerza de golpes y pedradas aprendían la agresividad y el talante competitivo que ya no les abandonaban hasta la tumba. Cuando peleaba contra los demás niños del Argileto con espadas de madera y escudos de mimbre, ya era el más hábil en la esgrima y el más astuto en las tácticas. A los ocho años se había convertido en el cabecilla de todos, incluidos chicos plebeyos que le sacaban cuatro años de edad y un palmo de estatura, y con ese pequeño ejército había derrotado en una batalla épica a los del barrio de la Subura, que presumían de ser los más duros de Roma. En casa, mientras su hermana y sus primos jugaban en el patio, él escuchaba sin pestañear las conversaciones de su padre, su abuelo y sus tíos sobre las campañas contra latinos, etruscos y samnitas, y los primeros textos que había leído con su maestro de griego no habían sido los versos de Homero ni las tragedias de Sófocles, sino los tratados militares y políticos de Tucídides y Jenofonte.
Quitando el de ayer, que apenas había empezado a paladear, el día más feliz de su vida había sido cuando lo reclutaron a los diecisiete años. Aunque como patricio de las primeras centurias servía en la caballería, durante las dos primeras campañas empuñó el pilum, el escudo y la espada para conocer las destrezas y sensaciones de la infantería de línea y después poder mandarla en combate. Había sobrellevado de buen grado las novatadas de los compañeros, las pullas de los instructores y la severidad de los centuriones. Mientras que para sus amigos patricios las marchas de treinta y cuarenta millas eran muestra de cuánto les odiaban los mandos, sobre todo si eran plebeyos, Gayo Julio se las tomaba como excursiones que le servían para poner a punto su cuerpo y de paso estudiar el terreno. Tenía una intuición nata para captar las ventajas y desventajas tácticas y estratégicas de cualquier lugar que atravesara. En cada monte sopesaba dónde podía repartir arqueros para cubrir el camino y rorarios de infantería ligera para apoyarlos, en los bosques apostaba imaginarias patrullas de caballería y en cualquier terreno llano hacía cálculos de cómo desplegar mejor una legión. Cuando le tocaba mandar a los demás en los ejercicios de instrucción actuaba con rapidez, dejándose llevar por el instinto. Si alguna vez cruzaba un río por un vado demasiado caudaloso o se adentraba en una vaguada sin haber dominado las alturas, en vez de quedarse bloqueado y recriminarse su torpeza, como hacían tantos de sus compañeros, actuaba cuanto antes para arreglar el error, convencido de que Belona le sonreiría.
Gracias a todo eso había conseguido que lo eligieran tribuno por primera vez a los veinticinco años. Aquél, hasta ahora, había sido su gran momento de gloria. Por desgracia, su carrera apenas había avanzado desde su primer tribunado. Gracias a su amistad y su parentesco político con Escipión había conseguido que los censores le inscribieran en el Senado, pero, ¿qué podía hacer en él? No mucho antes de morir, su padre había vendido una de las últimas fincas para pagar las lecciones de Euríloco, un maestro ateniense de oratoria diplomado en la escuela del centenario Isócrates. Pero, aunque Gayo había aprovechado de sobra las clases y había adaptado los recursos y las figuras retóricas del griego al latín, aquellas enseñanzas servían de poco a un simple senador pedario que aún no tenía derecho a tomar la palabra ante los padres y conscriptos. Sin el patrimonio necesario para acceder a la élite que dominaba Roma, ni siquiera se había presentado a cuestor tras cumplir las diez campañas militares reglamentarias. La cuestura era el primer escalón en la carrera de las magistraturas que conducía hasta el consulado, pero por el momento Gayo había renunciado a ella, ya que la idea de perder unas elecciones le resultaba insoportable. ¡A sus treinta años, mendigando un cargo como el de cuestor, cuando a esa edad Alejandro ya había conquistado medio mundo!
Pero, después de darle la espalda tanto tiempo, Fortuna le había sonreído con aquel golpe de suerte: encontrarse en las Ciénagas Pontinas vigilando las obras de la Vía Junia con un destacamento de la Segunda Legión en el momento preciso para convertirse en el primer romano que se enfrentaba a las tropas del rey macedonio. Y Gayo, que consideraba que en la milicia no había peores pecados que la duda y la inacción, había sabido aprovechar su oportunidad.
«De Néstor, para Alejandro de Macedonia, hijo de Filipo y Olimpia, rey de Macedonia por la gracia de Zeus, soberano de Persia por la llama de Ahura-Mazda, faraón de Egipto por designio de Amón y todo ese blablablá.
»Escribo esto por la noche, a la luz de la hoguera del campamento donde pernoctamos tras nuestra tercera jornada de viaje. No sé si algún día volveré a verte o si al menos te podré hacer llegar estas líneas. En cualquier caso, tú conoces bien mi obsesión por observarlo y apuntarlo todo para evitar, como diría Heródoto, "que los hechos humanos queden en el olvido". Así que he preferido redactar mis notas en forma de carta por si en algún momento llegan a tus manos y te son de utilidad.
»La verdad, si debo confesarla, es que no lo hago por ese motivo, sino porque fingiendo hablar con alguien organizo mejor mis ideas. Antes de escribir le he pedido permiso al jefe de nuestros captores, Gayo Julio César. Le he dicho que estoy escribiendo una especie de historia natural en la que recopilo datos geográficos y botánicos de todos los países que visito, y que si algún día la publico se la dedicaré por su amabilidad. Él se ha reído y ha echado un vistazo a mis notas, pero aunque habla muy bien el griego no ha conseguido descifrar mi caligrafía. De todas formas, aunque pudiera leerla, no hay grandes secretos en lo que te voy a contar. Aquí todo está a la vista. Los romanos no parecen darle demasiada importancia al espionaje. Creo que prefieren que los rivales conozcan su auténtica fuerza para que se desmoralicen incluso antes de entrar en acción.
»Aún no le he dicho a nadie que entiendo el latín. Para mí fue una sorpresa insospechada. Sin duda no es mi lengua materna, porque me cuesta pensar en ella y, además, los romanos la hablan de una forma que me resulta a la vez extraña y familiar. Supongo que la aprendí antes de perder mis recuerdos, pero no en la propia Roma, sino en alguna ciudad vecina en la que se usa otro dialecto. Cuando hablan rápido o se interrumpen entre sí me cuesta seguir sus conversaciones, pero aún así es asombrosa la cantidad de información que puedes asimilar cuando los demás hablan delante de ti creyendo que no los entiendes. Siempre he pensado que nos expresamos con demasiada libertad delante de los esclavos; aunque los compramos, los usamos y a veces los tratamos como muebles, poseen cinco cosas que no tiene ningún armario: dos ojos, dos orejas y lo más peligroso, una boca».
Néstor levantó la mirada hacia el cielo, que esa noche estaba despejado y diáfano. Había luna llena y, por primera vez desde que salieron de Siracusa, el firmamento se veía cuajado de estrellas que brillaban aguzadas como minúsculas gemas. Sus ojos se fueron, como siempre, al cometa Ícaro. Cuando apareció en la primera guardia, algunos soldados romanos señalaron hacia su larga cola y lo llamaron Tinia, que debía ser el nombre de uno de sus dioses. Después de verlo durante seis años en el firmamento la gente debería haberse acostumbrado a él, pero en todas partes había astrólogos y adivinos que seguían augurando desastres sin cuento por culpa del cometa y sembraban la inquietud. Néstor, aunque al principio se había resistido a admitirlo, tenía que reconocer que Ícaro había crecido poco a poco en ese tiempo y que su núcleo, que había empezado siendo un punto blanco como otra estrella más, se veía ahora grueso y teñido de unos ominosos tonos rojizos.
En la tienda donde dormían Clea y sus criadas se oían cuchicheos apagados, pero esta vez no se acercó ningún soldado. La primera noche algunos hombres consiguieron citarse con una de las chicas, la esclava más joven y guapa de las cuatro, que se escapó de la tienda en la segunda guardia y se dedicó a fornicar alegremente detrás de unas piedras con tres legionarios a la vez. Debieron ser bastante discretos y silenciosos, porque ni el propio Néstor, que tenía el sueño ligero, se enteró. Pero aun así el asunto llegó a oídos del tribuno, que debía tener oídos de murciélago. Al día siguiente, antes de partir, ordenó que el centurión más joven de los dos que le acompañaban azotara personalmente a los tres implicados. En cuanto a la chica, Ada la tundió a conciencia y cuando volvió a salir de la tienda tenía un labio roto y un ojo morado. En el pabellón de Gayo Julio se veía luz. El tribuno se dedicaba a leer y hacer el papeleo por las noches; no debía dormir más de cuatro o cinco horas, aunque de día exigía a su cuerpo tanto esfuerzo como les pedía a sus propios hombres. Le había cedido a Clea su hermoso corcel blanco y él marchaba a pie con los demás legionarios. También le había ofrecido un caballo a Néstor, pero el médico había decidido que, ya que no le permitían correr, al menos caminaría para mantenerse en forma.
Agradecida por la galantería de su detalle, Clea se dedicaba a echarle miraditas a Gayo Julio y a sonreírle con una coquetería que a Néstor le resultaba irritante. Tal vez la joven olvidaba que ese mismo romano era quien había aniquilado a los hombres que la protegían. Quizá si hubiera recorrido el campo de batalla como él, hubiese examinado las terribles heridas de los macedonios y en particular las estocadas que acribillaban el cadáver de Sófocles, no sonreiría al tribuno de aquella manera.
Aunque, en aras de la justicia, Néstor tenía que reconocer que, para una adolescente como Clea, el tribuno debía resultar un hombre muy apuesto. Aventajaba en altura a la mayoría de sus soldados, su rostro era agraciado y caminaba con la elegancia de un Apolo andante. Se le notaba superior a los demás y convencido de esa superioridad, pero, aun teniendo en cuenta que el enemigo natural del soldado siempre es el oficial que le manda, a sus subordinados no parecía caerles demasiado mal.
Como se suponía que Néstor no entendía el latín, los soldados hacían muchos comentarios al alcance de sus oídos, y aunque manejaban varios insultos para referirse a Gayo Julio, cuando comentaban «hijo de puta, qué arrogante es» lo hacían con admiración. La disciplina a que los sometía el tribuno era broncínea. Pese a que cada día cubrían etapas de cerca de doscientos estadios, cuando se detenían para pasar la noche no les permitía un segundo de reposo hasta que el campamento quedaba organizado. Y aunque se tratase de una fuerza reducida que viajaba por su propio territorio, para los romanos montar un campamento no era cuestión baladí. Primero los exploradores buscaban un sitio elevado, bien protegido y con agua fresca, y una vez encontrado, mientras diez soldados montaban las tiendas del tribuno y de sus rehenes, los demás se dedicaban a abrir agujeros en el suelo y cortar troncos para montar una empalizada en los lugares que pudiesen ofrecer un acceso a posibles enemigos. También excavaban letrinas y preparaban fuegos para cocinar, organizaban los turnos de guardia y sólo después se permitían el lujo de sentarse para cenar y beber vino aguado antes de dormir al raso envueltos en sus propios mantos. Néstor siguió escribiendo.
«Si lo que querías era un rival digno de tu fama, ¡oh rey!, creo que lo has encontrado. Estos romanos son de cuidado. Por un lado son eficaces, prácticos, metódicos y disciplinados. Sus milicias de leva, a las que llaman legiones, desfilan, se adiestran y combaten con tanta pericia como profesionales macedonios o mercenarios griegos. Por otra parte, los romanos albergan la convicción de que su ciudad está por encima de todas las demás y que el resto de los humanos somos seres inferiores, y hasta a mí, que les saco un palmo a casi todos, pretenden mirarme por encima del hombro aunque para eso tengan que levantar la barbilla hasta que les crujen las vértebras.
»Construyendo son afanosos como hormigas. En este preciso momento están tendiendo una calzada hacia Campania que no tiene nada que envidiar al Camino Real entre Susa y Sardes. Cuando nos incorporamos a ella tras cruzar las Ciénagas Pontinas, nos vimos obligados a viajar fuera de ella, pues los obreros aún estaban rellenando su lecho con arena y cascajo. Pero conforme nos hemos ido aproximando a Roma la obra está cada vez más avanzada, y a una jornada y media de la ciudad la Vía Junia es ya una carretera de doce codos de ancho, pavimentada con baldosas encajadas con tal precisión que sería imposible incrustar la punta de un cuchillo entre ellas. Además, están construyendo casas de postas e instalando hitos cada mil pasos de modo que el viajero sepa con exactitud cuánto le queda para llegar a su destino.
»Incluso sin esa vía, sus legiones pueden ser tan veloces como tus mejores unidades: cubrir doscientos estadios en un solo día no es para ellos ninguna proeza extraordinaria. Como le pasa a Leónidas, tu viejo preceptor, podría decirse que para los soldados romanos el mejor desayuno es una marcha nocturna.
»He oído a tus generales Crátero y Perdicas comparar Roma con Esparta. Pero lo que he visto al pie del monte Circeo y lo que voy oyendo por el camino me convence de que esta ciudad es mucho más peligrosa. En primer lugar, posee iniciativa y ambición. Los espartanos siempre han sido reacios a aventurarse fuera de su patria y muy conservadores en sus tácticas. En cambio, los romanos son rápidos y agresivos y no tienen miedo a actuar antes que el enemigo. Fue espeluznante contemplar con qué demoledora eficacia hacían trizas a dos compañías de infantería de sarisas en poco más de media hora.
»En segundo lugar, Roma puede poner en el campo de batalla un ejército infinitamente más numeroso que Esparta. Cuando derrotaste a los lacedemonios en Tegea apenas fueron capaces de oponerte cinco mil escudos propios. Incluso con la ayuda de sus aliados del Peloponeso y de los propios ilotas, su ejército apenas superaba los veinte mil hoplitas. Aquí es muy distinto. Si el problema crónico de los espartanos es la oliganthropía, su falta de hombres, el mayor quebradero de cabeza para las autoridades romanas parece ser la superpoblación, así que no ponen ningún reparo en aventurarse en guerras propias o ajenas para reducir el número de bocas que alimentar.
»Esta tarde, aguzando el oído mientras miraba para otra parte, capté una conversación entre Gayo Julio y sus dos capitanes, a los que los romanos llaman centuriones. Hablaban sobre los efectivos que pueden movilizar para enfrentarse a ti. Al parecer hace un año, un tal Junio Bruto, el mismo magistrado que ha ordenado la construcción de la calzada, realizó un censo. No correspondía hacerlo en esa fecha pero, al igual que las obras de la Vía Junia y del acueducto que asegurará el suministro de agua a la ciudad, lo adelantaron previendo que tras pacificar definitivamente Grecia tu siguiente paso sería dominar Italia.
»Según dicho censo, Roma tiene ahora mismo cerca de doscientos cincuenta mil habitantes. Gracias a eso, puede alistar fácilmente a cincuenta o sesenta mil hombres para sus legiones. Contando con sus colonias y con las ciudades aliadas puede triplicar o incluso cuadruplicar esa cifra. Y no se trata de levas como las que reclutó Darío para enfrentarse a ti en Gaugamela. Allí las tropas de élite eran las de caballería, mientras que la infantería persa, sin apenas experiencia militar, tenía poco más o menos la misión de hacer bulto. Así lo demostró al dispersarse presa del pánico cuando el Gran Rey huyó ante tu carga al frente de los Compañeros. En cambio, aquí hablamos de soldados de verdad, de una infantería de línea que no es inferior en nada a la tuya. Los romanos y los latinos son guerreros duros, y no pelean por un rey que no conocen, como hicieron los bactrianos, los capadocios o los hircanios; no, ellos van a combatir por sus ciudades, sus aldeas, sus tierras y un modo de vida que creen superior al de todos los demás.
»Aunque no he llegado a ver a una de sus legiones completas formadas ni en acción, lo que presencié a los pies del monte Circeo bastó para impresionarme. Había cierta belleza en la fría y brutal eficacia con la que los romanos dieron cuenta de nuestros hombres. Después, durante estos tres días, me he dedicado a observar a los soldados que nos custodian. Por sus conversaciones sobre ascensos y las anécdotas que los veteranos cuentan para ilustrar a los más bisoños, creo haber deducido cómo se organizan sus tropas.
»Al principio creí que su infantería de línea llevaba lanzas al estilo griego, pero enseguida descubrí (no en mis carnes, por suerte) que se trataba de una especie de jabalina a la que llaman pilum y cuyos efectos mortíferos entre nuestras tropas pude comprobar con gran inquietud. Los pilos se diferencian de las jabalinas que utilizan nuestros peltastas y agrianos porque el fuste de madera sólo llega hasta la mitad del arma o un poco más allá; el resto es una vara de hierro fina y sólida con punta piramidal. En vez de usar el pilo como arma de mano, los legionarios lo arrojan contra el enemigo cuando están a unos treinta pasos de él. No lo hacen por cumplir el expediente, como ocurre con muchos soldados de infantería ligera que están deseando lanzar su venablo para salir corriendo y alejarse cuanto antes del enemigo. Cada legionario romano tiene dos pilos que graba con su nombre o una marca personal. Al final de la batalla los recogen todos y hacen recuento.
Aquellos cuyos pilos aparecen en el suelo deben pagar una didracma de plata, los que los arrancan del cuerpo de un enemigo la reciben y quienes han taladrado un escudo quedan en paz. A veces ocurre que el acierto de los legionarios es tal que quienes deben recibir una moneda son más que los que tienen que pagarla; en tales casos, es tradición que sean los propios centuriones y tribunos los que se rasquen la bolsa para pagar la diferencia y recompensar la puntería de sus hombres. Más que por el dinero en sí, creo que han instituido esta costumbre por afán de emulación y por crear entre los soldados un auténtico espíritu de cuerpo, y a fe mía que lo consiguen.[6]
»Al examinar los cadáveres de nuestros hombres, comprobé que los pilos habían atravesado a algunos de ellos de parte a parte perforando las gruesas capas de sus corazas de lino e incluso las placas de metal. Algunos de los que habían agachado la cabeza, como suelen hacer los soldados bajo las andanadas de proyectiles, tenían el yelmo agujereado. Pero el pilo causa su efecto más demoledor sobre los escudos. Cuando la punta abre un agujero y consigue atravesar el broquel, el resto de la barra metálica, al ser más fino, penetra con facilidad. Enseguida las chapas del escudo, que suelen ser de abedul, chopo o alguna otra madera esponjosa, se dilatan, la abertura se cierra y ya es casi imposible sacar el pilo, y más aún con el caos y el fragor del combate. De esa manera, en el monte Circeo muchos de nuestros soldados vieron sus escudos inutilizados en plena batalla, pues por la parte interior les asomaban más de dos palmos de hierro, de modo que al final los tuvieron que tirar al suelo. Así los legionarios sembraron el desorden en nuestra falange y consiguieron penetrar entre las sarisas con sus espadas.
»La espada, a la que llaman gladio, es el arma que utilizan en la lucha cuerpo a cuerpo, y la manejan con una gran pericia. Durante el camino les he observado practicar la esgrima y hacer competiciones en las que se emplean tan a fondo que, pese a que utilizan armas de madera, más de una vez se abren una ceja, se rompen un labio o se dejan un buen moratón en las costillas. En la batalla se parapetan tras su gran escudo en forma de teja ovalada y acuchillan al adversario con saña. No utilizan apenas movimientos laterales, por lo que si es necesario pueden luchar hombro con hombro junto a sus compañeros y aún así ser más letales a corta distancia que nuestros infantes, que una vez que el enemigo atraviesa la línea de sus sarisas se encuentran en seria desventaja. Una estocada es mucho más mortífera que un tajo: mientras que es más difícil que un golpe con el filo atraviese la coraza, y si lo consigue probablemente acabará detenida por los huesos del tórax, una estocada puede perforar entre las placas o los anillos de una cota de malla, colarse entre las costillas y penetrar a la profundidad suficiente para dañar un órgano vital.
»Es un problema que nuestros hombres no se entrenen con la espada más que en raras ocasiones y que algunos tengan armas de poca calidad que algunas son poco más que largos cuchillos de trinchar. En cambio, los romanos dedican mucho tiempo y dinero a investigar técnicas de forja y diseños más eficaces para sus gladios.
»En cuanto a la armadura, algunos, imagino que los más pudientes, llevan largas cotas de malla, pero otros se conforman con unos pectorales de metal que consisten en tres discos convexos unidos y que el propio estado romano fabrica y les entrega gratis, al igual que el pilo. Los que llevan grebas las usan sólo en la pierna izquierda, que es la que adelantan bajo el escudo en su peculiar estilo de lucha. Sospecho que no les preocupa demasiado blindarse el cuerpo porque para eso cargan con un escudo tan grande. Su escudo, que debe pesar casi medio talento, es mucho más aparatoso que el broquel de nuestra infantería, pero llegado el momento los romanos lo manejan con una agilidad increíble, y con la espada corta forma una combinación letal.
»Sus yelmos se parecen más a los nuestros que a los del tipo corintio: los romanos prefieren arriesgarse a que les hieran en la cara con tal de ver bien de frente y a los lados y oír las órdenes de sus superiores. Los jefes como Gayo Julio lucen vistosas crines, y los oficiales denominados centuriones se distinguen por llevar penachos atravesados de oreja a oreja en sentido transversal. El adorno de los soldados rasos consiste en tres plumas muy largas en lo alto del casco: las de los novatos son blancas, las de los soldados con más experiencia, los príncipes, son rojas y las de los veteranos o triamos son de color negro. Esta misma noche he oído a esos triarios decir "Cuando tengas plumas negras, te sentarás a comer" mientras estaban sentados alrededor de la hoguera y los jóvenes les servían el vino y les llevaban la comida.
»Su forma de luchar es curiosa. Los soldados más jóvenes y fogosos sirven en las primeras filas, y los llaman hastati o astados porque al parecer hace tiempo llevaban un asta o lanza larga al igual que los hoplitas griegos, aunque ahora usen el venablo del que te he hablado. Por detrás de ellos combaten los príncipes con sus plumas rojas, dejando a los astados espacio para lanzar sus jabalinas. Después cierran filas con ellos y cargan contra el enemigo. El armamento de los príncipes es igual que el de los astados, aunque suelen llevar pieles más lujosas en los escudos, se ven más cotas de malla entre ellos y también más cintas y condecoraciones en los petos y los cascos.
»En cuanto a los triarios, no llevan jabalinas sino una lanza larga, al estilo de los hoplitas griegos. En la batalla del monte Circeo ni se despeinaron. Al parecer, no se espera de ellos que entren en combate sino que cierren filas por detrás del resto y con su veteranía eviten que los más pusilánimes huyan. Si la situación es tan grave que les toca el turno de combatir, lo hacen en filas cerradas al estilo de una falange, puesto que ya no tienen ni la agilidad ni la sangre ardiente de los jóvenes.
»Es curiosa esa diferenciación por edades. El sistema social de los romanos parece más complicado que el griego o el macedonia no hago más que oírles hablar de patricios y plebeyos, patronos y clientes, curias, tribus, centurias, y tienen una obsesión casi ridícula por discutir quién posee el nombre más ilustre y, sobre todo, más largo. Pero creo observar que, por debajo de ese embrollo, se esconde una división por clases que no se basa en la riqueza ni en el nacimiento, sino en la edad, como ocurre entre pueblos de costumbres arcaizantes como los espartanos o los cretenses. Los romanos honran a los mayores mucho más que los griegos, y al parecer su consejo de ancianos, al que llaman Senado, es la institución más respetada de la ciudad. No es extraño que los jóvenes sean más agresivos y luchen en las primeras filas para ganarse el respeto y la reputación que tienen los veteranos, pues es la única forma que tienen de abrirse camino en una sociedad tan jerarquizada.
»Les he oído hablar de ti. Ignoran mucho y se inventan bastante, y algunos hacen comentarios sobre tu madre y sobre tus ancestros que prefiero no repetir. Pero incluso cuando te insultan se nota que sienten un gran respeto, porque no hay nada más importante para ellos que la virtus, el valor guerrero. Ahora bien, debo decirte que aunque te respetan no te tienen miedo, o al menos no lo demuestran. Ayer oí a un astado preguntarle a un triario que debía de ser tío suyo: "¿Qué harás si su caballería rompe nuestras filas y llega hasta las vuestras? Ya no estás acostumbrado". El hombre se rió: "Muy mal tiene que irle a la República para que la cosa llegue hasta los triarios. Pero si es así —dijo palmeándose la barriga— pararé el caballo de Alejandro con la panza".
»Como ves, Alejandro, se trata de un enemigo organizado y eficaz. Están convencidos de que pertenecen a una ciudad especial, única en el mundo, y que esa ciudad, Roma, está destinada a gobernar sobre las demás. Son muy organizados y, en cierta medida, refinados, pero tienen una gran ventaja sobre los griegos: conservan un fondo de barbarie y salvajismo que la civilización helénica ha perdido. De hecho, la disciplina entre ellos es más un freno que un acicate. Los soldados romanos son tan agresivos que cuando sus jefes no los contienen se lanzan enseguida contra el enemigo en duelos individuales, cual héroes homéricos.
»El paradigma de la disciplina romana es un anciano que aún vive y que ocupa un puesto de honor en su Senado. Gayo Julio, que comparte mucha información conmigo a cambio de que yo le hable de ti y de tus campañas, me ha contado su historia. Cuando ese anciano era joven derrotó a un gigantesco guerrero celta en duelo singular y le arrebató su torques de oro. Pero no fue esa acción la que le ganó su reputación, sino esta otra: muchos años más tarde, siendo cónsul, mandó ejecutar a su único hijo por batirse en duelo como él. La diferencia era que el hijo, como todos los demás legionarios, había recibido órdenes expresas de no admitir ningún reto. El tal Torcuato (que se ganó el sobrenombre por la torques arrebatada) podría haber hecho la vista gorda y el resto del ejército se lo habría perdonado, ya que el joven era muy popular entre la tropa, pero prefirió castigar aquella violación de la disciplina aunque fuera en la persona de su único descendiente.
»La religión entre ellos…».
En ese momento, una mano se posó sobre su hombro.
—¿Quieres ver algo interesante?