XV

Apuntes sobre mi hermano mayor, Guillermo Borsa García.

Madrid, 2011

A los cuatro o cinco años mi madre me vendió por seis mil pesetas a un viejo que hacía carbón en los montes de Pancorbo. El viejo me tenía de criado, o de esclavo, para que le cuidara el fuego mientras él iba a recoger leña, aunque también tenía que hacerle la comida y limpiar la cueva que nos servía de morada. Al principio el viejo, cuando se marchaba a lo de las trampas, me amarraba en la cueva con una cadena y grilletes que él mismo había fabricado para que no me escapara. Luego se acostumbró a soltarme y a veces me llevaba con él a cortar leña o a cazar con trampas.

El viejo, del que nunca supe su nombre, se dirigía a mí como si fuera un perro, nunca me hablaba y me crie sin oírle hablar, escuchando solo lo que mascullaba en voz baja, aunque yo trataba de interpretar sus sonidos e imitarlos. El tiempo pasaba monótono haciendo carbón y comiendo lo que cazábamos. Por aquellos montes había caballos salvajes, lobos, jabalíes, águilas, corzos y conejos. Nunca nos faltó la carne.

Una vez al año, en verano, bajábamos a Pancorbo y el viejo vendía en el almacén del pueblo el carbón y las pieles de los animales que habíamos podido capturar. En el pueblo había unas cuantas casas, carros y personas que nos miraban de forma rara. Un día, un cura le preguntó al viejo, si yo era hijo de aquel teniente que estuvo de maniobras por la zona. El viejo le dijo que no, me había encontrado en el monte. En mi cabeza se formaban palabras y sonidos, pero no podía articularlos, no pude decirle nada a aquel cura. Pasó mucho tiempo hasta que pude contestar, incluso, hablar seguido, aunque antes tuviera que ordenar las palabras en mi cabeza y luego expulsarlas fuera, organizadas, para poder hacerme entender. Para conseguir hacer eso tuvieron que pasar muchos años.

En Pancorbo, el viejo se emborrachaba y cantaba en la taberna. Pero terminaba pegándome con la vara ordenando que bailara al son de la música. Yo me ponía a dar saltos y saltos, la gente se reía y el viejo decía que ese era su perro, aunque no demasiado listo. Me pegaba mientras tenía fuerzas. Cuando se dormía borracho, cesaban los golpes y yo me atiborraba a comer.

Pero fui creciendo en edad y en ganas de matarlo. De modo que una vez cambié las trampas de lugar y conseguí que se acercara a ellas sin sospechar. Cayó en una de las trampas, que casi le cercena la pierna derecha. El viejo se puso a gritar, suplicándome que le ayudara a salir de allí. Los aullidos del viejo retumbaban en el valle, pero yo me senté en unas rocas cercanas, contra el viento, aguardando a que le devoraran las alimañas del monte.

Después hui con la navaja cabritera del viejo y su zurrón. Pasé más de un año viviendo por el monte sin acercarme a las personas. Cuando lo hacía, los hombres me disparaban o salían corriendo. Una vez vi a una partida de guardias civiles que me buscaban monte a través. Decidí bajar a Burgos siguiendo las vías del tren. Sabía que era una ciudad que estaba al sur, como había escuchado en Pancorbo en cierta ocasión.

En un momento determinado de su perorata, le interrumpí: ¿No echabas de menos a tu madre? No, ni siquiera pensaba en ella –le contestó Guillermo–. Quería sobrevivir, solo eso. Por mi cabeza no pasaba otro pensamiento. ¿Y llegaste a Burgos? Sí, llegué, pero ¿sabes lo que más me gustaba mientras estuve en el monte? –Aguardé–. Mirar el tren…, me agazapaba arriba, en las peñas, y veía cómo pasaba, lanzando chispas y humo. Eso era bonito, me atraía y me asustaba al tiempo. –Se quedó pensativo–. En Burgos me junté con los mendigos y pude ir tirando. Enseguida aprendí que había que ir a las puertas de la catedral y de las iglesias, alargar la mano y esperar la limosna.

Guillermo dejó de hablar de pronto. Estaba ahora en pie, al fondo del salón, donde se encontraban los ventanales cerrados. De pronto se dio la vuelta y siguió contando:

En Burgos descubrí las cuadras del Regimiento de Caballería Rey Fernando y todas las noches que podía me iba a dormir con los caballos. Burlaba la vigilancia y pasaba la noche allí, caliente. Me alimentaba del pienso y algarrobas y por las mañanas, a toque de diana, me juntaba con los mendigos que comían las sobras de los ranchos del día anterior. Eso hizo que no me muriera de frío ni de hambre. Pero me descubrieron y me llevaron ante el comandante, nuestro padre, y él me puso el nombre de Guillermo Borsa García y me hizo los papeles. ¿Qué te hizo? Me hizo papeles y se inventó mi nombre, Guillermo Borsa García, nacido en Pancorbo (Burgos), hijo de María Borsa Bueno, fallecida, de padre desconocido, bautizado y voluntario en el ejército.

¿No tenías nombre? Ya lo sabes, Dimas. ¿A qué me haces estas preguntas? Quiero que queden escritas, mi hijo tiene que saber que tú eres su tío, que quede constancia.

Está bien, sigo… No, no tenía ningún nombre. Si mi madre me puso alguno, nunca lo dijo. Y el viejo jamás se dirigió a mí como persona. Nuestro padre me puso nombre y apellidos, los únicos que tengo. Calculó que yo debía de tener unos diecisiete años y me ingresó en el ejército. Fue el año 1925, cuando nos conocimos. Estar en el ejército marcó mi vida, Dimas. Comía todos los días, dormía en cama y aprendí a estar con los demás. Me convertí en asistente de nuestro padre, bueno, en el asistente de su asistente principal, el cabo Dueñas. Le lustraba las botas y le cuidaba el caballo. Pero aprendí a hacer la instrucción y a disparar. Sobre todo aprendí a dibujar mi nombre y así pude firmar, porque cuando me preguntaban si sabía leer y escribir yo decía que sí. Más tarde estuve en la guerra de Marruecos, cuando destinaron a nuestro padre al regimiento a Alhucemas a combatir a los rifeños de Abdelkrim. Luego me enganché en la Legión, allí estuve hasta el 30 o el 31. Ya ves, esta es mi historia.

Guillermo se quedó cabizbajo, dándole vueltas a la copa. Empezó a decir algo así como que el comandante Prado había sido su verdadero padre y yo, Dimas Prado, su hermano. Luego se puso a divagar que durante mucho tiempo llegó a pensar que ese padre desconocido que había preñado a su madre podía haber sido el teniente Prado, aquel joven oficial que apareció por Pancorbo conduciendo sus tropas de caballería en vistosos despliegues por los montes, según le dijo aquel cura.

Nos parecíamos físicamente, fíjate tú. Una versión distinta, hermanito, ya ves. No creo en los curas, pero sí en dios, y estoy seguro de que la divina providencia dispuso que yo me encontrara con mi padre y mi hermano al mismo tiempo.

¿Has hablado de eso con mi…, digo, con nuestro padre? Algunas veces, pero él sonreía y me decía: «puede ser, Guillermo, puede ser».

Esto se ha acabado, Guillermo. Dame la última copa de coñac, hermano, mi hermano mayor.

No…, no lo hagas, Dimas. De…, deja la pistola.

Guillermo, perdóname…, tú…, tú eres mi hermano, pero él es … Júrame que le vas a entregar el cuaderno, júralo.

FIN

Salobreña-La Habana-Madrid

enero 2013-octubre 2016