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PENAL DEL PUERTO, FINALES DE FEBRERO DE 1946
Esta mañana la población reclusa ha sido apiñada en formación en el patio central de la llamada «cárcel nueva». Mientras los funcionarios registran nuestras celdas, los presos permanecemos en patios. Toca «cacheo». Allí estamos juntos los políticos, unos quinientos, y los comunes, alrededor de mil doscientos. El penal tiene cabida para apenas novecientos reclusos, alberga casi al doble de huéspedes.
Los penados no podemos romper la formación so pena de ser conducidos a celdas de castigo. Hay presos de todas las edades: viejos de setenta años, jóvenes de poco más de dieciocho y hombres maduros. Todos llevamos los cabellos cortados al cero. Tosen, carraspean y tratan de mantenerse en pie. Más de un tercio son tuberculosos en mayor o menor grado. El hedor es insoportable. No hay agua suficiente para bañarnos. Como si volviéramos al verano, el calor aumenta día a día y el agua escasea.
Yo me lavo con un cubo dos veces a la semana en la enfermería, por deferencia de Berasategui, pero aquí hay hombres que llevan más de tres meses sin bañarse. Para todo el penal hay cincuenta y cuatro duchas.
En ocasiones semejantes de cacheo me han dicho que cae al suelo una media del diez por ciento de los hombres, incapaces de sostenerse en pie mientras dura el registro de celdas.
El sudor me resbala por la frente. El dolor del pie es cada vez más intenso e inquietante. Un grupo de falangistas del pueblo ayuda al destacamento del ejército, que se ha apostado en la sombra, con fusiles ametralladores y máuseres. Algunos fuman. Los funcionarios y los falangistas pasean entre nuestras líneas. Uno de ellos lleva una fusta con la que se golpea la bota.
La pierna izquierda se me ha agarrotado, sufro calambres, y la derecha me duele a rabiar. ¿Por qué nos hacen esperar tanto? ¿Es desidia burocrática o pura maldad?
Cierro los ojos. El sol me da en pleno rostro. Combato la fatiga y el dolor rabioso del pie pensando en mi vida pasada y en Carmen, eso me consuela. La cabeza me explota, es espantoso. Alguien a mi lado me dice:
–Mi teniente coronel…
Me vuelvo a la izquierda. Mi cuello está rígido y me cuesta trabajo moverlo. El sudor se derrama por todo mi cuerpo. Parpadeo varias veces. Se trata de un muchacho, Vicente Guareña, peón ferroviario en Sevilla. El otro día, en patios, se me acercó sonriente y me dijo que había estado en mi brigada en Teruel. Era cabo y lleva un año en el penal con la perpetua por asesinato. Parece ser que mató por accidente en una pelea al hijo del señorito de su pueblo. Según me contó, lo descubrieron escondido como un topo en casa de unos familiares en Lora del Río. Le confesé que no lo recordaba. Estaba a punto de desplomarse.
–Ya…, ya no puedo más…
–Espera –le digo–, espera, Vicente; no te rindas todavía. Separa las piernas y cruza los brazos, vamos, Vicente. No les des el gustazo.
Me hace caso y lo enderezo.
–Cierra los ojos y relájate, la espalda recta.
En las filas delanteras distingo a los presos políticos vascos. Son unos doscientos. Hace poco más de un año eran casi mil. Forman un mundo aparte y apenas se relacionan con los demás. Católicos fervientes, rezan, van a misa y realizan todas las ceremonias religiosas. Incluso han protestado porque los curas que deben dar misa los domingos solo vienen una o dos veces al mes. Han conseguido autorización para constituir un orfeón con acordeones y bandurrias. Ensayan con permiso del director en uno de los patios interiores. Los oímos cantar al atardecer.
Cantan en español, aunque entre ellos se comunican en su lengua, incumpliendo el reglamento, que prohíbe taxativamente expresarse en otra lengua que no sea el castellano, la lengua del imperio. Gozan de prerrogativas importantes, como visitas especiales y entrega de paquetes con comida y ropa. Se dice que hay varios sacerdotes entre ellos. Suponiendo que fuera verdad, no se hace público, ya que acabaría con la versión oficial del régimen, que afirma que el llamado «Alzamiento Nacional» se hizo para frenar la revolución bolchevique, atea y sin dios.
Los vascos han organizado un torneo de ajedrez los domingos en la escuela. Raimundo me ha presentado a un comandante gudari, Iñaki Arteche, un hombre simpático y jovial, aficionado a cantar y un maestro en ajedrez. Solemos jugar, enfrentados en largas partidas, y nos hemos convertido en algo parecido a amigos. Los vascos ocupan las Brigadas 2.ª y 3.ª y parte de la 4ª. Unas enormes salas rectangulares donde duermen todos, alineados en sus camastros. Por la noche, antes del toque de recogida, los oímos rezar el rosario.
Berasategui está preocupado por mi dedo sin uña, aunque no lo demuestra. No para de supurar y de dolerme. La consulta médica oficial no es gratis: cuesta treinta y seis pesetas más los medicamentos o la leche, considerada una medicina, que corren también a cuenta del bolsillo de los presos. Ni el doctor Berasategui ni Mariano Moreno cobran nada, de modo que los penados acudimos a ellos en tropel. Muy pocos se apuntan a los médicos oficiales del penal.
En la enfermería falta de todo: gasa, aspirinas, yodo, suero y las más elementales medicinas. La galería de tuberculosos, aislada de la enfermería, la ocupan ciento treinta hombres. Desde que estoy en el penal han muerto dos.
Necesito la autorización del director para cambiar de destino e integrarme en la enfermería. Ojalá sea pronto.
Penicilina, penicilina…, necesito penicilina.
A las doce de la mañana un toque de corneta anuncia que se ha acabado el cacheo. A la orden de mando del director, levantamos el brazo dando vivas a España y a Franco. Varios cuerpos se han venido abajo en las filas de delante. Hemos permanecido en pie tres horas. En total, unos doscientos hombres han desfallecido de cansancio y se han desplomado. La mayoría se queda en patios esperando la comida, otros van a sus celdas a comprobar el desastre que ha provocado el cacheo. Los que han caído son enviados a los «chupanos». Yo me dirijo a la escuela.
En uno de los bancos hay un funcionario durmiendo. Parece joven y ronca. Vuelvo a escribir mi diario sin hacer ruido. El toque de corneta que indica el rancho será dentro de dos horas. Tengo tiempo de escribir si no se despierta.
Mi padre y mi madre murieron en octubre del 36 en un bombardeo mientras yo estaba en el frente. Mi padre, José Delforo, Joselito, como lo llamaba mi madre, publicó en 1931 un libro del que estaba muy orgulloso, Torrijos o la pasión por la libertad. Era camarero del café Levante y gastaba largos bigotes de prusiano. Me observaba en silencio estudiar en la mesa del comedor, fascinado porque su hijo estaba colmando sus más recónditos sueños.
Tengo fijados en la memoria la reproducción del cuadro de Gisbert Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga y un grabado, arrancado de una revista ilustrada, de Francisco Pi y Margall, sus héroes, ambos colgados sobre el aparador. Aquellas dos ilustraciones las contemplé durante toda mi niñez. ¿Dónde queda eso?
Cómo me arrepiento de no haberle demostrado mi amor por él, de no haber participado más en su vida. Qué corta es la relación entre un padre y su hijo, apenas si se produce entre los cinco y los trece o catorce años. Después nos vamos alejando y alejando hasta que su figura se desvanece en la memoria mientras nos convertimos en nuestro propio padre. Lo recuerdo entre las mesas del café con su chaquetilla de camarero, sirviendo a los clientes, orgulloso de que fuera a verlo para poder presentarme como «estudiante de Filosofía y Letras».
Ahora tendría sesenta y tres o sesenta y cuatro años. Era republicano federal; pertenecía al ateneo obrero de Chamberí, «La Didáctica», y era miembro de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, cuyo presidente era Valle-Inclán. Me decía: «Juanito, la gran Unión Soviética es una República federal, ¿te das cuenta? La República española tiene que ser federal o nunca será». La República… Qué sueño roto en mil pedazos.
Y Clara, mi madre, doña Clara para las vecinas, la maestra dulce y asustadiza, absolutamente enamorada de ese camarero alto y espigado, cetrino como un árabe del desierto, que era mi padre en las fotografías de joven soldado en la guerra de Marruecos. Aquel hombre sin apenas instrucción que decidió no tener más que un hijo para poder darle estudios. ¿Qué habría sido de ellos si hubieran sobrevivido a la guerra? ¿Los habrían fusilado? ¿Estarían en la cárcel? ¿Y mi pobre madre, con su pobre salario de maestrita de párvulos, ferviente defensora de la moderna pedagogía? ¿Qué habría pasado? ¿También la habrían fusilado?
Qué cantidad de anhelos y esperanzas en un mundo mejor yacen en este espantoso país convertido en un pantano de barro y sangre.
La primera vez que estuve en la cárcel fue durante la huelga general de Asturias en 1934. Nos cogieron en una manifestación a unos cuantos dirigentes de la FUE, Antonio Gisbert, Manuel Tuñón de Lara, y a otros estudiantes más, que terminamos apiñados en dos celdas de la cárcel Modelo después de pasar por la Dirección General de Seguridad. Los carceleros nos trataron con cierta prevención: éramos señoritos, quizás hijos de gente importante. El carcelero solía dirigirse a mí como «señor catedrático».
¡Qué lejano me resulta todo eso! Éramos fervientes admiradores de la Revolución soviética y seguíamos al dedillo los avances sociales y culturales que se producían en aquel vasto territorio. Un mundo nuevo y fascinante se abría ante nuestros ojos. Entonces ya era miembro del Partido Socialista.
A los toques de corneta que anuncian el almuerzo se despierta el funcionario que duerme en uno de los bancos. Se sorprende al verme. Parece tener menos de treinta años, es fuerte y de rostro rubicundo. Se pone en pie con el quepis en la mano, un poco avergonzado. Me saluda con un «buenas tardes» en voz queda y yo le contesto. Al llegar a la puerta se vuelve y me observa. Yo lo hago también. Baja la cabeza y me dice:
–¿Usted es el que han traído hace un mes en conducción desde Málaga?
–Sí –le respondo–. Soy el nuevo cabo de la biblioteca.
–Sí, ya… ¿El coronel?
–Fui teniente coronel de milicias en el Ejército de la República. Me llamo Juan Delforo.
–Antonio Sánchez –contesta, y otra vez baja la cabeza y juguetea con el quepis–. Yo también estuve con la República –dice, y mira hacia la puerta–. No todos somos como ellos, ¿sabe usted? Estuve de voluntario en la mili en Madrid, 3.er Batallón de Cazadores. Cuando lo de julio estuve luchando en el Cuartel de la Montaña y después en la sierra con mi compañía… A finales de agosto me tiré a los caminos y me vine para Córdoba. Siete días andando.
–Te pasaste, ¿no?
–Sí, señor, me pasé. Pero yo no era monárquico, ni fascista. Yo era socialista de corazón, sin afiliarme a nada. –Otra vez mira hacia la puerta y baja la cabeza–. Me acababa de casar, ¿sabe usted? Y no sabe cómo echaba de menos a mi mujer. No podía más. Cuando se quiere de verdad a una mujer, yo creo que es imposible estar sin ella, ¿verdad usted?
–Sí, sé lo que dices. Te comprendo –le sonrío.
–Quiero que sepa que estoy con ustedes. Y que aguanto esto porque no hay trabajo por ninguna parte. A los funcionarios de aquí nos dan una casita fuera de las tapias de la cárcel y una paguita, ya ve. Y ahí estoy con mi mujer y mis dos niños, tirando. Aquí no hay más que hambre y palo para el pobre. Y no crea, hay bastantes compañeros en el penal que piensan como yo. Cuando usted quiera algo…, bueno, pregunte por mí. Ya sabe…, estoy en vigilancia de galerías. Me llaman el «Córdoba». –Señaló el cuaderno–. Perdone, ¿es una novela?
–No… Una especie de diario.
–Disculpe, pero los otros días lo leí un poco… Está muy bien. ¿Es usted escritor?
–No, no lo soy. Durante la República daba clases de Historia a los bachilleres.
Movió la cabeza, asintiendo
–Recuerde, soy el Córdoba.