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PENAL DEL PUERTO, MEDIADOS DE FEBRERO DE 1946
Mi celda, de tres metros por dos y medio, se encuentra en la zona de la «cárcel vieja», unida al antiguo monasterio de Nuestra Señora de la Victoria, desamortizado a mediados del siglo XIX. La celda la ocupamos tres personas. Tiene solo una litera de dos plazas atornillada al suelo. Los jergones, rellenos de hojas de maíz, miden cuarenta y cinco centímetros de ancho y un metro setenta de largo. Al llegar recibimos el jergón, una sábana y una manta por preso, sin almohada. Tenemos que lavarlas nosotros mismos.
La cama de arriba la ocupa un preso común, el «moro», un extraño sujeto de unos cincuenta años, natural de Córdoba, renegrido como un africano, condenado a perpetua por matar a hachazos a su mujer, al amante de su mujer y a su hijo, que intentó impedírselo. El «moro» nos odia por haber ocupado su cubículo.
La cama de abajo es la de Anselmo, de apenas veintitantos años, acusado de informante de la guerrilla. Fue miliciano de las últimas levas de la República, casi sin experiencia en combate. Es de algún pueblo de Jaén, movilizado durante el verano de 1938 para la batalla del Ebro. El muchacho no habla. Parece que lo denunciaron sus suegros con la connivencia de su mujer. Lo oigo llorar en sueños. Temo por su salud mental.
Yo no tengo litera. Tiendo mi jergón en el hueco que hay entre la pared y la jaula de hierro semicircular que hay a continuación de la puerta, llamada «la cangrejera». Tengo exactamente cincuenta centímetros para tender el jergón. Duermo encogido; mi colchón roza la zona del retrete, un agujero en el suelo, siempre atascado, bajo un grifo del que solo mana agua dos horas al día. Tengo que cubrir el agujero con una tabla y una piedra para impedir que aparezcan las ratas y se paseen por encima de mí. Limpiamos el retrete por turnos después del toque de diana. Llevamos la porquería en un cubo a un carro cisterna que lo traslada fuera del recinto. Todas las noches oigo bullir a las ratas que se pelean por salir a la superficie. Por las mañanas tenemos que matar a las que han logrado escapar, luego las quemamos en las cocinas.
Los presos comunes tienen largas condenas. Pobres gentes con un alto grado de barbarie y analfabetismo: asesinos, violadores y ladrones de todo tipo, incluidos cuatreros. Ellos son los veteranos del penal, los que controlan los mejores destinos. Son cabos de cocina, de rastrillos y ordenanzas de los funcionarios. La mayoría de ellos trabaja a cambio de un jornal diario de seis pesetas en los pocos talleres que quedan para la redención de penas por el trabajo: carpintería, tahona y desfibración de palmitos. En realidad se trata de una tarea semiesclava. Todos los productos que salen del penal van a empresas privadas que obtienen grandes beneficios.
El penal se encuentra en el mismo casco urbano del Puerto de Santa María, frente al mar y la estación de ferrocarril. Mientras escribo en la escuela, oigo los graznidos de las gaviotas, las sirenas de los barcos y los pitidos de los trenes. También el rumor del tráfico de carros y de coches y el chirriar del tranvía. Me pone nostálgico escuchar las voces de niños jugando, las conversaciones de los transeúntes, los pregones de los vendedores ambulantes. Al amanecer y al anochecer escucho los gritos de mando del destacamento militar que nos custodia.
Cuando intento dormir en mi jergón, el sonido del tren y sus pitidos me sumen en una honda melancolía. Sueño que parto en él, que me marcho. Pero lo que de verdad me atormenta es que continúo sin saber nada de Carmen.
Entre nosotros hay dos médicos que cumplen condena. Uno es un antiguo conocido, el cirujano Mariano Moreno, cuya actividad en la guerra ignoro. Éramos de la FUE cuando estudiábamos. El jefe médico es el doctor Santos Berasategui, un vasco, antiguo responsable de la Sanidad del Ejército del Norte y un eminente patólogo que intenta transformar la enfermería en un centro médico operativo. El pobre cuadro sanitario del penal está compuesto por cuatro enfermeros y dos médicos, que tienen sus consultas en Cádiz y que acuden una vez al mes.
En la prisión hay también varios practicantes, sin contar las monjas, y tres improvisados enfermeros. Berasategui intenta que no haya epidemias, que nos diezmarían en muy poco tiempo. Entró al penal a comienzos de año, poco antes que yo, delatado cuando regresó clandestinamente a su casa natal en San Sebastián. El consulado inglés de Cádiz se ocupa de él y le envía con frecuencia ropas, medicamentos y comida. Es muy posible que el mes que viene salga con un indulto especial; lo vamos a echar de menos.
Berasategui ha presentado una solicitud al director para que yo pueda pernoctar en las dependencias médicas, junto a Mariano Moreno, como una especie de «ayudante personal». Quiere que esté con él, que organice la enfermería y las historias clínicas de los enfermos. Si lo consigue, dormiré en la sala de consultas, donde hay dos camas con sábanas, almohadas y luz, lo que me permitiría escribir mi diario y leer. Lo contemplo como un viaje al paraíso.
La docena de monjas, encargadas tradicionalmente de la enfermería, la cocina y la biblioteca, se han tenido que plegar a las exigencias y directrices de Berasategui. Sin embargo, los roces y desplantes son casi continuos. La superiora y responsable de la congregación, una vieja flaca y malcarada que dice ser enfermera diplomada, sor Angelines, se cree con derecho a disponer de los pacientes a su antojo. Al atardecer les hace rezar el rosario para la salvación de sus almas. De todas maneras, y a pesar de ser monjas, son mujeres y transmiten paz y bienestar a los enfermos y moribundos.
Berasategui ha elaborado una serie de normas mínimas de higiene que intenta transmitir a la población reclusa, tales como la prohibición de beber agua de los grifos y la obligación de bañarse una vez a la semana. Ha conseguido que diariamente pase el reparto del agua potable, que Berasategui trata con cloro. En el penal, la falta de medicamentos, comida y agua es angustiosa. El rancho que nos dan es pura bazofia. Del director abajo todos los funcionarios roban de las parcas asignaciones que ha presupuestado el régimen del general Franco.
El director del centro terminará por aceptar las propuestas higiénicas del doctor Berasategui. Las epidemias alcanzarían también a los funcionarios, a sus familias y al director mismo. Hay peligro cierto de cólera, tuberculosis, gripe, escorbuto, piojos, chinches, garrapatas y sarna. Y, sobre todo, lo que se llama el «síndrome carencial», un eufemismo que indica desnutrición severa, muerte de hambre pura y simple, que afecta a los que no reciben paquetes del exterior.
Como la mayoría de los presos políticos, aguardo las órdenes de cumplimiento de nuestros destinos. Los tribunales no dan abasto; hay gente aquí que lleva más de un año sin recibir aún la orden de traslado. Pero una esperanza sin sentido nos permite conjeturar sobre el futuro incierto del régimen pronazi del general Franco. Parece probable que no dure mucho. Las potencias ganadoras de la guerra contra el Eje no lo permitirán. Sabemos que en diciembre del año pasado el gobierno norteamericano abortó un plan para acabar con el régimen que tenían listo desde 1943, algo que conozco personalmente. Así mismo, la ONU vetó el ingreso de España y recomendó a la comunidad internacional la retirada de embajadores. Eso nos mantiene con la moral alta.
Franco amnistió a la mayor parte de los presos políticos en noviembre del año pasado, cuando los criminales de guerra nazis empezaban a ser juzgados en Núremberg. También sabemos que ha habido movimientos entre la oposición a Franco. En 1944 se decía que el pretendiente a la corona de España, don Juan de Borbón, había firmado un manifiesto pidiéndole a Franco la restauración de la monarquía parlamentaria, junto a Indalecio Prieto y Gil Robles.
El primer día de patios en el penal del Puerto, un hombre vino a mi encuentro sonriente, me dio la mano y me dijo:
–Camarada Delforo, me llamo Raimundo, soy el representante del partido y del comité de presos. Usted tiene el grado militar más alto en la prisión, mi teniente coronel.
Le contesto que no debo pertenecer a ningún comité. Vengo en conducción y quizás no permanezca en el penal mucho tiempo. Raimundo parece entenderlo; es químico y fue comandante de milicias en el frente de Extremadura, donde mandó un batallón. También le han conmutado la pena de muerte. Lo acusaron de fabricar explosivos para la guerrilla, pero no pudieron demostrarlo. Tuvo avales de familiares militares en el bando franquista. Espera la conducción para su destino, un batallón de castigo en Valencia. Lleva ocho meses aquí.
Me presenta a un grupo de penados, unos quince, que fueron oficiales en la guerra, capitanes y tenientes, condenados por diversos motivos relacionados con la guerrilla. Me saludan con efusión y me ponen al tanto del funcionamiento del penal. Quieren saber si son ciertas las noticias acerca de la proximidad de un golpe militar contra Franco, organizado por el gobierno republicano en el exilio con la ayuda, apenas encubierta, de Estados Unidos. Están ansiosos por saberlo.
–¿Cómo os habéis enterado? –les pregunto.
–Son noticias de los familiares en las comunicaciones. Lo llamamos «Radio Exterior» –contesta Raimundo–. ¿Es verdad?
Los hombres me miran expectantes.
–Sí, es verdad, pero los americanos se han echado atrás en el último momento. Han preferido apostar por Franco, garante anticomunista en el flanco sur de Europa.
–¿Y las guerrillas, camarada? ¿Resisten?
–Hay núcleos en el Pirineo, los montes de Teruel, Gredos, León, Asturias…, y en Andalucía, ya lo sabéis, ¿no? Y siguen resistiendo.
Un joven con gafas dice:
–A los guerrilleros que cogen los fusilan sin más. La ley de fugas. Y la represión cae también contra sus familiares. Muchos de nosotros estamos aquí por «auxilio a la guerrilla». A veces no fusilan a todos –sonríe con tristeza–. La gente está atemorizada y cansada.
Les animo a tener fe en el final del franquismo. En Madrid ha habido varios atentados contra centros de tortura y comisarías. Ya hay un núcleo del partido en el interior. Franco debe tener cuidado con la represión. Las potencias democráticas no lo permitirán.
Luego les digo que me arrancaron la uña del pie y que la tengo en pleno proceso infeccioso. Apenas si puedo caminar.
–Vamos a ver al doctor Berasategui –me dice Raimundo–. Es una lumbrera. Fue el jefe médico del Ejército del Norte.
Hacen una colecta y me compran en el economato alpargatas y útiles para afeitar, escribir y fumar. Me emocionaron y les di las gracias a todos.
Así fue como conocí al doctor Santos Berasategui, que me atendió después de aguardar más de una hora en la fila de enfermos. Es un hombre alto y fornido, con el cabello cano y gestos pausados. La imagen misma de la idea que tenemos de un médico sabio. Me curó la herida aplicándome yodo, del que quedaba apenas medio litro, y me aconsejó que pidiera «fuera», al menos, tres dosis de penicilina en polvo o diluida en suero. Ni siquiera tienen sulfamidas. Las utilizan para los tuberculosos. Luego me tomó la temperatura: tenía treinta y nueve grados.
–¿Desde cuándo tienes fiebre?
–Creo que desde que me torturaron en Málaga.
–La infección está muy extendida, Delforo. Hay que atajarla cuanto antes –me dijo.
El doctor Moreno, que estaba presente, afirmó:
–Yo sería partidario de cortar el dedo, así podríamos salvar el pie y posiblemente la pierna.
Estábamos en la enorme y desangelada galería de enfermos, que se encuentra llena hasta los topes de escrofulosos, diarreicos crónicos y afectados por más de treinta dolencias. Apenas si me consuela que el año pasado la población reclusa del penal alcanzara la pavorosa cifra de cinco mil presos políticos, que la amnistía parcial, producida por la victoria de los aliados sobre el Eje en mayo de 1945, redujo en un ochenta por ciento.
No he recibido el paquete ni la carta de Carmen. Llevo todo este tiempo sin noticias de ella. Un tiempo eterno. Hasta la fecha le he enviado tres cartas siguiendo la normativa. No he tenido respuesta. La angustia se reproduce cada vez que se reparte la correspondencia y no hay nada para mí. No tengo un céntimo para gastar en el economato.
Hablé con el capellán, invoqué la Convención de Ginebra, la caridad cristiana. Le dije que era imposible que mi prometida no me escribiera. ¿Podría llamarla por teléfono? El padre de mi prometida es magistrado, presidente de la Audiencia de Valladolid, y me avala. Una simple llamada me sacaría de dudas. Se negó, afirmó que sería un mal ejemplo; también se opuso a comunicar con mi prometida, ya que no es «pariente» en primer grado. Insistí y volvió a negarse. Le pedí casarme con ella en el penal, la ley me lo permite. Me respondió que no soy cristiano, no aparezco por los servicios religiosos, una boda así sería un sacrilegio. Si demuestro contrición, me confieso, comulgo y asisto regularmente a los oficios religiosos, tal vez me garantice recibir y mandar correspondencia y más tarde una boda cristiana en el penal.
Tuve que hacer esfuerzos para no cruzarle la cara. Es capitán castrense y lleva correaje y pistola sobre la sotana. Se jacta de haber matado a un montón de rojos y de haber «asistido» a más de cuatrocientos fusilamientos. Sabía lo que estaba pensando y me observó con desprecio. Se llama algo así como Obdulio, un nombre de campesino castellano, burgalés, pero exige que se le trate de padre o de capitán. Es alto y barrigón, un cerdo con la cara picada de viruelas.
No les reprocho nada a los compañeros, ni a los vascos, que acuden a los oficios religiosos. Si tengo que aceptar ir a misa a cambio de ver a Carmen y recibir sus cartas, soy capaz de hacerme un beato. En el fondo, la misa distrae, rompe la monotonía del penal cada vez que se celebra. Pero otra cosa son los oficios religiosos, sobre todo la enseñanza del catecismo, el rezo del rosario y la doctrina cristiana, que, aunque son obligatorios, materialmente no pueden impartirlos por la dificultad de formar en patios a tal cantidad de reclusos, lo que generaría un trabajo ímprobo. De manera que el capellán, de forma aleatoria, llama a los que considera más peligrosos e intenta inculcarnos las «verdades de la religión», como si fuéramos pobres paganos o indios amazónicos.
Los presos suelen cantar de día y de noche en las celdas y en patios. En estos momentos uno canta en voz baja y profunda una carcelera; la he oído varias veces durante mis largos insomnios.
Dice así, poco más o menos: «Mejor quisiera estar muerto / que preso toa la vida, / en este Penal del Puerto, / Puerto de Santa María. / Centinela, centinela, / tú tienes la culpita / que pase la noche en vela».
Las noches en el penal tienen un sonsonete curioso, una cantinela que se repite noche a noche. Son los gritos de alerta de los guardias de las garitas. «¡Centinela alerta uno!». «¡Centinela alerta está!». «¡Centinela alerta dos!». «¡Centinela alerta está!». «¡Centinela alerta tres!»…
Más de la mitad de los presos son andaluces, y la inmensa mayoría, hombres enraizados en el campo. Gracias a ellos he descubierto la magia del flamenco, su origen de canto oscuro de pena y desesperación.
Otra carcelera con algunas variantes es esta: «Adónde irá ese barquito que va por la mar serena. / Unos dicen que a Almería, otros que pa Cartagena. / Barquito de vela que vienes de Cádiz por esta bahía. / Por qué no vienes al Puerto, Puerto de Santa María».
Los funcionarios, llamados por los internos «boqueras», «boquerones» o «boquis», golpean las puertas de las celdas y ordenan que se callen, amenazándolos con celdas de castigo o «chupanos». Se hace el silencio. Vuelven a oírse los cánticos monótonos de los centinelas, mezclados con las toses y carraspeos.
Esta noche ha muerto un penado en la galería de enfermos. Un muchacho peón de cortijo en un pueblo de Córdoba. «Tétanos», debió de poner en el parte Mariano Moreno, el médico de guardia. Es decir, muerte por miseria o a causa del «síndrome carencial».
Desde mi celda escuché como lo sacaban de la galería envuelto en la mortaja, su sábana. Pasaron por mi corredor y distinguí la voz de Mariano, la del jefe de servicios y la de la superiora de las monjas, sor Angelines. Tengo que decirle a Berasategui que vuelva a hablar de mí al director.
Necesito el puesto en enfermería.
De todos los compañeros, el doctor Moreno es el único que conoce a Carmen, y eso lo ha transformado a mis ojos. Nunca fuimos demasiado amigos, pero el simple hecho de reconocernos entre esta muchedumbre y de que haya sido compañero de aula de Carmen en primer curso de Ciencias lo convierte en alguien especial. No hablamos de política, aunque una mañana en patios, recién llegado, me dijo que «los comunistas habíamos sido los culpables de todo lo que había pasado». Le contesté que era mejor no discutir; ahora estábamos todos juntos en la misma cárcel, prueba de que nuestro enemigo era común.
De todas maneras nos tratamos con amabilidad, como si hubiéramos sido íntimos durante la guerra. No le pregunto dónde combatió o si estuvo en algún destino sanitario…, como si eso importara. Pero tengo que quitarme a Carmen de la cabeza, pensar en otra cosa.
Desde el punto de vista jurídico, incluso logístico, este penal es una aberración inútil. Tantos hombres inactivos convierten la redención de penas por el trabajo en una quimera. Menos de la mitad de los comunes la cumplen. La mayor parte de los talleres, que creó e impulsó la reforma carcelaria republicana, no funcionan. Sirven de almacenes.
Los días pasan monótonos. Berasategui continúa curándome el dedo, que me palpita como un reloj y no deja de supurar. Ya no le pregunto cómo sigue, él tampoco me dice nada. Ni siquiera le menciono que cada vez me duele más.
Empiezo una tanda de ejercicios gimnásticos en el patio de la cárcel. Me acuerdo del coronel Mangada en la Casa de Campo aquel julio de 1936. Me prometo a mí mismo hacer gimnasia todos los días. Practico el método Müller, el mismo que seguía mi padre.
El juicio sumarísimo se celebró en Málaga el 26 de diciembre de 1945, en unas dependencias de la Capitanía General, a puerta cerrada. El abogado defensor, un excelente muchacho, alférez del ejército, centró la defensa en la falta de pruebas y en que fui torturado por la Brigada Político-Social de Málaga, que no consiguió que firmara mi culpabilidad. Justificó mi presencia en Málaga como una cita amorosa con mi prometida, ya que su familia no aprobaba nuestras relaciones. No sirvieron de nada los testimonios de Carmen ni la declaración escrita de su padre.
La sentencia me la comunicaron dos horas más tarde. Me condenaron a morir fusilado el 7 de enero de 1946.
Mientras estaba en capilla, Carmen consiguió un encuentro conmigo en uno de los despachos de la prisión. La presencia de un funcionario era inevitable. Fue el 30 de diciembre a las doce de la mañana, nunca lo olvidaré. La habitación era inhóspita, prácticamente vacía. Sus únicos muebles, una mesa, tres sillas y los retratos de Franco y José Antonio.
El funcionario me informó:
–No pueden tocarse –insistió–; si se tocan, daré por terminada la reunión. Tienen veinte minutos a partir de ahora mismo. ¿Ha comprendido usted lo que le quiero decir?
–Sí.
Se apartó unos centímetros y se sentó, ojo avizor. La silla de Carmen se encontraba frente a la mía. Entró sonriendo, lanzándome besos.
–¿Estás bien, amor mío? Mi amor bonito.
–¡No pueden tocarse! ¡Les he avisado, eh!
No hacía falta tocarse para reconocer su cuerpo centímetro a centímetro.
–Estoy bien, cariño, muy bien. Qué alegría verte, mi amor.
–¿Qué te han hecho en la boca? Estás muy gracioso melladito. ¿Y las gafas? ¿Te las han roto?
–Me las arreglo sin ellas, Carmen. Y cerraré la boca para que no me veas las mellas…
–Tus hermosos dientes… Pero escucha, amor mío, no tenemos mucho tiempo. Hay una campaña en marcha pidiendo tu indulto. Y te hemos buscado un abogado que ya está haciendo gestiones para tu perdón. Pero de lo que quiero hablarte es de mi padre; me ha presentado a un comisario muy influyente, un alto cargo del Ministerio de Gobernación que está dispuesto a ayudarnos a cambio de un millón de pesetas «como aportación a la resurrección de España». ¿Te acuerdas del Velázquez que teníamos en casa? Está dispuesto a aceptarlo como «donación». Te condenarán a treinta años de trabajos forzados y más tarde saldrás en cuanto haya una amnistía, el régimen no puede durar mucho.
Me quedé yerto. ¿Un alto funcionario del Ministerio de Gobernación? ¿Qué pretendían esos canallas?
–Carmen, ese hombre, el policía…, quiere robarte. De todas maneras tendrán que darme el indulto, ya no pueden fusilar como antes, Alemania ha sido derrotada hace muy poco.
–No podemos arriesgarnos, Juan, mi vida. El indulto está en marcha. Voy a entrevistarme con ese hombre y le daré el cuadro.
–¿Tu padre está de acuerdo?
–Está muy enfermo, además, es mi herencia. Y si pone pegas, soy capaz de estrangularlo, todo saldrá bien. ¿Necesitas algo?
–Ten mucho cuidado con la policía, amor.
–Claro, no te preocupes. Escucha, voy a enviarte enseguida un paquete a tu nombre, una carta y dinero. Te conseguiré unas gafas nuevas. ¿Sabes?, tendríamos que habernos casado, así habría sido más fácil vernos.
–¿Podrás mandarme unas gafas?
–Claro que podré. Muy pronto las tendrás. Lo malo van a ser los dientes postizos; hará falta un buen dentista, aunque estás muy gracioso así.
–Señores, ha pasado el tiempo –dice el funcionario.
Carmen se abalanzó sobre mí. La estreché entre mis brazos y nos besamos. El funcionario intentó separarnos golpeándonos con la porra. Pero era inútil. Llamó a gritos a la guardia. Tuvieron que aplicar la fuerza para separarnos. Con el tumulto acudieron más carceleros, que arrastraron a Carmen fuera y a mí me inmovilizaron contra el suelo. Antes de perderse de vista, Carmen me gritó:
–¡No ha caído nadie, no te preocupes, mi amor!
Los carceleros me golpearon hasta que se cansaron, pero no sentía dolor. Terminé en celdas de castigo, pero soy feliz.
Como es habitual, no puedo dormir, aprisionado entre la pared, las rejas de la «cangrejera» y el retrete. Como siempre, me dedico a pensar en Carmen, en aquel momento exacto en que estuve con ella la última vez. Sigo con la uña infectada a pesar de los cuidados de Berasategui. El médico de la prisión de Málaga, el doctor Gómez Salazar, un buen hombre, me hizo la primera cura antes del simulacro de fusilamiento y me entregó sulfamidas en un paquetito de hojas de periódico. La sulfamida se terminó hace tiempo. Tengo que cuidar esa herida o se me pudrirán el dedo, el pie y luego la pierna. Podrían cortármela.
Antes de salir en conducción al Puerto, hablé con el jefe de servicios de la prisión de Málaga. Le pedí la correspondencia de Carmen y el paquete. Me contestó que allí no había llegado nada. Cuando llegaran, me los enviarían al Puerto.
Ha pasado más de un mes y doy por perdidos la carta y el paquete.
Ayer sorprendí a DP charlando con el director y un funcionario mientras paseaban por el «Patio Nuevo». Iba con un traje de buen corte y blandía su ridículo bastón. Fingí estar muy atento a lo que me decía un compañero. Ninguno de ellos pareció reparar en mí. ¿Qué anda buscando ese repugnante fascista? Qué curiosa y extraña es la memoria. Lo más frecuente que acude a mi mente ahora es ese interminable noviembre del 36, cuando Madrid estuvo a punto de caer y vi de cerca a aquellos perros que devoraban cadáveres de soldados de ambos bandos en la tierra de nadie. He soñado varias veces con esos malditos perros. No creo en el azar, de manera que DP esté aquí por casualidad. ¿A qué habrá venido? Me produce tanta repugnancia como los perros del frente, a finales del 36, con los que sueño frecuentemente.