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PENAL DEL PUERTO, COMIENZOS DE FEBRERO DE 1946
Me llamo Juan Delforo Farrel, natural de Madrid. Cumpliré treinta y cuatro años en junio de este año, 1946. Soy teniente coronel del Ejército Popular de la República y me considero prisionero de guerra. El pasado 15 de diciembre fui capturado en Málaga y juzgado en consejo de guerra sumarísimo el 26 del mismo mes, condenado por el Tribunal Militar Especial de Málaga n.º 9 a morir fusilado. Me acusaron de «rebelión militar en grado de tentativa». Días más tarde me conmutaron la pena por treinta años de trabajos forzados en un batallón de castigo en Mohedas de la Jara, Toledo. Condena que cumpliré cuando reciba la orden de traslado del Penal del Puerto de Santa María, donde me encuentro.
Llegué el 20 de enero al mediodía, agotado después de un viaje a pie de más de doscientos kilómetros desde la Prisión Provincial de Málaga. Nos sacaron en conducción al amanecer del 9 de enero con el cielo amenazando lluvia. Éramos treinta hombres con destino al Penal Central del Puerto de Santa María, Cádiz. Tardamos en llegar once días y medio con sus noches.
Me falta la uña del dedo gordo del pie derecho, arrancada con unas tenazas hace mes y medio durante una de las sesiones de tortura en la comisaría de Málaga. Durante la marcha, la herida se me infectó y temí la gangrena. Marchábamos a través de polvorientos caminos atados unos a otros con cuerdas, llevando a cuestas nuestros hatillos y maletas. Nos llovió durante el primer día, una lluvia intermitente. Yo era el único preso político.
Pernoctábamos en las orillas de los ríos, a la sombra de tapias, tirados en el suelo en los andenes de estaciones que parecían abandonadas o en los patios de las casas cuartel de la Guardia Civil. Nos custodiaba un pelotón de seis guardias civiles a caballo a cargo de un sargento y un cabo. Con nosotros venían también dos mulas con la intendencia. A veces, los caminantes con los que nos cruzábamos se persignaban al vernos pasar.
En Antequera hicimos la segunda parada. Se nos añadieron seis penados más. Uno de ellos era un anciano de setenta y dos años. El sargento nos hizo formar.
–Soy el sargento Sánchez Parejo, ya era guardia civil antes de la República. Sois treinta y seis y treinta y seis tenéis que llegar al Puerto. Está prohibido cantar, hablar entre vosotros o llamar la atención de la gente. Y si a alguien se le ocurre echar a correr, que sepa que las balas corren más que las personas. Es mejor que nos llevemos bien. El que no obedezca hará el camino de rodillas. ¿Lo habéis entendido?
En cierta ocasión, un viejo con una espuerta de sandías se aproximó a nosotros conduciendo una mula y le preguntó al sargento si podía obsequiarnos. Nos encontrábamos en una zona de huertas, sentados a la sombra.
–Con permiso, es para todos ustedes –añadió el viejo.
El sargento pareció pensarlo durante un buen rato. Finalmente asintió. Eran tres enormes sandías. Él mismo las cortó con su navaja y presos y guardias civiles las compartimos. Ninguna fruta me ha sentado nunca tan bien como aquella.
Decido escribir un diario para no volverme loco, ordenar las ideas y mantener viva la memoria. No quiero que esto se olvide o se mixtifique. Las nuevas generaciones tendrán que saber lo que ocurrió durante estos años terribles. Quiero resaltar que utilizo un cuaderno escolar, una goma de borrar, un lápiz y un sacapuntas adquiridos en el economato de la prisión gracias a la colecta que hicieron los camaradas que me recibieron el primer día de patios, el 30 de enero. Habría preferido tinta y pluma, pero son demasiado caras.
Comienzo el diario hoy 2 de febrero de 1946 a las seis de la tarde en uno de los pupitres de la escuela del penal, después de los diez días preceptivos de aislamiento en celdas. El día de mi llegada, el director del penal, excapitán de la Guardia Civil y activo quintacolumnista en Barcelona, me dijo que las leyes internas del establecimiento penitenciario se deben a «un profundo espíritu cristiano, característica fundamental de la “Nueva España”». Mi condena no es otra cosa que un «acto de contrición y expiación cristianas que debo realizar con alegría y disposición para pagar mis muchos pecados contra la patria debidos a mi actitud rebelde, contumaz y destructiva». Si cumplo las reglas, no me pasará nada. Por el contrario, si intento saltármelas, me esperan las celdas de castigo y el fusilamiento. No le discuto.
Me asignan destino, el cuidado de la escuela y de la biblioteca, me nombran «cabo de biblioteca», lo que quiere decir «barrendero». Según me dicen, las clases las suele impartir el maestro, un antiguo seminarista, que acude a la escuela dos días al mes. En mi ficha, aparte de mi grado militar en el Ejército Republicano y mis antecedentes políticos, figura que soy catedrático de instituto de Geografía e Historia desde 1933. Supongo que he conseguido el puesto por eso.
La escuela es un caos. La forman tres habitaciones; una de ellas es el aula, con capacidad para más de cien personas apretadas en bancas corridas en un estado lamentable. El aula está sucia, desconchada, con la mitad de los bancos rotos y los mapas y el material pedagógico tirado por el suelo. Los inevitables retratos de Franco y José Antonio no faltan a ambos lados del crucifijo. La segunda habitación es la biblioteca, o lo era. Los pocos libros que han pasado el expurgo son vidas de santos y propaganda eclesiástica y del régimen. Un pobre remedo de la reforma penitenciaria que acometió Victoria Kent durante la República.
La tercera habitación está cerrada con llave. Me dicen que se trata del despacho del maestro. Paso todo el día limpiando y barriendo hasta que el conjunto de la biblioteca y el aula parecen presentables.
He decidido empezar el diario por mi captura en Málaga el pasado 15 de diciembre de 1945. Intentaré reflejar la verdad de lo que me ha ocurrido, desde mi detención a las nueve y media de la mañana en el café La Cosmopolita de la calle Larios hasta mi falso fusilamiento el 21 del mismo mes. Voy a relatar lo que me ha pasado y lo que he visto, sin inventar nada.
La policía sabía mi verdadero nombre y lo que iba a hacer en Málaga. La documentación falsa a nombre de Juan Villoro Gómez, representante de comercio, no sirvió. Comencé diciéndoles a los policías que mi presencia en Málaga se debía a una cita con Carmen Muñoz, mi prometida. Queríamos organizar nuestra boda ya que su padre, hombre del Movimiento, magistrado y presidente de la Audiencia de Valladolid, no aceptaba nuestra relación. Carmen se hospedaba en Málaga con una familia adepta, los Loring, con los que su padre tenía trato de antiguo. Sabía que Carmen, sin ficha política e hija única de un magistrado del régimen, era intocable, aunque podía ser detenida y maltratada por el simple hecho de ser mi prometida. Un riesgo que teníamos que correr. Mi documentación falsa se debía a que temía que mi pasado como oficial del Ejército Popular de la República me delatara e impidiera mi boda.
En un cuartucho en los sótanos de la comisaría me despojaron de mis pertenencias y me dejaron completamente desnudo. Uno de los esbirros arrojó mis gafas al suelo y las hizo trizas a pisotones. Luego me esposaron las manos a la espalda y comenzaron a golpearme con varillas de acero que silbaban antes de clavarse en mi cuerpo. Tres hombres se turnaban pegándome. Intenté cobijarme acurrucándome en un rincón. Al poco tiempo mi espalda era una pulpa sanguinolenta. Uno de ellos me agarró del pelo y me dio una serie de puñetazos en la boca. Me rompió varios dientes, que escupí. Recuerdo que me dijo:
–No vas a poder comer turrón en tu puta vida, comunista de mierda.
Perdí el conocimiento. Después, en algún momento, me cubrieron con un tabardo militar y me arrastraron descalzo a un despacho. Dejé un reguero de sangre en el suelo. Al pasar por un pasillo, escuché voces de niños y mujeres que parecían ensayar villancicos. Entonces comenzaron los verdaderos interrogatorios.
Las ventanas del despacho estaban cerradas. Dentro había otros tres hombres. Conocía a dos de ellos, el comisario Luis Loaiza, jefe de la Brigada Local de Investigación Política y Social, un tipejo cincuentón gordo y abotargado, de bigote fino. Su centro de operaciones era un siniestro caserón en la Plaza de la Merced. El otro era DP: sabía quién era, lo había visto en fotografías. El siniestro director general adjunto de Seguridad, un falangista, policía desde 1938. Era responsable de las Brigadas de Investigación Social de toda España. Debía de haber acudido de Madrid. Sentado en un rincón, fumaba cigarrillo tras cigarrillo, ajeno. El tercero, un capitán de la Guardia Civil con uniforme de campaña, de unos treinta y tantos a cuarenta años, paseaba por el despacho.
–Bueno, Delforo –empezó Loaiza–, dígame exactamente cuándo y dónde se van a desembarcar las armas, los nombres de sus cómplices en Málaga y sus contactos con la guerrilla. Si habla, le garantizamos el indulto, se tirará un año en la cárcel y ya está. En caso contrario, lo fusilaremos en cualquier cuneta. Usted ha perdido y lo sabe. De todas maneras nos dirá lo que queremos saber tarde o temprano. Ahórrenos el trabajo de escucharle mentir. Y no vuelva a decirnos que ha venido a Málaga a pasar las Navidades o no sé qué con su fulana. No insulte mi inteligencia.
–¿Quién le ha facilitado la documentación falsa? –me preguntó el capitán.
Conozco las tácticas, tenía que dilatar el interrogatorio todo lo que pudiera. De modo que tardé en responder. Fingí confusión.
–La-la conseguí en-en Francia. Un antiguo brigadista internacional, el capitán Dupont. Le-le entregué cinco mil francos en Biarritz. No sé quién la hizo.
–Vaya, qué mal miente usted, Delforo. ¿Se ha gastado cinco mil francos en algo que le harían gratis en el partido?
–Es como le he dicho, capitán, la documentación me la proporcionó Dupont, un conocido del exilio. Estoy aquí para preparar la boda con mi prometida y casarnos en Málaga. Consideré que era mejor venir con documentación falsa, por si acaso. Durante la guerra fui miembro del Partido Comunista de España, ahora no.
De nuevo, el capitán me interpeló:
–Déjese de tonterías, Delforo. Sabemos todo sobre usted y su militancia política. ¿Dónde van a desembarcar las armas? Lugar y hora, la gente que irá a recogerlas. Sus contactos en Málaga.
–No sé de lo que me habla, capitán. Se ha confundido conmigo. No he venido a ninguna misión del partido. Hace mucho tiempo que dejé la actividad política.
Loaiza hizo un gesto de desagrado y los tres hombres que me habían trasladado al despacho me llevaron de vuelta al cuartucho del sótano. De nuevo me golpearon con las varillas y con porras de caucho. Debí de perder el conocimiento otra vez. Cuando desperté, me encontraba colgado de las esposas a un gancho en la pared. Sentía la espalda, el pecho, el estómago y los muslos en carne viva. El dolor era terrible.
Apenas una luz mortecina iluminaba una pequeña parte de la habitación, el resto se encontraba en semioscuridad. Los tres esbirros seguían allí. Pensé: «Ya es de noche, los camaradas estarán a salvo». Pero no estaba seguro.
Uno de ellos, que parecía mandar aquel grupo, dijo:
–Bueno, pedazo de hijo de puta, ¿vas a hablar, sí o no? Queremos irnos a casa de una vez a comernos el turrón. ¿Por qué no hablas?
Los tres hombres se sentaban en sillas, descansando. Otro dijo:
–Comunista cabrón, te voy a sacar la piel a tiras. Ya verás como hablas, me voy a cagar en todos tus muertos.
Se puso en pie con unas tenazas en la mano. Era delgado, calvo, con el pecho hundido. A la débil luz del techo creí distinguir en un rincón a DP pegado a la pared, detrás de una mesa. Vislumbré su rostro blancuzco, el bigote y la boquilla entre los labios. Parecía que estaba allí mirando, nada más.
Dos de ellos me sujetaron las piernas, el otro me aplicó las tenazas a la uña del dedo gordo del pie derecho y tiró fuerte. El sufrimiento fue espantoso, parecía no tener fin. Latigazos de dolor estallaron en mi cerebro y me recorrieron el cuerpo una y otra vez. Me desgañité lanzando alaridos, loco de dolor. Perdí el conocimiento de nuevo.
Cuando volví a tener conciencia, tenía la pierna derecha paralizada, latía como si fuera un órgano ajeno a mi cuerpo. Me habían arrancado la uña y el dolor era lacerante. La cabeza me estallaba y no veía nada, creí estar ciego. Apenas era capaz de distinguir más allá de un metro. Los hombres que me habían torturado eran sombras vagas. Habían apagado la luz, o eso creía yo.
Escuché una voz:
–¿Vas a hablar? Ahora vamos a hacerte algo más bonito.
–¿Qué…, qué hora es?
–Anda este, ahora pregunta la hora. ¿Qué te importa a ti la hora, comunista de mierda? Vas a hablar o te vas a quedar sin huevos. Te los vamos a freír.
–Dadme agua, por favor.
Me aplicaron algo en los testículos y el pene. Me contraje. Sabía lo que me iban a hacer. Las sacudidas eléctricas me hicieron gritar de miedo y padecimiento. Me desgañité gritando. Volví a desmayarme. Tuve la sensación de desplomarme por un abismo sin fin, un viaje con destellos azules y rojos. No sabía dónde me encontraba.
Desperté. La habitación se había llenado de gente. Además de los torturadores, distinguí a Loaiza, al capitán de la Guardia Civil y otra vez a DP. Una voz:
–¿Quieres agua? Pues habla de una vez, hijo puta.
Intenté calcular el tiempo que llevaba allí. ¿Dos horas, cuatro? ¿O era más? No podía saberlo. La cabeza me estallaba en fragmentos, me costaba un trabajo ímprobo abrir los ojos. Recordé dentro de una bruma espesa de dolor que la cita era a las nueve y media de la mañana con un contacto de la Inteligencia norteamericana en Argelia. Alguien con un clavel en el ojal de la chaqueta que pediría «café y anís español». ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces?
A esa hora, el operativo ya debía de haberse desmontado. Sin embargo, era posible que mi contacto estuviera también detenido. La entrega de armas se efectuaría en la bahía de Nerja. Por seguridad, ni yo mismo sabía la hora ni el lugar exactos del desembarco. Las armas las traería un barco de pesca argelino con matrícula francesa falsa: cuatro toneladas de armas, municiones y material de transmisiones, todo alemán, botín de guerra norteamericano.
La guerrilla era responsable de la recogida de armas. Ellos tampoco sabían la hora ni el lugar exactos del desembarco. El americano del clavel era la pieza fundamental. Tenía que impedir que fuera capturado. La delación debió de partir de… ¿Argelia? ¿De los americanos? Quizás de Argelia, un chivatazo. Ahora solo tenía que… Recuerdo que decidí hablar. Entretenerlos con algo.
–Ha…, hablaré, pero…, da…, dadme agua.
Entonces escuché a DP:
–Bájenlo, denle agua y cúbranlo con algo, una manta.
Me dieron agua y tres aspirinas, que trituré con los dientes doloridos. DP no dejaba de observarme. Era delgado, vestido de oscuro, con aspecto de alimaña depredadora y hocico de perro.
Les conté las reuniones con los americanos en el consulado de Orán, las conversaciones con los oficiales de inteligencia americanos, que se hacían llamar Presley y Scott. Ellos fueron los que me nombraron mediador en esta operación, dada mi condición de representante del gobierno republicano en el exilio. Mi contacto en La Cosmopolita tenía un nombre en clave, «Narciso». Él iba a darme el lugar del desembarco de armas, preparado por los Servicios de Inteligencia norteamericanos, sin comunicarse con la guerrilla, de la que no se fiaban. Yo se lo transmitiría al gobierno de la República en México mediante un telegrama cifrado. La consigna de que todo había salido bien era: «María ha tenido un hijo varón». Yo era el único español autorizado para saberlo.
Estaban previstos varios desembarcos en territorio español. Los autorizaba el gobierno republicano en el exilio, avalado por el Departamento de Estado norteamericano. Era una operación de desestabilización organizada por Estados Unidos con conocimiento de las potencias y el visto bueno del exilio. El PC no intervendría, se lo habían prohibido taxativamente. Eso fue, poco más o menos, lo que les conté. Aún me acuerdo de la risa falsa de DP.
–Han sido los americanos los que le han delatado, Delforo. La operación se ha desmantelado. Y no me mire con esa cara de asombro. No habrá invasión. Ahora los amigos de los americanos somos nosotros.
Al oír esto, el capitán de la Guardia Civil se puso en pie, furioso.
–¡Deme los nombres de sus cómplices en Málaga! ¡Su contacto con la guerrilla! ¡Vamos, rápido! ¡Eso es lo que nos interesa! ¡Basta de palabrería! –Se hizo un silencio en el cuartucho. El capitán se dirigió a la puerta y la abrió de golpe–. ¡Sepan que daré parte de ustedes!
–Hágalo, capitán –respondió DP.
Se marchó dando un portazo y yo me desplomé en el suelo.
Debieron de conducirme a la Prisión Provincial de Málaga. Recuerdo vagamente que descendí de un coche en un patio, luego que marchaba por un pasillo sostenido por funcionarios uniformados. Iba desnudo, cubierto por una manta. Me dije a mí mismo: «Estoy fuera de la comisaría. Soy un militar, un prisionero de guerra, tengo que resistir». Luego la celda y el duermevela, otra vez el miedo a que empezaran las torturas de nuevo. Creía que era un paréntesis, estaba seguro de que iban a seguir torturándome. Esa posibilidad me aterraba, un sentimiento que no podía controlar.
Creo que estuve en la celda dos o tres días. El médico de la cárcel me atendió como pudo. Era una buena persona. Dormí un número indeterminado de horas, agotado. Me despertaron de noche y arrojaron mi ropa al suelo, solo los pantalones y la chaqueta. Lo demás debieron de robarlo, incluida la cartera con mil pesetas y el reloj.
Antes de que amaneciera me ataron las manos a la espalda con cuerdas y me arrastraron a un pequeño patio exterior. Iba con chaqueta y pantalón, sin camisa y descalzo, tan dolorido que apenas podía caminar. El frío era muy intenso, tiritaba tanto que creí que se me iban a descoyuntar los huesos.
Distinguí una camioneta descubierta y a su alrededor un piquete de cinco guardias civiles que charlaban y fumaban. Callaron al verme. Los funcionarios de prisiones me entregaron al sargento. Me subieron a la camioneta y salimos de la prisión.
En la carga de la camioneta había dos bancos corridos de madera, que hedían a sudor humano. Me sentaron entre los guardias, apretado entre ellos. Pude observar el cielo oscuro, sin estrellas.
–¿Qué día es hoy? –le pregunté al guardia civil que tenía al lado.
–Silencio, no puede usted hablar –me contestó.
–Me gustaría saber el día que voy a morir.
Otro de los guardias dijo:
–Son las cuatro de la madrugada del 21 de diciembre. Y no hable más, por favor, nos pone en un compromiso.
–Muchas gracias –contesté.
Aquello me alegró un poco, había resistido. Quizás mis compañeros se habían salvado. Intenté dejar de tiritar. No quería que creyeran que tenía miedo. Me propuse morir con dignidad. Había visto morir a mucha gente, algunos lo habían hecho con entereza. Yo haría lo mismo. No les daría el gusto de temblar ante ellos.
Iba sumido en mis pensamientos sin saber por dónde marchábamos, quizás por el Camino de los Montes, más allá de la barriada de pescadores de El Palo. Nos alejábamos del mar por una cuesta, en un campo oscuro, sin ninguna luz.
Poco después, al rebasar una curva, nos detuvimos junto a un automóvil con los faros encendidos, aparcado en la cuneta. Entonces supe que me fusilarían entre los árboles. Los guardias me ayudaron a descender de la camioneta. Del automóvil salió el capitán de la Guardia Civil.
–¡A formar! –gritó el sargento.
Se alinearon a un costado de la curva. Uno de ellos me condujo hasta un árbol y me apoyó en él. Todo eso que cuentan de que antes de morir pasa a raudales nuestra vida es pura filfa. Me encontraba aletargado, vacío, con la adrenalina bombeando en mis venas, intentando no tiritar.
–¡Listos, mi capitán!
–Sargento, mande firmes.
Se acercó despacio al árbol y se situó frente a mí. Escuché la voz de mando del sargento:
–¡Atención, fir… mes…, ar!
El capitán llevaba un pañuelo blanco en las manos. Permanecía en silencio, mirándome.
–No necesito el pañuelo.
–Bien, como quiera.
–Otro crimen sin juicio, capitán. Debe de sentirse orgulloso.
–Aún estamos en guerra. Es su última oportunidad de hablar. Dígame sus contactos en Málaga y lo devuelvo a la cárcel.
–No lo sé…, no conozco a nadie en Málaga. Usted debería saber que dejé el partido hace años. No puedo darle el nombre de nadie porque no lo sé. Y déjeme que le diga algo, capitán: al final ganaremos. Tarde o temprano lo conseguiremos. Esta muerte será inútil.
–¿Cuál es su última voluntad?
–¿Puede darme un cigarrillo y desatarme?
–No puedo desatarle, lo siento.
Me aparté del árbol y observé a los guardias civiles frente a mí, firmes con los fusiles a los lados como muñequitos de feria, apretados a sus viejos máuseres. Era absurdo, no podía morir tan joven, aún me quedaban muchas cosas por hacer. El sargento permanecía separado unos pasos. El capitán sacó un paquete de cigarrillos, me puso uno entre los labios y lo encendió; aspiré el humo.
–Avise a Carmen Muñoz, mi prometida, vive en Málaga en casa de los Loring. –Noté que el capitán me miraba fijamente–. Que ella recoja mi cuerpo. Dígale que mis últimos pensamientos fueron para ella. ¿Se lo dirá?
–Sí, puede usted estar seguro.
El capitán se apartó unos pasos y dio las voces de mando rituales. Escupí el cigarrillo y escuché la descarga.
Cerré los ojos y caí de rodillas.