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BURGOS, COMIENZOS DE ENERO DE 1938

Poco antes del mediodía, Borsa condujo a Lorenzo Gomis ante Dimas en Investigaciones. Dimas lo observó entrar en su despacho: moreno, cetrino, alto y con aspecto saludable, se mantenía en pie un poco encorvado, con el miedo reflejado en el rostro. Un tipo que visitaba a doña Águeda de noche para ponerle inyecciones.

Parecía nervioso.

–Bueno, Lorenzo, bueno, siéntate, hombre. Y tranquilo, no pasa nada. Un poco de rutina, ¿entiendes? Curiosidad más bien.

El sereno sonrió torpemente y se acomodó en la silla.

–Te llamas Lorenzo Gomis, ¿no?

–Sí, señor.

–Anda, cuéntamelo todo. De modo que entraste a las ocho y media de la noche en casa de doña Águeda a ponerle una inyección. ¿Cómo es eso? ¿Te esperaba en la cama?

El sereno se removió inquieto.

–¿En la cama? No, no, señor. Estaba siempre en el salón o rezando en su capilla. Yo llegaba, le ponía la inyección y me marchaba, ya está.

–Y dejabas la vigilancia del barrio, ¿verdad?

–Eran quince minutos, señor alférez, nada más que quince minutos. Yo conocí al señor marido de doña Águeda, don Luis. Yo le ponía las inyecciones cuando estuvo enfermo y de ahí surgió el que yo se las pusiera también a doña Águeda cuando cayó mala. Ella me decía…, bueno, me decía que estuviera al tanto de su casa, vamos que, como estaba alejada, pues que yo tuviera cuidado. Le gustaba que yo pasara por la calle y yo, pues le gritaba «¡serenooo!» y daba con el chuzo en el suelo. Ella me decía que se sentía más segura, ya ve usted.

–Pero ella tiene casa en la calle de la Paloma. ¿Para qué se quedaba en el caserón de Hortelanos?

–Bueno, ella me decía que para que no le confiscaran la casa, ya sabe, señor alférez, la falta de casas que hay hoy día en Burgos. A la casa de Hortelanos iba los jueves, luego volvía a su casa de la calle de la Paloma.

–Cuéntame lo de ese coche que viste entrar al patio.

–Pues nada, señor alférez, que cuando venía por la calle, vi que un coche estaba entrando por la puerta grande, la de los carros. Un coche negro.

–¿Y ya está?

–Pues sí, señor. Ya le digo. Lo vi poco…, vi que entraba por allí y me dije: «Es el hijo de doña Águeda, don Luis Alberto, ese que vive en San Sebastián».

–El coche de Luis Alberto es americano, un Studebaker, y no es negro, es azul. ¿A qué hora lo viste?

–Yo no entiendo de coches, señor alférez.

–¿A qué hora lo viste, Lorenzo?

–Serían las seis.

–¿Lo viste salir?

–No, señor alférez, no lo vi. Me fui a mi ronda.

–Está bien, sigue.

–Pues nada, sobre las ocho y media abrí el portón, subí al principal y llamé a la puerta. Esperé un poco y volví a llamar. Pensé que se había quedado dormida, pero claro, doña Águeda dormía poco, se quedaba las noches en vela, rezando, así que abrí la puerta y pasé dentro.

Dimas lo interrumpió.

–¿Notaste algo raro en la casa?

–¿Algo raro? Pues no, estaba oscuro y prendí la luz del vestíbulo y…, espere un momento, mi alférez, deje que… Sí, hacía mucho calor, y la llamé: «¡Doña Águeda, doña Águeda!», y no me contestó nadie. Eso me preocupó un poco y pasé al salón, y también encendí la luz. Pensé que podía estar de viaje o algo así, pero doña Águeda tiene que atender la tienda todos los días. Entonces… Bueno, la puerta de su dormitorio estaba cerrada, llamé y no me contestó nadie y entonces pasé dentro. Ella estaba… ¡Ay, dios mío, es que no puedo!

Dimas aguardó.

–Ella, quiero decir, doña Águeda, estaba en el cama con los brazos cruzados sobre el pecho y yo…

–¿Encendiste la luz?

–¿La luz? Sí, sí…, la encendí. Encendí la luz llamándola, y, ya le digo, estaba muerta. Le tomé el pulso y…, y eso, no respiraba. Entonces me di cuenta de que la puerta del dormitorio de su marido…

–Conoces bien la casa, ¿verdad?

–¿Yo? Pues sí, mi alférez, ya le digo, le estuve poniendo inyecciones al señor marido de doña Águeda, a don Luis, cuando cayó malo el año pasado. Bueno, le estaba diciendo que al ver abierta la puerta del dormitorio de don Luis… –Comenzó a mover la cabeza, negando–. Yo…, yo he visto lo mío, mi alférez, pero eso… Estaba comida, señor alférez, como si unos perros hambrientos se la hubieran comido por… por sus partes. Le habían mordido sus partes, todas sus partes… No puedo quitármelo de la cabeza… ¿Quién puede haber hecho eso, mi alférez?, es que yo…, a esos asesinos, vamos, es que…, no sé lo que les haría.

–¿La has reconocido?

–¿A quién?

–A la chica muerta.

–¿Yo? Pues no, no, señor. Parecía eso, una chica, pero…

–¿No la has visto nunca por la casa?

–No, nunca.

–¿Nunca has visto a nadie en casa de doña Águeda de noche? Piénsalo.

–Bueno, a veces a su señora madre, mi alférez, a doña Teresa. Pero de eso hace mucho tiempo…, bastante que no la veo. Eso era cuando le ponía las inyecciones a don Luis. Y más bien era por la tarde, aunque en invierno ya estaba oscuro. También estaba el hijo, don Luis Alberto…

–Mi madre iba a veces a tomar el té con doña Águeda, nunca se quedaba hasta las diez de la noche. ¿Por qué le ponías inyecciones a esas horas?

–Es que por las tardes no puedo, ¿sabe usted? Tengo un trabajillo en el hospital, les echo una mano a los practicantes de allí. Bueno, a ellos y a las monjitas. Puede usted preguntar. Ella me decía, quiero decir, me decía doña Águeda que solo tenía confianza conmigo, no quería ningún otro practicante, y que fuera a ponerle la inyección los jueves. Y no siempre iba a las diez; la señora me avisaba al hospital y me decía cuándo quería que le pusiera la inyección. Yo soy un mandado, mi alférez, tiene que comprender.

–Entonces ¿le ponías inyecciones todos los jueves, Lorenzo?

–Sí, señor, todos los jueves, poco más o menos. Ayer me tocaba. Me llamó antes al hospital y me dijo eso, que fuera a lo de la inyección. Estaba mal del corazón, de los nervios, muy delicada de salud. Me decía que su hijo no la llamaba ni venía a verla. Tampoco estaba con sus nietecitos, ya ve usted.

–Así que ibas un día a la semana, ¿no? ¿Es eso?

–Sí, mi alférez, un día a la semana… Bueno, algunas veces he ido dos veces, según me indicaba ella por el tratamiento, ya sabe, lo que le mandaban los médicos.

–¿Desde cuándo hacías eso, Lorenzo?

Dimas lo vio apretarse los ojos con una mano y romper a llorar.

–Per…, perdone, mi alférez, es que estoy muy nervioso, no estoy acostumbrado a… Quiero decir, siempre he cumplido la ley, soy un buen cristiano. Tengo tres hijos, mi alférez, y mi señora padece de los nervios, somos una familia cristiana, temerosa de dios. –Dimas aguardó. El hombre temblaba, encogido en la silla–. Me preguntaba usted por…, eso, desde cuándo… Deje que piense, me parece que fue nada más morirse su marido, don Luis, bueno, o poco después, poco tiempo después, más o menos hace un año.

–O sea, un año entero poniéndole inyecciones por la noche, ¿no?

–Sí, eso, un año. ¡Ay, dios mío!

–Un año poniéndole inyecciones una o dos veces a la semana. Pero don Luis murió hace ocho meses. ¿En qué quedamos?

–Bueno, sí, ocho meses, casi un año…, sí, eso le dije, desde que murió don Luis, pero antes… Ella me llamaba de vez en cuando. No es cosa mía, yo cumplía. Le estaba muy agradecido a don Luis, ya se lo he dicho, le estuve tratando en toda su enfermedad. Y la familia…, o sea, don Luis y doña Águeda nos daban ropa que le sobraba de su tienda para vestirnos, con las propinas de sereno no da, mi alférez, somos muy pobres, pasamos muchas fatigas y mi señora, la pobrecilla, no puede ayudar, está mala de los nervios, estoy solo para alimentar a mi familia.

–En resumen, lo llevas haciendo desde antes de que muriera su marido, ¿no?

El sereno asintió en silencio.

–¿Cuánto te pagaba doña Águeda?

–Un duro.

–¿Esa es la tarifa, un duro?

–La tarifa es seis pesetas. Pero ella, doña Águeda, dios la tenga en su gloria, era muy buena, una santa, y me daba…, bueno, me daba algo de comida y ropa que no le servía para mi señora y mis hijas, señor alférez. No sé lo que voy a hacer ahora. Con lo que me daba doña Águeda tenía para ir tirando.

–¿Has visto alguna vez a la morita que servía a doña Águeda?

–¿La Fátima?

–Sí, Fátima. Creo que era recadera en la tienda, La Moda Española, ¿no?

–¿Recadera? Bueno, sí…, pero yo creo más bien que lo que hacía era limpiar, barrer, creo yo. Sobre todo estaba en la casa de la calle de la Paloma. Iba poco por Hortelanos.

–Dime si la has visto en la casa de Hortelanos.

–Bueno, algunas veces, pocas. Cuando iba por las tardes, porque también me mandaba hacer algunos recados, ¿sabe?, aparte de lo de las inyecciones, y ella, esa morita, la Fátima, estaba en la casa, me abría la puerta. Pero no dormía allí, a doña Águeda no le gustaba. Se iba después de hacerle la cena.

–¿Por qué estás tan nervioso, Lorenzo?

–Perdone, señor alférez, es que de pequeño cogí la tuberculosis. Estuve a las puertas de la muerte. Me curé cuando mi madre, dios la tenga en su seno, me puso el manto de la Virgen Blanca. Los médicos no daban crédito.

–¿Por eso no estás en el frente?

–Me dieron inútil total, señor alférez. Me apunté en la leva que estaban haciendo en el Cuartel de la Remonta el mismo 18 de julio. Yo quería alistarme, soy cristiano y temeroso de dios. Pero tengo los pulmones podridos, ya ve usted.

–A mí me pareces un hombre sano, Lorenzo, qué quieres que te diga. Pero dejemos eso. Decías que entraste a la casa de doña Águeda a ponerle una inyección.

–Sí, señor alférez, eso he dicho. Doña Águeda decía que no había otro practicante que se las pusiera mejor. Son vitaminas, hierro, esas cosas… Se las había mandado su médico, con receta. Las medicinas se las enviaba su hijo de San Sebastián, son medicinas extranjeras, de Francia, creo.

–¿Quién es su médico?

–Creo que el doctor Gálvez… Sí, el doctor Gálvez, el que tiene la consulta en el Espolón, al lado de la farmacia.

–¿Eres practicante diplomado, Lorenzo?

–¿Yo? No, señor, no; practicante, lo que se dice practicante, no soy. Pero mi padre, que en gloria esté, sí que lo era, un practicante muy bueno, todo Burgos lo conocía. Y yo, desde niño, le ayudaba y aprendí, se me da bien.

–¿Le has hablado de esto a alguien, Lorenzo?

–¿Yo? A nadie, mi alférez. Ni a mi señora.

–Pues que no se te ocurra decir ni pío sobre este asunto, Lorenzo. A nadie, y ahora vete, anda. Igual te llamo otra vez.

–Muchas gracias, mi alférez. Muchas gracias.

Antes de cerrar la puerta el sereno se volvió y le hizo una pequeña reverencia. Dimas tomó la máquina de escribir y elaboró su primer informe con un papel de calco. Había que añadir a Lorenzo Gomis como otro implicado, otro que sabía lo que había pasado la noche anterior. Eran demasiados. Cuando terminó, se lo envió a Celso por el conducto reglamentario. Por la tarde, Celso lo llamó y le dijo que acudiera a su despacho.

Celso se retrepó en el sillón y se lo quedó mirando con ojos perdidos.

–Azcárate me ha dicho que no interrogó a ese sereno –le dijo Celso blandiendo el informe–. ¿Por qué has hablado con él?

–Lo sabe todo, vio a la niña muerta –contestó Dimas.

Se quedó en silencio.

–Vaya.

Dimas le tendió la ficha política de Lorenzo Gomis y Celso la cogió.

–¿Es adepto al régimen?

–Parece que sí. –Lo miró fijamente. Celso no apartó sus ojos glaucos. Dimas añadió–: Pero probablemente ha falsificado los certificados médicos de tuberculoso para no ir al frente.

–Es un subhumano, una escoria. Nadie lo echará de menos. Hay que quitarlo de en medio. Y hay que hacerlo rápido.

–Yo me encargo, camarada.

–Bien, pero que sea rápido. ¿En qué te basas para afirmar que el asesino puede ser un jerarca del régimen?

–Doña Águeda no dejaría su casa a nadie a no ser que fuera alguien muy importante, alguien con mucho poder.

–O un amigo de la familia.

–Sí, pero no se arriesgaría tanto. En Burgos hay muchos burdeles, tú lo sabes, camarada. Hoteles que dejan sus habitaciones para estas cosas, casas particulares, pensiones… Hay muchos soldados de permiso, oficiales, funcionarios del gobierno, visitantes… Y si quieren pasar desapercibidos pueden ir a los pueblos cercanos, que también se han llenado de burdeles y de alojamientos clandestinos.

Otra vez lo observaba con esos ojos desvaídos.

–Escucha, camarada, tenía que ser alguien poderoso, con mucha influencia. Doña Águeda no lo permitiría en condiciones normales.

–Eso no demuestra que tenga que ser un jerarca. –Dimas se quedó atento, esperando–. Sigue investigando, Prado. Y cumple lo que me has prometido con el sereno. Y me traes noticias inmediatamente.

–A tus órdenes, camarada. Arriba España. Siento que no hayas sido nombrado ministro de Orden Público…

Celso volvió a mirarlo con atención. Dimas Prado titubeó.

–Todo el mundo…, quiero decir que lo siento…

Se marchó cerrando la puerta despacio.

La duplicidad de ministerios, el de Interior, bajo Serrano Suñer, y el de Orden Público, bajo Severiano Martínez Anido, un anciano dedicado a coleccionar abanicos, se mantuvo desde el 30 de enero del 38 hasta el final de la guerra en 1939. Después volvió a Serrano Suñer, cuñado de Franco.

Más tarde, en su despacho, sonó el teléfono. Era Guillermo Borsa. Como siempre, se demoró en hablar.

–La mora ya está en el calabozo. Te hablo desde allí –dijo.

–¿Dónde la has encontrado?

–En el barrio del Raspadillo, ahí viven todos los moros, pero…, bueno, parece que su padre es de la guardia de su excelencia el Caudillo. Tiene grado de brigada. Y su hermano mayor forma parte del personal doméstico de la casa de su excelencia.

–Vaya, ¿lo has comprobado?

–No, pero esa gente no mentiría con una cosa así.

Dimas se quedó pensativo.

–Es un inconveniente, pero de todas maneras déjala en el calabozo hasta mañana. Hasta que pase el entierro. Y que no dejen que vaya nadie a verla, ¿estamos?

–Su gente son los Ben Chukri, de la parte de la Yebala, moros amigos de España. El padre es un jerife, un jefe de cabila, tiene seis hijos de dos mujeres. En Burgos vive con una, la otra está en su tierra. Se llama Abdelkader Ben Chukri. El camarero de la casa del Caudillo es el hijo mayor, Imán Mohamed Hasán Ben Chukri. Luego está Fátima y tres hermanillos pequeños a los que no he visto. El padre no estaba en casa, pero la madre se ha enfadado mucho cuando me he llevado a su hija.

–Un jerife, ¿no?

–Sí, un moro amigo. En el barrio es muy respetado. ¿Qué hacemos? Ese moro debe de tener muchos contactos.

–Déjalo como está, mañana hablaré con la morita. Que la traten bien y la pongan en una buena celda.

Dimas esperó que Borsa siguiera hablando. Tenía la impresión de que iba a decir más cosas, como si algo se le hubiese quedado en la punta de la lengua. Aguardó, pero ya no dijo nada más.

–Vente rápido, Guillermo, hay más trabajo para ti –concluyó.