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BURGOS, COMIENZOS DE ENERO DE 1938
La madre de Dimas soltó unas cuantas lágrimas cuando recordó el reciente fallecimiento de Águeda. Pitita había sido su amiga del alma, de modo que tuvo que ensayar, ante Dimas, un poco de teatro durante el almuerzo en el comedor del piso de la Plaza Mayor.
Rufa, la criada de siempre, trajo el segundo plato en la vieja bandeja de plata: dos tortillas a la francesa, acompañadas de guisantes, que sirvió primero a su madre y después a él. Dimas se mojó los labios con el vino de la copa y contempló a su madre enjugar unas lágrimas.
–¡Ay, no tengo hambre, Rufa, hija! ¡Qué le vamos a hacer!
–Coma usted, señora, que nuestro señor Jesucristo se ha llevado a doña Pitita a los cielos. Ya no sufrirá más. Ande, cómase la tortilla, que está muy buena.
–A veces pienso que es mejor morirse de una vez, Rufa, hija, ya ves. Estoy harta, pero hartita de sufrir tanto.
–No hay que morirse, señora. Hay que vivir hasta que le llegue a una su hora. –Se dirigió a Dimas–: ¿Quiere que le prepare algo más, señorito? Como no nos ha avisado, no he podido preparar nada. ¿Le corto un poquito de jamón? Aún queda.
–No, gracias, con la sopa y la tortilla es suficiente.
–¿Por qué no avisas, hijo? Rufa te podría haber preparado el cocido que tanto te gusta. Me tienes olvidada.
–Tengo mucho trabajo, mamá.
Escuchó el largo suspiro de su madre. Luego la contempló trocear la tortilla con el cuchillo y el tenedor de plata y llevarse los pedacitos a la boca.
Antes, en la antigua casa de la calle de la Paloma, no era así, había manteles de lino impolutos, vajilla de porcelana y altas copas talladas. Y su madre tocaba suavemente la campanilla para que acudieran a retirar los platos. Entonces tenían servicio, Rufa y la doncella, sin contar a la encargada de la cocina y las criadas. Y su padre, las raras veces que acudía a comer, alto y apuesto como los galanes de cine, que bromeaba siempre.
Aquel inmenso comedor que se engalanaba cuando su padre aparecía para comer. Los altos y oscuros muebles de madera traídos de Filipinas, los cortinones que impedían cualquier rastro de claridad, las alfombras y las arañas que producían filigranas de luz durante aquel tiempo que ya no volvería.
Y la foto, esa foto enmarcada en plata, colocada sobre el aparador que antes no estaba y que ahora presidía el salón comedor. La foto de su bautizo en la catedral, en 1908, con su padre y su excelencia el Caudillo, muy sonrientes y jóvenes, ambos con las estrellas de tenientes en las bocamangas. Y el recuerdo de las fiestas en su casa con todos los amigos del colegio: Sancho y sus hermanas, tan pesadas, Luis Alberto y los otros. Y su madre, con aquellas señoras siempre con sombreros, y los abuelos y su padre entre los hombres hablando de la guerra de Marruecos y de política, fumando habanos.
Su padre poseía un mundo aparte y secreto, vedado a él y a su madre, que incluía al chófer, sus dos asistentes y los viajes a París.
Fue a finales de junio o a principios de julio de 1931, después de que él volviera de Salamanca, donde estudiaba Derecho, para pasar el verano en la finca de la abuela, en Tordesillas. Su madre y doña Pitita, junto a otras damas de la sociedad burgalesa, acudían a los tedeums que periódicamente se celebraban en la catedral para pedirle a dios protección y amparo para la pobre España, ahora con el horror de ser republicana.
Aquel día de verano, de fecha incierta, su padre comía en silencio. Su ascenso a general se demoraba más de lo previsto y ese era un tema que su madre no podía dejar de tratar.
De pronto su padre dijo:
–Sabes…, cuando estuve en Madrid vi a Beigbeder, va a seguir siendo agregado militar en Berlín.
–¿No lo han destituido, Dimas?
–¿A Beigbeder? No, ha jurado adhesión a la República.
–Vaya, un traidor, ¿no?
–No, es un mero trámite. Lo requiere su cargo, es diplomático.
–¿Lo han ascendido?
–No, no le hace falta. Sigue de teniente coronel.
–Y Franquito ¿qué va a hacer? Han cerrado la Academia, ¿no?
–Franquito siempre cae de pie, no se significa en nada.
–Pues haz tú lo mismo.
–Yo no soy Franquito, Teresa, métetelo en la cabeza. Ese cabrón de Azaña ahora dice que sobramos militares y voy a pedir pasar a la reserva.
–Mira qué bien, así no te van a ascender nunca.
–Dejemos esto, me conviene el retiro, las aguas volverán a su cauce muy pronto. Ya verás. –Miró a su hijo–. He hablado con Beigbeder, chaval, y le he propuesto que vayas a Alemania con él. ¿Qué te parece? Te dará un trabajillo en la embajada o en el consulado, para que vayas tirando.
Era eso, lo sabía. Todavía no le había dicho nada sobre su posición política, a su madre le daba miedo que se metiera en jaleos con los estudiantes, manejaban pistolas y era peligroso. Por eso, cuando apenas un mes antes habían llamado por teléfono del Gobierno Civil de Salamanca para decirle que lo habían detenido bajo la acusación de «vandalismo callejero», en realidad «tiroteo contra huelguistas», su padre tardó cuatro horas en presentarse ante el despacho del gobernador con el uniforme de teniente coronel y el fajín de Estado Mayor. Recordaba su sorpresa cuando lo vio entrar fumando un cigarrillo. El gobernador le pidió que aguardara fuera y su padre estuvo un buen rato con él cuchicheando, luego escuchó sus carcajadas. Se aclaró que había sido un error de la policía.
Hicieron el viaje de vuelta en silencio. Pasaría las vacaciones de verano con la familia hasta que se aplacaran los ánimos.
Y ahora le decía eso de ir a Alemania.
–¿Qué te parece, chaval?
–Sí, me gustaría ir, claro. ¿Cuándo me voy?
–En septiembre, cuando se confirme el nombramiento. Si no quieres ser militar, hay que buscarte un futuro. ¿Qué te parece ser diplomático?
–¡Ay, tú estás más loco que nadie, Dimas! ¿Qué va a hacer el niño en Alemania?
–Formarse, aprender idiomas. ¿Qué tal vas con el francés?
Se encogió de hombros.
–Tirando.
–Dimas, el niño tiene que terminar Derecho. Si se va a Alemania, no va a poder estudiar.
–Ya terminará Derecho después. Para eso hay tiempo.
Su padre arrojó la servilleta sobre la mesa y se puso en pie.
–Voy a tomar café en el Casino. Y tú, chaval, acompáñame.
Dimas se quedó atónito, nunca le había invitado a ir con él a ninguna parte. Y ese día, en el Casino, tomaron café y copas y hablaron de lo importante que era que supiera hablar alemán. Se estaba preparando algo muy gordo, decisivo.
–Ya eres un hombre, hijo. Además, es fundamental que te posiciones contra la República. Dame un abrazo.
Dimas terminó la tortilla y los guisantes y continuó observando los extraños movimientos que efectuaba su madre con la boca mientras masticaba la comida.
–Oye, mamá, ¿estaba enferma doña…, digo, Pitita? –le preguntó.
–¿Enferma? Pues… no sé, hijo… Bueno, le había afectado mucho la muerte del pobre Luis y eso de no ver a su hijo ni a sus nietecitos, pues ya ves, eso nos afecta, Dimas. La pobre lo estaba pasando muy mal. ¿Cuándo me vas a dar nietos, Dimas?
–No empecemos con eso, mamá, y contéstame, ¿iba Pitita al médico? Quiero decir, tenía el mismo médico que tú, ¿no? Me refiero a ese Gómez o como se llame.
–Gálvez, doctor Gálvez, hijo. Es nuestro médico de siempre.
–¿Sabes si tenía que ponerse inyecciones?
–¿Inyecciones? –La madre se persignó–. ¡Quita de ahí, hijo, con lo que duelen las inyecciones! Ella no se ponía nada, si lo sabré yo. Además, le daba miedo pincharse.
Rufa apareció detrás de él.
–¿Tomará café, señorito?
–¿Qué?
–Que si quiere café.
–No, no… Tengo que marcharme. Lo tomaré en la calle.
Se levantó. Su madre puso morritos y le dijo:
–Ven a darme un beso, descastado, que no quieres ni a tu madre.
Dimas la besó.
–Luego voy a venir a por unos trajes y unas camisas de papá para que me los arreglen.
–¡Ay, hijo! ¿Por qué no te los llevas todos de una vez? ¿No te parece mejor?
–Poco a poco, mamá, poco a poco. –Observó el reloj–. Y mañana vete sola a la catedral, yo iré después, enseguida.
–Hijo, ¿es que no me vas a acompañar al entierro?
–Ve tú, mamá. Te acompañarán tus amigas. Yo iré un poco después. Tengo mucho que hacer.
–¡Pero hijo!
–Iré luego, mamá. No te preocupes.
Dimas tuvo que mostrar su carné de Investigaciones para que la muchacha vestida de blanco abriera del todo la puerta y le dijera que enseguida llamaría al doctor, que pasara un momento, por favor. Dimas ensayó una sonrisa con un costado de la boca y negó con la cabeza, como si dudara. Al tiempo, le dijo:
–No hace falta que pase, tengo prisa. ¿Hay algún sitio donde pueda hablar con el doctor Gálvez?
–Espere…, espere, por favor. Voy a llamar al doctor, está en consulta.
La muchacha dejó la puerta abierta y desapareció detrás de otra puerta acristalada. Dimas pasó a la salita de espera, pintada de rosa pálido, donde tres mujeres bien vestidas bajaron la cabeza a las revistas que hojeaban. Había unos cuantos cuadritos religiosos de vírgenes y santos y una foto enmarcada, reciente, del doctor y una dama muy flaca, vestida de negro, en una sala de un hospital de mujeres. Dimas la reconoció: era la esposa del gobernador civil, el general de brigada Urbano Benavides.
El doctor salió enseguida. Un hombre de unos sesenta años con el cabello blanco bien peinado, y apuesto, reconoció Dimas. La bata blanca que llevaba parecía almidonada y le llegaba casi hasta los pies. La muchacha que le había abierto la puerta se quedó atrás con una mano tapándole la boca. El doctor avanzó hacia él con una mueca en los labios y la mano extendida. Dimas no sacó la suya del bolsillo.
–¿Doctor Gálvez?
–Sí, sí…, usted es… –preguntó bajando la voz.
–Dimas Prado, de Investigaciones.
La mueca se congeló y retiró la mano. No supo qué hacer con ella, mientras Dimas observaba su nerviosismo, que apenas podía controlar.
–¿Qué ocurre? Estaba en consulta y…
–¿Podemos hablar en otro lugar?
–Sí, claro…, espere, ¿vamos a tardar mucho?
–Eso depende de usted.
El médico volvió la cabeza hacia las mujeres sentadas en la sala de espera y sonrió con timidez, como si les dijera que no era culpa suya esa interrupción. Tomó del brazo a Dimas, que se soltó con brusquedad, al tiempo que el médico le decía:
–Venga por aquí, por favor.
Empujó la puerta del despacho y aguardó a que Dimas entrara. Dimas contempló los libros de lomos oscuros alineados en estanterías, la mesa de caoba y una litografía enmarcada del Cristo de Velázquez.
–Quisiera decirle que me avalan el señor gobernador y su señora, doña Leonor de Benavides. Somos amigos desde hace mucho tiempo. –Sonrió y Dimas pudo darse cuenta del miedo agazapado detrás de aquellos ojos, un miedo antiguo–. Lo que hice…, bueno, eso fue hace mucho tiempo, cuando era joven, ¿comprende? Y he salido…, quiero decir, estoy limpio, no tiene sentido que ahora vuelvan ustedes a…
–No es nada contra usted. Quiero preguntarle por una de sus pacientes.
–¿Una de mis pacientes? –El cuerpo pareció desmadejarse, como una marioneta a la que le rompen los hilos–. No comprendo, ¿una de mis pacientes está bajo investigación?
–Eso no le interesa. Quisiera preguntarle por doña Águeda Lucena, creo que fue paciente suya.
–¿Pitita? Pero Pitita ha…, seguro que ustedes ya lo saben, ¿verdad? Me refiero a que murió antes de ayer de un infarto, creo. –Hizo un ademán con la mano–. En Burgos las noticias vuelan. ¿Se trata de ella?
–Sí, de ella… Y dígame, ¿la estaba tratando de alguna enfermedad?
–¿Quiere decir si estaba en tratamiento?
–Eso es lo que he querido decir.
–No… No estaba en tratamiento. Me llamaba mucho, acudía constantemente a mi consulta, pero ya sabe…, en realidad lo que quería eran atenciones, ¿comprende? Estaba en medio de una menopausia aguda, pero enferma, enferma…, no. –Negó con la cabeza–. Es corriente que mujeres de su edad se sientan solas, sin los hijos y… bueno, sin marido. Era viuda. Aunque no tan mayor… Tenía cuarenta y nueve o cincuenta años.
–¿Le había recetado inyecciones?
Ahora el médico se sentía seguro, se dio cuenta Dimas, hablaba con precisión, con las manos metidas en los bolsillos de la bata.
–Le puse un tratamiento para combatir la menopausia el año pasado, cuando murió su marido. Inyecciones de calcio, vitamina B…, hace mucho tiempo que no pasa por la consulta, casi tres meses. En realidad no se puede decir con propiedad que estuviera enferma…, bueno, si pensamos que la menopausia es una enfermedad, entonces sí. En realidad la menopausia es un desajuste orgánico. –Y le sonrió.
Borsa le frotaba la pierna con un trapo empapado en alcohol de romero en el salón de su apartamento. Dimas estaba sentado en la chaise longue con la pernera del pantalón remangada. A la altura de la pantorrilla, una cicatriz violácea le cruzaba la pierna. El tiro le había quebrado el hueso en dos y estaba mal soldado.
–¿Lo has hecho? –le preguntó Dimas.
–Sí, claro. –Borsa siguió frotando con sus fuertes manos la pierna de Dimas. Tartamudeó algo que este no entendió. Luego, dijo–: Estaba bebido y lo atropelló un coche militar de capitanía. Fue ayer noche.
–Sí, está bien pensado. ¿El sereno bebía?
–No lo sé, pero eso no importa, ¿verdad? Le obligamos a beber. Le dimos un par de golpes y perdió el conocimiento. El coche le pasó por encima. Le van a dar una paga a su mujer.
Dimas apartó la pierna, se bajó la pernera y se quedó pensativo. Ahora se daba cuenta de a qué iba el sereno a casa de Pitita. Seguramente le daba fricciones en las piernas y en los muslos. Y Pitita lo aguardaba sin ropa interior.
Dimas no pudo conciliar el sueño. La mano de Lorenzo Gomis subía y bajaba por los muslos de doña Águeda. Luego se detenía y hurgaba, doña Águeda se retorcía y se tensaba. Gemía, pero el sereno no se detenía. Le subía el camisón hasta arriba de los pechos. «¡Ahora, ahora!», gritaría doña Águeda. Lorenzo Gomis le abría las piernas más y más. Parecía a punto de romperse. Era un erizo grande, enorme, rosa y negro. Le ocupaba el vientre, los muslos y parte de las nalgas lechosas. Dimas saltó de la cama.
El café Berlín estaba hasta los topes. Distinguió a Garcés y a Sepúlveda, inexplicablemente sentados a la misma mesa, junto a un oficial alemán, un teniente de artillería de uniforme, y otro de paisano que no conocía. No había rastro de Ana y paseó la mirada entre las mujeres de la Tangerina, que bebían y charlaban en el mostrador.
Garcés cruzó la mirada con la suya y se encaminó a los servicios. Al rato, Dimas se puso a su lado en el urinario.
–¿Sabes lo que me ha hecho Montoro? –le preguntó.
–No, ¿qué te ha hecho?
–No negocia conmigo hasta que no tenga la carta auténtica. Me urge mucho, Dimas. –Garcés masculló algo ininteligible. Dimas lo observó, estaba bastante borracho–. ¿Qué tal con mi secretaria?
Dimas se encogió de hombros, terminó de orinar y se dirigió a los lavabos. Garcés lo siguió, interrogándolo con la mirada. Entraron dos aviadores, bastante borrachos, fanfarroneando sobre operaciones de castigo en algún frente. Garcés bajó la voz mientras se lavaba las manos.
–Me corre prisa, Dimas. Si esto no sale, me devuelves los cinco mil duros.
–¿Eso es todo? –le respondió Dimas, añadió, mientras se dirigía a la puerta–: Le daré la carta a Montoro. Ya te avisaré, tú tranquilo.
Garcés lo agarró del brazo.
–Oye, ten cuidado conmigo, Dimas. No vayas a jugármela, ¿eh? Te lo aviso, quiero la carta. No te lo diré más.
Garcés salió en tromba. Uno de los que acababa de entrar le sonrió a Dimas, que se había quedado clavado en la puerta.
–Peleaos en la calle, hombre, aquí no se puede. –Entró en el baño y le hizo el gesto de silencio.