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BURGOS, COMIENZOS DE ENERO DE 1938
Poco antes del funeral, Luis Alberto se empeñó en visitar su antigua casa de campo de la calle Hortelanos. Dijo que tenía añoranza de ella. Le acompañaron Dimas y su tío Paco, de Valladolid, hermano menor de su madre. En cuanto pisaron el interior de la casa, Dimas se dio cuenta de que todo estaba como tenía que estar. No había rastro de los crímenes. El dormitorio del padre de Luis Alberto estaba perfecto, colchón nuevo, sábanas y una colcha malva.
Luisito había engordado bastante desde la última vez que lo vio, el año anterior. La papada le sobresalía por encima del cuello de la camisa y no podía abrocharse la chaqueta. El tío Paco, bien trajeado y distante, parecía aburrido. Era propietario de un negocio de paraguas y sombreros en Valladolid que le iba bastante bien.
Luis Alberto le palmeó la espalda a Dimas y le dijo:
–Oye, qué bien te has portado, chaval, en serio, te lo agradezco. Tienes que venir a San Sebastián a ver al niño y a la niña. A Marisabel le va a encantar. Y tú también, tío.
–Sí, claro, en cuanto tenga tiempo –contestó Paco.
Y Luis Alberto anunció:
–Bueno, Paco se va a encargar de todo. Va a vender los muebles que no sirvan y alquilaremos la casa. Hay mucha necesidad de pisos en Burgos. Ojalá se la alquilemos a uno de esos alemanes, que tanta pasta tienen. ¿Nos vamos para la misa? Luego iremos a comer a Ojeda, yo invito, ¿eh?
Más tarde, mientras marchaban hacia la calle de la Paloma, al domicilio familiar, donde se había instalado la capilla ardiente, Paco comentó lo que estaba pasando con Hedilla, el caso Iruña y los falangistas. Él no era falangista, pero les tenía mucha simpatía y admiración.
–Es una vergüenza –manifestó–, ni que fueran rojos.
La misa de difuntos se hizo interminable. Dimas, sentado al lado de su madre, bostezó, y su madre le dio un codazo y murmuró:
–¡Mal hijo! ¡No quieres a nadie!
–Qué te pasa, mamá –le dijo Dimas en un susurro.
–¡Que qué me pasa! Que la otra noche te vieron entrar en el Hotel María Isabel, descastado, que eres un descastado.
–Asuntos de trabajo, mamá.
–Sí, sí…, de trabajo, si sabré yo.
–¿Quién te lo ha dicho?
–A ti qué te importa.
Alguien chistó y Dimas y su madre volvieron al silencio.
Después de dar el pésame a Luis Alberto y al tío Paco en la puerta de la catedral, Dimas salió a la plaza y distinguió a Borsa dentro del coche, aparcado frente al bar de Cato. Al funeral había acudido lo mejorcito de Burgos. Autoridades con uniforme de gala, falangistas, comerciantes de austeros trajes oscuros y hasta la esposa del gobernador, en su representación. Las señoras, aguantando el frío, con rigurosas mantillas y velo negro, charlaban en corro sobre el sermón que había dado el padre Ferrer, siempre magnífico y estimulante, confesor de doña Águeda. Había insistido una y otra vez en el relajamiento de las costumbres que amenazaba a Burgos y a la España cristiana. No había más que ver a las muchachas y los muchachos campando por sus respetos Espolón arriba, Espolón abajo. El padre Ferrer los había comparado con la austeridad cristiana de la difunta, recientemente enviudada. Había que evitar lo que estaba ocurriendo en la Rusia soviética, donde se había decretado el fin de la familia y del matrimonio. Y para qué hablar de lo que pasaba en la España republicana, lo que quedaba de ella. No había moral y obligaban a las mujeres solteras a copular con cualquiera; el lema era hijos sin padre y maridos sin esposas. Se había establecido el dominio de Satanás, el que realmente reinaba en esa pequeña parte de España.
Las últimas noticias del frente en aquel frío enero de 1938, II Año Triunfal, formaban parte de la charla de los hombres, siempre en voz baja. Había que recuperar Teruel de manos de los rojos, aunque eso no se pudiera decir, y ni siquiera pensar. De todas maneras, en los demás frentes se ganaba terreno día a día, gracias a la providencia divina, que nos había permitido tener al Generalísimo Franco, y a nuestros valientes soldados, que defendían España y la cristiandad de la barbarie asiática y bolchevique.
Como siempre, en Burgos se especulaba sobre el fin de la guerra, que se veía inmediato. Pero esas conversaciones se mezclaban con la charla de las mujeres, que ahora comentaban la última película que se había proyectado en el Coliseo Castilla, Nobleza baturra, mientras que otras se lamentaban de lo difícil que era en esos momentos conseguir criadas. La mayor parte de ellas trabajaba en las industrias relacionadas con la guerra. Ganaban más.
Dimas Prado se había apartado unos metros de su madre y atendía a las palabras de Ricardito Vinuesa, que le hablaba sobre la cerveza: la mejor de Burgos era la del café Suizo, que regentaba un alemán, herr Stoewer, un entendido en la materia. Tenían que ir un día de estos y comprobarla. Dimas le contestó que por supuesto.
Luis Alberto y el tío Paco, después de recibir el pésame de los asistentes, le estaban haciendo señas para que se aproximara al pórtico de la catedral. Con ellos se encontraba un cura de sotana.
–Mira, Dimas, este es el padre Sanchís, un amigo de la familia.
Dimas se cuadró y le dio la mano. El cura se la estrechó con fuerza.
–Mucho gusto, padre.
–¿Eres mutilado de guerra, hijo?
–Sí, padre.
–Jóvenes valerosos, falangistas, sois los luceros de la Nueva España. ¿Dónde te hirieron, hijo?
–En el Alto del León, padre. –Dimas se dirigió a Luis Alberto–: Voy a tener que marcharme, Luis. No voy a poder acompañaros a la comida, tengo trabajo. Lo siento.
–¡Pero, hombre, no me digas eso! Pensaba invitarte a comer. No me vayas a fastidiar, hombre. Va a venir también el padre Sanchís.
–Lo siento Luis. Tengo órdenes, las acabo de recibir.
–¡El deber! ¿Verdad, hijo?
–Sí, padre.
Dimas se encaminó a su coche y se sentó en el asiento delantero, al lado de Borsa.
–¿Has conseguido gasolina?
Guillermo Borsa asintió con la cabeza.
–Sí, ¿adónde vamos?
–A Briviesca. Vamos a buscar a Sancho Recalde. Está por allí.
El coche se puso en movimiento lentamente, sorteando a la gente, y Dimas encendió uno de sus Pall Mall; estaba eufórico. La mañana había comenzado gris y fría, pero los jirones de nubes se fueron apartando gracias a la suave brisa del norte y ahora la mañana dejaba ver trozos de cielo azul, donde el sol, raquítico, trataba de esconderse entre las nubes.
Las cosas iban mejor de lo que esperaba. La noche anterior le había remitido otro informe a Celso, el asunto del sereno estaba resuelto. Los únicos testigos del crimen que quedaban eran el forense, el doctor Lachica y Azcárate, el jefe superior de Policía. Celso le había contestado con una escueta nota escrita a máquina y sin firmar, que había llegado a su despacho a primera hora de esa misma mañana traída por un motociclista, un poco antes de que se encaminara a la catedral para el sepelio. El sobre no tenía remite y su nombre y dirección estaban también escritos a máquina. La nota era breve, apenas una línea: «Sigue investigando».
Se había producido un repentino jaleo en la plaza de la catedral. Dimas escuchó aplausos y vivas a España y a Alemania. Se encontró con un extraño espectáculo: un grupo de civiles y de militares alemanes y españoles se encaminaba a la catedral. Los transeúntes aplaudían dando vítores, mientras era desalojados a empujones por civiles, probablemente escoltas alemanes.
Uno de los alemanes, un jerarca con los entorchados de general, se volvió y saludó con una inclinación de cabeza. El público redobló los aplausos y vivas. Poco a poco se volvió a la normalidad.
Dimas reconoció el cabello ralo, corto y blanco del general Von Faupel, embajador de la misión alemana. Los demás eran altos oficiales, a juzgar por los signos en las bocamangas y la calidad de los uniformes. Se dio cuenta de que entre ellos estaba Ungría, de paisano, y un grupo de sus camaradas.
–Espera un momento, Guillermo.
El coche se detuvo. Dimas descendió del automóvil.
–Estaré antes del puente –le dijo Borsa.
Dimas se apresuró tras el grupo, cojeando entre la gente. Distinguió a sus compañeros de Falange, que saludaban a los alemanes brazo en alto, y debían de observarle.
–¡Coronel, mi coronel! –le gritó a Ungría.
Ungría se detuvo. Dimas le hizo señas para que aguardara.
Un hombre alto y grueso se puso delante. Llevaba un largo abrigo de cuero negro. Su rostro era liso, casi sin nariz.
–El señor Ungría me espera –le dijo Dimas. El hombre no se inmutó. Dimas insistió en alemán–: El señor Ungría es amigo mío, estúpido. –Y le apartó con la punta del bastón.
El hombre lo miró fijamente y se separó unos centímetros a su izquierda. El grupo de oficiales y Ungría hablaban en alemán. Un civil con gafas, obeso y bien vestido, Sainz Rodríguez, ministro de Educación Nacional, señalaba la catedral y sus capiteles. Escuchó una conversación en alemán: «… el interrogatorio de prisioneros está dando muy buenos resultados, herr Ungría…».
Dimas se cuadró y saludó brazo en alto.
–¡Arriba España! –Y añadió–: Les ruego que me disculpen, caballeros –les dijo en alemán–. Señor Ungría, tengo algo que…, me refiero a si puede darme una cita, trabajo para el camarada Celso Aguado.
Ungría se le quedó mirando. Tenía el rostro envejecido, gastado, con ojeras moradas bajo los ojos.
–¿Ah, sí? Ahora no, Prado. Si quiere una cita, pásese por mi secretaría. Le llamaré cuando quiera hablar con usted.
Dimas le sonrió y asintió, sabía que sus camaradas lo observaban. Le tendió la mano a Ungría, que se la estrechó distraído, sin mirarle, y continuó atendiendo al ministro, que se expresaba en alemán.
Dimas se retiró despacio, aparentando calma. El guardaespaldas le sonrió con un costado de la boca. Pasó entre la gente y se enfrentó a sus camaradas. Además de Ferrán, estaban Vinuesa, Gálvez, el de Centralita y dos más a los que no conocía. Uno de ellos vestía uniforme falangista de gala. Vinuesa le dijo:
–Ven y quédate y nos cuentas, ¿eh? ¿Qué le has dicho a Von Faupel?
–Nada, he hablado con Ungría.
Otro de los compañeros se dirigió a Dimas:
–Tienes que contarnos, ¿eh? ¿Qué te traes con ellos?
Dimas se quedó inmóvil, sosteniéndose con el bastón. «Me ha humillado delante de los alemanes» –pensó–. «Hijo de perra, cabrón… Me lo vas a pagar».
–No puedo, camaradas…, tengo que hacer, qué más quisiera yo.
–Nuestro Dimas tiene ahora un puestecito en Orden Público con Celso. ¿No, Dimas? –le dijo Vinuesa.
Dimas los saludó agitando la mano y se encaminó hacia su coche, cojeando ostensiblemente. Entró en el automóvil y se quedó quieto, pensativo, mientras Borsa encendía el motor. Un rostro deforme se pegó al cristal de la ventanilla Dimas dio un respingo, pero reconoció al guardaespaldas que había intentado cortarle el paso.
Bajó la ventanilla. El hombre comenzó a hablarle en alemán.
–Atienda…, esta noche, a las once y media, vaya al bar del Hotel Norte y Londres y espere instrucciones. El señor Ungría quiere hablar con usted. Repítalo, por favor.
Dimas se lo repitió y el hombre se marchó hacia el grupo de alemanes, que había desaparecido detrás de la catedral. Miró el reloj: eran las once menos cuarto de la mañana.
Borsa no hizo ningún gesto.