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MADRID, VERANO DE 1946

–Los sábados se marcha sin decirme nada y yo me quedo aquí toda la tarde, porque los sábados es un día grande en su negocio, y mi Antonio lo sabe y lo aprovecha para hacer sus cosas.

–Ya –contestó Borsa–. ¿Qué hace los sábados?

–Se va al café, a ese Barbieri de la plaza de Lavapiés. Allí está con los amigos, charlando. Luego se echa su partidita de cartas y se viene para casa y espera a que yo vuelva de El Califa, aunque a veces me viene a buscar y luego desayunamos en la calle, en el Marimba. Otras veces se reúne con su gente para…, bueno, sus cosas. Estamos preparando un negocio, como una empresa.

–Entonces lo esperaremos aquí, ¿de acuerdo?

–Puede tardar mucho.

–Lo esperaremos.

–Pero yo tengo cosas que hacer en la casa…, comprenda.

–Haga lo que tenga que hacer. No importa.

–Tendría usted que marcharse, señor. Soy una mujer sola…, le ruego que lo tome en consideración.

Sentada en la cama, se colocó detrás el cabello negro, largo y sedoso que se había arreglado con cuidado la noche anterior. La madre se lo peinaba en aquel patio donde había pasado la niñez, mientras le decía que un pelo hermoso y bien cuidado era una prenda que gustaba a los hombres, y ella aprendió a acostarse con el cabello suelto y extendido. Puso la radio.

Al principio fueron unas pocas lágrimas las que resbalaron por sus mejillas. Luego lloró despacio y fuerte, haciendo ruido ya sin freno, hasta que se calmó. Más tarde se levantó y fue al aparador donde estaba la foto de Antonio disparando en aquella caseta de feria hacía tres años, una eternidad que cortaba su vida en dos. Tomó un pañuelo, se secó las lágrimas y se sonó ruidosamente.

Abrió el balcón y contempló la calle y los geranios, movidos por el viento en la azotea de enfrente. En la radio se escuchaba Te quiero sin saberlo, cantada por Moncho, el Gitano de los Boleros, que había actuado una vez en El Califa y tenía una voz pastosa y grave. Se quedó inmóvil hasta que terminó la canción.

Si Antonio le hubiese dado un hijo, tal como ella le había pedido una y otra vez, habría sido diferente. De todas maneras tendría que haber dejado El Califa mucho tiempo antes para que Antonio supiera que el hijo era suyo, nada más que suyo, y no anduviera con celos ni tonterías.

–Aquí tengo a mi Antonio, en esta foto –le dijo a Borsa sin dejar el balanceo, mirando la imagen–. Anoche me vino a ver y me habló, me dijo: «Gloria, amor, no estés triste». Y me tocó el brazo y se paseó por el cuarto tan juncal y tan buen mozo y a mí me daban ganas de irme para él y apretarlo, pero cuando volví a mirarlo, estaba en otro sitio, sonriéndome. Yo tengo una angustia aquí en el pecho…, porque sé que se me va a ir para siempre y no lo voy a ver más –añadió mientras la tarde iba cayendo en el cuarto y el despertador relucía como diminutos ojos de gatos colocados en círculo–. Si me hubiera hecho un hijo… –continuó palpándose con un gesto vago el vientre–, pero no pudo ser. ¿Sabe?, me voy a quedar seca de tanto sufrir, porque aquí dentro no va a entrar más leche que la de mi hombre. Si me hubiera hecho un hijo bonito y moreno y delgado y fuerte como él, que cantara por las mañanas y me cuidase y que cuando lo mirara en él a mi hombre, a mi Antonio de mi vida.

Ella habló mucho con Borsa aquel funesto sábado por la tarde, embutida en aquella bata que la envejecía. Le dijo que después de conocer a Antonio, el día de la fotografía, no fue a trabajar. Demoró un fin de semana entero la acostumbrada visita de los sábados a El Califa. Y le mostró otra vez la foto de Antonio disparando a las cintas y le comentó que vivía con él desde hacía casi tres años. Era su hombre.

–¿Y qué? –le respondió Borsa, reconociéndolo en la foto–. No es el primero, ¿verdad?

Gloria se encogió de hombros. Si Borsa se hubiera fijado, se habría dado cuenta del espanto y el miedo que reflejaba su rostro.

–¿Dice usted que es amigo suyo? –le preguntó de nuevo a Borsa.

–Sí, eso es, un viejo amigo de Burgos, de cuando la guerra –contestó, y se quedó otra vez mirando fijamente la pared, donde se encontraba la radio apagada–. Yo le puedo ayudar; su Antonio ha asesinado a un comisario de policía y le están buscando para matarlo. Nadie mata impunemente a un policía. Escuche, solamente yo puedo ayudarlo.

Gloria, en la silla donde se sentaba siempre, no le contestó. Pero lo que había pasado entre Antonio y el comisario era extraño. Movió la cabeza negando. ¿Matar a un comisario? Nadie sabía nada de su hombre. No lo conocían, no era un asesino. ¿Para qué decírselo a ese amigo suyo, a ese Borsa? No lo entendería.

Guillermo Borsa no debió de prestarle atención, como era su costumbre. Debía de observar el chorizo, el pan y el tomate frito con huevo, metidos en una tartera sin cerrar aún, para luego cenar algo en el cabaré. Y más tarde, volver a mirar a la mujer con ojos inmóviles, como los de un gato, calculando, quizás, cuánto tardaría Antonio en regresar a casa.

Gloria se apartó del balcón abierto y se arrebujó en la bata sin que tuviera frío. Se dirigió a la mesa del centro de la habitación y del revoltijo de las ropas tomó uno de sus cigarrillos mentolados y lo prendió. Tendría que arreglar un poco el desorden de la casa, pero se sentó en la silla y siguió fumando con las piernas apretadas y la mirada en el techo, aprendiendo ya a vivir sin Antonio.

Se levantó y caminó por el corto pasillo hasta el cuarto de baño, una habitación estrecha en la que apenas cabían dos personas y en la que había colocado hacía poco una ducha que caía directamente sobre el desagüe, una inclinación en el suelo, esperando que, de una vez, le pusieran el agua corriente y pudiera usarla.

Se sentó en la taza del retrete y orinó. Después volcó parte del agua de un cubo en el lavabo y allí se enjabonó la cara y las axilas y el sexo con cuidado y suavemente. Luego arrojó el resto del contenido del cubo en el retrete.

Allí encima, en la repisa de cristal, estaban la brocha y la maquinilla de afeitar de Antonio y un tarro de loción que le había regalado por Pascuas. Acercó el rostro al espejo y se palpó con desgana las mejillas y las incipientes bolsas debajo de los ojos, como si tocase otra cara. Luego se apartó y se contempló los muslos y la mancha del sexo, negro como un murciélago aplastado. «La barriga no se nota», dijo, y levantó ligeramente una de las piernas para verse las nalgas pálidas, grandes y duras.

En la cama, abrió las piernas hasta que parecieron romperse e imprimió a sus dedos el conocido vaivén arriba y abajo, manteniendo el dedo del centro más adelantado que los demás. Como si se sorprendiera, introdujo dos dedos en la vagina, caliente y palpitante, y los movió dentro; los sacó y otra vez los volvió a meter. El olor a sexo se expandió por el cuarto y le vino a la cabeza la antigua y repetida escena de los tres hombres desnudos, bestiales y sin rostro, que la tenían abierta de piernas mientras la mordían y pegaban. Sus penes, rojos y enormes, más grandes que el de Antonio o de cualquier otro hombre que hubiese conocido, intentaban entrar en su vagina, que ella sentía abierta y chorreante como la entrada de un cántaro. Gritó y se revolvió en la cama, y los hombres, en el viejo sueño, le golpearon duro la cara y los pechos mientras le tironeaban del pelo. Con esa imagen el ritmo se fue haciendo más armónico y seguro, más preciso, hasta que sintió el grito en la garganta a punto de escapar y entonces surgió Antonio a su lado haciéndole el amor y esa imagen acabó con un fuerte gemido que la dejó con dolor de piernas y con una especie de tristeza y rabia.

Gloria se vistió, se ajustó los zapatos, cerró el balcón. Después terminó en el cuarto de baño haciendo muecas con los labios al pintárselos y deslizando los dedos por la comisura de la boca para que no se le corriese el carmín. Cerró la puerta de la casa con llave y salió al descansillo oscuro con el vestido verde ceñido, el abrigo negro y el bolso con la tartera de la cena, rozando las medias de nailon que le habían costado doce pesetas en una rebaja el verano pasado y que todavía duraban casi nuevas.

Bajó a la calle resonando los tacones en la gastada escalera de madera vieja. Borsa había acudido a su casa demasiado temprano, después de comer. Un tipo delgado que decía ser amigo de Antonio de cuando la guerra, que podía salvarlo de la muerte y que lo estuvo esperando toda la tarde.

Recordó que, antes de marcharse, Borsa le dijo:

–Aún está a tiempo. Si lo ve, tráigalo a su casa y me llama por teléfono. Tengo que marcharme. –Y le tendió un papel donde había escrito un número de teléfono, que ahora ella llevaba en el bolso.

Ese sábado, como cualquier otro sábado, las luces de la puerta de El Califa iluminaban la plaza de Tirso de Molina y destacaban, en una ciudad a oscuras, las paredes rugosas de los edificios circundantes y los rostros tristes de la gente que iba y venía por allí. En la calle de Atocha escuchó el tranvía que se dirigía a la plaza de Jacinto Benavente y la Plaza Mayor. Las mujeres pintarrajeadas y viejas que tenían que trabajar en las esquinas próximas a la iluminación que despedían las luces del cabaré apenas si se movieron. Recordó El Califa en otras ocasiones, delimitando su vida entre los sábados y los demás días de la semana, que Antonio convertía en una fiesta con su sola presencia. Al menos ella podía trabajar, tenía casa propia y un hombre a su lado.

Reunió fuerzas para entrar en el local, cuyo techo estaba tapizado por un firmamento de estrellas que ahora, cuando aún no habían abierto, mostraban la decrepitud de lo ficticio. Pasó dentro y miró de nuevo el reloj por hábito.

Se dirigió a Raquel y le entregó el abrigo y la tartera con la cena para que se la guardara.

–Raquel, dame otro paquete de los míos, anda, mujer.

–Qué frío –dijo Raquel levantando la cabeza. Llevó la mano bajo el pequeño mostrador del guardarropa y extrajo un paquete de Rocío, los cigarrillos mentolados de Gloria–. Ya hay gente dentro, niña.

–Qué prisas –dijo Gloria.

Le dio dos pesetas, prendió un cigarrillo y exhaló el humo haciendo una pausa. Raquel se afanaba colocando tarritos de perfume de nombres exóticos encima de la garita.

–¿Está Antonio? –preguntó al fin.

–No ha venido –contestó Raquel, y añadió–: Deja a ese chulo, niña. Estás a tiempo.

–Métete en tus asuntos –contestó Gloria.

La mujer salió del guardarropa y se acomodó el vestido por encima de sus pobres carnes.

–Y no metas hombres en tu casa. La casa, que sea para ti, hazme caso. Los hombres no traen más que disgustos. Tú no los necesitas.

–Ella es una gitana vieja, señor –le dijo más tarde a Dimas Prado, un jefe de la policía muy importante, según supo después–. Se llama Raquel, una vieja mala que sabe mucho, la de la puerta. Ella me dijo que mi Antonio era un hombre marcado por la muerte, por eso tenía esa calentura que lo hacía caminar sin parar hacia su destino, hacia la maldición. Y que no volviera a meter clientes en mi casa… Eso fue otra señal, ¿ve?, que también me dio la Raquel, porque las gitanas viejas ventean la muerte como los canes, mismamente como los canes. Por eso le pido un lugar donde trabajar, una tienda o una portería, me conformo con poco. Se lo ruego.

–Hazme caso, niña –insistió Raquel.

–Es mi hombre, mujer –contestó Gloria, distraída.

–¡Jesús, alma de mi vida, niña, que te lo digo por tu bien! Ese hombre te va a hacer llorar a mares. Hazme caso.

–Raquel, se pasa todas las noches conmigo, para que te enteres. ¿Te crees que una no sabe cuándo un hombre está colado? No me ha faltado nunca, para que lo sepas.

–Gloria, si está escrito, está escrito, hazme caso. Si le pasa algo a tu Antonio, si te deja, lava la casa bien: las paredes, el suelo, la cocina, todo lo que él haya tocado alguna vez, y tira sus cosas, todas sus cosas, y quema su ropa. No te quedes con nada, niña –sentenció la vieja–, nada que haya sido de él. Y si tienes fotos, quémalas enseguida. Pon la cama boca abajo y tenla así un mes entero sin que nadie duerma allí. Después se habrá ido para siempre.

–¡Jesús! –exclamó Gloria–. ¡Santa María! ¡Qué mal agüero, gitana! Mi hombre no se va a ir, Raquel, y no tiene ninguna desgracia encima. Está en sus cosas, en el negocio que vamos a montar.

–¡Dios no lo quiera! –dijo Raquel persignándose y colocando dos dedos abiertos sobre el mostrador de madera oscura–. ¡Dios no lo quiera, ni la Virgen del Carmen!

–Estás gafándolo –manifestó Gloria–, bruja de mierda. Tú no tienes corazón al decirme eso, tú no tienes entrañas. Se te han secado de pensar maldades.

Gloria tiró la colilla al suelo, la pisó y pasó dentro, pasillo adelante. Observó al Piloto, gordo y grande, que fumaba con una boquilla que despedía reflejos, apoyado displicentemente sobre el mostrador, como si estuviera en equilibrio. Su rostro enorme, punteado con dos ranuras horizontales, se volvió al taconeo de Gloria.

–Buenas noches, Gloria –dijo.

Gloria se apoyó en el mostrador a su lado.

–Hola, Piloto, ¿cómo estás? ¿Has visto a mi Antonio?

–Tu Antonio no trabaja aquí, ya lo sabes.

–A veces viene a buscarme.

–Pues todavía no ha venido.

El hombre rio bajito y se llevó el vaso a los labios. La piedra del dedo, engarzada en metal amarillo, trazó un arco de la boca a la mesa.

–Rodrigo, dame una copita de anís dulce, por favor. ¿Sabes algo de Antonio?

–No lo he visto. ¿Va a venir?

–Eso me dijo –respondió mientras le servía. Gloria bebió de golpe, chascando la lengua–. Gracias, chato.

«Hoy podríamos ir al cine los dos cogidos del brazo y luego merendar. Si no se me hubiese ido, habría arreglado la casa un poquito, porque está incapaz. ¿Por qué no me ha dicho mi Antonio que quieren matarlo? A lo mejor ya no me quiere si me quisiera, me hubiese avisado. De todas maneras no es vida acostarse a las seis de la mañana y levantarse a las cuatro de la tarde, eso no es vida. No; no me quiere, todas dicen que ese hombre me hará llorar a mares, pero todavía no me ha hecho llorar; nunca me ha gritado, ni se emborracha, ni me pega. Si coge a otra mujer, lo mato. No, él me quiere, cuando era camarero me sonreía desde las mesas, ¡es tan guapo! Mi niño es lo más bonito del mundo. A lo mejor debería dejar este trabajo. Pura entró en Almacenes Arias, ahí es nada. Tengo que encontrar a un julai de posibles que me busque algo».

Las luces se apagaron y los de la orquesta tocaron muy bajito Té para dos. Era la señal, de modo que dejó el bolso al camarero y se quedó con las demás mujeres en silencio, a mano el paquete de mentolados.

Fátima pasó sin mirar a nadie. Ella la saludó para que supiese que estaba allí, a su hora, como todos los sábados. Fátima movió la cabeza como si no la hubiera visto, un gesto que podría ser un tic. Se pegó al Piloto y los dos cuchichearon, las cabezas muy juntas.

Gloria continuó en su lugar en el mostrador, junto a la tarima de los músicos, observando la pista de baile, donde se abrazaban sin ritmo ni gracia algunas parejas. Allí aguardó que el local terminara de llenarse, los ojos puestos en la puerta sin oír siquiera la tumultuosa risa del Piloto. Fátima volvió a los reservados.

–Dame otra, Rodrigo, anda, majo –le dijo al camarero tendiendo fugazmente la mano desnuda de anillos, que se perdió en el aire–. Luego te las pago, ¿vale?