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PENAL DEL PUERTO, FINALES DE FEBRERO DE 1946

A las nueve de la noche de ayer un funcionario me sacó de celdas, me cacheó y me condujo a la sala de funcionarios. Me dijo que una autoridad quería hablar conmigo. Entré en la sala. Me aguardaba Dimas Prado, sentado en un sofá marrón con las piernas cruzadas. Fumaba con boquilla y llevaba el mismo traje claro que le había visto antes de ayer y que parecía hecho a medida, camisa azul falange y corbata. En la solapa, la insignia de jefe de centuria. El bastón descansaba en otro sillón, a su lado, junto a la gabardina, que apenas tapaba un paquete. Delante había una mesa con un juego de café de color blanco, un plato de pastas de té y un paquete de cigarrillos americanos Pall Mall. Frente a él, dos sillones del mismo color que el sofá. La habitación era fría y desangelada, triste y sórdida.

Me hizo un gesto con la mano, cerré la puerta y avancé unos pasos. En el centro, una alfombra descolorida, cuadros ridículos en las paredes y un aparador cerrado con llave.

DP, pálido, gordezuelo y con profundas ojeras bajo los párpados, tenía el aspecto de una caricatura de petimetre. Su boca, con el bigotito trazado con tiralíneas, me recuerda el hocico de uno de esos perros devoradores de cadáveres que vi durante la defensa de Madrid.

–Señor Delforo, siéntese ahí enfrente, por favor.

–¿Qué quiere de mí?

–Nada, charlar. Pero siéntese, no tiene por qué tener miedo.

–No le tengo miedo.

–Bien, entonces siéntese. ¿Un café? Le advierto que es café café. Y hay leche. ¿Lo quiere con leche?

–Sí, con leche. Y le adelanto que no conseguirá nada con estos métodos.

–Por supuesto, lo conozco muy bien.

–¿Qué quiere decir?

–No sea susceptible, Delforo. Le he dicho que lo conozco muy bien. Solo eso. Y siéntese, tengamos la fiesta en paz. Quiero hablar con usted.

Me senté en uno de los sillones. DP me sirvió una taza de café con leche. Él se sirvió otra. Prendió otro cigarrillo en la boquilla y lo encendió.

–¿De qué quiere hablar?

–Antes tome el café tranquilo y coma unas pastas. Y si quiere fumar, sírvase.

–Vaya, debe de ser importante lo que quiere pedirme… Café con leche, cigarrillos americanos, pastas… ¿Puedo?

–Coma las que quiera.

–Están muy buenas, sí; pastas de té, vaya, ¿quién lo habría dicho? Ustedes los falangistas no viven mal del todo en la Nueva España, ¿verdad?

–No se ponga irónico conmigo, Delforo. Piense un momento en lo que habría pasado si la República hubiese ganado la guerra.

–No compare la Nueva España con la República, no estoy para bromas. Hace tiempo que he perdido el sentido del humor. ¿Me ha llamado para charlar de política?

–No, quiero proponerle algo, un trueque. Pero termine el café y fume un cigarrillo. Vea, son Pall Mall, americanos… Quédese con el paquete.

Lo guardé en el bolsillo. DP me dio fuego.

–¿Un trueque? ¿Qué clase de trueque?

–Necesito una información. A cambio le entregaré el paquete de su prometida, la carta y el dinero. Le garantizo poder cartearse con ella de ahora en adelante.

–Entonces es falso eso que ha dicho de que me conoce. ¿Pretende que me convierta en chivato a cambio de recibir aquello a lo que tengo derecho? Es usted ridículo.

–No, puede estar seguro, no se trata de eso…, y sírvase más café si lo desea.

–Gracias, pero terminemos de una vez. ¿Qué quiere de mí? He sido juzgado y condenado por delitos de guerra. ¿Ha oído hablar de la Convención de Ginebra? Tengo derecho a cartearme con mi prometida sin ningún trueque.

–Algunas autoridades son…, digamos que anticuadas, y no se lo reprocho. Creen que su prometida es una hábil criptógrafa. Yo diría que lo mejor que han tenido ustedes en los Servicios de Inteligencia. Sé que hay órdenes para evitar que ustedes se carteen. Yo puedo revocar esa orden.

Me quedé callado.

–¿No me cree? –añadió DP.

–¿Carmen una hábil criptógrafa? Es usted patético.

–Sí, Carmen Muñoz, de treinta años, licenciada en Ciencias Físico-Matemáticas en Madrid en junio de 1936, premio final de carrera. Cuatro meses en la Unión Soviética entre noviembre de 1936 a febrero de 1937, preparándose en técnica de espionaje y contrainformación. Estuvo infiltrada en nuestras líneas. Una espía muy hábil, tengo que reconocerlo.

–Vaya, saben ustedes más que yo. Admirables Servicios de Inteligencia los suyos. ¿Y ahora? ¿Sigue siendo espía mi Carmen?

–No creo que ahora sea una espía. En todo caso, una «durmiente». Y no me diga que no sabe lo que es un «durmiente». Usted ha sido oficial de Inteligencia del SIM.

–¿Me está volviendo a interrogar? Mi grado en el Ejército de la República era de teniente coronel de milicias, es todo lo que va a sacar de mí. Pero usted ya lo sabe, está en mi expediente. ¿Por qué sonríe?

–Porque no he venido a hablar con usted de eso. Quiero pedirle que me haga un favor a cambio de lo que le he prometido. Usted y esa mujer van a estar separados mucho tiempo, necesitarán cartearse.

–¿A pesar de que puede transmitirme peligrosos mensajes?

–Sí, a pesar de eso.

–Vaya, pensaba que era usted un sencillo policía torturador de la Brigada Político-Social y resulta que es también un agente de Inteligencia. Qué sorpresa.

–Ninguno de nosotros es lo que parece, Delforo.

–En realidad nadie es lo que parece.

–Cierto. ¿Más café?

–Sí, tomaré más café y me terminaré las pastas. Me estoy divirtiendo mucho con usted, señor Prado. La vida aquí es bastante monótona. Y la dieta alimenticia, un tanto pobre, diría yo. Pero veamos, aún no me ha dicho qué me va a pedir a cambio. Debe de ser muy importante para usted. ¿Qué será? Espere un momento…, es posible que sea…, no sé… ¿Se va acabar el régimen? ¿Las potencias aliadas han decretado el final del Glorioso Movimiento Nacional?

–No, y por el contrario lo van a proteger. Este régimen durará mucho tiempo. Ya está todo decidido. Su sacrificio por la República ha sido inútil.

–¿Ah, sí? ¿Las potencias ganadoras van a proteger al régimen? Vaya, vaya…, una buena información. Pero lo creía un poco más inteligente.

–¿En serio? Le diré algo más. Exactamente no van a proteger al Movimiento, sino a Franco. El Movimiento se irá apagando poco a poco.

–¿Franco será presidente de la República o coronado rey?

–A mí tampoco me gustan las bromas, Delforo. Y lo que le acabo de mencionar se producirá. Es una propuesta de Estados Unidos que han refrendado Inglaterra y Francia. Por supuesto no es pública, pero ya ha sido cursada, concretamente hace dos años, en 1944.

–¿Se ha excluido a Casado?

–Claro, por supuesto. No daba el perfil. Aunque él sigue insistiendo.

–¿Y en qué consiste la propuesta, según usted?

–Se lo diré, Delforo. Se instaurará la monarquía en la figura del pretendiente a la Corona, don Juan, en un plazo aún no previsto. La operación la avala el Partido Socialista en el exilio y la CEDA. En concreto la firman Indalecio Prieto, Gil Robles y don Juan de Borbón. ¿Por qué me mira así? ¿No se lo cree? El régimen se irá desmoronando poco a poco, pero Franco no será apartado del poder. Habrá Franco para rato. Los Estados Unidos lo necesitan, será un baluarte contra el comunismo en el sur de Europa.

–Suponiendo que sea verdad, eso no debe de gustarles a ustedes los falangistas, ¿verdad?

–Ha acertado. No nos gusta.

–Provocará una terrible lucha interna. Quizás hasta otra guerra civil.

–No lo creo. Franco es muy astuto y le gusta el poder. Si tiene el apoyo de las potencias occidentales, hará la transformación del régimen a su modo, lentamente, comprando conciencias y voluntades.

–Dígame de una vez qué quiere de mí.

–Usted estuvo en la batalla de Teruel, mandaba el primer batallón de la 74.ª Brigada Mixta, adscrita a la 46.ª División del Campesino. El 18 de enero de 1938 hubo un intento de golpe de mano en su sector. Lo dio un grupo de soldados rifeños que se infiltraron en sus líneas con la intención de volar los depósitos de municiones. Quiero saber si hubo prisioneros.

–¿Cómo sabe eso?

–Lo sé y ya está. Conteste a mi pregunta, por favor.

–Usted me asombra. ¿Sabe también que permanecimos en Teruel hasta el 24 de febrero, incluso durante la ocupación por las tropas de Varela?

–Sí, lo sé. Y que usted fue habilitado a comandante de la 74.ª Brigada. Fueron los últimos en salir… Bueno, los restos de su brigada. Le condecoraron, su unidad tuvo una mención de honor. Después lo ascendieron a teniente coronel y en el verano de 1938 estuvo al mando de una división en el Ebro.

–Siempre he estado convencido de la eficacia de su quinta columna. Las unidades de combate estaban trufadas de informadores, saboteadores y espías. Aquí tengo una prueba más.

–Dígame si hubo prisioneros y quiénes eran. Si no los fusilaron, usted debió de interrogarlos.

–Nosotros no fusilábamos a los prisioneros. Eso se lo dejábamos a ustedes.

–¿Se acuerda de esos prisioneros, Delforo?

–Sí, me acuerdo. Se hicieron pasar por brigadistas internacionales perdidos. Hablaban en francés y cantaban La Marsellesa. Estuvieron a punto de volar los depósitos de municiones de la división, tenían información exacta de donde estaban. Y hubo un superviviente, mi gente mató a los demás a bayonetazos antes de que yo pudiera impedirlo.

–¿Quién era ese superviviente?

–Era muy curioso. Me contó una historia muy interesante. Lo interrogué y después lo envié al Servicio de Información, a Madrid.

–Descríbalo, por favor.

–Medio marroquí, medio argelino, alto, buen mozo, ojos negros profundos. Nacido en la incierta frontera con Argelia. Hablaba francés y un español perfecto. Había pertenecido a la casa civil de Franco.

–¿Algo más?

–¿He conseguido ya el derecho a la correspondencia de Carmen?

DP se levantó la gabardina y me entregó un pequeño paquete reglamentario y una carta. Tuve que hacer esfuerzos para no mostrar mi estado de ansiedad. Dentro del sobre, abierto como es preceptivo, había diez billetes de cincuenta pesetas y una cuartilla escrita con la letra menuda y pareja de Carmen. Guardé la carta con el dinero en el bolsillo del pantalón y apreté el paquete contra mi pecho.

–Consígame un encuentro con Carmen de… tres horas fuera del penal y le diré todo lo que sé sobre ese marroquí. Su nuevo nombre, la historia que me contó. –DP me observaba en silencio–. Avíseme cuando lo tenga todo arreglado.

–No me pida eso, no puedo concedérselo, es imposible.

Comencé a caminar hacia la puerta.

–Espere, espere un momento, déjeme pensar…, déjeme que piense… Pongamos que le concedo esa petición. Tres horas a solas con su prometida…

–Fuera de la cárcel.

–De acuerdo, entonces necesito que a cambio me diga su nombre actual, la historia que le contó al SIM y dónde está. ¿Puede darme esa información? ¿Me da su palabra?

–Sí, tiene usted mi palabra.

No pude dormir el resto de la noche en mi infecta celda. Deshice el paquete procurando no hacer ruido, y al tacto descubrí mis nuevas gafas en una funda, un bulto como de medio kilo de un polvo granuloso que al amanecer descubrí que era ácido ascórbico, es decir, vitamina C, una pluma fuente Waterman, un frasco grande que más tarde supe que era tinta Pelikan, un reloj Festina y dos gruesos cuadernos, comprados en la papelería alemana de la Plaza Uncibay de Málaga.

Nunca he sido tan feliz en mi vida como en aquel momento.

Recuerdo que la ofensiva republicana sobre Teruel comenzó al amanecer del 15 de diciembre con un avance inesperado de la 11.ª División de Líster, en la que combatía el miliciano Miguel Hernández, que sin apoyo artillero destrozó el cordón exterior de la ciudad, protegida por lomas y cerros fortificados con guarniciones militares, y se apoderó de la localidad de Concud. A la vez, la 25.ª División, al mando del coronel García Vivancos, tomó San Blas, junto al Turia. Fue una tenaza. Los franquistas no se lo esperaban.

La República movilizó cuarenta mil hombres encuadrados en diez divisiones, ciento cuarenta piezas de artillería, cien aviones, blindados y carros de combate T-26 soviéticos, además de varias divisiones en la reserva. Teruel era una ciudad de casi catorce mil habitantes.

Mi batallón, incluido en la 74.ª Brigada Mixta, formaba parte de la 46.ª División del Campesino. Entramos en combate el 18 de diciembre, ocupando el puerto del Escandón en dura lucha. Al día siguiente penetramos en Teruel.

La lucha en las calles era feroz y encarnizada, aumentada por las bajas temperaturas, que llegaban a alcanzar los veinte grados bajo cero, la niebla y la ventisca. La ciudad la defendía parte de la 52.ª División al mando del coronel faccioso Domingo Rey D’Harcourt y el coronel Barba, gobernador militar de la provincia, con un total de unos cinco mil hombres que se habían parapetado en los edificios del centro: seminario, convento de Santa Clara, Banco de España y otros.

El tiempo era siberiano, la gasolina de los aviones se helaba y los tanques y cualquier tipo de vehículo se convertían en estatuas glaciales. El centinela que se dormía en la guardia despertaba congelado. Nuestra infantería tenía que avanzar casa por casa en una lucha feroz y despiadada. El 22 de diciembre se recibieron en el Alto Mando informes confidenciales que al parecer provenían de nuestro servicio de espionaje en territorio enemigo. Nos contaban que Franco preparaba un contraataque por el río Alfambra para recuperar Teruel. Había movilizado toda su artillería, y su aviación. Unos quinientos cañones, seiscientos aviones de la Legión Cóndor y del CTV italiano y más de cien mil hombres, encuadrados en diez divisiones de élite que formaban tres cuerpos de ejército. Inexplicablemente el Alto Mando no creyó en los informes recibidos.

El 7 de enero de 1938, el coronel Domingo Rey D’Harcourt y el coronel Barba se rindieron. El sector a cargo de mi batallón estaba en una ladera a espaldas del matadero municipal. El 9 de enero quedé al mando de la brigada; el teniente coronel López Corella, comandante de nuestra unidad, había sido alcanzado por una bomba de los antiaéreos alemanes Krupp de 80 mm, de una enorme precisión, que nos cañoneaban con toda libertad a menos de diez kilómetros de nuestras posiciones. La temperatura se mantenía a veinte grados bajo cero, pero se habían acabado la tormenta y la niebla. Los artilleros de ambos bandos arrojaban agua hirviendo a sus piezas de artillería para que funcionaran.

Rompimos las defensas de Teruel, pero las reconstruimos con la ayuda de los batallones de zapadores, que estaban por todas partes. De sitiadores pasamos a sitiados. Los restos de mi brigada se desplegaron en el centro de la ciudad, junto a las moles grises de los edificios destrozados por nuestra artillería. La orden del Alto Mando que recibí del Campesino, comandante de la división, era sacar a la población civil que quedaba y llevarla en camiones fuera de la ciudad hasta el puerto del Escandón, donde aguardaban una brigada médica y transporte.

Delante de los oficiales de su división, lo que quedaba de cuatro brigadas mixtas, con una media del sesenta por ciento de bajas, el Campesino cuestionó las órdenes del Alto Mando y masculló que eso era «una gilipollez y una pérdida de tiempo». Sin embargo, el Alto Mando había ordenado taxativamente salvar a la población civil.

Mi brigada, de la que apenas quedaban novecientos hombres, hambrientos, ateridos de frío, agotados por la lucha y las inclemencias del tiempo, se encontraba al borde del desplome total. Sobrevivíamos a base de coñac y café. Di medio día de descanso a los que lo pidieron y me quedé con cuatrocientos veteranos, bien armados y dispuestos a todo. Íbamos casa por casa y con altavoces pedíamos a la población civil que saliera, iba a ser trasladada a la retaguardia para ser atendida. Lo repetíamos tres veces y después arrojábamos granadas en el interior de cada casa.

No era habitual que no respondieran. Los restos de la población que aún se refugiaban en sus casas salían temblorosos, hambrientos y enfermos. Solían ser mujeres, niños, ancianos y heridos. Todos eran conducidos a los camiones y enviados a la retaguardia. A veces había soldados camuflados junto a la población civil, y otras veces, grupos de soldados enemigos, que se entregaban sin armas. Sin embargo, no pocas veces nos hacían frente desde el interior de las viviendas semidestruidas, o empleaban añagazas suicidas. En cierta ocasión asomaron por una ventana a un bebé que lloraba cubierto por trapos. Los primeros hombres que entraron en la casa fueron abatidos con ráfagas de ametralladoras. Tuvimos que destruir la casa con bombas de mano.

De todas maneras, el proceso era lento. Los facciosos no consideraban neutral a la población civil, de modo que en las ciudades y pueblos que conquistaban fusilaban sin más a los supervivientes, se rindieran o no. Las ocupaciones las llevaban a cabo mucho más rápidamente que nosotros.

Ordené redoblar las guardias: el enemigo había intentado infiltrarse en nuestras posiciones varias veces en audaces golpes de mano. Nuestra brigada había sufrido ya esa experiencia. Durante la madrugada anterior, en el sector este, al mando del capitán Díaz Echagüe, comandante del Batallón de Ametralladoras, un grupo de infiltrados burló a los centinelas, mató a seis soldados e inutilizó dieciséis ametralladoras antes de que pudieran reducirlos y fusilarlos. En otra ocasión eligieron mi sector, el K, donde se encontraban el depósito de armamento y las reservas de la división. Estuvieron a punto de volarlo.

Un grupo de seis marroquíes, con uniformes e insignias de brigadistas internacionales, cantando en francés La Marsellesa, llegaron hasta nuestras líneas fingiendo estar perdidos. Degollaron a los centinelas del búnker que almacenaba la dinamita y gran parte de las municiones, pero fueron sorprendidos y mis hombres los mataron allí mismo, excepto a uno de ellos, un muchacho alto y fuerte que hablaba español y francés casi sin acento. Al ser interrogado, confesó que había pertenecido al servicio personal de Franco y que traía información muy valiosa. Según me confesó, en su compañía había un asesino que quería matarlo. Se había convertido en alguien incómodo para los franquistas.

Lo llevamos a Madrid para que lo interrogara el Servicio de Información Militar. El nombre de ese soldado era lo que quería saber DP.

Recuerdo aquel febrero de 1938. A comienzos del mes hubo un claro en la tempestad y la aviación del enemigo al completo arrojó sobre Teruel más de cien toneladas de bombas en dos horas de continuas oleadas. Nuestras posiciones sufrieron un grave castigo. Sin embargo, resistimos. El ejército que había enviado Franco apenas se había movido trescientos o cuatrocientos metros. Sus fuerzas habían partido desde el flanco del río Alfambra. Para mi espanto, eso corroboraba los informes de Inteligencia que habíamos recibimos el 22 de diciembre. Pero ya no había nada que hacer.

Las tropas facciosas habían tomado El Muletón. Las artillerías italiana y alemana, acompañadas de la Legión Cóndor y la aviación del Duce, sincronizadas, nos machacaron. Cortaron la carretera Teruel-Valencia. La 46.ª División del Campesino quedó aislada por un doble anillo de tropas enemigas. El 25, Modesto logró abrir un pasillo por el que escapamos. En el último momento me hirió una esquirla de mortero en el hombro. No fue nada serio, pero sí aparatoso. Perdí el conocimiento, aunque lo recuperé enseguida. Los últimos kilómetros de huida los hice en unas improvisadas parihuelas que llevaban mis compañeros.

Me cuesta olvidar el horror de Teruel. La enorme pérdida de vidas humanas y de material de guerra, el frío, la niebla, los actos de heroísmo. ¿Le contaría todo lo que sé de ese marroquí a DP? ¿Para qué quiere saber la nueva identidad de aquel soldado? La guerra terminó hace siete años. Estamos en 1946. ¿Se trata de una antigua venganza? No me gustaría cometer una traición.