XIII

(Fragmentos del diario de Carmen Muñoz Blanco. Incompleto)

¡Oh, mi amor, no corras tan deprisa, el barco aún no va a partir! ¡No corras, puedes caerte! Estoy en cubierta y te hago señas con la mano, ¿acaso no me ves? Estoy aquí, en la proa, y te veo con tu nuevo uniforme, ¿por qué no me ves a mí? Te hago señas, mi amor. No hagas que llore, mi amor bonito.

Al médico le sobresale la barriga bajo la bata blanca. No me gustan los hombres con barriga, me parecen descuidados.

¿Tiene problemas con el sueño?, me pregunta el médico, en ruso. Por el acento, deduzco que puede ser polaco o alemán. En todo caso el ruso no es su lengua materna. Últimamente, sí. Hemos detectado que suele hablar en sueños. Eso puede acarrearle algunos problemas. ¿Es usted consciente, camarada? No lo sé. Lo comprobaremos de nuevo… ¿Toma valeriana, las gotas que le receté? Sí, las tomo. Y sin embargo, no le causan efecto. La falta de sueño agota al organismo, aturde la mente, provoca hipertensión, taquicardias, visiones falsas… Pero ese no es el mayor problema. Suponga que duerme con un hombre y este le escucha hablar. ¿Qué pasaría? Una deducción estúpida; si va a escribir un informe sobre mi facilidad para hablar mientras duermo, no incluya deducciones sin sentido. No voy a dormir con ningún hombre.

La camilla huele a limpio en aquella habitación aséptica. La ventana se encuentra entornada, volteo la cabeza y aspiro el aire limpio del jardín. Un ruiseñor canta en las proximidades, sus trinos se escuchan con toda nitidez. No puedo creerlo, ¿es un ruiseñor? El médico se llama Iván Demseovich, según el cartelito en el pecho, quizás un nombre supuesto. Su olor corporal, nada intenso, por otra parte, me molesta. Me dice algo acerca de mis irreprochables resultados en los test. Luego continúa con la guerra de España, el fascismo, el rearme de Alemania e Italia. La cháchara habitual.

Debí haber acudido a cualquiera de los médicos privados que se anuncian en la ciudad. De niña, mi madre me hacía tomar miel disuelta en leche templada, un remedio para dormir.

¿De dónde es usted? No es ruso, desde luego. En todo caso, el ruso no es la lengua de su madre. Y tiene malas digestiones, no digiere bien, come deprisa y no mastica lo suficiente. ¿Cree que eso dificulta su trabajo, doctor? ¿Sus informes son objetivos? Es usted asombrosa. ¿Acaso tiene estudios médicos? De momento necesito un poco más de valeriana…, por algún tiempo. Enseguida dejaré de expresar en voz alta mis sueños y podré dormir a pierna suelta. Y dígame dónde nació, pura curiosidad. La curiosidad debe ser controlada, bien administrada. ¿Qué importancia puede tener para usted saber dónde nací? Sonrío. Ya se encuentra a gusto, pisando terreno conocido. Dígame, camarada, ¿puede hacerme una cura de sueño? Eso es lo que pretendo. Empezaremos hoy mismo. Voy a intentar crearle una respuesta automática. ¿Pavlov? Pavlov y la hipnosis. ¿Le parece bien?

Me convencí de que lo amaba en 1933, en octubre, después de encontrarnos en el Círculo de Bellas Artes durante aquellas conferencias sobre salud natural que duraron cuatro semanas y a las que asistimos juntos. Lo había conocido a finales del verano después de una conferencia que dio en el Paraninfo de la Facultad de Letras sobre la República de Weimar y el peligro fascista. Más tarde nos encontramos en el bar de al lado, en la calle Norte, me acuerdo muy bien, nos pusimos a charlar mientras bebíamos vino peleón. Era un chico alto, delgado, con gafas, recién licenciado en Letras. Iba a especializarse en Historia y estaba opositando a cátedra. Era guapísimo. Me gustó lo que dijo: «Los fascistas no son otra cosa que burgueses en estado de pánico», y se echó a reír. Después alguien mencionó lo sugestivo que resultaba el ciclo de conferencias sobre la salud natural que comenzaría en el Círculo de Bellas Artes unos días después. La salud natural era una verdadera revolución, un cambio en los hábitos de vida. Quedamos todos en vernos.

Ni siquiera sabía si él asistiría o no. La Sala de Columnas en el Círculo estaba llena de público y no lo vi. Recuerdo que pensé: «Soy tonta, una estúpida». Pero luego, finalizada la conferencia, fuimos en tropel a la cafetería del Círculo y él ya estaba allí en una mesa con amigos. Se habló del tema sobre el que había versado la charla. Y mientras él hablaba de los griegos y de la nueva moral sexual, lo imaginaba desnudo en la orilla del mar a mi lado. Era un pensamiento tranquilo, pausado, inevitable. En mi imaginación ambos permanecíamos tumbados en la arena sin hablar. ¿Era amor a primera vista? ¿Ver a alguien y ya está? En realidad comencé a amarlo en ese momento. Las novelas de Eduardo Zamacois y Felipe Trigo resultaban bobadas cuando describían amores súbitos, me parecían falsas. No había frases rimbombantes cuando pensaba en él, había anhelo por tenerlo a mi lado. ¿Eso era la lujuria? ¿Lo que reprochaban los curas?

No soy virgen, le dije la primera vez, un sábado en mi cama. Él no contestó, me besaba todo el cuerpo, lo hacía despacio, con lentitud, demorándose, hasta que fui perdiendo la vergüenza, ese extraño pudor. Se lo repetí otra vez. Entonces tenía veinte años, él, veintiuno. No importa, contestó él. No pude articular palabra. Tuve que cerrar los ojos, despojada ya de toda prevención. Más tarde, él me dijo: Qué bien hueles. Y mucho después: Me gusta que lleves el pelo corto…, así puedo besarte la nuca. Deja que te mire añadí yo, perdida ya definitivamente la vergüenza. Y más tarde: ¿Puedo hacértelo yo? Sí, creo que me gustaría. Hazlo muy despacio…, y no hables, por favor. Y los dos rompimos a reír.

Fue durante aquel sábado. Mi padre estaba en el café y la tata Isabel lo había observado con suspicacia cuando abrió la puerta, bien de mañana. Una mirada fija, reprobadora. «Vamos a estudiar, tata», le dije yo. Y él, entonces, la besó en la mejilla, sonriendo: «Encantado, tata, me llamo Juan». Eso fue así…, eso era el amor. Un gran banquete: tocar, chupar, amar, morder, lamer. Pero, también, cogerse de la mano, pasear, prestarse libros, ir al cine, al teatro, comentar lo que estaba ocurriendo en Italia y Alemania, en Hungría, el fascismo como última oportunidad de resistencia al nuevo mundo que alumbraban las luchas del proletariado.

En una cafetería, uno de los camareros nos llamó la atención. «Les ruego que se contengan, aquí no se puede hacer eso». Nos besábamos, eso era todo lo que hacíamos. El camarero era un hombre mayor y Juan lo miró con simpatía y le dijo: «Disculpe». Su padre era camarero del café Levante. ¿Quieres que te lo presente algún día?, me preguntó.

De pronto me despertaba en medio de la noche y lo veía muerto, el pecho acribillado a balazos. Y era tan nítido, tan verdadero, que me estremecía de espanto mientras en el sueño escuchaba las bombas que estallaban a su alrededor, los silbidos de los proyectiles, el ruido de los aviones, los gritos de los moribundos, el tartamudeo de las ametralladoras, los cuerpos destrozados por las granadas. Pero en otro sueño estaba vivo, guapo y alto, y desfilaba con sus hombres por la Gran Vía de Madrid, y él sabía que yo, en ese momento, soñaba con él. Porque Madrid resistía, los fascistas no habían podido entrar. Las crónicas de Koltsov en Pravda contaban el heroísmo del pueblo madrileño. Madrid era invencible. Se luchaba en los suburbios casa por casa, en el Puente de Segovia, en la Casa de Campo, en Carabanchel, en Usera.

Le dije a Walter: Necesito que me busquéis un marido muerto o un novio. Alguien en quien pensar. Quiero guardar luto. Walter se me quedó mirando a través de los cristales de aumento de sus gafas redondas. Creí que podría echarse a reír, contestarme: «No lo pongas más difícil». Sin embargo se quedó en silencio, uno de sus prolongados silencios. Sí, está bien. No será difícil. Un poco más de trabajo, nada más. Sin razón aparente, me sentí feliz. Como si hubiera ganado una batalla personal. Entonces Walter añadió: Será la semana que viene. Ya tenemos tu documentación, tu nueva historia. Tendrás que aprendértela, ya sabes. Entrarás por Francia, un camarada te llevará a Biarritz. Allí alguien te aguardará con tu equipaje. Más tarde pasarás a España, ya está todo organizado. Tu destino es Salamanca y después Burgos. Esa será la parte más difícil. ¿Por qué Burgos? ¿Cuál sería el pretexto? Habíamos pensado que fuera muy simple. Buscarías trabajo, pero ahora…, ahora será más fácil. Andarías buscando una solicitud de paga por viuda de guerra, tu novio requeté murió en combate antes de casaros. Presentarás cartas en las que expresa que quería casarse contigo. ¿Te parece bien? Eso es, un novio, no quiero estar casada. Walter sonrió: Hay tiempo, tu entrenamiento está resultando óptimo, ya estás casi lista, preparada. Lo decía de esa manera tan simple: «preparada», y después su otra frase preferida: «todavía queda tiempo».

Pero el tiempo no existía para nosotros. Juan y yo llevábamos tres años juntos y esa era la sensación, nos queríamos desde siempre. Leíamos juntos, marchábamos juntos, estábamos juntos. Pasaban los días en el calendario, pero era un tiempo diferente, estaba con él sin la sensación agobiante del paso del tiempo. Era como si hubiera estado así desde niña. Una sucesión de instantes. Eso era estar enamorada, amar a tu hombre.

¡Qué guapo de comandante en esa foto del periódico! La gorra un poco torcida a la izquierda sin sonreír, serio. Nos despedimos poco después. Yo iría a Barcelona, más tarde a Marsella. Un vapor me llevaría a México con escala en Canarias y las Azores. Formaría parte de la misión comercial de la embajada de España en la capital mexicana. Una suerte, la guerra había terminado para mí. Dimos una fiesta en el piso de la calle Viriato con Izcaray y Arman. Aquella noche lloré. No quiero casarme contigo, ni con nadie le dije en cierta ocasión. ¿Nuestro amor va a ser diferente? No importa…, y no va a ser diferente. Da lo mismo si nos casamos o no. Quiero estar siempre contigo. Te quiero, ¿sabes? Estoy loca por ti. Dame la mano y cierra los ojos. Y ahora dime si me quieres. Te amo, mi amor, te amo… ¿Por qué lloras? No lloro…, tengo miedo. ¿De qué? ¿De que no te quiera algún día? No, no…, negué con movimientos de cabeza. De que alguno de nosotros muera, de que los dos nos muramos. No estar juntos. Eso no va a ocurrir nunca. Pero ocurrirá. No, no va a ocurrir. Nunca ocurrirá. Deja de llorar, mi amor. Los dos moriremos juntos.

Al terminar el periodo de instrucción, cerca del barco atracado en el muelle, en Odesa, Walter me abrazó con fuerza y me dijo: Cuídate, por favor, cuídate. Le di un sorpresivo beso en la frente. Mi lindo viejito, te quiero, ¿sabes? Cuídate tú también. Me fijé en los ojos de Walter. Eran ojos que parecían soñar, pero eran sagaces, capaces de ver en el interior de la gente. Estuve a punto de decirle: «Yo también te voy a echar de menos, ¿sabes?».

Walter me vio marchar por la dársena, entre la gente, hacia el vapor que me llevaría a un puerto del Mediterráneo oriental. Después, él no podría controlarme.

Seis días más tarde, en París, un hombre gordo del consulado soviético me dijo en un pequeño restaurante de la rive gauche: esta será su última documentación, vea, señorita, un salvoconducto de las autoridades de Burgos que le permiten viajar a Salamanca. Usted quiere que le reconozcan la viudedad de Juan González Urgoiti, su marido. Aquí tiene su historial, apréndalo de memoria y destruya el papel. No llegamos a casarnos. El hombre gordo me miró con suspicacia, la boca llena de foie de canard. Sí, eso es lo que quería decirle, amante o lo que sea…, el documento es muy explícito. Usted busca una pensión de viudedad por muerte en combate de su…, amante o novio. Tendrá que ir a las oficinas militares, al regimiento donde sirvió, y de allí regresará a Burgos, donde vivirá. Le hemos preparado su inscripción en el catastro de Burgos con fecha de marzo de 1936. No tiene cédula de trabajo. Y esto es todo. ¿Cómo sigue el bueno de Walter? ¿Qué Walter?, contesté.

Además tuve una maleta comprada en Burgos. La ropa era de mi talla, incluía un velo, el periódico salmantino El Adelanto y un misal gastado por el uso. Un pastor vasco me ayudó a cruzar la frontera.