MADRID, COMIENZOS DE OCTUBRE DE 2011
Unos años antes de que muriera su madre, Juan Delforo recibió una llamada telefónica bastante extraña en su casa de Salobreña, Granada, de alguien que dijo llamarse Guillermo Borsa. Le informó de que un tal Dimas Prado le había dejado un legado en su testamento. Le solicitaba una cita en Madrid para entregarle su última voluntad.
En un primer momento Delforo no supo quiénes eran Dimas Prado ni Guillermo Borsa. Se lo tuvo que recordar Borsa. Solo entonces Dimas Prado se fue corporeizando poco a poco, desde las brumas de su lejana juventud. Se trataba de un policía que en 1976, estando él detenido, se presentó en su celda en la Dirección General de Seguridad, empeñado en hablar con él.
Evocó sus redondos ojos de sapo, el bigotito teñido de negro sobre la boca perruna, su cojera y la manera un tanto estudiada de apoyarse en el bastón, sin contar la boquilla en la que atornillaba cigarrillo tras cigarrillo con gestos que parecían estudiados. Pero, sobre todo, Delforo recordó la mirada fija y escrutadora y aquel bastón con empuñadura de plata que el policía dejó sobre el banco de piedra en la celda antes de sentarse a su lado.
Quedaron en reunirse el lunes de la semana siguiente, día que Delforo solía elegir para ver a su madre en Madrid. Movido por la curiosidad, la cita quedó fijada en una dirección de la colonia de El Viso.
A la hora prevista, Delforo llamó al timbre de la puerta de un chalet de dos plantas, excesivamente maltratado por el tiempo y la desidia, rodeado por altas tapias por las que asomaban copas de árboles sin podar. Le abrió un anciano flaco, con una chaqueta cruzada pasada de moda y el cabello blanco apelmazado, peinado hacia atrás. Parecía un fotograma sepia de alguna vieja película de gánsteres.
Se dieron la mano.
–Supongo que es usted el señor Borsa, ¿no?
–Sí, Guillermo Borsa. ¿Sabe?, lo habría reconocido a pesar del tiempo que ha pasado. ¿Quiere entrar, por favor?
Atravesaron lo que antes debió de ser un jardín cuidado y ahora era una maraña de matojos secos y enredados y entraron en la casa, sumida en un extraño y destartalado silencio. Borsa lo condujo hasta un salón con libros encuadernados en piel que parecían no haber sido abiertos nunca, cuadros antiguos y algunos sofás y sillones. El salón parecía una tienda de antigüedades sin barrer. Le hizo señas para que tomara asiento en uno de los enormes sillones de orejas que rodeaban una mesita sobre la que había un cenicero de porcelana con caracteres orientales, dos libros en ediciones de bolsillo –no pudo leer los títulos–, un cuaderno grande de tapas negras muy gastado y un juego de café con dos tazas.
Borsa se acomodó en un sillón al otro lado de la mesa, levantó la cafetera y le preguntó:
–¿Quiere café? Lo acaban de preparar, aún está caliente.
Mantenía la cafetera en alto y una expresión dubitativa en el rostro. La mano le temblaba ligeramente.
–Sí, por favor.
–¿Azúcar?
–Gracias, no tomo.
El anciano no dejaba de observarle. Delforo sorbió un trago. Era un buen café.
–Bien –empezó–. Tengo una gran curiosidad. ¿Qué quiere usted? Me dijo que un tal Dimas Prado me menciona en su testamento. ¿No es así?
–Sí, eso fue lo que le dije. Soy el albacea del señor Prado. Antes de morir me encomendó esta tarea, que cumplo tal como se lo prometí, aunque no lo apruebe. Tengo que advertirle de que intenté disuadirle muchas veces, pero fue inútil.
–No lo entiendo, solo vi al señor Prado en una ocasión, y fue en 1976. Me habían detenido y me encontraba en una de las celdas de la antigua DGS.
–¿No recuerda nada más?
Delforo se mantuvo en silencio. Contestó pasados unos instantes:
–Fue hace mucho tiempo.
–Usted y Dimas estuvieron casi dos horas hablando en la sala de comisarios, en el tercer piso. Y tomaron café, yo mismo se lo llevé. ¿No se acuerda?
–Sí, es cierto. Tomamos café y charlamos en un saloncito con aspecto de pub inglés. ¿Fue usted el que nos llevó el café?
–Sí, fui yo.
–Recuerdo que la noche anterior entraron en mi celda varios esbirros con pañuelos en el rostro y sin mediar palabra me golpearon con porras hasta molerme. Al otro día, ese…, el señor Prado vino a verme y me sacó de la celda. Me dijo que era comisario jubilado. Recuerdo que me hizo acompañarle a esa sala donde estuvimos hablando. Se interesó por determinados aspectos de mi vida, pero, sobre todo, me preguntó por mi madre y mi padre, Carmen Muñoz y Juan Delforo Farrel. No recuerdo mucho más de aquella conversación. Mi padre murió en 1970 en un desgraciado accidente de coche.
–Su padre y Dimas se conocieron en la posguerra y se vieron en varias ocasiones. También conoció a su madre. ¿Vive ella todavía?
–¿Mi madre? Sí, claro, tiene noventa y cinco años y está perfectamente… Bueno, tiene muy limitadas las facultades físicas, pero se vale por sí misma. ¿Qué tipo de relación pudieron tener mi madre y ese…? Me refiero a Dimas Prado.
–¿No lo entiende?
–No, no lo entiendo en el caso de mi padre es diferente. Fue oficial en el Ejército Popular de la República y llegó a mandar una división en la batalla del Ebro. Estuvo en la cárcel en Málaga en 1945, después, en 1946, unos meses en el Penal del Puerto de Santa María y más tarde, hasta la amnistía general de 1949, en un batallón de castigo en Mohedas de la Jara, un pueblo de Toledo. Pero mi madre…, bueno, nunca tuvo ninguna actividad política.
Borsa bebía café a pequeños sorbos. Delforo lo contempló: rostro delgado, cadavérico, con el cabello blanco semejante a un extraño sombrero, el cuello flaco y la dentadura blanca y pareja, tan ridícula en las bocas de los viejos. ¿Cuántos años tendría?
–¿No se preguntó nunca por qué tuvo tanta suerte en su vida…, digamos en su vida política, señor Delforo?
–¿Tanta suerte? No sé a qué se refiere.
–Me refiero a que usted se libraba siempre del cerco policial, señor Delforo. Sus compañeros de partido caían y usted no. Recuerde, esa fue la única vez que la policía lo cogió, a finales de 1976. Y lo cogieron porque Dimas quería verlo, charlar con usted. Tenía curiosidad por conocerlo. Y esa era la mejor manera de hablar con usted.
–Espere un momento, señor Borsa, esa no fue la primera vez que me detuvieron; antes caí preso en 1971, estuve un tiempo en la cárcel de Salamanca, preventivo. Más tarde me trasladaron a Madrid, me juzgaron y fui absuelto por el Tribunal de Orden Público.
–Esa es una prueba más de lo que le estoy diciendo. Entre 1971 y 1973 Dimas y yo estuvimos en Estados Unidos en misión especial. De todas maneras, el Tribunal de Orden Público lo absolvió por falta de pruebas. ¿Recuerda lo que ocurrió exactamente aquel día de finales de 1976? ¿Lo recuerda? Dimas ordenó que lo llevaran a la enfermería para que le revisaran y curaran sus magulladuras y más tarde lo condujo a la sala de comisarios. Estuvieron hablando casi dos horas. Aún recuerdo cómo iba usted vestido; mejor dicho, cómo iba vestido aquel joven que era usted en 1976. Tenía entonces veintinueve años, ejercía el periodismo y quería ser escritor.
–Sí, eso es, primero fui a la enfermería y después a la sala de comisarios…, ahora caigo. Estuvimos hablando un buen rato, me preguntó por…, por mi padre y mi madre, ya se lo he dicho. También mostró interés por mi trabajo…, si me interesaba más la literatura que el periodismo…; en fin, fue todo muy extraño y yo estaba sin dormir, además de que me habían sacudido aquella paliza la noche anterior. Pero han pasado treinta y cinco años y sigo sin comprender a qué viene todo esto. Escuche, señor Borsa, ha sido la curiosidad lo que me ha hecho venir. Soy escritor y ese legado me ha llamado la atención. ¿Qué ha querido decir con eso de mi buena fortuna durante mis años de actividad política?
–Es sencillo, lo hemos protegido siempre.
–¿Hemos?
–Sí, los dos, Dimas y yo. Yo a mi pesar, pero así ha sido. Usted era intocable.
–No…, no… Es imposible. ¿Desde cuándo?
–Desde que empezó su actividad política clandestina y subversiva en 1964. Aquella organización… ¿Cómo se llamaba?, el GAUP, los Grupos de Acción y Unión Proletaria.
Delforo no pudo evitar un gesto de extrañeza. Esa etapa de su vida estaba olvidada y sepultada en lo más profundo de su memoria. Se afilió al GAUP en 1964, cuando trabajaba de botones en aquella editorial madrileña en la que años después publicó seis novelas. Lo contactó José Pons, hermano de Eduardo Pons Prades, el jefe de producción de la editorial, exmilitar republicano de extracción libertaria, antiguo oficial de la resistencia francesa y un brillante intelectual.
Delforo formó una célula con sus dos amigos de entonces, Alberto Ganga y Emilio Vera, con los que compartía discusiones literarias e inquietudes revolucionarias. Los tres pretendían escribir novelas mientras se entrenaban y recibían educación política, integrados en la Federación Anarquista Ibérica, la FAI. La propaganda que recibían se almacenaba en la editorial sin que nadie lo supiera y ellos la distribuían en fábricas y lugares de trabajo.
Alberto Ganga se suicidó años más tarde, después de sufrir un accidente de coche que le deformó el rostro. Emilio Vera murió de cáncer al año siguiente, tras publicar en Planeta su primera y única novela: La marcha de la carroña. Su viejo amigo Alberto Ganga solía escupirles a los mendigos que les pedían limosna. Cuando se lo afeaban, les aseguraba que así promovía el odio de clase. Delforo se sorprendió ante la viveza de sus recuerdos. Llevaba años sin acordarse de aquella etapa de su vida.
–Tenía usted diecisiete años –decía Borsa.
–Espere un momento, es imposible. ¿Cómo sabe eso? La organización era clandestina y se disolvió en 1968. Yo la abandoné un poco antes, en 1967.
–Eso es, entonces ingresó en el Partido Comunista en la Facultad de Letras de Madrid, más tarde continuó la militancia en la de Salamanca… Y hace poco ha vuelto a ser miembro del partido, ¿no es así? Claro, el partido ya no es clandestino, por supuesto, ni ilegal. Pero no quiero hablar de su vida política, señor Delforo. No me interesa. Le repito que estoy aquí con usted porque le di mi palabra a Dimas, solo por eso. Si le parece bien, le diré lo que le ha legado. ¿Me está escuchando?
–¿Qué? Sí, le estoy escuchando, y le digo, simplemente, que no puede ser. No son tan listos, no pueden saberlo todo. Tienen brigadas de información, servicios secretos, confidentes…, pero no. Es imposible, es un farol.
–Como quiera.
–¿Qué me ha dejado ese hombre? ¿Lo puedo saber?
Borsa levantó el cuaderno negro.
–Esto…, una especie de…, bueno, de novela o de narración de algunos sucesos que ocurrieron en Burgos en 1938. Él quería que usted la utilizara y se basara en lo que él había empezado a contar. Pero tiene que garantizarme que la usará.
–¿Y eso es todo? ¿Un cuaderno con un bosquejo de novela?
–Dígalo de otra manera. Le da materiales únicos, información de un crimen impune del que no se sabe nada. ¿Lo toma o lo deja? Me dijo que la única condición que ponía era que usted me diera su palabra de que lo iba a utilizar.
–¿Y basta con mi palabra?
–Sí, con su palabra es suficiente. Démela y se lo entregaré.
–¿Él sabía que yo era escritor?
–Sí, lo sabía. Leyó sus libros. Mire… –Levantó los libros que había en la mesa. Eran sus dos primeras novelas. Había publicado una en 1980 y la otra en 1982–. Las tenía todas, pero yo solo he encontrado estas dos.
–Me parece muy extraño, compréndalo.
–No se arrepentirá, se lo garantizo. Dimas sabía terribles secretos de Estado. ¿No se decide?
–¿Qué eran ustedes? ¿Amigos?
–Hermanastros, hermanos de padre…, y también fui su ayudante y amigo. Estuve con él desde la primavera de 1936. Una larga relación de setenta y cinco años. –Ante el silencio de Delforo, Borsa añadió–: Acepta el legado, ¿sí o no? Mientras se decide, podemos tomar un poco de coñac. ¿Le apetece?
–¿Ahora? ¿No es demasiado temprano?
–Nunca es demasiado temprano para nada. Dimas solía tomar coñac a todas horas y yo también me aficioné. Últimamente solo bebíamos el 1866 de Larios, es mejor que los coñacs franceses.
–¿Va a invitarme a beber coñac?
–Gastaremos la última botella. ¿Sabe una cosa? Dimas pidió una copa antes de irse al otro mundo. Beberemos a su salud.
–¿Quiso beber coñac antes de morir?
–Así es… Dimas se suicidó la semana pasada.
–¿Cómo que se suicidó?
–Pues sí, eso hizo. ¿Le interesa?
Delforo se encogió de hombros.
–No… No me interesa, en realidad me da igual.
–Se disparó al corazón.
Borsa le sonrió. Delforo lo observó tocar un timbre que parecía de plata. Su sonido se perdió en la lejanía de la casa.
–Dimas Prado llevaba en la solapa la insignia de camisa vieja de Falange –recordó Delforo–. ¿Usted también fue falangista?
–¿Falangista? Bueno, es posible, aunque nunca me afilié. Dimas lo era y yo…, bueno…, yo estaba con él. Creo que todo el mundo suponía que yo también era falangista. En realidad, el único partido al que me afilié fue al Partido Nacionalista Español del doctor Albiñana, uno de los que mandaba en Burgos durante la República. Consiguió un escaño de diputado en el 36, se quedó en Madrid y lo fusilaron cuando se produjo el Alzamiento. Teníamos unas milicias muy parecidas a las de Falange, incluso saludábamos a la romana.
Una mujer gruesa entró en la habitación arrastrando las zapatillas. Parecía marroquí, a juzgar por la henna con la que se había tintado el cabello y los tatuajes de las manos y del mentón. Observó en silencio a Delforo con sus ojillos abultados.
–Fátima, tráenos la botella de coñac, anda.
La mujer desapareció tras la puerta sin decir palabra.
–¿Me está diciendo que fue pistolero de la Legión de Albiñana?
Borsa se encogió de hombros.
–¿Qué importancia tiene eso ahora? Fue hace mucho tiempo. ¿Sabe una cosa? En una ocasión Dimas le salvó la vida. ¿Qué le parece?
–¿A qué se refiere?
–Le he dicho que Dimas le salvó la vida. Usted estuvo condenado a muerte.
Delforo creyó que no había oído bien.
–Espere un momento, ¿quién me condenó a muerte?
Borsa ahora le estaba sonriendo. La extrema palidez de su rostro parecía relucir.
–Nosotros… –respondió–, y si no llega a ser por Dimas, usted ahora no viviría, así de sencillo.
–¿Con ese nosotros se refiere a la policía o a la Falange?
Inexplicablemente Borsa seguía sonriéndole como si esa mueca lo disculpara. Delforo contempló sus dientes grandes y parejos, tan falsos como su sonrisa.
–Déjelo en «nosotros», no le voy a decir más.
–¿Por qué me ha dicho esa fanfarronada? ¿Le gusta jugar? Déjeme preguntarle: ¿todo esto lo había previsto Dimas Prado o es idea suya?
–Hubo un tiempo en que usted me asqueaba, Delforo. Usted, su padre… y su madre, esa repugnante familia de comunistas. Dimas no supo darse cuenta de lo que significaron ustedes en su vida. Ustedes fueron culpables de…, de… joderle… le marcaron para siempre, lo convirtieron en un desgraciado. ¿Lo entiende?
–Puedo entender las palabras «joderle», «ser un desgraciado», «marcarle para siempre», pero no entiendo qué tiene que ver eso con mi familia, ni conmigo.
Fátima regresó con una bandeja en la que había dos copas ventrudas y una botella de coñac. Borsa llenó las copas hasta la mitad, ensimismado. Olisqueó la suya y chascó la lengua murmurando algo entre dientes. La criada se retiró en silencio.
–Los años lo borran todo. ¿Qué importa eso ahora? Dígame, ¿quiere brindar por Dimas? –Levantó la copa–. ¿Por mi hermano Dimas?
–Está bien, por él. –Delforo levantó su copa y bebió un sorbo de coñac–. ¿Qué ha querido decir con eso de que Dimas impidió que me mataran?
–No tiene importancia, déjelo.
–Insisto, ¿eso es verdad?
–Sí, Dimas impidió que lo mataran. Los nuestros pudieron haberlo hecho sin que él se enterara, pero desistieron… Dimas era…, no sé…, imponía respeto y era muy cabezón; ni siquiera pude quitarle de la cabeza que se suicidara.
–¿Está hablando en serio? ¿Cuándo fue eso? Según me ha dicho solo nos vimos una vez hace treinta y tantos años en la DGS, y el que estaba jodido era yo, me acababan de dar una paliza.
–No olvide que conocíamos todos sus pasos. –Vació la copa y volvió a llenarla despacio. Se puso a mover el coñac–. Igual no se acuerda, pero usted y yo coincidimos antes de que Dimas fuera a verlo a la DGS. Ocurrió a finales de 1975, aún no había muerto el Caudillo.
–Tiene usted una memoria envidiable para su edad. Yo no lo recuerdo. ¿En qué otra ocasión dice que nos vimos? Bueno, si puede saberse. ¿Le molesta que fume?
–No, en absoluto. Yo no he fumado nunca, pero Dimas no dejó de fumar jamás. Fumaba Pall Mall, esos americanos emboquillados. Se fumaba dos paquetes diarios.
–Los atornillaba en una boquilla negra.
–Sí, eso es. Perteneció a su padre. ¿Quiere que le traiga un paquete de Pall Mall? Aún quedan.
–Gracias, fumo negro. –Prendió uno de sus cigarrillos y expulsó el humo–. No me ha contestado. ¿Dónde nos vimos?
–Es usted muy curioso, Delforo, actúa como un policía, aparenta frialdad y aplomo y se fija en todo.
–¿Es un halago?
–Puede ser.
–Es posible que los policías y los escritores tengamos algo en común… La capacidad de observación, el instinto de comprender a los seres humanos de un vistazo, el análisis de sus gestos, sus silencios…, todo eso es parecido. De todas formas, los escritores lo hacemos con fines diferentes de los de la policía. ¿Me lo va a contar o no?
–Usted vino a vernos a aquel almacén de la calle Francos Rodríguez con la intención de afiliarse a nuestro grupo. Bueno…, de infiltrarse, digamos. Quería usted escribir un reportaje sobre los Grupos de Acción, ya sabe…, se hizo pasar por falangista. En realidad usted llevaba bastante tiempo investigando sobre nosotros, lo teníamos calado. Vino con un tal «Huracán Molina», uno de los nuestros.
Delforo se quedó estupefacto. Intentó que no se le notara el asombro. Borsa había mencionado que llevaba tiempo ocupándose de él. Y era cierto: la dirección del almacén se la dio Alberto Molina, alias «Huracán Molina», un conocido de la cárcel, exboxeador canario, atracador de bancos, al que un día distinguió entre un supuesto grupo de anarquistas que destrozaban escaparates y quemaban contenedores de basura durante una algarada en la calle Princesa. Ese Molina le dijo: «Estudiante, aquí nos llevamos cincuenta mil a la semana. ¿Cuánto ganas tú en tu jodido periódico?».
Luego, la propuesta del reportaje al director: «La policía está creando un ambiente asfixiante de violencia. Los planes son ataques selectivos a líderes obreros, abogados, estudiantes, secuestros de personalidades del régimen… Tienen asesores argentinos, quieren que la izquierda responda a las provocaciones para crear una imparable espiral de terror callejero…».
Recordó la pregunta del director y su respuesta: «¿Cuál es tu fuente?». «Un tío al que conocí en la cárcel, un atracador de bancos. Cobra cincuenta mil pesetas a la semana, forma parte de una unidad de choque muy organizada, los llaman Grupos de Acción. Tienen mandos policiales, del ejército, y esos asesores, los pistoleros argentinos. Unas veces van de anarquistas y otras, de falangistas». «Una película muy bonita, Delforo, pero una fuente así, la de un exrecluso, no es suficiente para un reportaje. Nos podría caer una querella que nos arruinaría. Busca más fuentes».
Borsa le estaba diciendo algo.
–… Molina, ese chico…, ese traidor, se lo contó todo, ¿verdad? ¿Cuánto le pagó? Tengo curiosidad.
–Nada, le doy mi palabra… Me lo contó para presumir, para demostrarme que ganaba más que yo, que era más importante. Me propuso que fuera a ver a su grupo con mis propios ojos para que me convenciera.
–No le sirvió de nada, ¿verdad? Una pérdida de tiempo. Se presentó allí y se puso a hablar con…, no me acuerdo, con un camarada. Le dijo que era de Valladolid y que quería luchar por la patria, por España, y que era falangista. Yo estaba en el rincón, consultando no sé qué, y lo reconocí. ¿Sabe lo que pensé? ¿No? Pues pensé: «¡Dios mío, qué atrevimiento!».
–Creo que entonces yo era bastante despreocupado, es cierto. Me invitaron a participar con ellos en la lucha por la libertad, contra el comunismo y el terrorismo de ETA.
–Usted no lo vio claro y no volvió. En realidad, el reportaje no salió, menos mal. Su director también se achantó. Le mandamos una carta de aviso.
–Nunca supe de esa carta.
–Bueno, el director vive todavía. ¿No lo ve en las tertulias de la tele? Sale mucho. Pregúntele.
–¿Qué le decían en esa carta?
–Que si publicaba esa falacia, ese reportaje de mierda, acabaríamos con su familia.
–Vaya…, el reportaje no salió porque no encontré más fuentes que corroboraran mis hipótesis. Sin embargo, todo eso lo saqué en mi primera novela. Ese fue el tema fundamental. ¿La ha leído?
–Me temo que no, señor Delforo. Era Dimas quien las leía. A mí nunca me ha interesado su literatura.
Borsa sostuvo el ejemplar de su vieja novela. No era lo mismo una exclusiva de esa envergadura en un periódico de tirada nacional que escribir una trama política, más o menos ingeniosa, en una obra de ficción. Nadie se la tomó en serio, fue tratada por la crítica apenas como una especulación, una posibilidad más o menos remota. Nadie creyó que la violencia de la transición fuera un proyecto elaborado por los Servicios de Inteligencia para crear confusión, angustia y temor entre los ciudadanos ante la posibilidad de que se volviera a votar un Frente Popular, o algo parecido. La mayoría de los españoles seguían marcados por los recuerdos de la guerra civil y la terrorífica etapa franquista. Y luego las bombas de ETA, lanzadas directamente contra militares y la Guardia Civil, sin descartar a la población civil inocente. Muchos creían que tarde o temprano se sabría la verdad sobre el terrorismo vasco.
–Nadie se fijó en la posibilidad real de la trama de mi novela, los críticos la trataron como una novela policíaca más. Tuvo un relativo éxito. ¿Ahí fue cuando me condenaron a muerte?
–No, no les damos importancia a las novelas… La decisión de matarlo se tomó en cuanto usted se marchó. Unos decían que con una paliza era suficiente, opinaban que todos ustedes, los periodistas rojos, eran unos gallinas; sin embargo, otros…, en fin, se pusieron a discutir cómo matarlo. Era un grupo bastante exaltado, la mayoría venía de Argentina, ya sabe…
–¿Exaltados? De 1975 a 1983 hubo quinientas setenta y tres muertes debidas a la violencia política en España, según el libro de mi amigo Mariano Sánchez Soler. Se llama La transición sangrienta, ¿lo ha leído?
–No me interesa la literatura de los rojos.
–Yo lo acabo de leer. Verá, la distribución de los muertos es la siguiente: de los grupos incontrolados de extrema derecha, 49; de los grupos antiterroristas, 16; de las fuerzas policiales, 54; en cárceles y comisarías mataron a 8; en enfrentamientos entre grupos armados y la policía murieron 51, y 344 fueron víctimas de ETA, solo en aquellos años, y 51 del GRAPO. ¿Se ha quedado con el número de víctimas, señor Borsa?
Borsa lo observaba en silencio con la copa a la altura del pecho. Le pareció que hacía esfuerzos por hablar. Delforo continuó:
–Esta transición modélica costó ríos de sangre. Mataron a los abogados de Atocha, mataron en Montejurra, en Vitoria, mataron a obreros, estudiantes…, pusieron bombas, se inventaron grupos violentos de extrema izquierda, secuestraron a Villaescusa y a Herrero Tejedor… Y todo dirigido por el llamado Servicio de Documentación de Presidencia, los servicios secretos.
–No se canse, Delforo, no merece la pena. ¿Un poco más de coñac? ¿Podemos celebrar al menos que usted sigue vivo?
–Yo también los aborrezco, Borsa. A todos ustedes.
–Vamos, brindemos, Delforo. El tiempo ha pasado, mi odio por usted se ha desvanecido por completo.
–Antes de brindar me gustaría saber cómo me salvó Dimas Prado. Tengo curiosidad, tiene usted que entenderlo.
Borsa se encogió de hombros.
–Le prometí a Dimas que iba a ser comprensivo y amable con usted, Delforo, de modo que se lo contaré. Bastó una orden suya, así de fácil. Solo tuve que decir que Dimas no quería que lo tocaran.
–Vaya…, ¿y lo habrían hecho?
–No le quepa la menor duda.
–¿Y cómo habría sido?
–La curiosidad mató al gato. ¿No sabe esa máxima?
–Y ahora, ¿estoy fuera de peligro?
Borsa sonrió y movió la cabeza, como si negara.
–Sí, está fuera de peligro.
–Cuéntemelo, Borsa. ¿Un accidente de coche? ¿Un intento de robo? –Borsa lo observaba en silencio–. Soy novelista, señor Borsa. La información me puede.
–Creo que no voy a decírselo, señor Delforo. Lo siento, estoy hablando demasiado.
–¿Usted cree? Yo, francamente, creo que no. Lo único que deduzco es que ustedes eran poderosos y capaces de matar, como ocurrió montones de veces, y que Dimas Prado estaba al mando de aquella operación de desestabilización. ¿No es cierto?
–La llevó a cabo, pero no fue obra suya. Fue una operación de Estado Mayor, de gente especializada en lucha antisubversiva. Se la dieron ya montada, pero él la corrigió y la innovó, por así decirlo. Dimas fue…, fue un genio, señor Delforo.
–Vaya, entonces trabajaban para Inteligencia, no eran simples policías. Pero es lógico, había que impedir que en España se creara un Frente Popular a la muerte de Franco y que ganara las elecciones. –Delforo sonrió–. Es increíble…, entre 1974 y 1979, en aquellos cinco años, los Servicios de Inteligencia desmontaron todo lo que se había creado hasta entonces, la posibilidad de un gobierno democrático de concentración nacional que asumiera un referéndum sobre monarquía o república, la elaboración de una Constitución y unas elecciones generales libres.
–Es un error creer que el enemigo es tonto.
–Sí, es cierto. Le doy la razón, Borsa. ¿Y qué pasó con Molina? Nunca lo volví a ver. ¿Lo mataron?
–No, lo asustamos, fue suficiente.
–Usted es un…
Borsa lo interrumpió.
–¿Un asesino? Puede decirlo…, lo he sido durante bastante tiempo; sin embargo, me considero un combatiente, un patriota, un servidor del Estado. He podido matar a… –hizo un gesto vago con la mano–, bueno, a algunos. Nunca los he contado.
Delforo se quedó en silencio, pensativo, evaluando lo que le había confesado Borsa, que lo observaba con una chispa traviesa en los ojos. Delforo bebió de su copa mecánicamente.
–Tengo que asimilar todo esto, Borsa. Acaba de decirme que ustedes fueron unos asesinos, asesinos falangistas que…
–Dimas no. Él nunca mató a nadie.
–¿Qué diferencia hay? Unos lo organizaban y otros apretaban el gatillo. Ustedes mataron antes de la guerra, durante la guerra y la posguerra, y más tarde en la transición.
–Dimas no.
–¿No? Si usted lo dice…, para mí es lo mismo.
–No es lo mismo, Delforo, se lo aseguro.
–No creo que lleguemos a un acuerdo respecto a eso. Pero me gustaría saber por qué Dimas Prado no quiso que me mataran.
–Lea el cuaderno, ahí se explica todo.
Borsa se levantó de pronto y paseó por el salón. Parecía molesto por algo que hubiera dicho. Hablaba de matar y asesinar como si nada, blindado ante cualquier reflexión ética. ¿Estaría borracho? Desde luego, no lo parecía. Delforo había bebido apenas una copa o quizás dos, acompañadas de más café, pero Borsa no había parado de beber mientras se dedicaba a hablarle de su vida y de la de Dimas sin el menor pudor.
De pronto, Borsa se dio la vuelta y le dijo:
–Hubo momentos en que…, bueno, en que Dimas y yo discutíamos. Creo que…, en fin…, que no he contado todo sobre Dimas. En 1946, al comienzo del verano, le hice un favor enorme, un favor que le cambió la vida. Descubrí a… a una persona, un moro al que…, bueno, al que Dimas necesitaba capturar, pero el moro andaba escondido, se había cambiado el nombre. El caso era que Dimas corría peligro de que lo mataran, ¿entiende? ¿Sabe que Dimas fue director general adjunto de Seguridad entre 1943 y 1946?
–No lo sabía.
–Era responsable de las Brigadas de la Policía Político-Social de toda España. El responsable máximo. El número tres del Ministerio. Mandaba sobre más de treinta mil policías.
–¿Qué era Dimas Prado en 1976, cuando nos vimos?
–Comisario principal… jubilado. Iba a llegar la democracia y Dimas no podía estar con los rojos a los que había perseguido y condenado, ¿entiende? Por eso le destituyeron…