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BURGOS, COMIENZOS DE ENERO DE 1938

A las afueras de Burgos, al anochecer de un día de enero, un automóvil negro se detuvo frente al portón de una casona de piedra de dos plantas en la calle de los Hortelanos, cerca del arroyo Vena y no muy lejos del monasterio de San Juan. Se trataba de una zona de huertas y viejas alquerías diseminadas en la oscuridad del campo, en los límites de la ciudad.

Un perro ladró en alguna parte. Después lanzó un prolongado aullido, al que otros perros respondieron en la lejanía. Un joven alto, que dejó el motor encendido, bajó del coche y prestó atención al ladrido de los perros. Eso era de mal agüero. Observó las sombras del campo. No se veía a nadie, ni una luz encendida en las lejanas casas. El retén de soldados que custodiaba el monasterio de San Juan, convertido en almacén de municiones y pertrechos de guerra, no se percató de la llegada del coche.

El joven llevaba un largo abrigo oscuro y un gorro de lana le cubría la cabeza hasta los ojos. Abrió rápidamente el portón de la casa, entró de nuevo en el coche y lo condujo al interior del patio. Era un Renault 1932 de matrícula francesa. Poco después volvió a cerrar el portón.

En el extremo de la calle un hombre apareció bajo el arco de una callejuela. Fumaba un cigarrillo y llevaba guantes de lana y una bufanda sobre el gorro de plato de los serenos urbanos. Había visto el coche entrar, solo la trasera, el ruido del motor le había alertado. Miró la hora en su reloj de pulsera, arrojó el cigarrillo al suelo helado y lo pisoteó. Luego se frotó las manos estremecido de frío. Pensó que eso era un suceso extraordinario, la dueña de la casa no se lo había mencionado. También pensó que debía de ser el coche de alguien importante. Tendría que esperar a que salieran para ir a ver a doña Águeda, como habían acordado. Hoy tocaba. Era jueves.

La planta baja de la casona era un amplio patio parcialmente techado donde antes se encontraban las caballerizas para las bestias, los carros de labranza y las habitaciones de la servidumbre. Ahí estacionó el automóvil. El joven y otro hombre salieron del coche, subieron al segundo piso por unas cortas escaleras y entraron en la zona de los dormitorios principales, los baños y los salones. Ninguna puerta estaba cerrada.

En la penumbra de uno de los dormitorios, el calor se había hecho asfixiante gracias a los dos braseros, pero así era como le gustaba al general, el otro pasajero del auto negro. Ahora ya se había tranquilizado, tumbado desnudo en la cama, relajado gracias a los masajes y a la pipa de grifa que fumaba. Nadie las preparaba como su asistente. La hierba suelta, olorosa y no demasiado apretada en la cazoleta, para que se pudiera aspirar con facilidad. ¿Dónde la conseguía en Burgos? Bueno, de eso no se preocupaba. Cuando necesitaba hierba, ahí estaba, parecía recién traída de la Yebala, qué curioso, de la región de Tillarían. Esas aldeas de las montañas donde se cultivaba la mejor hierba del norte de África.

Al menos eso decían sus antiguos camaradas en los viejos tiempos, cuando la fumaban alrededor del fuego del campamento y él era un joven teniente que no paraba de reír. Pero la vida ya no era como entonces. Ahora, ni siquiera había verdaderos compañeros, ni fuegos de campamento. Nunca olvidaría aquellas noches estrelladas, plenas de misterio y de verdadera camaradería. Sabían que al día siguiente algunos de ellos morirían en combate. Era hermoso pensar en esa sensación, y la echaba de menos. Muy pocos de aquellos camaradas seguían con él, unos habían muerto y otros se habían pasado al bando de los rojos, que era peor que morir. La muerte en combate es la gloria máxima de un militar, su mayor orgullo.

¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¿Veinte, veinticinco años? En todo caso, la mejor época de su vida. Aprovechaba estos escasos instantes de relax para recordarlo. La pipa de grifa le producía ese efecto mágico, envolvente y cálido. ¡Tenía tan pocos momentos así! Los viejos compañeros se habían convertido en competidores rastreros y descuidados, observadores taimados de sus movimientos, para caer sobre él y destituirlo, y quizás matarlo, mientras fingían que lo adoraban y respetaban.

Sabía que era el precio que tenía que pagar, de manera que no confiaba en nadie y ordenaba vigilarlos constantemente. Consentía sus debilidades, sus trapacerías y engaños, y eso le permitía controlarlos. Dejaba que robasen, que se lucraran con los suministros y las partidas para víveres y vituallas, que se pelearan entre sí para conseguir cargos más lucrativos y enchufes a sus familiares y amantes. Él era un padre benévolo.

Su asistente terminó el masaje y el general se quedó inmóvil en la cama. Luego aspiró el humo chupando la pipa. Quedaba poca hierba. Volvió el rostro y divisó el cuerpo de la muchacha que aguardaba sentada en una silla entre las sombras de la habitación. Bueno, parecía una muchacha. Distinguió el bulto oscuro y flaco de su cuerpo frente a la ventana cerrada, tapada con los cortinones. Se estaba quitando la ropa.

El asistente le había asegurado que era virgen, una niña, y que venía de muy lejos, de un lugar donde nadie había oído hablar de él. Un animalillo que apenas hablaba español. Se iría enseguida de Burgos y nunca recordaría nada. Así era mejor; cada vez era más difícil y arriesgado relajarse, aunque lo necesitaba cada vez más y más, de manera que las ocasiones eran escasas y urgentes.

El asistente prendió la lucecita sobre la cómoda y la cubrió con un paño. Era fundamental que no lo reconociera. Tenía que ser así. ¿Cuándo había sido la última vez? Fue en… Sevilla, en un pueblecito cercano a San Juan de Aznalfarache. Sí, allí fue, pero no se acordaba del nombre del pueblo, ni de la borrosa figura de la muchacha, también una chica joven, morena, como a él le gustaban, delgadas y sin vello púbico, condición indispensable. Ese matorral negro le daba asco.

Dios santo, de eso hacía año y medio, demasiado tiempo con el dolor de espaldas y de hombros, con los músculos del rostro tan contraídos que le costaba trabajo hablar. Solo le calmaban las pipas de grifa que le proporcionaba su asistente y sus masajes. Pero el alivio era transitorio.

Había sido el otro día, mientras le lustraba las botas, cuando le anunció:

–Tengo una muchacha, una virgen que no ha conocido hombre y que acaba de llegar a Burgos; no es española, es de una aldea de las montañas, perdida en la región de Tigrit, frontera con Argelia. La he investigado y no sabe nada de usted, mi general. Ni siquiera habla español.

El general no le contestó, quizás calculando los pros y los contras de la propuesta. Pero su asistente lo conocía: su no respuesta significaba que aceptaba.

–Se marchará el viernes próximo, mi general, ya tiene los permisos y el salvoconducto, ¿comprende? Puedo hablar con ella para el jueves. Si quiere busco el lugar.

También año y medio atrás, en Sevilla, al comienzo de la guerra, el asistente le comentó que ya había hablado con la muchacha, la sevillana aquella. La había buscado por su cuenta, una roja a la que de todas maneras iban a fusilar. La eligió porque era una joven delgada, morena y escurrida de caderas. Recordaba que le dijo:

–Le he afeitado sus partes, ahora cuando usted ordene.

Pero eso fue hace mucho tiempo, una eternidad.

En la cama de esa habitación, con los cortinones tapando el balcón, observó con sus ojillos oscuros y fijos el rostro de su asistente vestido de paisano, extraño con esas ropas, siempre atento al lado de la cama. Un muchacho grande y fuerte, silencioso y dócil como un perro, hijo de aquel otro hombre, aquel caudillo rifeño que veinte años atrás se había arrodillado ante él con lágrimas en los ojos y le había dicho que a partir de entonces sería su perro. Después inclinó la cabeza y le besó las manos.

Y ahora, su hijo mayor le preguntó:

–¿Todo bien, mi general? ¿Está bien de calor? –Sin esperar respuesta, añadió–: Estaré al otro lado de la puerta. Ya sabe.

Él no tenía por qué contestar. Todo estaba claro.

–Ya le he dicho lo que a usted le gusta, mi general.

Escuchó el ruido de la puerta al cerrarse detrás de su cabeza y chupó la pipa por última vez deslizándola vacía al pie de la cama, sintiéndose relajado, expectante ante lo que vendría a continuación.

La habitación era grande, se dio cuenta, de muebles antiguos, pesados y oscuros, el dormitorio principal de una vieja casa. Esos muebles cuyas maderas crujían siempre en su infancia. La chica –sí, era una chica, casi una niña, ahora la distinguía mejor– se demoraba. Su silueta desnuda y escurrida apenas se definía entre las sombras.

En ese momento dejó de pensar y se dispuso a observar a la muchacha. Ella parecía mirarle a su vez. La contempló avanzar hacia la cama y subir de un salto. Con los ojos cerrados se buscó el pene con la mano izquierda entre los pliegues del estómago. Sentía los tobillos de la muchacha aprisionando sus hombros y la respiración se le alteró, el pene comenzó a surgir de la cápsula.

Ahora sentiría el chorro caliente de los orines sobre su rostro; el pulso se le alteró y empezó a masajearse el pene, aguardando. Pero no ocurrió nada y abrió los ojos despacio, con cuidado. Allí arriba, sobre su cabeza, distinguió los muslos flacos y pálidos de la muchacha, que terminaban en la hendidura rosa y apretada de la entrepierna. Aguardó un poco más, pero las piernas se estaban moviendo, se estremecían.

La mujer se encontraba en el reclinatorio, quizás rezando. El muchacho alto, atento a lo que ocurría en la otra habitación, sintió que se había quedado en silencio. Se volvió; le estaba mirando, aún arrodillada. En camisa de dormir parecía un poco regordeta, de amplios pechos que colgaban, oscuros bajo la tela. La conocía, había hablado con ella en dos ocasiones, organizando la cita.

Ambos escucharon la tenue risa juvenil a través de la puerta.

–¿Qué pasa?

–Silencio –le ordenó en voz baja.

Se acercó a él por detrás. Notó su respiración alterada, el contacto de sus gruesos pechos contra su espalda.

–Sé quién es –soltó una débil risa–. Lo he visto bajar del coche en el patio. Quién iba a decirlo, ¿eh? Bajito, regordete…, igual que en las fotos de los periódicos.

En la otra habitación, la chica seguía riendo, una risa de conejo: ji, ji, ji.

–¿Qué tener ahí? Ji, ji, ji, parece bellotita. Déjame que yo arregle eso, hombre.

Empezó a hurgarle la entrepierna. Él se contrajo como si sufriera una sacudida eléctrica y se replegó.

–¡Eh, déjame, déjame, hombre, déjame, ji, ji, ji!… Bueno, si la encuentro. ¿Dónde tenerla?

Flaca, sin pechos, una niña con rostro de vieja, que intentaba cogerle el pene. Roto ya el hechizo, le apartó las manos, loco de furia, hasta que giró el cuerpo, trasteó en la silla y encontró la pistola, la Luger. Temblando de ira, la colocó en la frente de la niña, la sucia perra malhablada, la rata asquerosa que se había atrevido a tocarle.

En la habitación contigua, su asistente escuchó el disparo y transportó el cuerpo desmadejado de la mujer a la cama.