19
BURGOS, COMIENZOS DE ENERO-MARZO DE 1938
Dimas atravesó el largo pasillo del sótano en el edificio de la Falange y tocó el timbre. Allí se encontraban las celdas, una serie de cuartos descuidados y ya casi sin uso, habilitados con puertas enrejadas, el sitio reservado a los detenidos que iban a ser interrogados. Hacía tiempo que allí no había inquilinos. En los buenos tiempos, a comienzos del Alzamiento, solían estar llenas.
Roque, el viejo encargado, manco del brazo derecho, le abrió la puerta. Había estado sentado a una mesa pegada a la pared, delante de un armario fichero gris, intentando resolver el crucigrama de El Castellano. A su lado, los restos pringosos de un bocadillo grasiento.
Era un anciano decrépito. Dimas lo recordaba siempre allí, en tareas difusas de cuidador de detenidos. Había sido militante albiñanista y somatén y afirmaba que había perdido el brazo por culpa de un campesino anarquista en Miranda de Ebro, antes de la guerra. Parece que le intentó atacar con una hoz, que él detuvo con el brazo. Su obsesión era que lo consideraran mutilado de guerra. Había escrito hasta al Caudillo. Era viudo, sin hijos, y siempre se estaba quejando, pidiendo un traslado, la paga y la consideración de mutilado. El somatén era un organismo militarizado.
–Bueno, ¿qué tal, Roque? ¿Y esos achaques? –le preguntó Dimas.
–Ya ve usted, mi alférez, tirando. Me sigue doliendo como si el brazo se pusiera a gritar. Tengo que andar con pastillas, ya lo ve usted.
–Y la morita ¿qué tal? ¿Te ha dado mucho la lata?
–Bajé un rato esta noche por si quería el rancho, pero se puso a insultarme y la mandé a la mierda. Pero aparte de eso, nada. Está como rezando o algo así…, parecen salmodias o el rosario. ¿Sabe usted algo de lo nuestro, mi alférez?
Lo consideraba un igual. Ambos víctimas de la contienda.
–Todavía no me han contestado, Roque. En cuanto me digan algo, te lo comunico. Pierde cuidado.
Roque suspiró y tomó el mazo con las llaves.
–Anoche estuvo aquí un moro. Quería verla, decía que era su hermano, un chico muy elegante, bien vestido. Parecía un señorito, muy educado él. Hablaba español como nosotros.
Dimas se detuvo.
–¿Un moro?
–Sí, un chaval joven, ya le digo, parecía español. Le dejé que pasara y hablara con ella un rato, me dijo que la morita era su hermana. Traía papeles, parece que trabaja en la casa de su excelencia el Caudillo.
–¿En serio?
–Bueno, me enseñó los papeles. Estuvieron hablando en moro, no los entendí. El mozo parecía muy enfadado.
–Está bien, abre la celda, por favor, Roque.
Roque lo agarró del brazo con fuerza y le dijo en voz baja:
–Me enseñó papeles…, un salvoconducto para poder circular por todas partes, lo tenía autorizado por la casa de su excelencia.
–Vaya, qué bien.
–No le hice nada a la morita, solo le pregunté si quería cenar, algo de comer. No quiso y me insultó, se enfadó mucho y dijo que me iba a denunciar.
–No te preocupes por eso, Roque, tranquilo.
–Los moros mienten mucho, son traidores por raza. Se lo digo yo, mi alférez, que los conozco.
Roque abrió la puerta con un largo chirrido. Dimas se quedó yerto cuando vio a la muchacha dormida en el banco de piedra, creyó reconocerla, la había visto antes. La chica incorporó al escuchar el ruido de la puerta. Era muy joven, de entre catorce y dieciséis años, delgada y de ojos asustados. Llevaba un pañuelo ceñido a la cabeza. Dimas se sentó a su lado despacio, sin dejar de observarla. Tenía un parecido inquietante con la chica muerta. Era eso, estaba seguro.
La muchacha miró a Roque y palideció. Se echó hacia atrás y cruzó los brazos con fuerza contra su cuerpo. Dimas le sonrió.
–¿Fátima Ben Chukri? ¿Es usted Fátima?
–Sí, sí, señor… ¿Por qué yo estoy aquí? Yo no he hecho nada, señor. ¿Qué es esto? ¿Qué pasar? Ese… ese señor que no pase aquí, se lo pido por favor.
Roque hizo un gesto despectivo con la mano y se retiró. Dimas volvió a sonreírle.
–No tiene nada que temer y le pido disculpas, señorita. Ha sido un error lamentable. Una confusión. Ahora mismo la llevaré a su casa.
La muchacha se puso en pie y se enjugó las lágrimas. Tenía los ojos enrojecidos. Dimas la condujo a la calle y la subió al coche. Roque los había seguido por el pasillo. Se asomó a la puerta.
–¡No le haga usted caso a esa mora, ya sabe usted cómo son! –gritó.
–No te preocupes, Roque.
Con la puerta del coche abierta, Roque continuó con las voces:
–¿Cuándo me va a decir algo de lo mío, señor Dimas? Haga usted el favor, hombre.
Dimas se volvió.
–Pierde cuidado, Roque. En cuanto sepa algo, te aviso.
Arrancó el coche. Desde la puerta el viejo continuaba mirándolos, encorvado, con un rictus de desprecio en la boca.
Dimas le preguntó a la muchacha dónde vivía. Era en el barrio destinado a los moros, el Raspadillo. Estuvieron un buen rato en silencio. Dimas le dijo:
–¿Sabe que doña Águeda ha muerto?
El asombro de ella parecía auténtico.
–¿Doña Águeda? ¡Por dios bendito! Cuándo…, cuándo… ¿Y de qué ha muerto? ¡Ay, por dios!
–Murió antes de ayer por la noche, el jueves. Un infarto…, ha muerto en paz. Usted trabaja para ella, ¿verdad?
–Sí, sí, señor…, trabajo en tienda…, la limpio, ¿sabe? Qué pena más grande.
–También trabaja en su casa, ¿no? Me refiero a su casa de campo, la de la calle Hortelanos.
Asintió moviendo la cabeza. Estaba alerta, asustada. Dimas dejó que siguiera asimilando lo que le había dicho. Aguardó. Pasados unos instantes, la chica le dijo:
–Voy las tardes y limpiaba casa un poco. Ella tiene miedo de estar sola.
–¿Todas las tardes?
–Sí, sí, señor, todas las tardes de jueves yo ir a su casa del campo. Por la mañana estar en tienda. Bueno, los domingos no. Qué lástima…, era muy buena, una santa.
–¿También se quedaba por las noches?
–Bueno, sí…, algunas noches, cuando ella me decía. La acompañaba, nada más, o cuando quería más limpieza. Pero eso era en calle Paloma, en su otra casa.
–Ya…, y ahora piense un poco… ¿A qué hora se fue de la casa el jueves pasado?
–A las cinco –dijo en voz baja–. Le preparé la cena y luego me marché.
–A las cinco… –repitió Dimas–. Muy bien, ¿y notaste algo raro?
Levantó la cabeza y lo miró con atención. Volvió a negar con movimientos de cabeza.
–No… No…, como siempre. –Hablaba con un hilo de voz–. La señora estaba bien…, como siempre.
–¿Tenía alguna enfermedad, alguna dolencia?
–¿Enfermedad? –Ahora estaba asustada–. No… No. ¿Por qué usted preguntar eso? Yo no sé nada.
–Bueno, te lo pregunto por si le notaste algo raro, no sé, si padecía del corazón o algo así, vamos, si tenía ahogos.
De pronto empezó a llorar, sollozos profundos. Dimas se mantuvo en silencio. Se dio cuenta de que no era más que una niña y estaba demasiado asustada.
–Cálmate…, cálmate, por favor. –Se fue apaciguando–. ¿Conoces al sereno del barrio, a Lorenzo Gomis?
Asintió a cabezazos, sorbiendo las lágrimas.
–Le-le hacía recados a doña Águeda… Una vez…, una vez le arregló la persiana. Yo-yo no saber nada, señor. Lo juro por dios bendito.
–¿Le ponía inyecciones?
–Yo-yo no saber, señor. No saber nada.
–Claro, no te preocupes. –Le sonrió–. ¿Cuántos años tienes, Fátima?
–Dieciséis.
–Dieciséis? Vaya… ¿Y cuántos hermanos sois?
La chica permaneció en silencio un buen rato con los ojos bajos. Dimas la observó. Por fin contestó con un hilo de voz:
–No lo sé.
–¿No sabes cuántos hermanos tienes?
–No… No saberlo… Mi padre tiene dos esposas. Aquí somos cinco hermanos. En el pueblo me parece que somos más hermanos con otra esposa.
–¿De dónde sois?
–De Tigrit, cerca de la frontera de Argelia, un pueblecito pequeño. De allí ser mi familia.
–¿Y allí te quedan hermanos y hermanas?
Asintió de nuevo a cabezazos.
Llegaron a una casa baja, con una parra en la puerta sostenida por alambres. La casa vecina era una pequeña tienda de ultramarinos que debía de servir también café. Tenía tres mesas en la explanada ocupadas por hombres muy abrigados que bebían té. En la calle jugaba al fútbol un grupo de chicos marroquíes que formaba una gran algarabía. Fátima abrió la portezuela del coche y entró en la casa en tromba. Dimas sabía que los marroquíes tenían un hospital y mezquitas.
Los hombres sentados observaron el coche con atención, pero sin mover un músculo. Los chicos dejaron de jugar al fútbol. Dimas se encaminó a la casa. Un hombre alto y fuerte, de barba recortada, nariz aguileña y porte altivo, le aguardaba en la puerta, en silencio. Vestía una amplia chilaba blanca.
–Dimas Prado, de Investigaciones. ¿Es usted el padre de Fátima?
El hombre se puso la mano en el pecho.
–Sí, mi alférez…, brigada Abdelkader Ben Chukri a sus órdenes. Pase, por favor, mi casa se honra con su presencia.
Se apartó para que Dimas pasara. El vestíbulo estaba en penumbra. Una mujer de edad madura con un pañuelo sobre la cabeza abrazaba a Fátima, que había roto a llorar y le hablaba entre sollozos. Se calló cuando Dimas entró.
Abdelkader dijo algo en árabe y la mujer y Fátima desaparecieron.
–Pase por aquí, mi alférez.
Entraron a un salón alfombrado rodeado de sofás bajos con cojines coloridos. La habitación la calentaba un brasero grande que se encontraba en el centro. De las paredes colgaban tapices con dibujos geométricos típicos de Marruecos. La mujer entró a la habitación descalza llevando una mesita baja de madera policromada sobre la que había una tetera y dos vasos. Abdelkader, en silencio, vertió varias veces el té en un vaso y lo volvió a echar a la tetera. Olía a menta.
Finalmente, sirvió el té en los vasos, tomó uno de ellos con el pulgar y el índice, sopló y sorbió ruidosamente. Dimas intentó hacer lo mismo. El té le quemó los labios y la garganta.
–¿Por qué Investigaciones de Falange busca a mi hija? ¿Ha hecho algo malo? ¿Acaso es una roja?
–No, en absoluto. Ha sido un error burocrático… En cuanto me he enterado de que estaba en el calabozo, la he sacado. Me disculpo ante usted por el error.
Abdelkader lo observaba con ojos fijos, parecía no parpadear. Se llevó la mano derecha al pecho y dijo:
–Mi hija es pura como ángel, señor alférez. Y acepto sus disculpas. El hombre justo y misericordioso alcanzará el paraíso.
–Estamos haciendo un censo de marroquíes que trabajan con españoles, ¿comprende? Es simple burocracia.
–¿Censo?
–Sí, todos aquellos que trabajan con españoles. Vamos a hacer una lista, rellenar unos cuantos papeles. –Dimas le sonrió.
–Aquí somos todos militares…, sargentos y cabos de la guardia de su excelencia el Caudillo, que dios lo guarde. En esta barriada somos dieciocho, todos con familias. Los oficiales son tres, todos españoles, pero ellos en Burgos, allí viven. Yo soy suboficial, por la gracia del Caudillo, dios lo guarde, soy brigada. He estado en la guerra desde antes de 1936, mucho antes.
–¿Cuántos hijos tiene usted?
Abdelkader se echó hacia atrás y sonrió. Era un hombre fornido, ancho de hombros. Debía de tener más de setenta años. La barba blanca recortada y el cabello corto le daban prestancia de jefe, alguien acostumbrado a mandar y a que le obedecieran.
–Alá, su nombre sea alabado, me ha concedido muchos hijos. Los hijos son una bendición del Todopoderoso.
–¿Cuántos viven con usted?
Abdelkader tardó en contestar. Su mirada era de nuevo escrutadora. Volvió a sorber el té.
–Aquí, en España, cinco, dios los bendiga. Cuatro hombres y una muchacha, Fátima. En España, por respeto a los cristianos, solo tengo una esposa, Jarica, usted la ha visto, mi alférez.
–Pero en su país tiene más hijos, ¿verdad?
–Sí, tengo más, Alá Todopoderoso me ha bendecido con muchos hijos.
–¿Solo Fátima trabaja con españoles?
–Sí, solo Fátima. –Se quedó en silencio, pero añadió–: Mi hijo mayor, Imán Mohamed, es camarero en la casa de su Excelencia el Caudillo, que dios lo guarde. Un honor grande para mi familia.
–¿Y no tiene más hijas?
Dio otro sorbo de té. Dimas hizo lo mismo. Ahora podía beberlo con más facilidad, no le abrasaba la lengua.
–No, ninguna…
–¿Tampoco en su tierra?
–Sí, sí…, en mi tierra tengo más hijas.
–¿Alguna ha venido a Burgos recientemente?
–¿Hijas mías?
–Sí, hijas suyas. Le pregunto si alguna vez han venido a Burgos.
–¿Por qué pregunta eso?
–Bueno…, no sé… Supongo que para no volver a molestarle más.
–Tengo pasaporte de España, salvoconducto para entrar y salir de España yo y mi familia. Yo tengo la amistad del Caudillo de España, que dios lo guarde. ¿Falange es más grande que el propio Caudillo?
–¿Ha venido recientemente alguna de sus hijas? Si usted ama y respeta al Caudillo de España, tiene que contestar a mis preguntas. Yo también lucho por España y por el Caudillo.
Abdelkader se puso en pie de pronto. Dimas se levantó también. En la puerta observaba la escena un hombre joven, bien trajeado, alto. Era muy atractivo. Llevaba en la mano un sobre que acababa de abrir. Dimas se dio cuenta de que su rostro estaba lívido. Le dijo algo a Abdelkader en su lengua algo a lo, que no contestó pero que marcó las facciones de su padre con un rictus de asombro y cólera al mismo tiempo.
El joven se llevó la mano al pecho y se inclinó levemente en dirección a Dimas, que se encaminaba a la puerta.
–Este es mi hijo mayor, Imán Mohamed Hasán Ben Chukri, que dios lo bendiga. Le han llamado para que luche al lado del Generalísimo, dios lo guarde, contra los infieles rojos. Pasados tres días, se incorporará a filas.
Dimas inclinó la cabeza en un saludo y luego se volvió a Abdelkader.
–Gracias por su hospitalidad.
–Dios sea contigo, mi alférez.
Dimas salió de la casa. En la entrada encontró a la madre llorando. Decidió que tenía que hablar con Celso inmediatamente, tenía una corazonada.
En Investigaciones llamó a Celso por teléfono. Podían verse dentro de media hora. Borsa lo condujo a Terminus.
–La chica asesinada puede ser una morita –le dijo.
–Eso es lo que yo creo –respondió Borsa.
Celso terminó de escuchar el informe verbal de Dimas. Borsa aguardaba en pie, al otro lado de la puerta del despacho. Dimas se había sentado en una silla, frente a Celso.
–¿Has hecho estas investigaciones hoy?
–Sí, camarada, esta mañana, hace un rato.
–Vaya, vaya… –Se quedó pensativo, rascándose la barbilla, la mirada perdida. Dimas creyó que no solo usaba la misma chaqueta, también la camisa y la corbata negra eran las mismas que llevaba puestas cuando fue a verlo el día anterior–. ¿Te han confirmado que las niñas eran hermanas?
–No, pero se puso muy nervioso y se negó a seguir hablando. Presume de amistad con su excelencia el Caudillo.
–Los moros veneran a nuestro Caudillo, no me extraña. –Continuaba pensativo, como si flotase. Dimas creyó que podía estar dormido y soñando. De pronto, Celso levantó la cabeza y lo miró fijamente. Dimas se estremeció. Sus ojos parecían las almas errantes de un pulpo–. Muy bien, Prado, muy bien. Te felicito.
–Gracias, camarada. –Celso continuó con el marasmo. Se echó atrás en la silla y tamborileó con los dedos en la mesa cubierta de papeles–. Con tu permiso, camarada –añadió Dimas–. Si esa morita, la hermana de Fátima, ha venido a Burgos, debe de tener un salvoconducto de entrada y salida. Y un permiso de residencia.
Lo miró fijamente.
–¿Crees que soy tonto, alférez Prado?
–De ninguna manera, no he querido decir eso. –Dimas se estremeció.
Celso le hizo un gesto con la mano.
–Ya hemos hecho averiguaciones…, hay una tal Luna Ben Chukri con un salvoconducto, emitido el 8 de diciembre del año pasado, con entrada en Ceuta y salida por Burgos, el 3 de enero de este año. Es hija de Ben Chukri, soltera, de trece años de edad, y vino a la España Libre con su madre Maimona Alauí, segunda esposa de ese Abdelkader. La madre, sin la hija, regresó en su momento a su tierra. La niña permanece, oficialmente, en paradero desconocido. La deducción parece fácil, ¿verdad, alférez Prado?
–Sí…, sí, camarada.
–Bien, ahora escúchame con atención. El caso ha terminado. No habrá más investigación por tu parte, Prado. ¿Me has entendido?
–Sí, camarada.
–¿Está tu asistente cerca? ¿Cómo se llama?
–Borsa, Guillermo Borsa.
–Hazlo pasar.
Dimas se levantó y abrió la puerta. Le hizo una seña a Borsa, que pasó dentro. Se quedó en pie, los brazos cruzados sobre el pecho.
–La investigación ha terminado, camarada. Eso le estaba diciendo al alférez Prado.
Borsa asintió.
–A sus órdenes, camarada.
–A usted aún le queda un trabajo que hacer. Le nombraremos sargento primero de infantería, con antigüedad del 22 de julio del 36. Lo destinarán a la 7.ª Compañía del Batallón Covadonga n.º 3, que pernoctará en Burgos pasado mañana unos días. Su batallón va destinado al frente de Teruel. En su pelotón estará el hijo de Chukri. Tiene que hacer usted lo mismo que hizo con el sereno. ¿Lo ha entendido?
–En el frente será más fácil, camarada. Cuente con eso.
–Confío en usted, Borsa.
–Pierda cuidado. Haré lo que me ordena.
–En cuanto a ti, Prado… –Dimas aguardó, expectante–, creo que estarás mejor con Ungría, ¿no te parece? He hablado con él y te acepta entre su gente. Se pondrá en contacto contigo muy pronto. Si es que no lo ha hecho ya. Oficialmente eres inspector de Investigaciones y Vigilancia, con fecha de enero de este año. A partir de este mes recibiréis ambos sus respectivos salarios con antigüedad. Podéis retiraros.
Esa noche, a las tres de la madrugada, Dimas Prado se despertó en la cama súbitamente. Llamaban a la puerta de su piso con golpes que sonaban perentorios. Se puso la bata, tomó su pistola, gritó «¡ya voy!» y abrió la puerta.
Sufrió un sobresalto. Ana estaba al otro lado, había dejado en el suelo una enorme maleta y un bulto atado con cuerdas. Iba con su abrigo gris y se tapaba la cabeza con un pañuelo. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
–Ana, ¿qué te ha pasado? ¿Qué ocurre?
–Maruja me ha echado de su casa…
Dimas guardó la pistola en uno de los bolsillos de la bata y abrió la puerta del todo. Se apartó para que pasase.
–¿Qué es eso de que Maruja te ha echado?
–Ha descubierto la carta que me enviaste con el poema y…, bueno, se ha creído que somos novios. Ella ya me había avisado de que no quería chicas novieras en su casa.
–No tiene derecho a hacerte esto. La voy a destrozar, la voy a meter en la cárcel, le voy a cerrar esa mierda de taller.
–No, Dimas, por favor, no lo hagas, te lo suplico. Las chicas son amigas mías, si cierran el taller, no van a tener de qué comer. Déjalo estar, por favor.
–No se lo merece, te pasas de buena, Ana.
–¿Puedo… puedo dormir esta noche aquí? No voy a molestarte, mañana buscaré un sitio donde vivir.
–¿Tienes dinero para eso? Una habitación con agua corriente, baño y calefacción te costará seis o siete pesetas diarias. Las habitaciones en Burgos están por las nubes. ¿Cuánto te paga Garcés?
–Doscientas cincuenta al mes.
–No es suficiente para una habitación con baño y calefacción.
–Puedo encontrar una habitación por tres pesetas diarias.
–Sí, claro que puedes, Ana. Pero mi novia no puede vivir de esa manera. No lo voy a consentir.
Ana se quedó en silencio, mirándole con sus ojos enrojecidos. Dimas la tomó de las manos.
–Espera un momento, Dimas…, espera. ¿Has dicho que soy tu novia? No quiero ser la novia de nadie.
–Te lo pido ahora, Ana.
–Deja…, déjame pensarlo, Dimas. Esto es muy fuerte para mí. No me presiones, por favor.
–Fija la fecha de la boda, Ana. ¿Te parece bien que esperemos un tiempo?
–Sí, sí…, pero no me atosigues, por favor. Te lo ruego.
–Sé esperar, Ana.
–¿Puedo…, puedo dormir esta noche en el sofá? Será solo esta noche, nada más.
Dos horas después, Ana observó su reloj de pulsera y se puso en pie. Eran las cinco y media de la madrugada y prestó atención. No se oía un solo rumor en el apartamento. Saltó del sofá y se aproximó descalza y en ropa interior al dormitorio que ocupaba Dimas. Entreabrió la puerta. Dimas respiraba rítmicamente.
Pero la estaba esperando, se dio cuenta. Avanzó unos pasos y Dimas abrió los ojos y se volvió. Ana se deslizó en la cama a su lado y le preguntó:
–Dimas, júrame que no me harás daño, por favor.
Luego le notó una barriga crecida y ese extraño artilugio entre las piernas. Ese tubito. Lo había visto en esas revistas galantes.
A la mañana siguiente Dimas encontró la cama vacía. Sobre la mesita Ana había dejado una nota: «Voy a buscar una nueva habitación. Te llamaré en cuanto la consiga».
Empezó un tiempo extraño para Dimas. Tenía novia y se la presentó a su madre el domingo siguiente, durante una comida especial con la vajilla completa. Rufa se esmeró en la cocina y besó a Ana en las mejillas varias veces, emocionada. La llamó «primor» y le aconsejó que mantuviera a raya a ese sinvergüenza del señorito Dimas, un caso perdido.
Su madre lloró un poco, incapaz de mantenerse serena ante ese acontecimiento, y lamentó no poder conocer a los padres de Ana. En casa podían vivir después de casarse, era muy grande, enorme, y tenían habitaciones de sobra. En Burgos había una escasez de pisos muy acentuada, figúrese. Ana le contestó que preferían casarse con el piso comprado. Eso fue una sorpresa. Ana lo dijo convencida, sin ruborizarse. Dimas intervino:
–Cuando termine la guerra, iremos a vivir a Madrid, mamá. Tengo algo de dinero ahorrado…
Su madre lo interrumpió.
–¿Sí? ¿Y por qué no me lo has dicho, hijo?
–Señora, por dios, que su hijo ya es un hombre, deje usted de tratarlo como a un chiquillo –dijo Rufa.
–No nos casaremos hasta que termine la guerra –indicó Ana.
–Entonces podremos comprar en Madrid una casa a precio de saldo –añadió Dimas. Luego confesó que trabajaba para Seguridad Interior con el doble de sueldo, una gran noticia. Además, participaba, junto con la Gestapo, en los interrogatorios a los brigadistas internacionales capturados, que eran enviados a Burgos desde todos los frentes. Ungría lo tenía en un alto aprecio.
Dimas dejó de pisar el despacho de Investigaciones de Falange, aunque también cobraba ese sueldo.
Ana fue una sorpresa para sus amigos y camaradas. Todos se prendaron de ella. Era elegante, muy educada y manejaba los cubiertos y las conversaciones con maestría, como si lo hubiera hecho toda la vida. El único que no hizo migas con Ana fue Borsa, que apenas si le dirigía la palabra.
Ana y Dimas fueron juntos al teatro, al cine, a los conciertos y a las sesiones benéficas que organizaba la esposa del Generalísimo, doña Carmen Polo de Franco, una gran dama. De vez en cuando Dimas la sorprendía pensativa, soñadora y ajena, con un aire infinito de tristeza. Ana decidió que seguiría trabajando para Garcés, a pesar de que Dimas le rogó que fuera a vivir al piso de la plaza, había cuartos vacíos y a su madre le encantaría. Pero Ana no actuaba como Dimas suponía que tenían que actuar las mujeres. Se plantó en eso y en que no tendrían cama hasta que se casaran, tampoco vivirían juntos. Dimas aceptó.
Ana se empeñó en limpiar y barrer el apartamento de Dimas, que estaba hecho un asco, todo revuelto y manga por hombro. A veces Dimas adelantaba sus muchas ocupaciones y la sorprendía en plena faena, feliz, con la casa arreglada y limpia. Solían cenar allí y, más tarde, Ana regresaba en el auto de Dimas a su nueva casa, donde había alquilado una habitación con derecho a agua corriente, baño y calefacción que Dimas se había empeñado en pagar.
Terminó el invierno y comenzó la tímida primavera burgalesa. Dimas olvidó su pacto con Garcés, pero ya era tan poderoso que dejó de necesitarlo.