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MADRID, MEDIADOS DE DICIEMBRE DE 1945

Durante la Navidad de 1945 la guerra aún no había terminado oficialmente. Lo haría mediante un decreto ley publicado en el Boletín Oficial del Estado tres años más tarde, en 1948. Hasta ese momento las fuerzas militares y de seguridad del Nuevo Estado seguían movilizadas y alertas. En Madrid solo había luz a partir de las ocho de la noche, aunque en Navidad hacían una excepción. De todas maneras, la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, estaba excluida de cualquier restricción.En uno de los grandes despachos de la segunda planta, las luces permanecían encendidas a las diez de la noche, mientras unos pobres adornos navideños colgaban en la Puerta del Sol. Dimas Prado recorrió con la mirada distraída su despacho grande y amueblado con pretensiones. Volvió a notar las marcas en el suelo y las raspaduras en la pared donde antes estuvieron la mesa de reuniones y los sillones. Se los habían retirado la semana anterior con el pretexto de repararlos.

El súbito ruido del viento en los cristales y los inconcretos sonidos de la campanilla del tranvía y de la gente en la calle le hicieron volver el rostro hacia el ventanal. Había rumor de Navidad. Una señal de que le quedaba poco tiempo. Iban a destituirlo.

Sintió los pasos de Borsa avanzar por el pasillo, apagando los otros menudos sonidos de fuera. Guillermo Borsa abrió la puerta y asomó la cabeza. Bajo el brazo llevaba una abultada carpeta marrón, el historial delictivo de Juan Delforo Farrel.

Dimas Prado se entretenía colocando en la boquilla un cigarrillo, que enseguida encendió. Nada más entrar, le preguntó:

–¿Está listo el coche, Guillermo?

–Aún no. Me han dicho que en quince o veinte minutos.

–¿Y Sancho, te ha contestado?

Borsa titubeó y negó con movimientos de cabeza. Todavía tenía la mano en el picaporte de la puerta. La cerró con cuidado y se sentó en una silla frente a Dimas Prado. Colocó la carpeta a su lado.

–No tienes por qué preocuparte. Estoy seguro de que no será nada, ganas de joder. ¿Sabes una cosa? Me han dicho que esta tarde han visto a Sancho en el Ministerio. Iba con Galiardo, el nuevo jefe superior de Madrid. Dicen que ahora es el hombre de los ingleses, la mano derecha de Hoare, el embajador inglés, bien visto en El Pardo. Estuvieron en la embajada hasta después de comer.

La derrota del ejército alemán en mayo por el Ejército Rojo y los juicios de Núremberg, que comenzaron en octubre, habían creado un considerable revuelo en la cúspide del Nuevo Estado nacional. En realidad, los cambios comenzaron antes, durante la ofensiva rusa en el frente del este en 1942, con la destitución de Serrano Suñer en Asuntos Exteriores, sustituido por el conde de Jordana, un agente de Inglaterra.

–Vaya, vaya. –Dimas apagó el cigarrillo a medio consumir y encendió otro–. ¿Crees que nombrarán a Galiardo director general? ¿O será Sancho?

–No lo sé, pero Galiardo estuvo chuleándose en jefatura… Según me han dicho, alardeaba de que los cambios del régimen serían más profundos.

–De todas maneras, tenemos tiempo. El nombramiento será a finales del mes que viene, en enero. Casado es el hombre de Inglaterra para sustituir a Franco; sin embargo, los americanos están promoviendo a don Juan de Borbón, el heredero de la Corona, que cuenta con el apoyo del Partido Socialista en el exilio y de Gil Robles. De todas maneras, en cualquier caso, van a necesitar una policía segura y fuerte.

–Sí… Bueno, eso creo. Pero ni Sancho ni Galiardo se moverán de Madrid estas Navidades, eso seguro. Son hombres de Casado, vamos, de Inglaterra.

–¿Ha recibido la carta?

–Espero que sí. Esta misma tarde, a las seis, se la he entregado en mano a su secretaria de despacho, con el aviso de que te llamara.

Dimas dirigió una mirada al teléfono. Ungría, o al menos Sancho Recalde, su jefe de gabinete, tendría que haberle llamado ya.

–¿No te hace gracia todo esto, Borsa? –le preguntó, distraído y distante.

–Me cuesta trabajo que… Bueno, tienes bastantes enemigos en el nuevo Ministerio, ¿no? Te has significado mucho, Dimas. ¿Has conseguido la audiencia en El Pardo?

–No.

Dio la última calada al cigarrillo, lo aplastó en el cenicero y aguardó el comentario de Borsa.

–Es posible que…, aunque…, bueno, los designios del Caudillo son inescrutables. De todas maneras… –titubeó–, se dice que los militares quieren la Dirección General para ellos, otro feudo del Estado Mayor.

–Hasta ahora Ungría me ha dicho que el cargo seguiría siendo mío. Están intentando ningunearme, Guillermo, aunque saben que puedo probar que están pringados y puedo demostrarlo. Cuando se den cuenta de que tenemos los documentos, se van a cagar. Ungría no es ningún idiota, sabe que lo tengo cogido por los cojones, igual que el nuevo ministro. –Hizo una pausa–. No lo entiendo… Si caigo yo, caen todos. Y saben que soy capaz de llevar a la prensa internacional las pruebas de los pactos secretos con la Gestapo, con Vichy y con Inglaterra a través de Juan March.

–Vamos a salir de esta, ya verás. Necesitarán policías como tú, ya sea Casado o don Juan de Borbón el que gobierne.

–Mi baza más importante es el morito: hay que encontrarlo y que testifique… Si es verdad que sigue vivo y con otro nombre. Bueno, vamos a ver qué hacemos hasta que esté listo el coche. Sube café, anda.

–Ahora mismo. –Borsa se levantó y caminó hasta la puerta–. Pero no te hagas mala sangre, no merece la pena.

–Trae bastante café, la noche va a ser larga.

Dimas se retrepó en el sillón giratorio de cuero, habituado a su cuerpo como si hubiera sido moldeado con él, y se palpó la sobaquera con un gesto automático. Sus ojos fríos se clavaron de nuevo en la pared y la ventana. Luego abrió el cajón del escritorio, sacó la botella de coñac y bebió directamente del gollete. A esos chulitos de mierda les había amenazado varias veces con levantar la tapadera de sus fechorías con la Gestapo. La mierda se desparramaría. Dejó la botella sobre la mesa y hojeó los papeles del prontuario de Delforo.

Poco después apagó la luz de la mesa con un golpe seco y se quedó inmóvil en la semioscuridad con la carpeta abierta. Aquel era el espacio que había contemplado día a día, año tras año, desde que fue ascendiendo y cambiando de despacho hasta detenerse ahí. Necesitaba seguir siendo adjunto al director general, se lo habían prometido.

Quería acordarse de aquel tiempo –las manos sobre los muslos, la pacata claridad navideña de la Puerta del Sol pasando por la ventana–, de los bordados en el puño de las camisas y de los uniformes siempre planchados de su padre, de sus primos y las clases de Derecho en Salamanca veinte años atrás. Y de aquella casa grande en la calle de la Paloma en Burgos, con olor a barniz, donde pasó su infancia.

De sus diecisiete años, antes de conocer a Borsa, de la fiesta de cumpleaños en casa de su tío en Salamanca, antes del verano, cuando recibió el regalo mientras su primo Álvaro lo observaba desdeñoso desde el piano. Era una caja de caoba forrada de terciopelo rojo en la que reposaba una pistola Star niquelada, de fabricación especial, automática y reluciente, que llevaba grabada en la culata la inscripción: «Por Dios y por España», exactamente igual que la de Álvaro.

A partir de ahí sus recuerdos se esponjaron: repartió hojitas volanderas y se enfrentó «a los judíos y a los marxistas», que seguían consignas de ese burdel de ateos que era la Rusia soviética, y paseó junto a su primo por la universidad con una leve sonrisa en los labios. Pero lo que no olvidaría jamás fue la noche del asalto a aquel local de rojos, ese nido de ratas. Fue su bautismo de fuego, muy diferente de todo lo que había hecho antes.

Recuerda que forzaron la puerta de la Casa del Pueblo cuatro camaradas, dos con pequeños bidones de gasolina y su primo y él, ambos con sus Stars nuevecitas. Creían que no había nadie, pero antes de que tuvieran siquiera tiempo de arrojar la gasolina, se encontraron con una docena de hombres sentados a una mesa. Era un coro de rostros sonrientes, levemente divertidos, que les dijeron algo así como: «Vaya, chicos, ¿a qué habéis venido?».

Parecían ocupar todo el cuarto aquel, grande y casi desnudo de muebles, presidido por el retrato de Pablo Iglesias y las consabidas banderas rojas. Los camaradas que llevaban los bidones los dejaron en el suelo y retrocedieron. El silencio se hizo espeso y absoluto. Se dio cuenta de que su primo Álvaro apretaba con fuerza la pistola y comenzaba a sudar.

–¡Que nadie se mueva! –gritó Álvaro con su voz chillona y hueca.

Alguien soltó una carcajada, un tipejo con barbas.

–¡Coged los bidones y marchaos! –ordenó.

El joven Dimas Prado se pasó la lengua por los labios resecos y empezó a decir:

–Reformistas…, jodidos burgueses, lacayos de los curas, ¡viva la revolución, viva la anarquía, viva Rusia! –Al tiempo, levantaba el brazo izquierdo con el puño cerrado y repetía–: ¡Vosotros no sois revolucionarios!

Despacio, el grupo fue reculando hasta la puerta. Podía ver las caras de asombro y escuchar los murmullos de los rojos, esa gentuza. Su primo, desencajado y con el pelo pegado a la frente, se había quedado clavado en la entrada. Él continuó diciendo:

–¡Viva la huelga general revolucionaria, viva la revolución, viva la anarquía!

Cuando se encontraron cerca de la puerta, lo recordaba demasiado bien, comenzó a accionar el gatillo, al tiempo que estallaban las bombillas y escuchaba las exclamaciones y los gritos de los rojos en la oscuridad. Disparó y gritó como si la pistola y sus consignas tuvieran vida propia. Luego, el cargador y su repertorio de frases revolucionarias se agotaron, y corrió junto a los otros, que le aguardaban en el coche con el motor en marcha y las puertas abiertas.

Todo el mundo le felicitó. Álvaro repitió después muchas veces lo que le dijo en el coche: «Has estado fantástico, Dimas. Has hecho frente a todos esos rojos tú solo, cubriéndonos la retirada. Ha sido una sorpresa».

Y ya nunca pudo olvidar las miradas de admiración de los camaradas en el coche, la pistola caliente en el regazo ni la sensación tan plena de haber sido un héroe. Aquellas palmaditas en la espalda y los apretones de manos después, con un «hasta pronto, camarada», le endulzaron la vida.

Y aquella noche se permitió bromear con su primo de igual a igual, durante la tediosa cena familiar. Más tarde, cuando la casa estuvo en silencio, Álvaro fue a su cuarto con los cabellos untados de brillantina y su traje oscuro, inglés, sobre el que resaltaba la bufanda blanca.

–¿Quieres venir con unos amigos a divertirnos? –le preguntó.

Eran cuatro, y se dirigieron a una casa de putas de la calle de la Cruz donde trabajaba una antigua sirvienta de la familia, un lugar recogido y próximo.

Bebieron vino fino y él hizo lo mismo que Álvaro y los otros: se rio, alternó con las mujeres, contó chistes e invitó a todo el mundo. Luego, la que había sido criada en casa de Álvaro, una mujer alta y morena vestida solo con enaguas, le condujo hasta uno de los cuartos, le quitó la ropa y la dobló con cuidado sobre la silla. A pesar del esfuerzo, del sudor que brotaba incontenible por cada uno de sus poros y de la tenacidad respetuosa de la mujer, tuvo que constatar su fracaso.

–No te preocupes, chaval, no se lo diré a nadie –le dijo la mujer–. Nadie se enterará. Eres estudiante, ¿verdad?

–Sí –contestó él.

–¿No eres familiar de don Álvaro?

Entonces sintió la oleada de odio, asco y desprecio que había estado aguantando tanto tiempo y golpeó a la mujer en la boca, mientras ella trataba de librarse y repetía que no se enteraría nadie.

Su verdadero triunfo fue al día siguiente, cuando apareció en el Adelanto la noticia de que la Casa del Pueblo había sido asaltada por anarquistas, que habían disparado contra los asistentes y herido a dos de ellos. La policía ya había practicado detenciones. El titular de la noticia decía: «Ataque a la Casa del Pueblo por pistoleros anarquistas».

Su tío lo mandó llamar al despacho y se quedó mirándole con el periódico en la mano. « ¿Se te ocurrió a ti todo esto?», le preguntó. El joven Dimas asintió con la cabeza y su tío añadió: «Vaya, vaya, y esto de ¡viva la huelga revolucionaria! ¿también es tuyo?». «Sí, se me ocurrió en ese momento». «Tu padre estará orgulloso de ti, Dimas. ¿Te gustaría trabajar con un amigo mío en la Jefatura de Policía?».

Fue su primer trabajo. Creó su propio grupo, Frente Revolucionario Libertario, los más activos y radicales en las manifestaciones, los que destrozaban escaparates, quemaban imágenes religiosas y lanzaban botellas de gasolina a las iglesias y las sedes bancarias. De ese modo daba rienda suelta a su oculta furia, a su secreta sed de venganza, mientras iba consiguiendo escalar en la cucaña de los oscuros recovecos de la Jefatura de Policía de Salamanca.

Su primo Álvaro se perdió en la memoria hasta que supo que había muerto en un accidente de circulación hacia 1935 o 1936, cuando él ya tenía su propia reputación entre gentes que se inventaban a sí mismas y que raras veces tenían que dar cuenta de sus actos.

Encendió de nuevo la luz al escuchar los pasos de Borsa por el pasillo. Llevaba la bandeja en una mano y la sonrisa en la boca. Esa habilidad suya.

–Aquí están los cafelitos. ¿Te sirvo una taza?

–Sí –contestó con una cierta dulzura lejana–, gracias.

–Te sentirás mejor, ya verás.

–No pasa nada, Guillermo, nada.

–Tómalo antes de que se enfríe. Dos de azúcar, ¿no?

–A lo mejor es que ya no servimos para los nuevos tiempos; los americanos son ahora los que mandan… ¿Quién se esperaba eso? Los americanos necesitan ahora a Franco, «la espada de la cristiandad», vaya mierda. –Le mostró a Borsa la botella–. ¿Quieres un poco, Guillermo?

Borsa vertió coñac en su taza y bebió. Chascó la lengua.

–Vaya, es bueno. Siempre te ha gustado el buen coñac.

Dimas se sirvió un chorro generoso en la suya. Ambos se quedaron en silencio mientras apuraban sus tazas. Dimas prendió otro cigarrillo.

–¿Mandas otra cosa? Quisiera irme a ver si el coche está listo. Hay algo que… –Borsa añadió–: Bueno, me lo acaba de decir la de la centralita, la chica esa, la nueva… –Se puso a recoger las tazas y a colocarlas en la bandeja–. Me ha dicho que esta tarde han llamado del Ministerio para saber si todavía estabas aquí.

–¿Querían saber si yo estaba aquí?

–Sí, eso parece. Llamaron a centralita para preguntar si seguías en tu despacho.

–Muy curioso. ¿Solo eso?

–Sí, solo eso.

–Vaya, comienza el tiempo de los listos y los chaqueteros, Guillermo.

–Sí, eso parece.

Borsa abandonó el despacho. Dimas se quedó de nuevo solo en ese lugar demasiado grande, sobrecargado de objetos y recuerdos del tiempo en que los teléfonos sonaban continuamente y él era alguien.

Guardó la botella de coñac medio vacía en uno de los cajones de la mesa, tomó del perchero su gabardina de hombreras marcadas y su bastón y se puso las gafas oscuras. Ante una de las ventanas observó el anuncio iluminado del Hotel París y a la gente anónima en la calle. Se palpó el bulto del costado debajo de la chaqueta y mantuvo la mano en la rugosa textura de la pistola. «Hijos de perra –pensó–, bastardos hijos de puta».

Metió la carpeta de Delforo en una cartera de piel negra y abrió la puerta. Sus pasos cojitrancos resonaron en el pasillo de losetas rojas, flanqueado por puertas semejantes a la suya, hacia la escalera de mármol. Bajó rápido y cruzó el vestíbulo ajeno a los saludos. Frente a la centralita encristalada todavía estaba la mujer con los ojos carentes de expresión. Flotaba un persistente olor a sudor masculino en los bancos de madera adosados al muro, ocupados por los escoltas. Un tipo alto y desgarbado, con uniforme, se cuadró vagamente al verlo pasar.

Cada vez que iba a los sótanos, donde se encontraba el laberinto de las celdas y los archivos, percibía con nitidez la vida oculta y subterránea del edificio, un ejemplo de que esa era la vida real, la importante y decisiva. Lo de arriba no era otra cosa que la punta de un iceberg insignificante. Atravesó taciturno las interminables líneas de armarios ficheros apenas iluminados hasta el tenue resplandor del fondo que surgía bajo la puerta tamizado por la oscuridad.

No necesitó ninguna luz para descender los escalones de hierro enmohecido y rechinante, sintiendo ya el olor a gasolina, el ronroneo y el calor de los motores. Divisó los automóviles iluminados por las bombillas del techo, que creaban la claridad artificial de un gallinero y provocaban el brillo de los trajes de los chóferes de guardia y los mecánicos como si llevaran lentejuelas.

Borsa gesticulaba con un tipo vestido con mono azul, que se limpiaba las manos en un trapo. Le llegó esa imagen con otra: la de él mismo en este mismo lugar, años atrás, cuando había menos coches, menos miedo y menos traidores. Se dirigió al gran coche oscuro con el motor al ralentí y entró.

Borsa lo condujo suavemente subiendo la rampa hasta la salida de la Puerta del Sol. De allí se dirigieron a la calle de Alcalá y Cibeles. Iban a Málaga, a la comisaría provincial. Esa misma mañana, a las nueve y media, habían detenido a Juan Delforo Farrel en el café La Cosmopolita de la calle Larios.

–Déjame arreglar esto –dijo Borsa–. No hables con Delforo, no hace falta. He conseguido algunas pistas muy prometedoras.

–¿Cuáles?

–En el otoño de 1939 vino a Madrid, con documentación legal; se hace pasar por excautivo. Ahora es un macarra, tiene mujeres «al punto» en los alrededores de Peligros. No será difícil encontrar su dirección y su falso nombre.

Guillermo Borsa iba a decir algo más, pero se contuvo justo en la palabra que pugnaba por salir de su boca. Apretó con fuerza el volante. Los nudillos resaltaban en sus suaves manos de adolescente.

–No estamos seguros, necesito que Delforo me dé información sobre el morito –dijo Dimas–. Él sabe si murió en Teruel o no. A lo mejor vamos detrás de un fantasma. De todas maneras, si es verdad lo que dices, sería una bomba. Figúrate, tengo las fotos del crimen y a Fátima localizada. Y el morito me lo contará todo, no quiero ni pensarlo. Montaremos un escándalo en la prensa internacional. Sabemos cómo hacerlo.

–Déjame investigar. Estoy metido en esto también. Dame carta blanca durante unos días y te traeré al morito.

Borsa aguardó a que Dimas le contestara. En cambio, permaneció callado, recostado en el asiento y fumando. Borsa pensó: «Te van a matar, Dimas. Franco no va a permitir que lo amenaces». Y dijo:

–Me manejo bien en ese mundo, Dimas. Necesito un poco de tiempo. Dos semanas nada más. Aun así hemos pillado a Delforo, ¿no? Lo tienes seguro. Pero…

–No es lo que piensas, Guillermo. Ana Marchena ha muerto, al menos para mí…

Guillermo Borsa se contrajo… Sabía que era eso; no la había olvidado, y eso le hacía daño y le volverían el dolor y la frustración.

–… Y tú deberías haber matado a ese moro en Teruel, Guillermo, ahora tendríamos menos problemas.En Málaga se dirigieron a la casona de la Plaza de la Merced, sede de la Brigada Local de Investigación Política y Social.

–¿Lo habéis fusilado ya? Le preguntó Dimas al comisario Loaiza.

–No, camarada, todavía no. Hoy mismo empezaremos a interrogarlo en serio. Mi gente lo está preparando.

–Lo quiero vivo, Loaiza. ¿Lo entiendes?