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MOHEDAS DE LA JARA, JUNIO DE 1947
Llevo muchos meses sin escribir, me da igual. He conseguido crear una rutina automática con mi monótono trabajo de escribiente. Para sobrevivir sueño los libros que recuerdo haber leído en otro tiempo. Suelo hablar solo, largos monólogos conmigo mismo. Trato de olvidarme de Carmen, creo barreras para no pensar en ella, ni siquiera cuando llega el correo para los penados, que yo clasifico y reparto. Estoy convencido de que ella me ha olvidado, que ha conseguido rehacer su vida sin mí. Algunas noches lloro en silencio. Me he convertido en un administrativo modelo, me dejan pasear por el pueblo.
A comienzos de mayo se produce un hecho que conmociona al pueblo y rompe mis hábitos. Una partida de guerrilleros disfrazados de guardias civiles ha asaltado a un destacamento de soldados, al mando de un teniente, y ha robado cuatrocientos kilos de dinamita que transportaban en un camión militar, a unos diez kilómetros de Mohedas de la Jara, en la provincia de Cáceres. Dicen que fueron la partida del Toledano, un antiguo capitán de milicias que mantiene en jaque a la zona.
Se suspenden los permisos, se dobla la guardia de los trabajadores en la carretera y me prohíben deambular por el pueblo. Al parecer, los guerrilleros mataron al teniente, dejaron malherido al chófer del camión y desarmaron a los soldados. Por sus declaraciones se supo que los atacantes sufrieron dos bajas, un muerto y un herido, y que se dispersaron por la sierra en mulas, llevándose la dinamita, las armas y municiones de la tropa y sus propias bajas. Trato de impedir que se note la alegría que me embarga por la precisión militar del golpe.
Al otro día llegaron al pueblo las autoridades militares de Talavera de la Reina con una sección de soldados en un camión, falangistas en dos automóviles y personal civil de Madrid, probablemente de la Brigada Político-Social, y más guardias civiles. En la plaza del pueblo, ante la población, que se apiñaba expectante, el comandante Alcázar de Velasco, autoridad militar de la zona, proclamó el estado de guerra desde el balcón del ayuntamiento. Los administrativos de la oficina nos juntamos ante los ventanales que dan a la plaza en silencio, escuchando los vítores de la multitud. Cuando terminaron y se gritaron los rituales vivas a Franco y a España, la población se desgañitó coreándolos.
Era cuestión de horas que viniesen a por mí. Camuflé las gafas, la pluma y el reloj en mi equipaje y me dispuse a esperarlos. Esa misma tarde fueron a verme. Eran cinco hombres y me llevaron a empujones al cuartel de la Falange, un edificio señorial en la Plaza Mayor, probablemente confiscado. Allí están Auxilio Social y otras dependencias. Mientras caminaba con ellos por la plaza, un par de mujeres me gritaron: «¡Asesino, canalla, ojalá te pudras en la cárcel! ¡Viva Franco!». Y levantaron el brazo. Uno de los falangistas se dirigió a mí:
–¿Todavía tenéis ganas de guerra? Pues te las vamos a quitar, eso por mi madre, cabrón.
Los falangistas me bajaron al sótano de su cuartelillo. Era estrecho y olía a sudor y a sucio. Había una manta cochambrosa en el suelo de cemento y una bombilla en el techo. Al fondo distinguí un aparador o algo parecido, sumido en la oscuridad. Varias sillas disparejas se apoyaban en una de las paredes. Me ordenaron que me sentara en una de ellas.
–Bueno, bueno… Delforo, te llamas así, ¿no?
–Sí, Juan Delforo.
–Un comunista, ¿no?
–Excomunista. Dejé el partido en 1939.
–Eres un poco chulo, ¿verdad? Se te nota mucho, todos sois iguales, chulos y maricones. Pues te vamos a dar para el pelo, para que te enteres.
Tres de ellos debían de ser del pueblo, los otros dos eran de otra parte, se notaba por sus trajes, quizás de Talavera de la Reina o de Madrid. Uno de ellos llevaba sombrero y fumaba sin parar, tenía el ojo izquierdo semicerrado y las manos en los bolsillos. El otro era gordo, de bigote cano. Me dirigí a él, parecía el jefe:
–No he querido parecer chulo, lo siento. Me han preguntado y yo he respondido. De todas maneras todo está en mi expediente. He sido comunista y combatiente en la guerra, no lo niego, pero también he sido juzgado y condenado a treinta años de trabajos forzados. Estoy cumpliendo mi condena. Hay poquísimas posibilidades de que haya sido yo quien diera el chivatazo a la guerrilla, si es que ha habido un chivatazo. –El del bigote canoso me dio una bofetada. Me ardía la cara. Proseguí–: La guerrilla pudo haberse enterado de muchas maneras.
Los otros falangistas aparecieron detrás de mí con zurriagos. Se habían despojado de los chaquetones. Empezaron a golpearme. Me tiré al suelo con los músculos en tensión, protegiéndome la cabeza con las manos. Me alcanzaron la cara y el estómago. Cuando se cansaron, me sentaron en la silla.
–Vamos a fusilarte, hijo de puta, perro comunista –me dijo el del bigote–. No saldrás vivo de aquí.
–Así no vais a saber nunca lo que ha pasado. Si me seguís golpeando confesaré que he matado a Julio César y a Napoleón.
Uno de los hombres me golpeó con el zurriago en el cuello. No me lo esperaba, caí al suelo y perdí el conocimiento.
Alguien me hablaba. Abrí los ojos. Era el tuerto. Me miraba desde arriba.
–… dilo, no seas tonto. Seguro que sabes quién le ha dado el chivatazo a la guerrilla. Dilo y te libras de la condena. Te ponemos en tu casa. Piénsalo.
Me dejaron tirado en el suelo. Pasé la noche tiritando de frío y de dolor, cubierto por la manta, insuficiente para resguardarme. Por la mañana me despertaron a patadas, traían un cacillo con agua y un pedazo de pan. Por la tarde volvieron a pegarme una paliza. Me dejaron más pan y llenaron de agua el cacillo. El resto de la tarde y la noche me quedé solo. El frío era insoportable. Comencé a tiritar sin parar, parecían convulsiones. Así estuve un día más. A la mañana siguiente oí ruido de motores y voces de mando en la calle.
Para no volverme loco, continué escribiendo el diario en mi cabeza. Parece que San Juan de la Cruz hizo lo mismo cuando estuvo en la cárcel en Toledo.
Pierdo el sentido del tiempo, mi debilidad era extrema, apenas podía moverme, sufría alucinaciones. Una mañana abrieron la puerta de la celda y dio unos pasos dentro el sargento primero Cerezo, comandante de mi compañía. Yo había hecho mis necesidades durante esos días en el rincón más apartado de la puerta, pero la habitación hedía. Cerezo se tapó la nariz y la boca y me hizo señas para que saliera. Uno de los falangistas, que se había quedado en la puerta, me entregó el tabardo que llevaba.
El sargento y yo caminamos por la plaza en silencio. Los pantalones me bailaban en la cintura. Al menos el tabardo me cubría parte de la suciedad y la sangre seca, pero apenas si impide el frío. Era un día de mercado y en la plaza había media docena de puestos que venden frutas, cacharros de cocina, huevos, vino, ropas y legumbres. Había mucha gente alrededor, pero pocos compraban.
El sargento Cerezo iba a mi lado en silencio. De pronto, comenzó a hablar:
–Han cogido a la mayor parte de los guerrilleros en un cortijo en Cáceres. Han recuperado setenta kilos de dinamita y algunas armas de los soldados muertos. La dinamita estaba en una cueva.
No abrí la boca.
–No te han señalado. Por lo visto les dieron el chivatazo los muleros que nos traían el agua a la obra. Ya los han fusilado –añadió.
Me detuve y lo observé. Cerezo continuó hablándome:
–No comprendo cómo todavía tenéis ganas de enredar, no habéis tenido bastante con la guerra, joder. –Hizo una pausa–. La guerra ha sido muy mala, muy dura…, nadie quiere otra guerra, Delforo, créeme.
–Voy a recoger mi maleta en la administración, ¿le parece bien?
–Yo te acompaño, luego iremos a la compañía y te bañarás. Hoy descansarás. Mañana te tengo otro trabajo, serás mi ayudante.
–Gracias –le contesté.
La maleta estaba rajada. Encontré las gafas y la pluma, no las habían descubierto, pero mi reloj no estaba. Me lo habían robado.
Esa noche tuve fiebre muy alta. Tiritaba y sudaba copiosamente. Me había aparecido un dolor muy fuerte en el pecho que se intensificaba al respirar. Llamé al imaginaria a voces y le pedí aspirinas y otra manta. Me trajo la manta, pero no había aspirinas.
Sigo escribiendo este diario en la enfermería de la compañía, junto a seis o siete enfermos, dos de ellos tuberculosos. Me comenta el médico del pueblo, que ha venido a verme, que puedo estar tuberculoso. Toso con mucha fuerza y arrastro sangre. El médico me dice que no hay rayos X en cincuenta kilómetros a la redonda, el aparato más cercano se encuentra en Talavera de la Reina. Me receta pan, leche y aspirinas y me dice que descanse.
Tengo más de cuarenta de fiebre y deliro. Las mantas no me quitan el frío. Vomito el pan y la leche y cualquier comida que me hacen tragar. Debo de tener pulmonía o tuberculosis. En mi duermevela aparecen los perros, que unas veces llevan uniformes falangistas y otras, no. Uno de ellos se ha subido a mi pecho y me lo desgarra. Grito, pero no logro espantarlo. Hay más perros, están por todos lados. Es una manada de falangistas que recorren el pueblo vacío buscando gente para fusilarla y después devorar los cadáveres. Salen de noche, cuando terminan los bombardeos.
Ahora están conmigo.
El perro que me devora el pecho muestra sus ojos como ascuas, las manchas oscuras de sangre en los hocicos. Inexplicablemente lleva gafas. No puedo moverme y cierro los ojos, aguardando las dentelladas.
La bala que no escuchas es la que te mata, eso lo sabía bien. Sin embargo, escuché perfectamente el estallido del mortero que alcanzó el puesto de mando de mi brigada en Teruel, en 1938, una fosa cavada en la tierra con el techo de hormigón. Sentí una esquirla de mortero morderme el hombro izquierdo y arrojarme al suelo con la fuerza de un camión. Al principio no sentí dolor, sino un inmenso silencio, como si estuviera inmerso en una pesadilla.
Sin embargo, la sangre que manchaba mi camisa y se deslizaba por mis pantalones era real y verdadera. Primero pensé: «Estoy muerto», pero luego deseché la idea: podía moverme y girar la cabeza. Entre la humareda y el tableteo de las ametralladoras y el ruido atronador de la artillería distinguí los cuerpos destrozados de mis compañeros, que hacía un momento estaban conmigo. Cuerpos que se agitaban y gritaban, bañados en sangre. Recuerdo que me arrastré, mientras aparecía un dolor espantoso en el hombro y en todo el brazo. Podía ver la esquirla de acero asomando entre la camisa rota y ensangrentada. Pero estoy acostado en un coche. Oigo una sirena y voy dando tumbos. Puede que esté muerto, pero ahora oigo la bocina de un automóvil pidiendo paso. Me mira Mariano Moreno entre brumas. Hay sangre en mi camisa, igual que cuando me hirieron en el frente de Teruel.
Entonces veía el cielo oscuro, los puntos de las estrellas. El retumbar de las bombas. Ahora no. Creo que voy en coche, un lugar cerrado. Mariano Moreno me dice:
–Vamos a un hospital, Juan. Te vas a curar.
Es extraño, el perro con gafas continúa sobre mi pecho. Estoy herido y los compañeros me trasladan a la retaguardia a toda velocidad, creen que mi herida es más grave de lo que parece. El coche corre dando tumbos, ¿dónde me llevan? ¿A un hospital militar? Tienen que espantar al perro que sigue sobre el pecho, distingo su hocico babeante, los dientes afilados, sucios de sangre. Grito para que se vaya. ¿Estoy en el frente de Teruel?
–No vayas a morirte, por favor. Te lo prohíbo, amor mío. –Es Carmen quien me habla. Y llora, sus ojos están anegados en llanto. A su lado hay varias personas. ¿Dos o tres? Llevan batas blancas y parecen muy serios, sin rostros.
Pero ¿es Carmen? ¿Mi Carmen? ¿Qué dice?
Estoy en una habitación restallante de luz. Y me enseña algo…, un niño.
–Nació el 12 de junio… Es… muy guapo, ¿verdad?