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PENAL DEL PUERTO, COMIENZOS DE MARZO DE 1946
El «Córdoba» me ha ayudado mucho, nunca podré olvidarlo. Le entregué el dinero que me había enviado Carmen y le dije que me trajera del mercado negro toda la penicilina que pudiera, la que alcanzara con quinientas pesetas. Esa misma tarde me entregó once dosis de seiscientos miligramos. Me dijo que de momento no había más, se había acabado la partida.
Me devolvió cien pesetas. Le dije que se quedara con el dinero, pero no quiso aceptarlo. Se empeñó.
–Me han dicho que la semana que viene tendrán más, ¿sabe usted? Parece que la traen de Tánger. Cuando me digan que ya la tienen, me voy para usted y le pido más dinero. Guarde usted esos billetes que han sobrado, don Juan.
Aquella noche Berasategui me puso la primera inyección. Las restantes me las inyectó en días sucesivos. Gasté casi todo el dinero de Carmen en penicilina. Salvé el dedo de la gangrena y conseguí el traslado a enfermería. Duermo en la sala de consultas, en un despachito con Mariano Moreno. Al poco tiempo comencé las guardias en la galería de tuberculosos, destino que nadie quería. Pero un runrún continuo me atormentaba. ¿Había aceptado DP mis pretensiones de ver a Carmen? Todavía no me ha respondido.
Recuerdo que en enero del 37, preparando la ofensiva del Jarama, recibí por mediación del Socorro Rojo Internacional una breve carta de Carmen, fechada en México el 2 de diciembre de 1936, al comienzo de aquellos feroces combates de la llamada «batalla de Madrid». Me decía que había conseguido leer algunas de mis cartas anteriores y que estaba bien y muy animada. Me amaba y me echaba de menos. Me pedía que luchara más y más por la libertad y por la República y que, por dios, me cuidara.
¿Por cuántas manos habría pasado esa carta? ¿Cuántos la habrían leído y releído? Pero reconocí su letra de niña de colegio de monjas, esa niña convertida en muchacha y después en una joven mujer, mucho más madura y firme que yo.
Es curioso, lo que mejor recuerdo de aquel tiempo son los perros.
«Los perros aparecen otra vez». Recuerdo esa frase en los partes diarios que enviaba en diciembre del 36 al cuartel general de la brigada. Los perros vagabundos y hambrientos que estaban por todas partes, en el frente y en Madrid. Hurgaban entre los escombros y se disputaban los pocos desperdicios que aún eran capaces de tirar los madrileños. Una leyenda añadía que también se alimentaban de los cadáveres sin recoger que quedaban después de los bombardeos. Los milicianos de mi batallón me habían comentado que habían visto perros vagar por la zona de nadie entre nuestras fortificaciones y las del enemigo.
Aquel día habíamos tenido un conato de feroz ataque en mi sector, Moncloa-Ciudad Universitaria, una parte de la línea continua de trincheras, casamatas y búnkeres que rodeaba Madrid. Ese día, una de nuestras patrullas de reconocimiento fue sorprendida por el enemigo y tiroteada a mansalva. Fueron rematados allí mismo. Pedí tregua con bandera blanca para recoger los cadáveres y me contestaron con un morterazo. Eran buenos cristianos. Los cuerpos de nuestros compañeros quedaron tendidos a menos de doscientos metros de nosotros. Al anochecer los recogimos, arrastrándonos entre las alambradas.
El 29 de noviembre Varela lanzó un ataque inesperado sobre la carretera de La Coruña, al noroeste de Madrid, con la intención de abrir un paso a la sierra y acabar con los embalses y las centrales eléctricas que abastecían la ciudad. El ataque se centró en Pozuelo con más de tres mil hombres con blindados, artillería pesada y bombarderos Junker 52. La brigada republicana que defendía la zona fue desbordada, pero la línea fue restablecida rápidamente por un contraataque apoyado por los tanques rusos T-26. Varela retiró sus tropas para reforzar la zona oeste de Madrid.
Mi batallón estaba listo y preparado para acudir en ayuda del contraataque, pero no hizo falta. Franco apartó a Mola y nombró al general Orgaz, que se hizo cargo del frente central. El 16 de diciembre hubo otra ofensiva facciosa sobre Boadilla del Monte, a unos quince kilómetros al oeste de Madrid. El Alto Mando republicano se dio cuenta a tiempo de que no se trataba de un ataque de distracción, sino de una ofensiva en toda regla, apoyada por cañones del 105 y antiaéreos alemanes del 80, muy eficaces, y un gran despliegue de bombarderos Savoia y Junkers. Nuestro batallón recibió la orden de prepararse para una inmediata ofensiva de apoyo. La República envió dos brigadas internacionales, la XI.ª y la XII.ª, que frenaron el ataque con un gran desgaste de hombres y material militar. El 19 de diciembre Orgaz se retiró y no hizo falta que interviniera mi batallón.
Al oscurecer de un día de diciembre, mi comisario político, el teniente Pardiñas, y yo recorríamos las trincheras bañadas por la luz blanca de la luna. Uno de los milicianos de guardia en los parapetos, me dijo:
–Alguien se mueve por ahí, mi comandante, en las alambradas. –Señaló con el dedo–. Parece que…, bueno, yo creo que parecen moros.
Pardiñas se lo quedó mirando.
–¿Has avisado al sargento de guardia?
–No, los acabo de ver.
El miliciano era muy moreno, con profundas arrugas de campesino en el rostro, casi cubierto por una barba negra y cerrada. Llevaba una manta sobre los hombros a la que había hecho un agujero. Se había calado un chato casco francés de la Gran Guerra.
–Nombre, camarada –le ordenó Pardiñas.
–Venancio Corrales, comisario, de la 2.ª Compañía.
–Llama al jefe de guardia, Corrales. Cuando se ve algo raro, hay que llamar al jefe de guardia. ¿Por qué no se os mete eso en la cabeza, joder?
–¡Sargento de guardia, sargento! –llamó el soldado.
Pardiñas y yo tomamos nuestros gemelos y asomamos la cabeza por las troneras de las casamatas. La noche era clara y recorrimos la ladera que se deslizaba hacia el Manzanares. Enfrente se distinguían las oscuras líneas de fortificaciones del enemigo. Y los vi. Estaban en tierra de nadie, entre las alambradas, pero pasaban de una zona a otra. Sabíamos que las cercas estaban destrozadas en su mayor parte. Se lo dije a Pardiñas.
–Ahí a la izquierda, pegados a las alambradas, fíjate.
Eran sombras grises a menos de cien metros de los sacos terreros. Entraban y salían de las alambradas, arrastrándose.
–Sí…, ahora los veo. Parecen… ¿Qué son?
–Fíjate bien.
Eran perros hambrientos, flacos, que aguardaban la noche para alimentarse. Arrancaban carne de los cadáveres sin recoger, hozando como los jabalíes. Se adivinaba el seco crujido de los huesos y el ruido de la masticación. Se deslizaban en silencio entre los muertos.
–¿Qué tal andas de la vista, Pardiñas?
–¿Yo, mi comandante?
–Sí, tú.
–Pues…, no sé. Normal, mi comandante.
–Son perros, Pardiñas.
–¡Joder, joder –exclamó–, otra vez los perros!
Sacó la pistola.
–¿Qué haces, te has vuelto loco? ¿Quieres que se organice un tiroteo?
–¡Voy a cargarme a esos perros de Satanás, por la gloria de mi madre!
Le ordené que guardara el arma. Se volvió y me miró con ojos de loco. Creí que iba a explotar. En ese momento se presentó el sargento de guardia y se cuadró ante nosotros.
–¡A sus órdenes! ¿Qué pasa aquí?
Era Iturbe, un veterano. Tenía unos cuarenta años y era miembro del sindicato de actores de la UGT.
–Los perros, mi sargento –contestó el miliciano–. Los he visto, pero me parecían moros arrastrándose.
–¿Han vuelto, mi comandante? –Iturbe se aproximó. Le dejé mis gemelos de campaña Zenit y los señalé con el dedo.
–Ahí están, sargento, a la izquierda, entre las alambradas. Se están dando un banquete.
Iturbe se encaramó a una caja de municiones y enfocó los gemelos por la amplia ranura de la casamata.
–¡Madre bendita! –exclamó–. Es verdad, están ahí otra vez. ¿Qué hacemos?
–Acabar así, comido por los perros. No hay derecho, Juan, coño, no hay derecho –añadió Pardiñas, que pateó el suelo.
Hizo mucho frío en Madrid aquel diciembre del 36, un frío glacial que endurecía el barro hasta convertirlo en piedra y que helaba el aliento. Ya habíamos tenido varios casos de pulmonía, de congelación de manos y de pies gangrenados, a causa de pequeñas heridas o rozaduras, que se infectaban enseguida. No teníamos guantes, ni ropas de abrigo suficientes.
Me llamaron del cuartel general preguntándome las novedades. Les contesté que todo estaba tranquilo, el batallón dispuesto. Me informaron de que habíamos rechazado al enemigo en todo el sector y me dijeron que pusiera en descanso al batallón. Les pedí café, periódicos y un camarero, es decir, la broma de siempre. Teníamos que repostar municiones; cinco de las nueve ametralladoras, seis Máxim y tres Balibar, de mi sector se habían estropeado y para el resto disponíamos de pocas cintas. No aguantaríamos un ataque, y eso escatimando munición. Me prometieron que enviarían al camarero y al repartidor de periódicos (los técnicos y los servidores de municiones) y un cargamento de «bollería surtida», es decir, municiones.
Me acuerdo mucho del teniente Pardiñas, Pepillo Pardiñas. Era flaco y la chaqueta de cuero rusa le quedaba grande. Quería convertirse en físico, había sido estudiante del último curso de la Facultad de Ciencias al comienzo de la guerra. Le gustaba bromear con los milicianos, era muy simpático y divertido. Su padre, un notario de provincias de derechas, lo había desheredado. Pepillo murió poco después al mando de una columna, durante la ofensiva en la carretera de La Coruña. Una bala de mortero lo reventó en algún lugar indeterminado del camino.
Prohibí encender cigarrillos o cualquier clase de fuego: las avanzadillas del enemigo se encontraban a menos de doscientos metros, atrincheradas al otro lado del Parque del Oeste, en la Casa de Campo. Los francotiradores rifeños se distraían disparando dentro de las casamatas desde los árboles, aprovechando los puntos de luz de los cigarrillos. Eran endiabladamente buenos tiradores. Oíamos sus gritos de júbilo cuando alcanzaban a alguno de los nuestros y se nos helaba aún más la sangre en las venas. Recuerdo que en aquel tiempo siempre tenía ganas de fumar.
En noviembre estuve griposo durante los encarnizados combates diarios que se producían en Madrid y en sus alrededores. A partir del día 6 y hasta finales del mes combatimos todos los días. Aguantaba con aspirinas y coñac. Permanecíamos clavados en las trincheras, que había ordenado construir el general Masquelet en torno a Madrid en un tiempo récord. Las formaban cuatro cinturones defensivos, que a mediados de noviembre de 1936 eran solo uno. Detrás de nosotros no había más defensas que el pueblo de Madrid. El Estado Mayor había creado nueve sectores alrededor de Madrid. Mi sector estaba a cargo del teniente coronel Galán. Más de veinte mil hombres defendían Madrid.
Sobre todo, entre el 6 y el 23 de noviembre los combates fueron diarios. El subsector a mi cargo amanecía cañoneado todos los días, pero el grueso de la artillería enemiga se centraba siempre sobre el subsector de mi vecino, el comandante Romero, de la Guardia de Asalto, que defendía el Puente de los Franceses con dos batallones de ametralladoras. Recuerdo que a mitad de la mañana del 8 de noviembre el enemigo abrió una brecha en su zona. Se combatía cuerpo a cuerpo. Recibimos órdenes de reforzar a Romero y envié a dos compañías al mando de Pardiñas, que insistió en ir en su ayuda.
Los combates se intensificaron durante todo al día, pero aguantamos. Romero y los refuerzos lograron repeler los ataques frontales y volar el puente. Los facciosos no pudieron pasar. La táctica de Varela era suicida: enviaba una y otra vez a las tropas rifeñas, y a los requetés, en oleadas sucesivas, sin que le importara el terrible coste en vidas humanas. A las seis de la tarde, cuando anochecía, cesaban los combates.
Sufrimos enormes bajas. El enemigo casi las duplicó. La táctica de Franco y sus asesores alemanes e italianos continuaba centrada en una guerra de desgaste. Confiaban en que sus reservas de hombres y material bélico inclinarían la guerra a su favor.
Llamé al puesto de mando de Galán y me comunicaron que Romero controlaba la posición. Había habido cambios, mi sector se había reforzado con tropas de retaguardia y se había dividido en dos. El coronel Prats, un catalán herido en un brazo de un bayonetazo, había perdido la mayoría de su tropa, reunificada en dos batallones. Galán seguía en su puesto al mando de la brigada, a la que había añadido los restos de la de Prats. Mi batallón se encontraba bajo su mando directo.
Llegó al fin una partida de guantes y camisetas de manga larga. Pardiñas, que había sobrevivido, los repartió entre la tropa.
Los bombardeos con proyectiles incendiarios continuaban asolando Madrid. Pero la horrible mortandad no amilanaba a los madrileños, al contrario, los enardecía aún más. Madrid era un grito: «¡¡No pasarán!!».
Semanas después, una tarde de diciembre, los centinelas me trajeron a un muchacho que había atravesado las líneas enemigas. Tenía dieciséis años y era muy pequeño para su edad, con un extraño rostro de persona mayor. Me contó que vivía en Cuatro Vientos y que habían fusilado a su familia mientras él cuidaba las cabras. Llevaba cuatro días con sus noches huyendo de las patrullas facciosas, durmiendo en los árboles y escondiéndose en los barrancos, rumbo a Madrid. Me contó que había permanecido en la Casa de Campo sin que lo vieran, escondido en un colector inservible del lago durante dos días. Contó que había visto tanques y cañones «muy grandes» en la zona de Garabitas, detrás del cerro. No sabía cuántos, aunque dijo que «muchos». Llamé al cuartel general de mi brigada. Pedí que se pusiera Luque, el jefe del Estado Mayor. Le di las novedades.
Antes de que empezara a preguntar, le conté lo del colector que acababa de decirme el muchacho y la posibilidad de dar un golpe de mano y destruir unos cuantos carros de combate y cañones. Su voz sonaba hueca por el teléfono de campaña:
–¿Te fías de ese chaval, Delforo?
–Sí, me fío, parece muy espabilado.
–¿Has notado refuerzos en el enemigo?
–No, creo que tienen las tropas de siempre, dos tabores de regulares con varias secciones de ametralladoras y morteros. Pero disponen de tropas de refresco de sobra. El chaval me ha dicho que vio tanques y cañones al lado mismo del colector. Te propongo que tomemos la iniciativa. ¿Tienes el mapa de la Casa de Campo delante?
–Lo tengo.
–Bien, ¿ves el lago?
–Lo veo.
–Según me ha dicho el muchacho, el colector está un poco más arriba, en la cota 12/5, quizás no sea propiamente del lago, sino del Manzanares. El chaval insiste en que se ve el lago, es cabrero y sabe orientarse.
–No me jodas, Delforo. ¿Tú estás bien de la cabeza?
–Hay que destruir esos tanques y la artillería, Luque. Mandaré a un grupo para que utilicen el colector, se infiltren en sus líneas y acaben con ellos. Concentraremos fuego de distracción para despistarlos. ¿Qué te parece?
–¿Un contraataque?
–Un golpe de mano. Con esos blindados y la artillería arriba de la loma estamos jodidos.
–Hay que tener cuidado. Orgaz no va a dejar de atacar Pozuelo, parece que está reuniendo más tropas. Debes tener a tu batallón listo. Eso es lo más urgente, ¿me has entendido?
–No se esperan lo del colector, Luque. El ataque de Orgaz no será mañana, ¿no es así? El chaval dice que estaban cubriendo los tanques con ramas de árboles y que no vio muchos soldados.
–Haz lo que quieras, Delforo, lo vas a hacer de todas maneras. Pero bajo tu responsabilidad. ¿Algo más?
–Nada más.
–Que tengas suerte, viva la República.
–Viva. –Y colgué.
Dejé que terminaran el rancho nocturno y organicé un grupo de cinco veteranos con ametralladoras ligeras y seis bombas de mano cada uno. Nos llevamos un mortero y cinco cargas. Venía con nosotros el chaval, al que cuidaría el Chapiri, un chico extremeño que había sido cazador furtivo, el mejor tirador del batallón. No recuerdo ahora mismo su nombre de pila, uno de esos nombres de campesino, quizás Fructuoso o algo parecido. Sin embargo, recuerdo perfectamente su rostro afilado como el de un ave de presa y sus ojos siempre moviéndose de un lado a otro, alertas. Él fue el encargado de los morterazos. Recuerdo que me dijo:
–Eso está chupado, mi comandante.
Teníamos que alcanzar los tanques con los primeros disparos de mortero. Si fallábamos, contaríamos con la dinamita; llevábamos cinco kilos en cartuchos, atados entre sí. Intentaríamos atacarlos por detrás. En cuanto se escuchase el primer morterazo, Pardiñas y Antón concentrarían fuego de ametralladoras sobre ellos desde nuestras posiciones, fingiendo un contraataque. Lo discutimos todo después del rancho. En el último momento decidimos que varios de los nuestros irían disfrazados de rifeños: chilabas blancas, correajes sobre el pecho y turbantes. Fingirían que nos habían hecho prisioneros.
A las 21:55 nos deslizamos fuera de los parapetos y nos arrastramos lentamente hacia un pequeño desmonte en el flanco izquierdo. Vimos a los perros otra vez. Eran una manada y recorrían la tierra de nadie hozando entre los cadáveres. Despacio, sin hacer ruido, pegados al suelo, nos metimos en la manada.
Veíamos sobre nosotros sus ojos brillantes como ascuas, las manchas oscuras de la sangre en los sucios hocicos. Recuerdo que pasamos muy cerca de ellos, disputándoles el terreno. Aún hoy no puedo evitar un estremecimiento de asco. Desde entonces no me gustan los perros, ninguno.
El golpe de mano fue un éxito. Encontramos el colector y nos arrastramos por él. Dejamos dentro al Chapiri y al chaval, que nos cubrirían si algo ocurría. A la salida vimos una patrulla de vigilancia que vivaqueaba al pie de la loma. Eran cuatro: un cabo, un soldado y dos rifeños. Acabamos con ellos a cuchillo. Las moles de los tanques alemanes y una batería de cañones del 105 estaban a la vista, cubiertos con redes de camuflaje y ramas de árboles. Desde el cielo eran invisibles. Varios hombres paseaban alrededor de ellos. No había luces.
No sufrimos ninguna baja. Los tanques y los cañones volaron por los aires, al tiempo que se desencadenaba en el sector un amago de contraofensiva. Pudimos escapar durante la confusión y volvimos a introducirnos en el colector. Los hombres del batallón nos acogieron con vítores y gritos de alegría. Dispuse permisos y cien pesetas extra al mes para cada uno de los que participaron en aquella aventura y los reseñé en el parte del día.
Al muchacho lo enrolé en la sección de enlaces del batallón. Se llamaba Lucio.
A la mañana siguiente el teniente coronel Galán ordenó que acudiera al cuartel general de la brigada. Me reuní con él y con Luque en su búnker. Nada más verme, empezó a gritarme: si yo creía que estaba en el ejército de Pancho Villa, que dónde estaban las órdenes, que se organizó un rifirrafe de tres pares de narices en todo el frente, que me iba a hacer un juicio sumarísimo, degradar a teniente, y que los comandantes de unidad no podían exponerse a los combates abiertos, ¿dónde había visto eso? Que era un chulo…
Pero antes de acabar, dio la vuelta a la mesa y me estrechó entre sus brazos.
–¡Dame un abrazo, Delforo, coño!
Al día siguiente salió en toda la prensa: «Comandante de milicias da un golpe de mano», «Tanques y cañones destruidos en las puertas de Madrid», «La furia española», «La República necesita atacar», «Necesitamos hombres así».
Todo el mundo en Madrid supo que una sección del 7.º Batallón de Infantería, de la brigada de Galán, había salido de sus líneas de trincheras al mando de su comandante y había realizado un golpe de mano victorioso.
Más tarde, el general Miaja me recibió en su despacho y me regaló un puro.
–¿Qué hago contigo, Delforo? ¿Te fusilo o te asciendo?
Miaja me propuso hacer un curso de tres meses de Estado Mayor y darme el mando de una brigada. No me dio fecha fija y continué de comandante de batallón. De todas maneras, las órdenes de ascenso de Miaja tenían que ser sancionadas por el Ministerio de la Guerra, en Valencia.
Hasta mediados de la primavera de 1938, después de la batalla de Teruel, no me confirmaron el grado de teniente coronel y el mando de una brigada mixta. Miaja me mandó llamar. «La República va a crear doce divisiones más». Y añadió con su rostro astuto de tendero: «Quedan plazas para los comandantes de milicias. Se darán en Albacete, ya sabes».
Me dio pavor mandar una división. No me sentía con fuerzas.