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MADRID, VERANO DE 1944

Un poco antes de que Antonio se fuera a vivir con Gloria, Fátima se casó con un antiguo empleado del servicio de limpieza del Ayuntamiento de Burgos que había conseguido una portería de casa bien en Madrid. El Piloto apenas si se preocupaba del local y Fátima, que continuaba siendo su amante, se encargaba de llevarlo. Fue entonces cuando Antonio decidió que era el momento de independizarse y dejar de trabajar para los demás. De manera que se fue de El Califa.

Comenzó a tratar con unos cuantos serenos del centro de Madrid. Les prometía veinte pesetas por informarle de cada mujer que volviera tarde a su casa, fuera soltera, casada o viuda. Después, les proponía trabajo seguro en locales de alterne, sin riesgos de la policía.

No había ningún secreto. Para burlar las leyes antiprostitución, Antonio pensaba crear «ballets artísticos», cada uno de seis mujeres, que ofrecería en los bares de copas y cabarés del centro. Las inscribiría en el sindicato de actividades diversas como bailarinas. De esa manera formó su primer ballet, que, según él, rotaría sin problemas por los cabarés y las salas de fiestas de las calles Ballesta y Puebla. Las llamó The Bataclan Dancers.

Antonio habló antes con su hermana por si quería entrar en el negocio. Fue a eso de las dos de la madrugada al cuarto de Fátima, uno de los reservados.

Ella le dijo que no, después de pensarlo un rato.

–No, es mejor que yo no me mezcle con tus cosas, Antonio. El Piloto no es tonto y me ha hecho prometer que no me metería en ningún otro negocio. ¿Te quedas esta noche conmigo? El Piloto no va a venir.

–No puedo, tengo trabajo –le contestó él.

Pero ningún cabaré ni ningún bar de copas a los que les propuso el plan lo aceptaron. Ese negocio estaba copado por la policía y la gente del sindicato de actividades diversas, que incluía a los artistas de cabaré. Era un coto privado. Dos de las mujeres se fueron y se quedó con cuatro: Yladis, una cubana, Mercedes y dos hermanas: Rafaela y Asunción, que llevaban trabajando juntas algunos años. Ninguna era muy guapa, pero tampoco muy sucias, y no se peleaban entre sí, ni con nadie, ni armaban escándalo. De manera que las puso «al punto».

Comenzaban la noche en la calle Montera, esquina con Aduana o Jardines, y allí se quedaban inmóviles como lagartos nocturnos, fumando y comiendo pipas, mientras Antonio vigilaba y recolectaba el dinero. Nunca era más de cinco duros, ni menos de tres, cama aparte. Él se llevaba dos duros por cada «ocupación». Antonio las recogía un poco antes de que los primeros obreros madrugadores salieran de los metros y ellas apenas podían mover las piernas. Luego se iban a cenar a cualquier sitio que estuviera abierto y se repartían el dinero.

Antonio les hablaba suavemente porque esa era la peor hora, la más triste y desangelada, cuando las mujeres pensaban en lo que habían estado haciendo, si merecía la pena, y en la posibilidad de no hacerlo más, o de hacerlo de manera diferente.

Las mujeres aquellas vivían en dos habitaciones de la Pensión Europa, en la calle Gravina, un lugar húmedo y maloliente pero –como les decía el propio Antonio– bueno para empezar. No era mucho lo que tenían que hacer, ni difícil, aunque él era consciente de que no todo el mundo servía.

De todas maneras, lo más complicado fue imponerse a Duval y a los otros para que le dejaran tener un lugar en la calle.

Al principio, mientras las mujeres se pavoneaban con los vestidos nuevos y ensayaban la vida que Antonio les había prometido, aguardó a Duval en la puerta de la Cafetería Henares, en la avenida de José Antonio, donde solía ir. Al pasar, Duval se detuvo y le saludó.

–¿Qué tal, chaval? –le dijo.

–Bien, ¿y tú? –le contestó Antonio.

–Oye, el Gardel me ha dicho que eres un buen muchacho. El Gardel para mí es como un hermano, ¿sabes?, por eso cuando me han venido con el «cante» de que había mujeres nuevas en la calle Montera, sin permiso de nadie, he dicho: «Id a rajarlas, ¿de quién son?» «del Antonio» –me han contestado–, uno nuevo». «Entonces lo rajas a él también», dije. Pero van y me vienen con que el Antonio eres tú, el amigo del Gardel y me digo: «Es imposible, un amigo del Gardel no hace eso, os habéis equivocado, ese Antonio no debe de saber que el centro es mío, de Duval». Coge a las mujeres y vete, chaval, y no te pasará nada.

–No, Duval, mis mujeres se van a quedar ahí, donde están.

–Estás marcando muy deprisa, chaval. Solo digo las cosas una vez.

–No quiero líos, la calle es grande –le replicó Antonio.

El Duval entró en el café sonriendo, enfundado en su traje con chaleco y moviendo los brazos al caminar. Antonio aguardó la siguiente noche. No fue Duval quien fue a espantar a las mujeres, sino uno de los suyos, al que llamaban «Pantoja», un hombre delgado que había sido banderillero de Curro Molina, el matador.

–A pirarse, tías –les dijo a las mujeres–, a correr vuelo. A najarse.

–¡Antonio! –gritó Asunción.

Antonio estaba en un portal cercano y salió con el cigarrillo colgando del labio.

–¿Qué pasa? –preguntó.

–Hay que ahuecar de aquí –le dijo el Pantoja–. Esta esquina es de Duval.

–¿Sí?

–Sí.

Antonio movió la pierna derecha rápido y, sin que el otro tuviera tiempo de moverse, le clavó la puntera del zapato en la espinilla. Sacó la navaja y cuando el Pantoja se dobló dando un grito, le rajó la chaqueta y la camisa de arriba abajo, llegando a la carne.

–La próxima vez te mato –dijo sin despegarse el cigarrillo de la boca.

El Pantoja se perdió Montera abajo, arrastrando la pierna.

–No os mováis de aquí, enseguida vuelvo –dijo Antonio encaminándose a la calle de la Luna. Atravesó el grupo de mujeres paradas delante de la Telefónica. El «Niño de la Chaqueta» y Juan «Arropía» Martínez apartaron los ojos y fingieron estar ocupados. Eran también hombres de Duval.

La noche era tranquila y serena y los ruidos de la calle tenían algo de fiesta premonitoria. En la calle de la Luna fue mirando los portales hasta que se detuvo en el número dieciocho. Subió las escaleras de madera pulida y rechinante hasta el tercer piso y pegó la oreja a la puerta. Palpó la navaja de cachas negras, larga como un cuchillo de carnicero y afilada como para poder afeitarse. Golpeó con los nudillos.

–¡Quién! –dijo desde el fondo una voz de mujer.

–¡Abre, vengo de parte del Pantoja!

Aguardó los pasos, que adivinó desnudos, y abrió una mujer delgada y con unos pechos desproporcionados que precisamente la hacían muy popular en el bar Durán.

–¡Quién coño…! –exclamó.

Antonio la empujó y atravesó la sala mientras escuchaba la voz de Duval preguntando quién era. Entró en el dormitorio cuando Duval se incorporaba en la cama. Antonio cerró la puerta y sonriente se sentó a su lado. Duval no se movió. Encendió un cigarrillo.

–Hola, Duval –dijo.

–¿Qué quieres?

–Nada…, visitarte.

La mujer abrió la puerta.

–Vete –dijo Duval–, déjanos tranquilos.

No tenía puesta la chaqueta del pijama y su pecho flaco y huidizo se movía casi imperceptiblemente.

–No te tengo miedo, Antonio, dime lo que quieres y vete.

–Te lo voy a decir enseguida, Duval: la esquina de la calle Jardines con Montera es para mí. Va a ser mi calle.

–Se la dejo al Pantoja. Y el Pantoja trabaja para mí.

–Ya no.

–El Pantoja es mi amigo.

–He hablado con él y está de acuerdo en cederme la calle.

–Bueno. –Duval sonrió y se movió inquieto. Antonio estaba muy cerca, con la mano metida en el bolsillo de la chaqueta–. Pero me da igual, si no es el Pantoja eres tú, me da lo mismo. Yo tengo allí seis mujeres. Júntalas con las tuyas, tú las vas a cuidar mejor. El Pantoja ya está viejo.

–No has entendido, Duval. No voy a cuidar de tus lumis, vamos a ser socios.

–¿Tú?

–Sí, yo.

–No te pases, Antonio, todavía eres muy chinorri.

–¿Te parezco un chinorri, Duval?

–Sigue hablando –dijo este.

–Eso es todo. Yo tengo este trozo de calle con las mujeres que quiera y tú tienes el resto la calle, pero como socios. Cuando quieras que tus mujeres pasen a mi esquina, me lo dices, no hay problema. Yo haré lo mismo y cambio de esquina.

–Vas muy deprisa.

–¿Sí?

–El Pantoja y su hermano me pasaban entre los dos diez duros diarios.

–Los hermanos Pantoja ya están acabados, tú lo sabes. Dime si aceptas porque tengo prisa.

Duval lo miró, fue a mover la boca pero se contuvo. Antonio tenía el brazo tenso en el bolsillo.

–Nos conviene estar juntos, Duval, ser socios. Te conviene un socio como yo. Los Pantoja son una puta mierda.

–Está bien, está bien. Seremos socios, tú tendrás tu trozo y yo seguiré con lo mío, pero ¿quién paga a la pestañí?

–Que se entiendan conmigo.

Antonio tendió la mano. Duval sudaba, le corrían gruesas gotas de sudor por la cara y el cuello. Ahí en la cama, con el pecho desnudo, sin los trajes que solía llevar, no parecía gran cosa ese Duval.

Después de dejar a Duval, Antonio hizo una visita a un bar de la Cava Alta donde sabía que cenaba el Pantoja. Entró y al Pantoja se le demudó la cara. Era un hombre todavía no demasiado viejo, pero ya demasiado gastado y torpe. Estaba comiendo un plato de callos. Estuvieron juntos cuchicheando poco más de media hora. Cuando Antonio salió, quedó muy claro de quién sería la esquina.

Esa noche habló además con el Niño de la Chaqueta y su compadre el Arropía, que pagaban también al Duval por apostar a sus mujeres en la fachada de la Telefónica. Les ofreció tabaco y comentó lo caluroso de la noche y la mierda de las redadas no previstas que la policía tenía que hacer cuando alguien en los periódicos insistía demasiado en el escándalo de las mujeres en la calle. El Niño de la Chaqueta asintió mirándole de reojo. Las noticias vuelan y las putas observaban, atentas, las posibles reacciones de sus hombres. Antonio estaba de espaldas al muro de la Telefónica con una mano en el bolsillo. Después de hablar le tendió la mano al Arropía –un gitano que bailaba con el Cara de Látigo en las Cuevas del Nemesio– y luego al Niño de la Chaqueta, que había sido aprendiz de sastre. El Arropía dudó un poco pero le estrechó la mano, y el Niño de la Chaqueta incluso le palmeó la espalda. Después se dirigió a las cuatro mujeres que aguardaban muy juntas el resultado de la reunión. Para que fuera oído por todos, Antonio dijo:

–La Telefónica es vuestra, y la calle Jardines, mía. Pero podemos intercambiar los sitios cuando queráis, no hay problema. Ya he hablado con el Duval y estamos a las buenas, aquí está Antonio.

Esa noche Antonio fue al Can-Can, que se encontraba en la calle de San Bartolomé, y se dirigió al camerino donde estaba el Gardel disfrazándose de argentino.

–¿Es verdad eso, Antonio? –le dijo cuando lo tuvo enfrente.

–Ya te enterarás de más cosas. Tengo sitio fijo, ya sabes.

–Mira, Antonio, en Madrid hay que tener amigos y el menor número posible de enemigos. En un solo día tú has conseguido tener más enemigos que un hombre cualquiera en toda su vida. –Cambió el tono y observó el efecto de su disfraz en el espejo grande, flanqueado de fotografías–. Ha estado a verme el Duval, quería rajarte. El Duval no es ningún tonto, ni un miedoso, tiene tantos cojones como tú o más. Lleva en esto desde antes de la guerra y tú en un día has conseguido lo que a él le costó mucho sudor y muchos años. La calle Montera es suya. Si se lo propone, te desangra.

–Tú le has dicho que me dejara en paz, ¿verdad, Gardel?

–Sí, y no sé por qué, Antonio. Vas demasiado deprisa.

–Voy deprisa porque puedo, Gardel. Tú eres el único amigo legal que tengo. Si no estás conmigo, dilo ahora.

Gloria no se acordaba de lo que hizo aquel día antes de reconocer a Antonio, ese chaval que había sido camarero en El Califa, que sonreía a la cámara oculta disimulada entre las cintas de la caseta de tiro al blanco, mientras cerraba un ojo y arqueaba la ceja sosteniendo la escopeta firme y segura sobre el hombro, con aquellas manos delgadas pero fuertes.

Fue en la verbena en la explanada de la Plaza de Castilla, donde el Circo Americano había extendido su gran carpa. Habían colocado tenderetes de dulces, algodón de azúcar, helados, tiro al blanco, rifas, norias y carricoches. Los payasos regalaban globos a los niños y los altavoces pregonaban las atracciones. Un cartel enorme representaba una cuadriga tirada por cuatro caballos a pleno galope, seguida por leones en un fondo de luces restallantes. Ella había acudido a la feria con la Reme y la Pura y habían bebido unas cuantas copas de anís con los churros y el chocolate, antes de empezar en El Califa. Era sábado.

Entonces fue cuando lo distinguió con el traje negro, sin corbata y el cigarrillo en los labios, apuntando a las cintas de colores con la escopeta al hombro. Se aproximó a mirar y Antonio le dijo:

–Vas a salir en la foto, Gloria.

–Vaya, me has conocido –contestó ella.

Parada detrás, observándolo distraída y un poco borracha, lo aceptó ya, antes de que le regalara la fotografía, y lo introdujo en sus sueños.

–¿En qué foto? –contestó ella.

–El premio es una foto –añadió él.

–Si le das a la cinta –insistió ella.

Más tarde caminaron alrededor de la carpa hablando ambos de que jamás habían ido a un circo, desatendida ella de sus amigas y de la obligación de acudir al trabajo, como si el tiempo se hubiera detenido.

–Voy a ponerla en el aparador –le dijo blandiendo la foto.

Se dio cuenta de que él no buscaba lo que cualquier otro hombre. Antonio hablaba como si hubiese estado mucho tiempo en silencio, como si no hubiera hablado nunca y ahora le alegrase hablar, un homenaje que le hacía a ella.

Fueron caminando desde Plaza de Castilla, aparentemente sin rumbo fijo, aunque lo iba conduciendo a su casa, en la calle del Ave María, donde todavía no había llevado a ningún hombre que no fuera un cliente, sin importarle que supiese que podía besarla, hacerle el amor o cualquier otra cosa sin necesidad de que le entregara nada a cambio, ya fuera afecto o dinero.

Nunca le había hablado a nadie de ese sentimiento porque no lo habrían comprendido jamás. Durante aquel año que llevaba con Antonio, ella se sentaba en el sillón frente al balcón y le escuchaba hablar de asuntos sin importancia, mientras él desgranaba planes para montar una agencia de artistas.

Gloria recordó aquella primera vez. Antonio subía las escaleras chirriantes y sucias de su casa fingiendo un exagerado sigilo, provocando su risa, y ella decidió allí mismo que Antonio era ya su hombre. Hizo el amor con él en el pasillo de la casa, después en la cama y durante largo rato, olvidada ya de que no había avisado de su ausencia a El Califa, experimentando el cuerpo de Antonio con tanta avidez y desesperación que sintió miedo, falta de fuerzas suficientes para asumir a ese hombre y esa necesidad de amor.

Después, mucho más tarde, abrieron el balcón y contemplaron desde la cama la noche y los puntos de luz enfrente, sin importarles mucho el frío. Ella, abrazada a él, observaba el perfil de su rostro iluminado a cada viaje del cigarrillo. Luego, en el despertar de su primera noche juntos, descubrió la cama vacía, negándose a pensar que ya no lo vería más, preguntándose si aquel hombre que se había marchado de su lado era el mismo al que había amado durante toda la noche hasta quedar exhausta.

Se puso a llorar como loca. Antonio volvió al rato con pan, café, mantequilla y pasteles y no dejó que ella preparara el desayuno. Lo escuchó cantar desde la cocina unas cancioncillas que parecían árabes o moras y ella no supo qué hacer para que no se diera cuenta de que había estado llorando todo el tiempo. Le trajo el desayuno a la cama y ella lo besó y lo quiso como no había querido a nadie, como solo había soñado que se podía querer. Eso en una noche. En una noche lo quiso ya para siempre.