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MADRID, COMIENZOS DE OCTUBRE DE 2011
Había oscurecido cuando Delforo llegó a la antigua casa familiar, en el Paseo de Extremadura. Su hermano Pancho abrió la puerta y se le quedó mirando, asombrado. Era muy delgado, con canas en su cabello negro y ralo. Era su hermano pequeño y cuidaba de su madre por decisión propia. Juan Delforo era diez años mayor.
–¿Qué haces aquí?
–He venido a ver a mamá. ¿Cómo sigue?
Delforo dejó la bolsa que llevaba sobre una de las sillas del vestíbulo y pasó dentro. Su hermano continuó mirándolo sin responder a su pregunta.
–¿Por qué no llamas? ¿Tanto te cuesta llamar?
–Ha sido un viaje inesperado. Luego te cuento, ¿habéis cenado?
–Sí, hace un rato. ¿Quieres que te prepare algo, un bocadillo?
–Me valdría un café. ¿Dónde está mamá?
–Acaba de acostarse, ya sabes, se acuesta temprano. Voy a prepararte algo. ¿Quieres una cerveza con el bocadillo? –Delforo negó con un gesto–. ¿En serio no quieres nada para cenar? Te puedo preparar algo más sólido, una tortilla, por ejemplo.
–No, de verdad. Me basta con el café. ¿Qué sabes de los demás? –Se refería al resto de sus hermanos: Carlos, pintor y dibujante, Carmela, bióloga, y Luis, profesor de informática.
–Sin novedad. Ayer estuvieron aquí.
–¿Discutieron?
–Claro, de política, como siempre.
Delforo pasó al salón, donde se encontraba la biblioteca familiar, los libros que habían reunido sus padres durante casi treinta años, los primeros que habían leído él y sus hermanos en distintas épocas de sus vidas. Pancho, Francisco Javier, tenía doce o trece años cuando murió su padre; Delforo, veintitrés. Pancho había sido funcionario de las Naciones Unidas en Ginebra y al cumplir los cincuenta decidió dimitir, volver a España y vivir junto a su familia. Tenía varias carreras universitarias, hacía yoga y tocaba el violonchelo mejor que muchos.
Delforo se arrodilló delante de los cajones de la biblioteca, donde se encontraba el mueble con los papeles personales de su padre, que su madre atesoraba. Allí estaban el diario y las cartas que se habían intercambiado mientras él cumplía condena en el Penal del Puerto de Santa María en 1946 y, después, en el batallón de castigo hasta 1949.
Estaba todo pulcramente archivado en carpetas gruesas, señaladas y clasificadas. Había también recortes de periódicos, dibujos suyos de cuando era pequeño, reseñas críticas de algunos de sus libros, fotografías familiares y de amigos, correspondencia…
Su hermano apareció detrás.
–¿Qué buscas?
–El diario que escribió papá en la cárcel. Debe de estar por aquí.
–En el último cajón. ¿Te lo vas a llevar? Mamá no quiere que salga de casa, ya sabes. Si lo quieres leer, tiene que ser aquí.
Varias veces había intentado consultar el diario que su padre había ido escribiendo durante aquel año en el Penal del Puerto de Santa María y después en Mohedas de la Jara. Pero su letra era diminuta y muy apretada, difícil de leer. De todas formas, su padre le había contado cualquier cosa que le preguntara, de manera que nunca terminó de leerlo. Le bastaba con lo que le contaba, su padre tenía siempre muchas cosas que contar. Era muy ameno narrando historias. Luego, cuando murió en 1970, volvió a intentar leer aquellos manuscritos, pero resultaban muy fatigosos. Una parte estaba escrita a lápiz, y otra, con estilográfica, con tinta muy desvaída y letra de delineante, centrada y derecha, en grandes bloques de escritura espesa y compacta en cuadernos escolares. «Tengo que hacer una novela con ese material –solía decir su padre–, contar esa historia antes de que todo se olvide».
Pero nunca lo hizo. Nunca escribió ninguna novela sobre aquellos años. La escribiría él, su hijo, siguiendo su designio. Lo haría para que no se olvidara de lo que fue capaz de hacer el fascismo. Contaría el oprobio, la humillación y la terrible represión, y la lucha que continuaron después de la derrota aquellos milicianos republicanos que nunca se dieron por vencidos. La larga lucha contra el dictador durante cuarenta largos años es el monumento ético más importante del siglo XX europeo.
Escucharon la voz de su madre. Apareció en la puerta del salón abrochándose la bata, un poco tambaleante, mientras se arreglaba el cabello, aún negro, con unas cuantas vetas blancas, peinado con un moño detrás que llevaba desde que Delforo tenía memoria. Seguía siendo delgada, pero ya no era esa mujer fuerte y altiva de ojos brillantes que fascinaba a sus compañeros y compañeras de facultad cuando iban a su casa. A pesar de su avanzada edad, se mantenía en pie, aunque caminaba poco y despacio.
–Vaya, eres tú. ¿Qué pasa? ¿Otra vez sin llamar?
Delforo se enderezó, fue hacia ella y la besó en la frente.
–Ha sido un viaje inesperado, no he podido llamar. ¿Cómo estás?
–¿Cómo voy a estar? Hecha una puñeta. –Se dirigió a su otro hijo–: Pancho, voy a preparar café, ¿has tomado ya?
–Ya está listo, mamá. He preparado una cafetera. ¿No quieres volver a acostarte?
–No, ya me he desvelado. –Tomó a Juan del brazo y comenzó a caminar despacio–. Vamos al comedor, allí estaremos mejor. Bueno, cuéntame, ¿cómo te va? ¿Estás con alguien?
–¿Que si estoy con alguien? Venga, no fastidies. Estoy solo y la mar de bien. No me preocupo de eso. –Y al cabo de unos instantes dijo–: Estoy con una mujer, pero cada uno vive en su casa…, bueno, de momento. Se llama Elena.
–¿Quién te prepara las comidas?
Delforo miró a su hermano, que le sonreía y que tomó del otro brazo a su madre. Los tres caminaron despacio, al paso de su madre, por el ancho pasillo rumbo al comedor. Delforo se acomodó a su ritmo.
–Me las preparo yo. Y si no, voy a los bares del pueblo. Se come bueno y barato.
–Te veo muy desmejorado, seguro que ni comes ni duermes como es debido. ¿Sabes? Me gustaba Lola, era una buena chica.
Lola había sido su última esposa.
–Algunas buenas chicas se convierten en pájaros carroñeros cuando se separan.
–No empieces con esas idioteces, anda. ¿A qué has venido?
Delforo quiso decírselo, contarle lo de Guillermo Borsa y el legado de Dimas Prado. Y lo de la borrachera que había pescado bebiendo ese coñac traicionero. Tuvo que pedirle a Borsa ir al baño una segunda vez y vomitó en el retrete. Todavía no se había repuesto del todo.
–He quedado en la editorial mañana. Pero lo importante es saber cómo estás tú, mamá. Eso es lo que importa. ¿Haces ejercicio?
–Sí, todos los días camino un poco.
Los dos hermanos volvieron a mirarse. Pancho hizo un leve gesto negativo con la cabeza. Entraron en el comedor y la ayudaron a sentarse en su sillón, al lado de la ventana. La mesa ya estaba preparada con la cafetera y dos tazas. Su hermano fue a la cocina. El café de su madre era descafeinado, pero fingía no saberlo. Delforo se sirvió café, sin azúcar.
–Ven y siéntate aquí a mi lado y dime la verdad. ¿Qué has venido a hacer?
Se quedó pensativo.
–¿Conociste a alguien llamado Dimas Prado?
–¿Dimas Prado? No…, no me suena. ¿De qué debería conocerlo?
–No sé…, de la guerra o de la posguerra. En Málaga, quizás. ¿No te suena ese nombre de cuando detuvieron a papá en diciembre de 1945?
–Durante la guerra, desde luego que no. No la pasé en España, me fui a México en noviembre de 1936. Mi familia tampoco participó en la guerra, teníamos una casa en Biarritz. Tu padre, entonces, ya era capitán de milicias.
–Mamá, olvídate del 36. Hablo de diciembre de 1945. Capturaron a papá en Málaga, lo torturaron y luego lo condenaron a muerte. Lo acusaron de pertenecer a las guerrillas. Y tú fuiste a verlo a la cárcel. Nos has contado cien veces que le salvaste la vida con el Velázquez.
–Tu padre fue enviado por el partido a Málaga para reorganizar las guerrillas en Andalucía y preparar un alzamiento. Hubo un chivatazo de los Servicios de Inteligencia norteamericanos y fueron a por él. Resistió la tortura, no le sacaron nada, nada. Luego lo juzgaron. Me dejaron verle poco después, creo que fue en diciembre.
Su madre enmudeció, perdida en sus recuerdos. Pero la historia la sabía él de memoria. Su padre se la había contado también, aunque sin detalles, como si fuera una banalidad narrada a grandes rasgos, igual que los viejos militantes del partido. Fueron otros los que contaron las terribles torturas, los pormenores macabros de su estancia en la cárcel de Málaga.
–Dimas Prado, ¿recuerdas ese nombre? Fue el intermediario, le entregaste a él el cuadro. Creo que fue a verte a Málaga.
–Espera un momento, a tu padre lo capturaron a finales de 1945, en Navidad, no recuerdo el día exactamente. El partido solía enviar gente en esas fechas para que pasara desapercibida. Lo habíamos preparado como una cita amorosa, el pretexto era que iba a verse conmigo, mi familia no aprobaba nuestras relaciones. Yo fui a Málaga unos días antes. Todo estaba muy bien organizado, sin fisuras. Había un gran cargamento de armas que habían desembarcado, o las iban a desembarcar, en la costa. Venían de Argelia.
–Mamá, eso ya lo sé…, incluso ha salido en los libros de historia. Los norteamericanos estuvieron a punto de preparar un alzamiento antifranquista en 1945, después de la derrota alemana. Las armas y el plan eran norteamericanos, pero en el último momento lo abortaron. Franco servía mejor como escudo antibolchevique, un aliado para la guerra fría. Pero yo te estoy preguntando por Dimas Prado.
De nuevo su madre se quedó en silencio.
–Es curioso, ahora no hago más que pensar en mi niñez y en mi juventud. –Le sonrió en silencio–. Pienso mucho en mi madre y en mi infancia. Conocí a tu padre en la FUE, en 1933. Era muy guapo, siempre fue muy guapo. Quería estudiar en París e la Escuela de los Annales. La guerra lo jodió todo. –Su madre negó varias veces con la cabeza–. Nos lo llegamos a creer… Ese año, 1945, fue fantástico, se había acabado con el fascismo, el Ejército Rojo había barrido a los alemanes en el este de Europa, se respiraba libertad por todas partes, un aire de ilusión, ¿sabes? Europa iba a renacer, una nueva Europa…
–Mamá…
Su hermano regresó con el descafeinado. Llenó la taza de su madre y ambos se miraron. Se sentó junto a ella y le pasó la mano por el cabello.
–No te fatigues, mamá, déjalo, anda. ¿Quieres más café?
–Se creó un Estado Mayor conjunto, formado por republicanos y norteamericanos. Lo mejor del Ejército de la República, veteranos fogueados en mil combates en España y Europa. Nosotros poníamos los hombres, el material de guerra era en gran parte el requisado a los alemanes. Los norteamericanos llevarían la logística, las comunicaciones, la aviación…
Se detuvo un momento y bebió un sorbo de café. Delforo encendió un cigarrillo.
–Dame uno de tus cigarrillos, anda –le dijo su madre.
–Mamá, no debes fumar –le dijo Pancho–, por favor.
–¿No? ¿Y qué mierda me va a hacer el tabaco ahora? Anda, dame uno.
Delforo se lo prendió. Su madre expulsó el humo. Eran Ducados.
–Por el Pirineo bajarían dos divisiones y estaban previstos tres desembarcos: uno por Levante, otro en Asturias y el tercero por Andalucía, con apoyo desde Argelia. Las guerrillas levantarían al pueblo en todas partes, ese era el plan. Al mismo tiempo, dos brigadas aerotransportadas lanzarían a seis mil hombres en paracaídas sobre Madrid. Vuestro padre era el que iba a organizar el levantamiento en Andalucía.
–Falló –dijo su hermano–, se fue al garete. De pronto Franco se convirtió en alguien muy importante para los intereses de Estados Unidos.
–Fue por culpa de la cúpula militar norteamericana –dijo su madre–. Ese reaccionario de Churchill también influyó en contra.
–La guerra fría era más importante –manifestó Delforo–. Pero yo quiero preguntarte por ese Dimas Prado. ¿Dónde lo conociste? ¿En Málaga?
–No, no…, no conocí a ningún Dimas Prado en Málaga, fue un intermediario de Queipo de Llano. Un oficial de su entorno, un capitán, me parece. Ahora no recuerdo su nombre. Nos vimos en un café. Le entregué el cuadro y él me dio el documento firmado por Queipo, conmutándole la pena de muerte a vuestro padre por treinta años de trabajos forzados. Salió cuando la amnistía de 1949.
–Él decía que estuvo contigo…, quiero decir, Dimas Prado, vamos, que se entrevistó contigo en Málaga, mientras papá estaba detenido. Y parece ser que…, antes estuvisteis juntos o…, bueno, que os conocisteis en Burgos, en 1938.
–No, de eso nada. ¿Quién te ha dicho eso? Yo vi a tu padre tres veces en ese tiempo. Una vez en la Prisión Provincial de Málaga, a finales de diciembre del 45, y otras dos en el Puerto de Santa María. Allí te concebimos en octubre del 46, naciste el año siguiente, en el 47, nueve meses y cinco días después de ese encuentro. ¿Qué bobada es esa?
Juan Delforo no contestó. Luego dijo:
–Déjalo, mamá, no te enfades. No merece la pena.
Su madre lo observó fijamente.
–La policía impedía que nos mandáramos cartas. Lo prohibieron. Solo dos veces… bueno, no recuerdo… Creo que fue Mariano Moreno quien… ¿Os acordáis de Mariano?
–Sí, mamá, nos acordamos de él, claro.
–Mamá no estuvo nunca en Burgos en el 38, Juan. En noviembre del 36 se fue a México y no volvió hasta el 43 o el 44, ¿no? –dijo su hermano.
–¿Quién te ha contado esas tonterías de Burgos?
–Un tal Guillermo Borsa, amigo de ese Dimas Prado… Bueno, amigo y hermano. Recuerdo que papá menciona a Dimas Prado en su diario. Lo llama DP.
–No se escribe todo en un diario, no toda la verdad. Y menos cuando se escribe en una prisión. Tu padre era muy cauto.
–Ese Borsa me ha contado que Dimas Prado os conoció a papá y a ti en aquellos años. Me ha dado detalles, no sé, parecía que sabía bastante de vosotros.
–¿Sí? Vaya, qué curioso –dijo su hermano.
–¿Quién es ese Borsa? –Su madre terminó el café y aplastó la colilla en la taza, como tenía por costumbre.
–Bueno, me envió una carta, pero la he dejado en Salobreña. Es bastante larga –mintió–. La firma ese tal Guillermo Borsa, al parecer hermano de Dimas Prado.
–Y ese hombre ¿quién es? –preguntó su hermano.
–¿Dimas Prado? Antiguo comisario de policía, me parece, un alto funcionario de la seguridad franquista. Creo que director general adjunto de Seguridad en 1945.
Delforo se quedó pensativo, rememorando la extensa charla alcohólica que había tenido con Guillermo Borsa. Era consciente de que su madre y su hermano lo observaban con atención. El café se le estaba enfriando, de modo que terminó de bebérselo.
–Creo haber visto el Velázquez que cambiaste por la vida de papá. Estaba colgado en la antigua casa de…
Su madre se puso en pie con esfuerzo.
–Bueno, creo que voy a acostarme. Mañana seguiremos hablando. Buenas noches, hijo. Que descanses.
–Bueno, hasta mañana, yo también voy a acostarme. Tu cama tiene sábanas limpias –manifestó Pancho–. ¿Te despierto a alguna hora?
–No, no hace falta. Buenas noches. Yo voy a quedarme un rato más aquí. No tengo sueño. Un momento, mamá, ¿quién era Ana Marchena Muñoz?
Su madre se volvió. Había desprecio en su mirada.
–Déjame en paz con tus novelas. ¿A esto has venido?
Mientras se alejaba, ayudada por su hermano, la escuchó:
–Un policía, ¿te das cuenta? La carta de un policía franquista. Tu hermano está cada vez peor.
Delforo sacó de la bolsa el cuaderno que le había legado Dimas Prado y se dispuso a leerlo. Tenía toda la noche por delante.
Un poco antes de que amaneciera fue a la cocina a beber agua. Se había fumado el paquete de cigarrillos entero y tenía los ojos enrojecidos y la garganta seca. Escuchó los tambaleantes pasos de su madre, que avanzaba por el pasillo con la ayuda del bastón. Sintió temor, una extraña vergüenza, como cuando era niño y su madre le descubría una trastada.
Apareció en la puerta.
–Mamá…, mamá… No… No voy a escribir nada, ¿sabes? Esta historia de Dimas Prado… No le importa a nadie. No lo voy a hacer.
Ella lo miró fijo durante unos instantes, que a él le parecieron eternos. No pudo resistirlo y bajó la cabeza, avergonzado. Su madre se retiró, pasillo adelante, majestuosa y frágil a la vez, cargada de fracaso, resignación y tristeza. Sí, todo aquello, lo de Borsa, Dimas Prado, el año 38 en Burgos, su padre… Contar todo eso no serviría para nada ni para nadie. Y de nada serviría tampoco hacerlo público. A nadie le interesaba ya.
Lo importante era la guerra, la resistencia heroica al fascismo. Las vidas perdidas de tanta gente, la terrible represión. La oportunidad histórica de la República. Había millones de historias privadas tan impresionantes como la de sus padres. Todavía no se habían contado esas historias.
Su madre murió a los noventa y ocho años el 9 de mayo de 2014, después de más de dos años casi sin hablar, siempre pensativa y triste. Pancho les contó a sus hermanos que murió una noche cálida mientras le daba de cenar. Y que ella dijo: «Juan, Juan, mi amor», y luego, añadió: «No quiero más, hijo, no tengo hambre». Y entonces inclinó la cabeza y falleció.