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PENAL DEL PUERTO, FINALES DE ABRIL DE 1946
Hoy es sábado. El calor ha remitido un poco, pero continúan restringiendo el agua potable. La dirección lo achaca a la falta de lluvias. No llueve desde la primavera pasada. Traen del Puerto carros con cisternas y distribuyen un litro por día y por preso. La falta de agua ha convertido el penal en un infierno. Si no llega a ser porque tengo conmigo la carta y el paquete de Carmen, hubiera pensado que la conversación con DP había sido un sueño. Han pasado más de dos meses y aún no ha llegado la respuesta de DP.
El calor es espantoso, tórrido y asfixiante, en este extraño mes de abril de 1946. La mayoría de los penados pasan el día sin camisa, o en calzoncillos, en las celdas. Aunque van vestidos a patios, está prohibido permanecer sin el uniforme completo en cualquier dependencia de la cárcel; los funcionarios hacen la vista gorda cuando se los desabrochan o se quitan las chaquetas abotonadas que exige el reglamento. El olor de tantos cuerpos hacinados se hace insoportable.
Este mediodía, Iñaki Arteche acude a la galería de tuberculosos al toque de comidas. A veces, Arteche come con los vascos enfermos en la primera tanda gracias a las prerrogativas que ha conseguido de la dirección del penal. Una de ellas es esta, otra es la de poder jugar al ajedrez con los enfermos de vez en cuando. Cuando lo hace conmigo, suele ganarme seis de cada diez partidas.
Pero hoy no ha venido a comer con los enfermos, ni a verlos, ni tampoco a jugar una partida de ajedrez.
–¿Quieres que luego nos echemos una partida, Iñaki? –le pregunto.
–No, esta vez no… Quería preguntarte… Bueno, oye, ¿tú eres el Delforo que estaba con Fernando de Rosa en la toma de Peguerinos? Creo que eras capitán, me parece. Unos dicen que eras tú y otros que no. Hemos tenido una discusión con los muchachos, pero no nos ponemos de acuerdo.
Me extraña esa pregunta.
–Sí, estuve en la toma de Peguerinos. ¿También estuviste allí? No te recuerdo.
–Iba con la columna de Asensio Torrado, la que salió de Madrid… El Batallón Vasco era la vanguardia. Yo también era capitán. Pero estuve en Peguerinos poco tiempo, una semana. Luego me enviaron al frente del Norte con mi batallón.
–No te recuerdo, Iñaki, lo siento.
Vuelvo a observarlo, pero parece pensativo, cabizbajo.
–Lo recuerdo bastante bien –le digo–. A finales de agosto la vanguardia del general Varela dio un golpe de mano y tomaron Peguerinos, infiltrándose entre nuestras columnas. Eran dos tabores de regulares, unos ochocientos hombres. Hicieron barbaridades. La República había convertido la iglesia en hospital. Asesinaron a bayonetazos a los heridos y enfermos, a los médicos y a las enfermeras. Antes las violaron. Nuestro batallón realizó el contraataque. Acabamos con ellos antes de que llegara Asensio Torrado.
–Mi batallón llegó un poco después, mataron a mi comandante y lo sustituí. Íbamos a marchas forzadas en cuarenta camiones, éramos unos cuatrocientos hombres. –Vuelve a callarse. Poco después me dice–: Mi…, mi mujer era médico. Estaba en el hospital de Peguerinos. Tenía veintiséis años.
–Joder, Iñaki, qué me dices.
–Luego cogisteis a ese tipejo, el antiguo secretario del ayuntamiento, que condujo a los regulares en la toma del pueblo. Se llamaba Crescencio Ramírez. Y tú no quisiste que lo fusiláramos.
Arteche continúa pensativo. El rostro abatido.
–Sí, lo recuerdo.
–Mis hombres y yo estuvimos a punto de matarte.
–No fue exactamente así, Iñaki, queríais matarlo a golpes y patadas. Habría sido un linchamiento. No linchábamos a nadie, el Ejército Republicano no linchaba. Si había que fusilarlo, lo fusilábamos. Esa era mi norma. Lo hicimos más tarde, Iñaki. Después de escucharlo en un breve juicio sumarísimo.
Iñaki Arteche se encoge de hombros.
–Quería que lo supieras.
–Agradezco tu sinceridad. Estarías furioso, exaltado por el fin terrible de tu esposa. Es comprensible.
Recuerdo que tuvimos que luchar para que no destrozaran, literalmente, a aquel secretario del ayuntamiento y a los regulares que habían caído prisioneros. Nuestros milicianos eran ya mucho más disciplinados que al comienzo de la guerra. Después de los primeros combates en la sierra en julio del 36, la masa de combatientes fue poco a poco tomando una forma más definida y disciplinada. La Dirección General de Milicias se esforzó en crear batallones y columnas con jefes experimentados, que unas veces provenían del ejército regular y otras de los oficiales de milicias supervivientes de los primeros combates. Se procuró dotarlas de instrucción militar, armamento y equipos suficientes.
Gran número de sargentos y suboficiales del ejército regular que lograban pasar el tamiz de «adeptos» al régimen republicano fueron ascendidos a oficiales y comenzaron a mandar compañías y batallones del nuevo ejército. Por lo general, el mando de las columnas y batallones se dejaba a oficiales de carrera, al tiempo que se intensificaba la formación de nuevos oficiales y jefes entre los milicianos más destacados.
Las unidades militares creadas por los sindicatos y los partidos políticos a comienzos de la guerra aparecieron como hongos, aunque muchas veces tenían una vida efímera. Los nombres de estas unidades solían ser curiosos, como el Batallón Pancho Villa, Las Águilas, Amanecer, Amanecer Rojo, Acero, Los Castúos, Hierro, etc. Resultaba difícil que la Dirección General de Milicias o el Alto Mando supieran quiénes eran los jefes de esas unidades, sus posiciones y si seguían las órdenes de combate. El Ministerio de Defensa y la Dirección General de Milicias trataban de controlarlos, pero el cumplimiento de las tareas de guerra dependía a veces de la buena voluntad de los representantes de los partidos políticos y de los sindicatos y, en gran medida, de los jefes de las unidades. En no pocas ocasiones se votaba en el campo de batalla la táctica a seguir, fuera de las órdenes del Alto Mando, que se cuestionaban continuamente.
Por lo tanto, era muy difícil conocer la situación de las unidades, su armamento y su capacidad de maniobra. Muchas veces, las órdenes de ataque o repliegue se tomaban en la sede de los partidos, haciendo caso omiso de los planes elaborados en el Alto Mando. Sin embargo, las unidades creadas por el Partido Comunista, sobre todo el llamado Quinto Regimiento, contrastaban en orden y eficacia con las demás fuerzas políticas. Los socialistas crearon los batallones Octubre n.º 1, Octubre II, el Largo Caballero, el Margarita Nelken y muchos más, también preocupados por la disciplina militar y el mando único que condujera la guerra.
En las regiones alejadas de Madrid surgían organismos militares que hacían la guerra por su cuenta y riesgo sin que el Estado Mayor Central tuviera autoridad ni conocimiento de ellos. La improvisación campaba por sus respetos en todas partes, e impedía la coordinación entre las fuerzas gubernamentales. Eso sucedió sobre todo al principio de la guerra en Guadarrama, Somosierra, en Navalperal de Pinares, en Las Navas del Marqués y en Sigüenza, que eran los frentes de combate próximos a Madrid.
En otros lugares como Asturias, Córdoba, Extremadura, todo el Levante, Cataluña y en el Norte se crearon también columnas para enfrentarse a las tropas facciosas, a veces sin comunicarse con el Estado Mayor Central, que no llegaba a saber sus objetivos, ni el número de combatientes, ni su armamento. En Aragón, las columnas anarquistas y las del POUM se dedicaron a colectivizar el campo y detuvieron su avance militar. La Columna de Hierro, de mayoría anarquista, que partió hacia Teruel desde Levante, al encontrar resistencia en las proximidades de la ciudad también detuvo su avance.
Multitud de voces proclamaban la necesaria unidad en el mando, que chocaba sobre todo con los anarquistas y el POUM, cuyos objetivos declarados eran hacer la revolución. Por el contrario, el Partido Comunista clamaba en su prensa y en la mayoría de sus mítines por el mando único y la creación de un ejército popular. De todas maneras, el mayor derroche de hombres y pertrechos se realizaba en las retaguardias. Muchos cientos de milicianos armados se limitaban a hacer guardias en una complicada red de puestos de vigilancia y control, de dudosa utilidad, buscando enemigos internos, que los había, y muy organizados, aunque esos milicianos de retaguardia constituyeron, en sí mismos, un peligro para la República por sus atribuciones sobre el orden público. Además, cada comité político o sindical organizaba su propia intendencia, requisando y, frecuentemente, derrochando toda clase de pertrechos y víveres para sus tropas, en detrimento de las demás unidades y de la población civil, lo que desestabilizaba más aún la economía del país.
Las tropas regulares, los restos del Ejército Republicano que no se habían sublevado, fueron enviadas también a combatir, bien como participantes en columnas de milicianos o formando unidades autónomas, casi siempre mal encuadradas y con pocos oficiales, la mayoría de ellos sargentos ascendidos provisionalmente, que a veces daban ejemplo de disciplina y combatividad, y otras veces no. Sin duda, las mejores tropas al comienzo de la contienda fueron las fuerzas de Asalto, que se destacaron por su confianza, disciplina y ardor en la lucha. Otra cosa fue la Guardia Civil, convertida en Guardia Republicana, sin los tricornios, que a la menor ocasión se cambiaba de bando, exceptuando contados jefes y oficiales.
Reorganizado el Batallón Octubre II, se le otorgó el mando a Fernando de Rosa, repuesto de su herida y ascendido a comandante de milicias. Nuestro objetivo era integrarnos en la columna del coronel de intendencia Fernando Sabio, formada por otro batallón de aviación, cuyo comandante era el teniente coronel Rubio, y otras unidades con varias compañías de ametralladoras y morteros. En total, la Columna Sabio constaba de unos mil hombres.
Me habían ascendido a capitán, pero sin mando de tropa, una especie de subjefe de batallón, que constaba entonces de unos quinientos milicianos, tres compañías, pero que llegó a contabilizar dieciséis compañías. El 1 de agosto desfilamos en perfecta formación por la calle principal de El Escorial. Íbamos uniformados con monos de trabajo azules, gorra de aviación e insignias militares y encuadrados en grupos de cincuenta, mandados por tenientes y sargentos. Mantuvimos el saludo militar tradicional desechando el saludo con el puño en alto que poco después se convirtió en el saludo oficial del nuevo Ejército Popular de la República.
De allí, en camiones, fuimos a Peguerinos, cuartel general de la columna, y a pie subimos a nuestro sector, la sierra que domina San Rafael, en la retaguardia del enemigo, que ocupaba el Alto del León. Sabio nos asignó el control de la carretera San Rafael-El Espinar, situándonos en la zona llamada Las Navazuelas, donde más tarde Franco mandaría construir el Valle de los Caídos. Nuestra presencia allí, dominando las entradas al Alto del León, causó alarma entre el enemigo, ya que impedíamos la posibilidad de que rodearan nuestras columnas y nos atacaran por los flancos.
Los primeros días de agosto consolidamos nuestras posiciones cavando refugios, trincheras y nidos de ametralladoras mientras el enemigo nos castigaba con un constante cañoneo. Las granadas y el cañonero nos despertaban cada mañana, y raro fue el día que no tuviéramos escaramuzas con los facciosos, que intentaban infiltrarse aprovechando lo escarpado del terreno. Nuestras ametralladoras y morteros dominaban las carreteras y nuestras patrullas de milicianos impedían que las tropas enemigas se infiltrasen.
A finales de agosto nuestros exploradores informaron de que la vanguardia de la columna enemiga del general Varela, compuesta por dos tabores de regulares, había dado un golpe de mano en Peguerinos, ocupando el pueblo. La vanguardia se había infiltrado entre nuestra columna y la de Mangada, situada en Navalperal de Pinares, casi veinte kilómetros de tierra de nadie. Mientras el grueso de la columna facciosa avanzaba desde El Espinar a toda marcha, la ocupación de Peguerinos abría el camino hacia El Escorial con la posibilidad de destrozar todo el frente de la sierra y poner Madrid en peligro.
Fernando de Rosa ordenó afianzar la posición y con gran rapidez me envió con el grueso del batallón a cercar la retaguardia de la columna enemiga mientras otra columna, mandada por el general Asensio Torrado, acudía desde Madrid para cortar el camino a El Escorial. Al atardecer, cerrada la retaguardia enemiga por nuestras tropas, y amenazados por la columna de Asensio, los facciosos fueron copados y se desbandaron dejando gran cantidad de material de guerra. Durante la noche hicimos un gran acopio de prisioneros y de material bélico. Perdidos en los bosques, los facciosos caían en nuestras manos con gran facilidad, lo que no impidió que el grueso de la columna de Varela intentara romper nuestras líneas una y otra vez para proteger la huida. Pero resistimos y solo pudieron escaparse un número escaso de hombres, y en desbandada.
La derrota del enemigo fue estrepitosa. Sin embargo, las pocas horas que los regulares ocuparon Peguerinos fueron terribles. Se dedicaron a saquear y a violar a las mujeres que encontraban y a fusilar a mansalva a la población civil. Lo más terrible fue que mataron a bayonetazos al personal sanitario y a los heridos y enfermos del hospital de campaña que se encontraba en la iglesia del pueblo. Todo eso fue una pérdida de tiempo desde el punto de vista militar, e impidió que se hicieran fuertes en la plaza y resistieran, aguardando al grueso de sus columnas.
Las tropas enemigas habían sido guiadas por el antiguo secretario del Ayuntamiento de Peguerinos, aficionado al senderismo, que había huido al comenzar la sublevación. Capturado en el bosque por los vecinos del pueblo, querían hacerle pedazos con sus propias manos. Tuve que mostrarme firme e impedir que lo destrozaran allí mismo. Horas más tarde lo fusilamos en un relativo orden. Tuvo posibilidad de defenderse de las acusaciones de los vecinos. Durante muchos días, nuestras patrullas no dejaron de hacer prisioneros ni de recoger material de guerra y pertrechos que habían desperdigado en su derrota.
Nuestro batallón fue felicitado por Sabio con mención de honor que fue luego ratificada por la Dirección de Milicias. Poco después Sabio fue trasladado a otra columna y tomó el mando de nuestro sector el teniente coronel Rubio. Varios oficiales y yo mismo recibimos órdenes de ascenso.
El frente se estabilizó durante casi un mes. A mediados de septiembre cayó abatido Fernando de Rosa de un tiro en la frente y las columnas de Varela ocuparon Peguerinos. La noticia me llenó de pesar.
Recuerdo a Fernando de Rosa en estos momentos de soledad y angustia, mientras trato de sobrevivir en el penal. Sus dotes personales y de mando fueron un descubrimiento para mí. Durante aquel mes de agosto que pasamos juntos en nuestra posición de la sierra, se hizo querer por la tropa sin que se menoscabara su autoridad. Comía el rancho general y nunca se permitió ningún privilegio. Con él aprendí lo importante de la conducta de un jefe de unidad.
Nuestros hombres tenían siempre algo que hacer: guardias, refuerzo de las fortificaciones, patrullas, instrucción militar, cuidados de las armas, búsqueda de agua y alimento, aseo personal, cursillo de cuidados médicos, cultura general política… Me atrevería a decir que Fernando de Rosa conocía por su nombre a todos y cada uno de los hombres bajo su mando.
Con José Laín, nuestro comisario político, se creó una biblioteca y se construyó una sólida casamata como zona de descanso y ocio. Los oficiales, que éramos ocho, contando a Laín y a los tenientes, constituimos una especie de Estado Mayor en el que se discutían táctica y estrategia de situaciones bélicas posibles, el trato con la tropa y el estudio de mapas militares, que no todos los oficiales sabían manejar ni entender.
De Rosa exigía a sus oficiales que fueran un ejemplo, que estuvieran atentos a la tropa, que debía estar bien calzada, con ropas adecuadas y bien atendida. En caso de descalabro o derrota, culparía a los oficiales y sargentos.
Recuerdo el cursillo que impartí a los cabos y sargentos sobre la importancia de las escuadras de diez hombres, que mandaban los cabos, y los pelotones de treinta, a cargo de sargentos. Me basaba en la organización del ejército romano, a su vez deudor del ejército macedonio y de Pirro, rey de Epiro, que yo conocía por mis lecturas. También se dieron cursillos sobre ametralladoras y morteros.
Laín, nuestro comisario político, trajo de El Escorial periódicos atrasados de Madrid. De ese modo nos enteramos de que el 1 de agosto se había firmado en Ginebra, sede de la Sociedad de Naciones, una resolución sobre la guerra de España. La resolución determinaba la estricta neutralidad de los países democráticos de Europa, que se desentendieron del conflicto. La resolución la firmaron también Italia y Alemania y el resto de países. Estaban en contra la Unión Soviética, México y Checoslovaquia. Se creó una flota que vigilaría las costas españolas para que ningún barco rompiera el bloqueo. De facto, condenaban a la República a la derrota al impedir que pudiera comprar armas en ningún país y tuviera que recurrir a los intermediarios, es decir, a los traficantes internacionales de armas. La decisión de la Sociedad de Naciones nos dejó atónitos y estupefactos. Muchas de las armas que habíamos conseguido de prisioneros y huidos eran italianas y alemanas.
A mitad de la noche, Arteche acude a la galería de tuberculosos, al parecer a visitar a la docena de enfermos vascos. Pero se acerca a la mesa donde escribo y me interrumpe. Lleva un cartucho de papel con tres naranjas.
Es la segunda vez que lo veo en el mismo día.
–Son para ti, Delforo –me dice.
–¿Y esto por qué, Arteche?
–No lo sé…, quizás porque me enseñaste algo. No sé…, yo he tenido mi pistola apuntándote a la cabeza. –Me sonríe–. No hay un solo día que no piense en mi mujer, Delforo. Nos íbamos a casar y…
Aguardo, pero no me dice nada más. Deja el cartucho de papel con las tres naranjas sobre la mesa y se dirige a saludar a sus enfermos.
Ahora son las doce y media de la noche. Acaba de venir a verme el Córdoba. Se acerca sonriente y me pregunta si continúo escribiendo. Le contesto que eso hago. Mira a izquierda y derecha y me susurra:
–Don Juan, esta mañana he oído hablar al director y al jefe de servicio. Parece que mañana domingo lo van a sacar a la calle.
Me adelanto en la silla.
–¿En conducción?
–No, en «cunda» no… No hay «cundas» hasta el mes que viene. Lo van a sacar fuera, al Puerto, según parece. Han estado hablando de eso. No sé cuándo será, por la mañana o por la tarde. Esté preparado, don Juan.
Hoy, después de la misa dominguera, me convocan a dirección. El director me pide que me siente. Es muy amable conmigo. Trato de disimular mi nerviosismo. Me dice que el director general adjunto de Seguridad, es decir, DP, quiere tener una cita conmigo fuera del penal, a las tres de la tarde. Me extiende un formulario que relleno. El penal no se hace responsable de mi persona durante el tiempo que esté fuera. La firma de DP es visible en el documento.