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MADRID, COMIENZOS DE OCTUBRE DE 2011
Borsa apenas había callado durante las dos horas largas que Delforo llevaba en el chalet de la colonia de El Viso. Delforo se limitaba a escuchar al anciano falangista y a beber coñac a sorbitos, aunque de vez en cuando intervenía con pequeñas preguntas. A veces Borsa descansaba, paseando por el salón hasta que le preguntaba algo concreto sobre su padre, sobre todo lo referente a la etapa en la que estuvo en el batallón de castigo en Mohedas de la Jara, apenas tres años, sin contar el tiempo que convaleció de tuberculosis en Talavera de la Reina. Tuvo que repetirle que su madre, gracias a los contactos del doctor Mariano Moreno, pudo estar con él durante su enfermedad, y más tarde, en Mohedas de la Jara, hasta la amnistía general del año 1949.
–De esa etapa no me acuerdo demasiado, apenas tengo flashes –le dijo Delforo.
Había otros asuntos que le interesaban a Borsa, tan fuera de lugar como saber si su padre, Delforo Farrel, se había llevado bien con él, si había tenido hermanos y si el matrimonio de sus padres había sido feliz y armónico.
Delforo se extrañó de esas preguntas y le respondió que tenía cuatro hermanos y que nunca habían escuchado discutir a sus padres. Cuando su padre murió en 1970 en accidente de coche, contaba cincuenta y ocho años y su madre, cincuenta y cuatro. Ella nunca había vuelto a casarse, ni tuvo novios, ni salió con ningún hombre, que él supiera.
Delforo creyó que debía marcharse de una vez. Seguía aún en la casa gracias a una extraña fuerza, mezcla de curiosidad e indolencia, que lo mantenía clavado en aquel sillón sorbiendo traguitos de coñac. Borsa no paraba de hablar y gesticular.
–¿Puedo usar su baño, señor Borsa?
–Vaya, estoy siendo descortés con usted, señor Delforo. Lo siento.
–Necesito ir al baño.
Borsa pulsó el timbre que tenía a su lado en la mesita y le sonrió.
–¿Se aburre con mi charla, señor Delforo?
–No, en absoluto, pero tengo que marcharme, me estoy retrasando mucho. Mi madre me espera.
Fátima apareció en la puerta sin hacer ruido.
–Fátima, lleva al señor Delforo al baño, por favor.
Delforo la siguió por un pasillo destartalado. Fátima caminaba arrastrando las chancletas, bamboleando sus carnes sueltas.
–¿Lleva usted muchos años con el señor Borsa, Fátima?
La mujer siguió caminando sin que pareciera haber oído. Llegó a una puerta y la abrió. El cuarto de baño era un catálogo de muebles de 1930. Cuando salió, ella lo aguardaba apoyada en la pared.
Se puso a caminar, Delforo fue detrás. Unos pasos adelante, se detuvo.
–Los conozco desde 1938 –le contestó.
–¿A Borsa?
–Sí, a él y al señor Prado, a Dimas. Los conocí en Burgos. Estoy en la casa desde… 1976, más de treinta y cinco años.
Volvió a marchar lentamente, pasillo adelante.
–¿Cómo era Dimas Prado en 1976?
Se volvió despacio. Tenía los dientes negros, parecían pintados.
–Como siempre, un kalbun.
–¿Kalbun?
–Un perro, eso es lo que era el señor Prado. Un hombre con alma de perro.
Borsa, de pie, hojeaba el cuaderno de tapas negras al lado del ventanal. Delforo volvió a extrañarse, no parecía alterado por el coñac, quizás tenía un brillo distinto en los ojos, una especie de resplandor aguado en las pupilas, como si estuviera a punto de verter lágrimas y pugnara para que no aparecieran, pero en absoluto borracho.
Delforo rodeó la mesa y se quedó al lado de su sillón.
–Señor Borsa…
El viejo se aproximó a la mesa con el cuaderno en la mano, sonriendo.
–Bueno, bueno…, señor Delforo. ¿Acepta el legado?
Delforo dudó unos instantes. ¿Por qué no? Quizás las memorias de un fascista, de un perro fascista, como lo había definido Fátima, le sirvieran para algo en el futuro. Un contrapunto ideológico sobre la guerra civil, aunque él ya había leído memorias de exfalangistas notorios que al cabo del tiempo se habían convertido en demócratas convencidos.
–¿Puedo llevármelo y contestarle después de leerlo, señor Borsa?
–No, Dimas fue muy claro, tiene usted que fiarse de él. Si se lo lleva, tiene que utilizarlo, aunque sea en parte.
–Para un escritor son condiciones duras, compréndalo.
–Entero o en parte, esas son las normas. ¿Se decide? Las memorias llegan hasta finales de 1946, aunque hay varios apéndices posteriores.
–Dígame al menos si Dimas Prado cambió su falangismo por alguna otra cosa, una democracia de líderes, un liberalismo orteguiano…
–No, Dimas nunca cambió, y permítame que le diga que puedo definir a Dimas como un servidor de la patria. Sin embargo… –Delforo se quedó expectante. Borsa se sentó con el cuaderno abierto, pasando páginas, buscando algo con el dedo, como un escolar atento. Levantó la cabeza–. Ha quitado páginas, ha rehecho sus memorias…
–¿Usted las ha leído antes?
–Sí, por eso se lo digo. Ha borrado algunas fases de su vida que debería haber dejado. Son varias, pero la más importante…, bueno, eran añadidos a 1946.
–Hasta cierto punto es lógico –afirmó Delforo–, las memorias nunca dicen toda la verdad. Son obras de ficción, como las novelas. ¿Qué echa de menos?
–Un pasaje de los combates de la sierra. Creo que fue…, el 25 de julio del 36 en el Alto de Los Leones.
Delforo se sentó en el sillón que había abandonado hacía un rato y se dispuso a esperar. Pero Borsa siguió pasando hojas en silencio, ensimismado.
–¿Qué más falta?
–Yo las he visto escritas…, recuerdo lo del Alto de Los Leones…, y lo de su madre…, falta también lo de su madre, vaya…
–¿Dimas y mi madre?
–Creo que ya se lo he dicho, ¿no? Dimas y su madre se conocieron. ¿A qué viene esa cara de asombro?
Delforo no recordaba que su madre hubiera mencionado nunca a Dimas Prado.
–¿Quiere decir que no son unas memorias completas?
–Quizás…, no sé… Dimas me dijo que iba a contarlo todo.
–¿Qué ocurrió en el Alto del León el 25 de julio de 1936?
–¿Quiere saberlo?
–Sí, me gustaría. Si no, las memorias quedarían incompletas, ¿no le parece? Si quiere que me lleve el cuaderno, tengo que saber lo que falta.
Borsa lo escrutó durante unos instantes. Dejó el cuaderno sobre la mesa y le sonrió.
–Si se lo cuento, ¿aceptará el legado?
–Sí, lo aceptaré.
–Tuvimos duros combates los días 22, 23 y 24. Esa misma noche, el comandante Pujalte, con trescientos hombres, rodeó las líneas enemigas al amparo de la oscuridad y después de casi cinco horas de marcha se presentó en la retaguardia del Ejército Republicano. Llevaban a hombros ametralladoras y morteros. Antes de los primeros resplandores del día empezaron a disparar.
»Creo que Pujalte se adelantó un poco y eso permitió que las fuerzas republicanas se rehicieran y que una parte de ellas se dedicara a repeler su ataque mientras la otra nos atacaba de frente a la bayoneta y a la carrera. Sorprendieron a nuestros mandos, ya que Pujalte tenía que atacar con las primeras luces del día y lo hizo media hora antes, impaciente como era él.
»Yo estaba en la centuria de Dimas, a su lado, detrás de un improvisado parapeto de sacos terreros y piedras, muy próximos a un grupo de pinos. Ocupábamos el sector derecho de la línea del frente. Éramos unos ciento cincuenta hombres y Dimas era nuestro comandante, un jefe de centuria tenía categoría de capitán.
»No lo esperábamos, nos sorprendieron cuando los republicanos estaban ya en la mitad de la explanada, muy cerca de nuestras líneas. “¡Disparad!, –gritaba yo–. ¡Que no lleguen a los parapetos!”.
»Entonces me volví y vi a Dimas tembloroso y pálido, convulso. Se había escondido a unos cinco metros de los parapetos. “¡Dimas! –le grité–, ordena que salgamos de aquí, tenemos que luchar en campo abierto!”. Pero Dimas no estaba en condiciones de ordenar nada. De pronto vimos aparecer ante nosotros a las milicias republicanas, como si surgieran de las tinieblas. Tenían los rostros ennegrecidos por la tierra y los ojos relucientes de odio.
»“¡Fuera…! –ordené–. ¡Una segunda línea atrás para disparar!”, grité, pero pocos me hicieron caso. Vi a varios de nuestros soldados retroceder y refugiarse bajo los parapetos, que no eran sólidos. Los milicianos podrían empujarlos y sepultar a los nuestros bajo las piedras y los sacos terreros.
»En realidad nadie esperaba ese ataque suicida y a la desesperada de los republicanos. El suelo se llenó de cuerpos que gemían y gritaban de dolor y miedo. Mandé retroceder sin dar la espalda. Poco a poco nos fuimos retirando de los parapetos y dispersándonos entre los pinos. Dimas, muy alterado, corría mientras intentaba dispararse en una pierna, pero temblaba tanto que dudo que hubiera podido hacerlo.
»Entonces le disparé, le rompí la pierna izquierda. Perdió el conocimiento. Luego se la entablillé y le hice un torniquete por encima de la rodilla.
–¿Por qué hizo eso?
–Dimas…, bueno, no estaba destinado a la milicia…, a la guerra; era un organizador, un preparador de planes…, un hombre de Inteligencia, de Estado Mayor. No podía dejarlo morir. Lo evacuaron poco después a Burgos.
–Usted le disparó…
–Sí, él no podía hacerlo. Le habrían matado enseguida. Las milicias republicanas luchaban como diablos, cuerpo a cuerpo. Le salvé la vida, lo dejé cojo pero con vida.
En el jardín de la casa, Delforo se encontró a Fátima sentada en el viejo cenador de piedra. Su cuerpo semejaba una cariátide estriada y carcomida por el tiempo.
Al pasar por su lado, ella le preguntó:
–¿Quién es usted?
–No creo que me conozca. Me llamo Delforo, Juan Delforo. Parece que ellos conocieron a mi familia hace mucho tiempo, durante la guerra. –No hizo ningún gesto. Continuó mirándole, pero sin decir nada–. Nunca había visto a Borsa antes de hoy. A Dimas Prado lo vi una sola vez en 1976. Eso es todo…, pero, dígame, ¿por qué sigue aquí? Usted misma me ha dicho que eran unos perros.
–No tengo adonde ir.
–Bien…, esto, Fátima, encantado de…
–Me han estado usando desde hace años… –dijo de pronto–. Unas veces uno y otras veces otro, ¿sabe? Lo normal era que fueran los dos. Luego me escapé, cambié de nombre. Me pillaron otra vez en 1976, yo había hecho…, bueno, tenía secretos, algunos delitos. Eran policías, me dieron a elegir entre la cárcel y ellos. Tuve que ser su criada y volvieron a usarme… Si va a escribir algo sobre ellos, cuente eso.
Siguió hablando. Pero Delforo apenas la entendía; a veces hablaba en su lengua materna y soltaba carcajadas. Al cabo de unos instantes, Fátima cerró la boca e inclinó la cabeza, abatida. Delforo terminó por abrir la chirriante puerta del jardín. Entonces vio a Borsa, que había salido de la casa y le observaba en silencio. Parecía sonreírle, aunque quizás fuera solo una mueca.