Villa Louisiana
Felipe Trigo, el autor de Jarrapellejos y La Altísima, introductor en sus libros de un naturalismo muy celtibérico, escritor preocupado por las cuestiones genitales, estuvo a punto de perder la vida en la campaña de Filipinas, en la que intervino como médico militar. En un ataque de los nativos, recibió más de quince machetazos, uno detrás de otro o simultáneamente, que lo dejaron medio muerto en el campo de batalla. A pesar de la sangría múltiple, Felipe Trigo logró recorrer a rastras las tres leguas que lo separaban del primer destacamento español, donde lo curaron con ayuda de emplastos y mercromina.
Como secuela de aquel episodio, tenía, esparcidas por todo el cuerpo, cicatrices como costuras de carne y una mano artificial fabricada de aluminio, en sustitución de la mano derecha, que los filipinos le arrancaron de cuajo. Con esta mano artificial, mejor articulada que la originaria, Felipe Trigo, además de ingresar en la santísima trinidad de los escritores mancos (junto a Cervantes y Valle, mejor dotados que él), asustaba a los niños y hacía fechorías sexuales, como a continuación se verá.
Felipe Trigo (lo diré por si alguien no llegó a conocerlo) tenía un aspecto de sátiro que procuraba disimular con una barba abierta en abanico, como las barbas de los reyes asirios. Partidario del amor libre y profiláctico, Felipe Trigo abandonó la carrera médica después de las mutilaciones filipinas, y cambió el escalpelo por la pluma. Escribía unas novelas de corte barbarizante, como tratados de ginecología aplicada, y se proyectaba en personajes muy machos, verdaderos déspotas de la bragueta.
Con el dinero rápido que le proporcionó la literatura (llegó a llamársele el Zola español), Felipe Trigo se compró un hotelito en la Ciudad Lineal, para él y su familia, que bautizó con el nombre de Villa Louisiana. A este hotelito, amueblado con gusto pequeñoburgués y criadas más bien infames (elegidas, desde luego, por su mujer), Felipe Trigo se traía modelos de la Escuela de Bellas Artes, en remesas de diez o doce, y las mandaba desnudarse a cambio de unas pesetillas. Obedecida su orden, Felipe Trigo esbozaba una sonrisa de Barbazul, para amilanar a las muchachas (a ellas les daba mucho miedo su dentadura orificada), y se enguantaba la mano artificial con un guante de cuero negro. A continuación, sacaba de un cajón un peinecito de carey y, de rodillas, sosteniéndolo con la mano de aluminio (ya dije antes que era una mano articulada), les peinaba el pubis a las modelos de la Escuela de Bellas Artes, y se lo frotaba con las púas, hasta obtener el primer chispazo de electricidad, acontecimiento que solía coincidir con su orgasmo. Las modelos salían de Villa Louisiana por la puerta de servicio, para no tropezarse con la esposa de Felipe Trigo, y se perdían en la noche, recorridas por un calambre que les duraba semanas y les mantenía horripilado el vello del pubis.
Un día, Felipe Trigo se cansó de peinar coños y se suicidó. El pistoletazo sonó en Villa Louisiana como un mueble que se derrumba.