El coño de las solteronas
Son mujeres las solteronas consagradas al culto de un único hombre, probablemente extinto, que las amó en un pasado más o menos lejano, antes de alistarse en el ejército. Del hombre no se supo más (a lo mejor una bala se estrelló en su destino, a lo mejor desertó, o se unió al enemigo, o quedó enterrado en las trincheras), pero la solterona le rinde una idolatría cotidiana, una veneración sin interrupciones que acrisola y ahonda su soledad. El coño de las solteronas (que no tiene por qué ser un coño virgen) mantiene, como un regusto perenne, el sabor del amante desaparecido en combate o extraviado en brazos de otra. El coño de las solteronas, puerta clausurada a otros hombres, coño exclusivista y autárquico, se reconcentra en su nostalgia y sobrevive gracias al fetichismo del recuerdo. El coño de las solteronas, príncipe de una mansión derruida, rosal silvestre de un jardín abandonado, sigue floreciendo cada mes, sigue produciendo jugos inútiles, en la esperanza de preservarse joven para un fantasma de pólvora y lejanías. El coño de las solteronas, capilla silenciosa de esa gran catedral que es la mujer, mantiene siempre encendida una llama votiva y ruega a Dios por el regreso del hombre. Las solteronas, mujeres de desgracia irremisible, derrochan sus tardes releyendo cartas que su novio les escribió, a mediados del jurásico o el pleistoceno, con lágrimas de tinta, cartas surcadas de dobleces y promesas de matrimonio que las solteronas guardan, junto con ese retrato sepia, como únicos testimonios de su religión. Qué triste languidece el coño de las solteronas, qué iguales discurren los días de la espera. Entra por las ventanas un crepúsculo rojo, definitivo como el Apocalipsis, y llora el coño una lágrima de fuego o impotencia, intuyendo que su amante no volverá. La solterona se levanta de su sillón de mimbre, se asoma a la ventana y requiere a un hombre que pasa por la calle. Ha guardado ausencia durante años y años a la memoria del primer amor, y ahora quiere desahogarse con el primero que pilla. Afortunadamente, yo he sido el primero.