La vecina de enfrente

Durante la adolescencia, Silvia y yo fuimos novios en la distancia, cada uno a un extremo de la ciudad, criaturas suburbiales que vivían entre la nostalgia y el amor nunca consumado. Fue entonces cuando recurrimos a un sistema de comunicación que ya Noé empleó cuando el Diluvio: las palomas mensajeras. En las patas de aquellas palomas sabias atábamos nuestros mensajes arrebatados, borrosos de tinta y de lágrimas, llenos de metáforas becquerianas y orgasmos sentimentales. Después, cuando nos hicimos mayores, nos fuimos a vivir al centro de la ciudad, y, sin saberlo, sin acuerdo previo, por capricho del azar, imposición del destino o lo que fuera, coincidimos en el mismo edificio, vecinos uno enfrente del otro. Con gran consternación, renunciamos al intercambio de los mensajes volátiles y decidimos puesto que las palomas languidecían por falta de trabajo y ya ni siquiera zureaban organizar un banquete fúnebre en el que asamos a las atribuladas mensajeras y nos las comimos con huesos y plumas y pico. Pero la vida seguía, y pronto hallamos otro sistema de mensajería: había un tendedero en el patio de luces que unía la pared de su casa con la pared de la mía a través de un intrincado ingenio de cuerdas y poleas, y allí, cada mañana, Silvia me dejaba, sujetas por pinzas, sus braguitas del día. Yo, entonces, tiraba de la cuerda y me acercaba aquel mensaje fragante, aquel retazo de tela mínima que me hablaba de ella y de sus inquietudes amorosas con una elocuencia anterior a las palabras. Aquellas braguitas blancas, negras, malvas o asalmonadas, eran el lacre en el que Silvia estampaba su coño huérfano, la esponja que recogía el fruto de tantos besos y caricias que se prodigaba ella a sí misma en la soledad célibe de su piso. A veces, sus braguitas revelaban un coño timorato, más flaco que el espíritu de la golosina, enjuto y seco como el papel secante, y otras traían el testimonio de un coño opulento, dulzón como una fruta tropical, chorreante de almíbar y ambrosía, derretido como una gran gota de miel. Había veces que las braguitas me hablaban de un coño náutico que se iba al mar a bordo de una chalupa y volvía impregnado con un aroma de sal y madréporas, y otras veces me transmitían el grito doloroso de un coño abierto en canal y sangrante. Todos aquellos mensajes me enternecían y despertaban oscuros anhelos, oscuras tentaciones, oscuras inminencias de placer. Silvia aguardaba al pie del tendedero una respuesta con esa expectación de las novias decimonónicas que esperan la llegada de su novio acodadas en el balcón. Pero esa respuesta no llegaba nunca, porque mis calzoncillos no servían para transmitir los infinitos matices del sentimiento (yo no tenía un coño que estampase lágrimas, risas, sangre o veneración), y, además, atentaban contra las reglas más elementales de la higiene. Pero, ¿acaso puede exigirse a un hombre soltero, carente de lavadora y hasta de detergente, que mantenga sus calzoncillos limpios? Silvia, entretanto, languidecía al otro lado del patio de luces.

Ya ni siquiera zureaba. Cualquier día de estos, tendré que organizar otro banquete fúnebre. Y esta vez, además de fúnebre, será caníbal.