La contorsionista

Ahora que ya sabemos que el hermafroditismo es una aspiración inalcanzable, una quimera fraguada en las mitologías, nos queda, al menos, la figura de la contorsionista, esa mujer que, cuando le plazca, podrá darse placer a sí misma. Hace poco, en uno de esos espectáculos benéficos para tullidos y lisiados de guerra que el Gobierno organiza, vi actuar a la contorsionista Anaïs Deveraux (pero me temo que la elección del espectáculo encubriese una cierta mala leche por parte de los organizadores). Anaïs Deveraux era andrógina, deliberadamente andrógina, y muy elástica, por cierto. En la reseña biográfica de los programas de mano, se leía que Anaïs Deveraux, durante su infancia, había recibido clases de yoga de un monje tibetano, aprendizaje que completó con cursos de ballet, gimnasia sueca y acrobacias circenses. Anaïs Deveraux daba la impresión de ser una mujer invertebrada (o, al menos, de huesos tubulares), que se besaba, no ya la punta del pie, sino el talón de Aquiles, después de rodearse el tobillo con su cuello de garza. Anaïs Deveraux actuaba con un tanga que apenas le tapaba la frontera entre las nalgas y el triángulo mínimo de un pubis también mínimo. A medida que el ambiente de la sala se iba calentando (éramos muchos los lisiados de guerra que enarbolábamos nuestras muletas o patas de palo, exigiendo números más retorcidos), Anaïs Deveraux ejecutaba contorsiones explícitamente sexuales. Primero se pasó el brazo derecho por atrás, para rascarse el sobaco izquierdo y pellizcarse el pezón correspondiente. Luego, volviendo el culo hacia el público, inclinó la espalda, hasta tocarse el coxis con la coronilla; cuando ya pensábamos que iba a enderezarse, se separó los glúteos con ambas manos, y se lamió el ojete, la muy guarra. El patio de butacas se quedó, por supuesto, patitieso (y no me refiero solamente a las piernas ortopédicas) y como recorrido por un calambre de irrealidad. Nadie aplaudía, ni siquiera los que no eran mancos. Anaïs Deveraux se volvió de cara al público, afianzó los pies sobre el escenario y volvió a plegarse en dos (quiero decir que inclinó hacia atrás la espalda): asomó la cabeza entre los muslos, y la acercó a su coño rasurado, pequeño como punta de flecha. La vimos rodar por el suelo, dándose placer a sí misma, en un sesenta y nueve simplificado y onanista, mientras en el patio de butacas muchos excombatientes la llamaban gabacha y asquerosa y aliadófila y otras lindezas de este jaez. Anaïs Deveraux, contorsionista de profuso currículum, se comía el coño, vuelta sobre sí misma, en un tirabuzón de carne divorciada de los huesos, embellecida por la luz de las candilejas, diciendo procacidades y jadeos en francés, que suenan menos agresivos que en español. Anaïs Deveraux, única hermafrodita en este mundo sin mitologías, rodaba por el escenario y hacía mutis, resbalando por el tobogán redondo de su cuerpo, sin despedirse siquiera.

Entre la asociación de lisiados de guerra se ha promovido una protesta, con acopio de firmas, exigiendo al Gobierno espectáculos menos nocivos para la moral y la propia estima de los afiliados.