El coño de las recién casadas
No entiendo a esas mujeres que se casan con trajes de falda y chaqueta, ante un juez o alcalde que bosteza, por presumir de modestas o de laicas. Hay que casarse por todo lo alto, ante el obispo de la diócesis, en una catedral tenebrosa de humedad y pecados, escuchar pacientemente el sermón y responder a la liturgia del sacramento, para que luego la profanación del tálamo resulte más complicada y con remordimientos. Las novias deben vestirse con traje de novia, por supuesto, para que el satén les otorgue a sus facciones una anticipación luctuosa (¿por qué las novias se parecen tanto a las muertas?, me pregunto). Las novias deben acudir al tálamo enfundadas en seda blanca, con mitones blancos y ramo de azucenas, cuajadas de blanco, como envuelta su virginidad (o su falta de virginidad) en una mortaja, para que el novio, después de la misa y el banquete, las vaya desnudando poco a poco, por capas o sustratos, como a una cebolla. El coño de las recién casadas es el corazón que aún le queda a la cebolla una vez apartadas todas las capas de blancura. Que los vestidos de las novias sean estratificados y prolijos, para que el novio, en su labor de zapa o desenterramiento, haga crujir el almidón de la falda, la sobrefalda y la combinación, las gasas y velos como láminas de niebla sobre la carne. Que haya profusión de telas, para que el novio encuentre al final el coño de la novia, como un corazón vegetal entre la hojarasca. Que el novio vaya despojando a la novia en silencio, con lentitud casi exasperante, para diferir ese momento sagrado del primer polvo matrimonial, ese primer polvo, todavía humeante de incienso, granuloso de arroz, que los novios suelen echar en la suite de un hotel, con la luna que empieza a hacerse de miel en las ventanas, la muy cursi.
Yo soy ese invitado de todas las bodas que le pone al coche de los novios un rastro de cacerolas viejas, ese invitado que los sigue hasta el hotel y les lanza chinitas a la ventana y les da la murga toda la noche. Yo soy ese invitado, beodo y pertinaz, que escala la fachada del hotel y se asoma a la suite de los novios, con la excusa de la camaradería y los vapores etílicos, para ver el coño de la recién casada, esa entraña de cebolla, y llorar porque me escuecen los ojos y los testículos.