Envío para Georges Bataille

Amelia, se llamaba aquella criada que odiaba a los gatos. En mi casa había gatos para dar y tomar, gatos siameses y de otras razas orientales, pero también gatos sin pedigrí, como niños sucios y expósitos que mamá rescataba de los cubos de basura. Cuando mamá faltaba en casa, dejaba encargado a Amelia que les diese a los gatos un plato de leche a la hora del té (mamá infundía en sus gatos una cierta veneración por las costumbres británicas). Amelia era una criada hipocritona y mendaz, de una belleza envilecida que me recordaba a las musas de Baudelaire, a quien ya comenzaba a leer yo por entonces (tenía siete u ocho años), con la consiguiente empanada mental. Amelia vestía con cofia de volantes, cuello rizado y delantal negro, pero en ausencia de mi madre, se despelotaba y se tiraba pedos por toda la casa que olían a lava de un volcán extinto. Amelia tenía un culo muy cómodo, casi como un sofá con almohadones, y un coño que olía a pescadería de peces agonizantes. Cuando llegaba la hora del té, ponía los quince o veinte platos de la vajilla sobre la mesa de la cocina, y los iba llenando con leche del cántaro, una leche grumosa de nata que caía al plato, formando lunas prisioneras. A continuación, antes de llamar a los gatos, se encaramaba a la mesa, desnuda como estaba, y se iba agachando sobre los platos y rozándolos con su culo y con su coño, descargando pedos como burbujas, o un chorro de pis que sonaba recio sobre la leche, o ya, en el colmo de la bellaquería, un coágulo de sangre menstrual que se había guardado durante días dentro del coño, como un huevo podrido. La leche, enturbiada de orina o de sangre, iba cambiando progresivamente de color, como ocurre con el agua cuando en ella sumergimos un pincel manchado de pintura, y entonces Amelia se incorporaba, y se limpiaba con un trozo de papel higiénico la leche que le resbalaba por los muslos, mezclada con sus porquerías, en carrera de goterones hacia las rodillas. Tiraba el trozo de papel hecho un gurruño a la papelera, y llamaba a los gatos, que se abalanzaban sobre los platos con felina ignorancia, lengüeteando aquella pócima que luego les produciría retortijones de tripas y diarreas. Amelia los miraba envenenarse, inocentes de su destino, rebañar el plato y relamerse, con una sonrisa escandalosa en los labios del coño. Yo, no sé si por solidaridad con los gatos o por influjo del último poema leído, preguntaba:

Pero a falta de plato, me suministraba la pócima directamente de su coño, aquel recipiente rojo como la branquia de un pescado, y me bebía yo lo que viniese, sin hacer ascos a nada, ya fuese leche, pis, flujos o sangre. Desde los siete años padezco diarreas y desarreglos en la flora intestinal, pero al menos he corrido mejor suerte que los gatos, que, uno por uno, han ido estirando la pata, por perforación gástrica. Mamá despidió a Amelia, cuando se enteró de sus trapisondas, pero yo le sigo pasando una asignación mensual, a cambio de que me deje beber de su coño.