El coño de la tuberculosa
A mi amiga Inés los médicos le han diagnosticado tuberculosis y le han exigido reposo, hasta que los medicamentos empiecen a surtir efecto. Inés me recibe en la cama, aureolada de estreptomicina, leyendo un folleto publicitario sobre un sanatorio para tísicos. Inés es flaca (desde antes de la enfermedad), de huesos alargados y labios como una hemoptisis doble, y me mira con ojos lujuriosos de fiebre. Inés salpica su conversación de toses y esputos que recoge en un pañuelo, como una niña que guarda flores prensadas en su libro de Gustavo Adolfo Becquer o Barbara Wood. Me acuesto a su lado, en la cama crujiente de bacilos de Koch, y aspiro su perfume de poetisa enferma, deseoso de contagiarme y morir de tuberculosis y juventud, como Chatterton. Inés, entre la virulencia de sus accesos de tos y el sopor de la estreptomicina, padece intervalos de concupiscencia que sólo a mí corresponde aplacar. Le pido que no se mueva, que no haga esfuerzos superfluos, y me subo sobre ella, cuidando de no quebrarle las caderas frágiles como aristas. El coño de Inés, vivero de bacilos y toses nunca emitidas, me saluda con esa tibieza fría, algo viscosilla, de los coños tísicos, pero en seguida le transmito mi temperatura y empezamos a funcionar. Inés me sonríe desde sus labios de hemoptisis y respira con dificultad, porque el aire se le queda atrapado entre las cavernas de los pulmones. El coño de Inés es otra caverna pulmonar, con respiración autónoma, que la mantiene viva, ahora que su cuerpo se llena de tubérculos como tropezones por debajo de la piel.
El coño de Inés, que ha dejado de menstruar desde que sobrevino la tisis, guarda en sus repliegues más íntimos una flora bacteriana, como testimonio vegetal de su enfermedad. El coño desvencijado de Inés, traspasado por el lirismo de la tuberculosis, me comunica unas décimas de fiebre, tampoco muchas, que convierten mi sangre en mercurio. Inés vuelve a toser, antes de alcanzar el orgasmo.
—Si quieres, lo dejamos le digo.
Pero quien en realidad desea dejarlo soy yo, que ya siento esas décimas de fiebre como una lengua de mercurio que me sube, venas arriba, hacia el corazón. El coño de Inés se encoge, para no dejarme escapar. Sobre la almohada, entre amarilleces de sudor, asoma el folleto publicitario de ese sanatorio para tuberculosos. Noto que también mis testículos empiezan a fabricar una emulsión de mercurio, que, a buen seguro, me obturará los vasos eferentes, pero me resigno, y prosigo con mi labor, ahora que Inés tose sin parar, en medio de terribles sacudidas, como un acordeón roto cuyas notas huyen en desbandada, por entre las roturas del fuelle. Está pálida, arrebolada de blancura, y parece como que se muere entre mis brazos, a cada arremetida, pero luego resucita, al recibir esa bocanada de mercurio que me sale de dentro, y en su vientre se escucha un hervor de sangre.
El vientre de Inés es la fábrica de sus esputos. Yo también toso, a la salud de Koch.