El coño de la monja budista

Aunque muchos lo ignoren, las religiones orientales también poseen institutos de vida monacal para mujeres. Estamos acostumbrados a la imagen exclusivamente masculina del budismo, y nos hemos olvidado de ellas. Los monjes budistas son unos hombres birriosos, rapados al cero, que aparecen retratados con profusión en las revistas europeas, mostrando a la cámara una dentadura de clavicordio, creo yo que con la secreta intención de alentar un cierto racismo entre sus lectores, que a simple vista se creen más listos o más guapos que esos espantajos criados entre las nieves del Himalaya. En cambio, se nos oculta la imagen de la monja budista (se nos oculta, incluso, su existencia), tan opuesta a la de sus correligionarios (un periodista sin escrúpulos diría «homólogos masculinos»). Las monjas budistas son destinadas ya desde niñas al culto, y las abadesas de los conventos les adjudican un séquito de azafatas y nodrizas y doncellas que las educan en las tradiciones de Oriente y las exoneran de tareas manuales. Las monjas budistas, durante su etapa de formación (debiéramos hablar, para mayor propiedad, de novicias), se consagran al embellecimiento de sus almas, pero también al de sus cuerpos, por mucho que luego, cuando profesen, se vuelvan unas pedantes de la zarandaja espiritual. A diferencia de sus homólogos masculinos (¿tendré vocación de periodista sin escrúpulos?), en la ceremonia de ordenación no pierden el cabello por el contrario, su abadesa les regala una diadema de gemas y oro de cincuenta y tantos quilates, pero a cambio se les afeita el vello púbico. Este insignificante despojo, que a manos de un barbero se consumaría rápidamente, la liturgia budista lo rodea con una parafernalia de incienso y cánticos corales que suenan a murga. A la novicia se la sube encima de un altar y se le rocía el coño con un hisopo que contiene jabones perfumados de mirra; a continuación, un grupo de canéforas derrama pétalos sobre su cuerpo, y la madre abadesa esparce incienso hasta adormecerla. Ya por último, la monja más provecta del convento (es conveniente que le tiemble el pulso, para envolver el acto de intriga y expectativas de sangre), maquinilla en ristre (antes se utilizaba la navaja barbera, pero la multinacional Gillette, por motivos propagandísticos, logró entronizar su artilugio, a cambio de sumas nada desdeñables), le rapa el coño a la novicia. Esta rapadura del coño es lenta y complicada (conviene que las cuchillas estén melladas) y hay un ruido de tambores al fondo, como en los preliminares de una función circense. El coño de las monjas budistas, después de este sacrificio de mentirijillas, adquiere una virginidad calva que a muchos europeos haría enloquecer. El resto de la ceremonia transcurre sin incidentes: a la monja recién ingresada se le leen los reglamentos de la Orden, se le imponen los hábitos y se le desea feliz año chino. A casi todas les quedan cortes en el coño que tardan en cicatrizar; de regreso a sus celdas, cuando nadie las ve, las monjas recién ordenadas se dan mercromina en las heriditas.