Alegorías de salón
Mi señor amo, el marqués de Redondilla, organiza en el salón de su casa veladas a las que asisten invitados de su misma clase y condición, hombres suficientemente zafios, lascivos y ruines que ostentan títulos nobiliarios y gonorreas mal curadas. Para estas reuniones, mitad artísticas, mitad sicalípticas, mi señor amo ha inventado el juego de las alegorías, que no sé si calificar de chusco o sublime. Este juego consiste en ir colocando a las sirvientas en poses que representen la Prosperidad, el Arte, el Comercio, la Felicidad y otras majaderías con letra mayúscula. A mí me corresponde, como mayordomo y factótum, el adiestramiento de las sirvientas, a quienes intento insuflar cierta sensibilidad, cierta grandilocuencia en sus gestos y también cierto desparpajo que después les permita representar su papel. En el juego de las alegorías, las sirvientas han de posar desnudas, o en todo caso con el coño al aire, y dejar que mi señor amo, el marqués de Redondilla, las vaya reconociendo a tientas (antes, se habrá colocado una venda en los ojos), mientras sus invitados lo jalean. La memoria táctil que mi señor amo, el marqués de Redondilla, demuestra, deja suspensos a sus invitados, que no aciertan a explicarse semejante prodigio. En mi labor de (digámoslo sin soberbia) maestro de ceremonias, procuro asignar a cada sirvienta una alegoría que no desentone con sus peculiaridades físicas: a Berta, el ama de llaves, una señora fondona y satisfecha de su catolicismo dominical, le encomiendo la Abundancia, la Fertilidad, el Imperio y en general esos papeles que aluden a las cosechas prósperas y los designios históricos; para Beatriz, la planchadora, una chica más bien rubiasca, reservo alegorías de mayor espiritualidad: la Poesía, la Soledad, el Desconsuelo; de Irene, la cocinera, aprovecho su sensualidad, su armonía de caderas y de senos, para asignarle rótulos de involuntaria cursilería: la Paz, la Concordia, el Amor Platónico; y así sucesivamente. Las sirvientas se reparten por el salón, desnudas e inmóviles, en actitudes de firmeza, languidez o enojo, como corresponda a su papel. Mi señor amo, entonces, solicita que le venden los ojos y desfila ante sus empleadas, tocándoles someramente el coño, y en seguida pronuncia el nombre de la alegoría que representan. No se equivoca nunca; si acaso, ensaya algún titubeo, algún ademán inseguro que añade intriga al veredicto: «La Bondad», dice, o bien: «El Infortunio», o «El Llanto», dependiendo de si el coño que se le ofrece al tacto es accesible o numantino, lacio o hirsuto, rezumante o sequizo.
Como las sirvientas suelen llevar colgados del cuello unos letreritos que corroboran ese veredicto (en este juego no hay trucos), los invitados aplauden y encarecen las dotes de su anfitrión, y, ya al final de la velada, si la torpeza etílica no se lo impide, se unen en cerradísima ovación.
Las sirvientas, por supuesto, deben permanecer quietas, como estatuas de carne trémula, y dejarse toquetear por mi señor amo, el marqués de Redondilla, expertísimo catador de coños y dilucidador de alegorías. La luz idónea para desarrollar este juego en apariencia inofensivo es la luz de bujía, indirecta y tenue, una luz que se multiplique en cada coño, como las lenguas de fuego que visitaron a los apóstoles cuando Pentecostés.
En este clima delictivo, el juego puede prolongarse hasta el amanecer, siempre que el cansancio no marchite a las sirvientas, e incluso se pueden renovar las alegorías. La contemplación ininterrumpida de esa panoplia de coños despierta mi lubricidad, pero me reprimo, recordando que sólo soy un mayordomo y que mi salario no me permite demasiadas alegrías. Mi señor amo, el marqués de Redondilla, por ponerme en evidencia y ridiculizarme ante sus amigotes, me toquetea también las partes pudendas, y pronuncia con voz de oráculo: «La Envidia», o «El Rencor», o también «La Lucha de Clases». El día que se me agote la paciencia, me desabotonaré la bragueta y le pondré en sus manos de viejo artrósico mi picha, como una alegoría de «La Revolución», y se armará la marimorena.
Pero hasta que llegue ese día, habré de mantener la compostura y asegurarme el sueldo a fin de mes.