El coño de la siberiana
Digo siberiana sin atreverme a determinar su nacionalidad, puesto que, con el desmembramiento de la URSS, ya nadie sabe si Siberia pertenece a Rusia, o se ha constituido en república independiente, o simplemente ha pasado a ser un arrabal de las otras repúblicas, utilizado como almacén de presos, campo de exterminio o frigorífico para disidentes. Pero yo no he venido aquí a hacer política, sino a encomiar el coño de Valeria, esa siberiana que conocí en la embajada rusa, donde trabajo (es un decir) de agregado cultural en los ratos que me deja libres la papiroflexia. Valeria, siberiana de armas tomar, entró una mañana en mi despacho reclamando que le restituyeran el título de condesa que las hordas bolcheviques le habían arrebatado a sus antepasados (también les habían arrebatado la vida, pero esto carece de importancia). La diplomacia rusa ha recibido órdenes tajantes del mismísimo Boris Yeltsin, de no atender las peticiones de supuestos nobles desposeídos, para no convertir la estepa en un mosaico de reinos de taifas; el propio presidente, en más de una ocasión, me ha telefoneado con instrucciones más bien energúmenas al respecto (instrucciones que llegan desde Moscú, vociferantes y con algún perdigón de saliva incorporado, pese a la distancia), sabiendo que a mí las condesas apócrifas me convencen en cuanto se dejan tocar una teta. Cuando Valeria irrumpió en mi despacho, yo ya estaba suficientemente advertido. Ocurrió, sin embargo, lo irremediable:
—Vengo a reclamar mis posesiones en el noroeste de Siberia.
—No atendemos reclamaciones de ese tipo, señorita Valeria.
—Entonces quizá las atienda si le dejo tocar una teta.
Valeria se sacó una teta del escote, pacíficamente, y la depositó entre mis manos. Era una teta como un iceberg tibio o un biberón de leche uperisada. Le fui desabotonando el vestido, mientras ella me ponía papeles sobre la mesa para que estampase mi firma. Al principio me resistía, pero la visión de su coño, alborotado de pelos que parecían una peluca, desguazado después de un largo destierro por Europa, anuló esa resistencia.
El coño de Valeria, condesa de regiones hiperbóreas, aún mantenía el frío de la tierra que la vio nacer, aunque por dentro estuviese forrado por una piel como de borreguillo, mullida y confortable. El coño de Valeria había desarrollado las defensas que la naturaleza reserva para las faunas polares y las familias sin calefacción central. Daba casi pena entrar en él, por no dejar una costra de suciedad sobre su peluche finísimo, pero la propia Valeria me invitó a ello, así que terminé de firmarle los papeles y echamos un polvo en mi despacho, un polvo con inmunidad diplomática, mientras, por los altavoces de la embajada, el berzotas de Boris Yeltsin emitía un comunicado urgente alertando de la presencia en España de una impostora que pretendía despojar a Rusia de sus territorios siberianos.
«Menos mal que Valeria vino antes que la impostora», me dije, adormecido dentro de aquel coño con vegetación de tundra.