El coño de las sonámbulas
En las noches de plenilunio, sobre todo si coinciden con un viernes de cuaresma, sale a la calle, invocada por una música que no se oye, toda la legión blanca de las sonámbulas. La gente se asoma a los balcones para vedas desfilar en camisón por las calles recién regadas (si el camión del Ayuntamiento se cruza en su itinerario con un grupo de sonámbulas y les moja el camisón, la tela se les transparenta y se les pega al cuerpo, poniendo en evidencia los coños negrísimos). Las sonámbulas de mi ciudad, cofradía de mujeres herméticas, caminan por calles desoladas, como habitantes de una geografía que sólo existe en sus sueños, y se reúnen en la Plaza Mayor, como novias de un flautista de Hamelin que no se halla por ninguna parte. Nunca faltan en estos cónclaves los gamberros que, aprovechándose del desvalimiento de las sonámbulas, les levantan la combinación y les ponen su zarpa de sapos insomnes sobre la entrepierna dormida. Yo, que antaño, en mi adolescencia tributaria del vino, participé de estas orgías cobardes (digo cobardes porque las sonámbulas sólo participaban pasivamente), contaré aquí mi experiencia, de la que hace tiempo abominé, con firme propósito de enmienda. El coño de las sonámbulas, ese vellocino de plata, tenía un rumor de caracola, y si uno acercaba el oído, podía llegar a escuchar, entre un fondo marítimo y monocorde, mensajes emitidos en un lenguaje cifrado, como interferencias de una emisora de radio con sede en la cara oculta de la luna.
El coño de las sonámbulas, de una antipática seriedad, se dejaba inspeccionar por los gamberros sin ofrecer resistencia, y por mucho que lo acariciásemos, seguía manteniendo su rigidez de cefalópodo fósil. El coño de las sonámbulas, anestesiado de estrellas, nos miraba con infinito desprecio, y sólo protestaba en caso de estricta penetración, provocando el sobresalto de su dueña, que despertaba de golpe en mitad de la Plaza, sin entender cuál era su misión allí. Aunque nadie se explica el mecanismo unánime que reúne a tal multitud de mujeres en camisón, se han aventurado algunas hipótesis, formuladas entre la grandilocuencia y la nimiedad: se ha hablado del influjo de las mareas sobre la sensibilidad femenina (pero vivimos en una ciudad interior), de un proceso de transmigración o metempsicosis a través del cual sacerdotisas de un remoto culto se reencarnan en estas mujeres sonámbulas, e incluso se han mencionado cifras astrológicas. Ninguna hipótesis aporta soluciones satisfactorias, afortunadamente, y en las noches de plenilunio, sobre todo si coinciden con un viernes de cuaresma (en esta estrafalaria coincidencia quizá radique el busilis del enigma), la ciudad se sigue llenando de mujeres en camisón, nictálopes como los gatos, que se juntan en la Plaza, para diversión de los más gamberros. Yo le he pedido a mi madre que me ate a la cama en esas noches estremecidas de sonambulismo, para no caer en la tentación mas líbranos del mal amén.