El coño de la tía Loreto

Recordaré aquí a tía Loreto, esa hermana de mamá que se reunía con sus amigas para jugar a la brisca y poner a escurrir al vecindario. Tía Loreto, que en paz descanse, era una mujer jamona y jocunda, con esa jocundidad desparramada que sólo practican las gorditas; tenía unos muslos de amazona derrotada por la molicie, unos muslos de Venus excesiva (incluso para Rubens o Botero), unos muslos de celulitis blanca, como de harina, que se rozaban entre sí, sobre todo en verano, que es cuando los muslos se dilatan. Tía Loreto, mientras jugaba a la brisca, se abanicaba el coño, o dejaba que yo se lo abanicase, para escándalo de sus amigas, que ya veían al sobrino algo talludito y propenso a las erecciones:

Pero yo sólo tenía doce años, o si tenía más no los aparentaba, y mis erecciones, breves, mansas, apenas reseñables, pasaban desapercibidas para tía Loreto, que por otra parte era permisiva y no se fijaba mucho. El coño de tía Loreto, como corresponde a una tía jamona, era de una sustancia magra y llena de rojeces, como formada por lonchas de jamón de jabugo, y estaba siempre limpio, oloroso de jabones y toilettes, a pesar de los entresudares suscitados por los muslos. A mí me gustaba abanicarle el coño a tía Loreto (con abanico o paipai, indistintamente), para aliviárselo de escoceduras y sofocones, y comprobar cómo sus facciones se abrían en una sonrisa (esa sonrisa de dientes abrillantados por el bicarbonato), agradeciendo la ventilación.

El coño de tía Loreto era blando, plumífero y cacareante como una gallina clueca; a mí, lo confieso, no me habría importado ser huevo, para que tía Loreto me hubiese empollado allí dentro durante meses, hasta que yo mismo hubiese roto el cascarón de mi pubertad.

Cuando le brotaba algún forúnculo o alergia o simple grano en el coño, tía Loreto se daba polvos de talco, y entonces su coño perdía frescura y parecía un bacalao en salazón, pero abanicado resultaba aún más entretenido si cabe, porque los polvos de talco se removían y formaban una tormenta de nieve mínima, una nube de polvo que, después de suspenderse en el aire, volvía a reposar sobre el coño de tía Loreto, como un maná bienhechor.

Aquel revuelo de polvos de talco me recordaba la nieve sintética de las bolas de cristal, que se agita y luego cae paulatinamente, entre la rutina y las leyes gravitatorias. Tía Loreto, el día que cumplí los trece años, me regaló una bola de cristal que se había traído de su visita a Lourdes: en ella, además de agua milagrosa y nieve artificial, había una Virgen en una gruta, y, a sus pies, puesta de hinojos, una pastorcilla que rezaba; sacudiendo la bala, la nieve se espolvoreaba sobre la gruta, sobre la Virgen y sobre la pastorcilla, que tenía cara de estar medio lela o aterida. Ese día, en señal de gratitud, después de abanicar a tía Loreto y de levantar una polvareda de polvos de talco, me arrodillé yo también, como la pastorcilla, y recé ante el coño de tía Loreto. El coño de tía Loreto olía a gruta virginal, a manantial de aguas curativas que se filtran por la estalactita del clítoris. El coño salutífero de tía Loreto, cobijado entre aquellos muslos resquebrajados de varices, me curó de la infancia, que es una enfermedad perniciosa, y me dejó sano y erecto, con la pubertad recién estrenada y sin demasiadas ganas de viajar a Lourdes.

Sus compañeras de brisca y chismorreo la apremiaban para que jugase carta. Era su turno, al parecer.