El coño de la funámbula

Gilda Romano, la funámbula del Circo Price, transita por el alambre en una liturgia de silencio y expectación. Los empleados del circo han retirado la red que acogería su cuerpo, en caso de fatalidad. Sin la red, una caída podría costarle a Gilda Romano unas costillas rotas, unas vacaciones parapléjicas o quién sabe si la muerte. Gilda Romano, una de las volatineras más célebres del país (acaba de casarse con el pachá de Marruecos, para mayor exotismo), discurre por el alambre con una pértiga entre las manos que le ayuda a mantener el equilibrio y una silla sobre las narices (apoyada en una pata, se entiende) que añade dificultades y oscilaciones a la prueba. Suenan los tambores en un repiqueteo de palillos que aumenta el suspense, y el público mira hacia lo alto, donde se desarrolla el caminar rectilíneo de Gilda Romano. Su marido, el pachá de Marruecos, un hombre de constitución sanguínea, reblandecido por la molicie, se muerde las uñas y las yemas de los dedos y el inicio de las falanges, sentado en su palco. Antes de avanzar un paso, los pies de Gilda Romano tantean la consistencia del aire, y trazan un ballet sobre el vacío, como cisnes amaestrados. Gilda Romano, la funámbula del Circo Price, es una mujer en plena sazón, como la manzana de Newton (pero esperemos que, al menos por hoy, no caiga), una señorona barroca, casi casi churrigueresca, cuyos muslos, vistos desde aquí abajo, cobran una hospitalidad de úteros o placentas. Gilda Romano, la funámbula del Circo Price, nunca se pone pantis (y mucho menos leotardos) para desempeñar sus volatines, ofreciendo a los espectadores el continente ancho de sus muslos, esa artesanía de carne como fruta o fruta como carne. Vistos desde aquí abajo, en su andar rectilíneo sobre el alambre, los muslos de Gilda Romano parecen más de dos, quizá tres o cuatro, como una fábrica de muslos.

Gilda Romano viste un maillot rosa, apenas distinto de su piel, que se le mete por el coño y le deja asomando unos retazos de vello púbico, puntas de pelo estrujadas por el elástico como si fueran patas de mosca. El redoblar de tambores cobra sonoridades trágicas cuando Gilda Romano se aproxima a la zona intermedia del alambre, la más peligrosa, puesto que allí el camino se torna movedizo (no existe la tensión de los extremos). Los tambores, en su frenesí de redobles, convierten también en un tambor nuestra cabeza, y hacen que nos llevemos las uñas de los dedos a la boca, por mimetismo o solidaridad con el pachá de Marruecos, que ya ha empezado a roerse los huesos metacarpianos. El coño de Gilda Romano, paralelo al alambre, va marcando con su hendidura el trayecto. De repente, la silla que la funámbula porta sobre sus narices oscila, la pértiga se inclina a un lado, y el pie derecho de Gilda Romano, ese cisne aturdido, da un paso en falso hacia el vacío. Se oye un crujir de falanges entre el público (el pachá de Marruecos enarbola un muñón ensangrentado), mientras Gilda Romano, perdido el equilibrio, cae con pértiga y silla al colchón inerte del aire. Milagrosamente, el alambre la detiene en su caída, clavándose entre sus muslos, en la hendidura de su coño, que se aferra al cable salvador. Gilda Romano se ha salvado, pero, ¡qué mal trago para su coño, sentirse traspasado por un alambre de metal que se hinca en su carne, como un cuchillo en la mantequilla!