El coño de la ninfómana
Hasta hace poco tuve por vecina a una ninfómana. Los muchachos del barrio la llamaban loca, y unos hombres vestidos de blanco le dijeron «Ven», como en la canción de Mocedades. Los hombres vestidos de blanco eran unos psiquiatras (y, ahora que lo pienso, me está quedando un libro muy transitado por gente turulata o por lo menos rarilla), a quienes supongo que la ninfómana andará engatusando todavía hoy, por los pasillos del frenopático. Su ausencia ha devuelto la tranquilidad a los vecinos, que ya no se tropiezan en la calle con la lascivia pertinaz de aquella muchacha, y pueden salir tranquilos a comprar el pan. La ninfómana del barrio era una expósita que se había fugado del hospicio, después de granjearse la complicidad de los vigilantes (que fueron, por tanto, quienes la estrenaron). A la ninfómana se la veía deambular, siempre por la acera de la izquierda, a contrapelo de los transeúntes, desbragada y haciendo visajes. Muchos hombres desesperados, intrépidos o simplemente viciosos (entre quienes me incluyo) nos enganchábamos al reclamo de la mujer que no pone pegas y se deja querer. La ninfómana de nuestro barrio no tenía nombre, o lo había olvidado, o quizá hubiese renegado del sacramento del bautismo, pero el caso es que nosotros, sus clientes, la llamábamos Ninfa, por simplificación fonética, no por parecido mitológico, puesto que Ninfa tampoco era nada del otro mundo: tenía salidas de pata de banco, frases de villana, y además era pecosilla y chata, dos distintivos desasosegantes para cualquier lector de Lombroso. Con Ninfa nos íbamos a los desmontes, a follar entre escombros y matas de ortigas que nos dejaban el culo abrasado y el alma coronada por las espinas del remordimiento.
Ninfa tenía un coño amplio, desalojado, una mansión de coño, con sus dependencias y vestíbulos y tras patios y retretes para las actividades más íntimas, un coño evangélico, caritativo (aunque quizá fuésemos nosotros quienes actuábamos por caridad), que no hubiese rehusado ni siquiera el incesto, con tal de sofocar su furor uterino.
Ninfa nos designaba a todos por nuestro nombre de pila, con alarde memorístico impropio de las tontas, y, mientras fornicaba, nos clavaba las uñas a la altura de los omóplatos y reviraba un poco los ojos (esto sí era síntoma de idiotez), en una especie de bizqueo que sólo le duraba unos segundos, los suficientes, en todo caso, para que la sombra de la culpabilidad nos amargase el día y parte de la noche. Aprovecharse de las tontas es delito perseguidísimo, y más si las tontas bizquean.
Cuando se llevaron a la ninfómana al manicomio, hubo un incremento de violaciones que las estadísticas registraron y algunas inocentes sufrieron en carne propia.