El coño de las ahogadas
El río corta la ciudad en dos mitades que mueren en una gangrena de iglesias románicas, cementerios, tabernas, conventos de monjas y conventos de momias. Por el puente, baja una corriente de plata oscura, como un inmenso sarcófago sobre el que flotan los cadáveres de las mujeres ahogadas. Las mujeres de mi ciudad se arrojan al río, con ruedas de molino atadas al cuello, y mueren entre el légamo habitado de carpas y residuos de las fábricas. Al cabo de un tiempo, sus cadáveres corrompidos suben a la superficie, en un ascenso lento, entorpecido de algas, que finalmente las devuelve al aire. Los cadáveres de las mujeres se deslizan por el agua del río, como ataúdes silenciosos, hasta que algún pescador se apiada de ellos y los engancha con el anzuelo y los atrae a la orilla, donde suelen enredarse entre los juncos y las espadañas. Cada vez que alguien rescata el cadáver de una mujer, se organiza un revuelo de sirenas y coches celulares y ambulancias inútiles. El cadáver de la ahogada, sobre la orilla, congrega a una multitud de curiosos que acuden allí para presenciar el rescate y aspirar el olor verde de la muerte. Como no tengo espacio para describir el proceso de corrupción que sigue un cuerpo inmerso en el agua (a los interesados los remito a El misterio de Marie Roget, de Edgar Allan Poe, mezcla de relato y atestado policial), me centraré en los efectos sobre el coño, que es el motivo que me trae a este libro, único catálogo verídico que hasta la fecha se ha escrito sobre el particular.
Al coño de las ahogadas, en principio, se le arrugan los labios, como suele ocurrir con las yemas de los dedos cuando dilatamos nuestro baño. Después de las arrugas, viene la hinchazón: el coño, dentro del agua, y aunque su dueña lleve muerta varios días, menstrúa por última vez, pero el alud de sangre que baja por el útero, al mezclarse con el agua fría de las profundidades del río, se coagula y forma un amasijo más o menos redondo, como un hijo póstumo, que dilata la vulva. Tan pronto como ese coágulo empieza a pudrirse y a desprender monóxido de carbono y otros gases fétidos, el coño de las ahogadas atrae a todas las faunas del río, como un cebo que anula cualquier otro cebo de los alrededores (por eso los pescadores que pescan en un río prolífico de cadáveres suelen volverse de vacío), y recibe las correspondientes dentelladas, sobre todo por parte de los lucios, peces voraces por antonomasia. Al coño de las ahogadas, mientras tanto, se le ha caído el vello púbico, pero su ausencia es suplida por algas y otras plantas gimnospermas, que depositan allí su semilla y alfombran el coño con una túnica de verdín. El coño de las ahogadas, después de los quince primeros días de inmersión, cobra un color azul cobalto, como de pescadilla congestionada, con irisaciones de nácar; es entonces cuando, descompuestos sus tejidos celulares, hinchado como un globo aerostático, emprende su ascenso a la superficie, acompañado por lo general de su propietaria. El coño de las ahogadas, al sol de la mañana, tiene vislumbres de joya acuática, y escamosidades de celacanto o pez fósil. Una vez depositado en tierra firme, y convenientemente limpio, puede conservarse entre bolas de naftalina y emplearse como amuleto.
Por el río se deslizan los coños de las ahogadas, rielando a la luz de la luna. Las dos mitades de la ciudad mueren en una gangrena de iglesias románicas, cementerios, tabernas, conventos de monjas y conventos de momias.