El coño de las lesbianas
Hay una convención de lesbianas que nos espanta a los clientes del hotel. Las lesbianas, que llegan en manada, alborotando el vestíbulo de pancartas y consignas feministas, practican un corporativismo feroz, más feroz aún que el de los médicos, jueces o abogados. Las lesbianas son mozas muy garridas que me recuerdan, más que a las zagalas de Sanazzaro o Jorge de Montemayor, a las serranas del Marqués de Santillana, que cargaban a hombros con los viajeros que se aventuraban por sus dominios y luego se los trajinaban en cualquier andurrial o despeñadero.
Uno, que ha leído mucho a Proust, pese a trabajar como recepcionista en este hotelucho, espera que algún año, entre la tropa belicosa de lesbianas, haya una similar a la Albertine de Au recherche, o a cualquiera de esas gomorrianas sublimes que Proust conoció en el balneario de Balbec, pero la naturaleza contradice al arte. Frente a las lesbianas de los libros, muchachas en flor que miran por el rabillo del ojo y perpetran malicias, las lesbianas de las convenciones aparecen como facción de mujeres selváticas y algo rancias, más representativas de la vulgaridad que de otra cosa.
Las lesbianas se encierran en sus habitaciones, después de inscribirse en la recepción, para reposar el viaje, y se mezclan entre sí. Forman un harén de sirenas mollares, inflamadas por la incomprensión de la sociedad. Una vez instaladas, empiezan a oírse detrás de las puertas suspiros y ronroneos y ensalivamientos. Las lesbianas se hacen la tortilla con una delicadeza inédita en las parejas heterosexuales, aplicándose al placer de la otra más que al propio, en un altruismo del amor.
Entre las parejas de lesbianas, hay quien oficia de hombre y quien oficia de mujer (a pesar del corporativismo y las convenciones en hoteluchos, aún no han logrado desprenderse de los usos sociales), pero esta división de papeles no resta grandeza a su amor de seres estériles entre sí. Las lesbianas juntan sus coños sin miedo al apareamiento, intercambian sus jugos y se dan besos de saliva espesa, casi masculina. El coño de las lesbianas, mejor conservado que el de las heterosexuales (del mismo modo que la mujer sin hijos conserva más terso su vientre que la paridora), participa de la tortilla con unos orgasmos copiosos, pantanosos, casi fluviales, que empapan las sábanas y obligan al servicio de lavandería del hotel a hacer horas extras. Por la mañana, a falta de otras pancartas, las lesbianas se levantan y sacan a los balcones del hotel las sábanas mojadas de masturbaciones y cunnilinguos, como estandartes impúdicos de sus actividades nocturnas. Las sábanas restallan al viento, con la doble impronta de los coños, y el director le pega voces al servicio de limpieza del hotel, para que retire inmediatamente de los balcones esas guarrerías, que mancillarán el prestigio de su negocio. Las manchas de flujos, sobre la sábana, tejen una caligrafía caprichosa, como las manchas de tinta, y podrían ser empleadas por un psiquiatra para estudiar las reacciones de sus pacientes.
A mí, en concreto, esas manchas me sugieren un río habitado por náyades. ¿Serán las lesbianas náyades a las que una hechicera convirtió en viragos, tocándolas con una varita mágica?