Capítulo 33
«Quien no es un buen sirviente no puede ser un buen señor».
Platón
Con el dinero de los primeros salarios que había ganado en su vida, Nora Garret se dirigió al Hotel Star y compró un billete para Londres en el coche de caballos que cubría la línea. En el pequeño vestidor del hotel, anejo al comedor, se quitó el uniforme y el delantal, la peluca y la cofia, así como las lentes de su padre, y lo metió todo en la maleta.
Unos minutos más tarde, Margaret Elinor Macy volvió a hacer su aparición, enfundada en un vestido sencillo y cómodo, cubierto por un echarpe, y con sombrero y guantes. Llevaba el pelo rubio recogido con horquillas sobre la cabeza. Se sentía muy libre y ligera sin la gorra y la peluca. Pero también extrañamente vulnerable.
Muy pronto avisaron a los pasajeros de su vehículo y Margaret se dirigió adonde estaba situado. El vigilante la ayudó a subir, y se sentó en un banco, frente a un anciano clérigo y su esposa. Les sonrió con amabilidad, pero inmediatamente cerró los ojos para no tener que entablar conversación. Necesitaba concentrarse y pensar.
Entre sueñecito y sueñecito, se pasó todo el viaje analizando posibilidades, preguntándose si habría hecho lo correcto marchándose de Fairbourne Hall y también si habría todavía alguna esperanza de impedir el matrimonio de Caroline. Estaba decidida a ofrecer a Sterling la mayor parte de su herencia en caso de que prohibiera a Marcus casarse con Caroline. Y si se negaba, se ofrecería a casarse ella misma con el muy villano en lugar de su hermana, con un acuerdo matrimonial lo más razonable posible.
Aunque esperaba no tener que llegar a ese extremo.
Cuando, unas horas más tarde, el carruaje llegó a Londres, la ruta terminó en una posada relativamente alejada de Berkeley Square.
Margaret tomó un coche de punto para ir primero a casa de su amiga Emily Lathrop. Se preguntó si el detective con el que se había encontrado, u otro parecido, seguiría rondando por allí, vigilando por si aparecía. Pero todo estaba tranquilo. También se preguntó si Sterling se habría dado por vencido, dado el reciente anuncio de compromiso. Seguramente las cuentas de los detectives habrían crecido mucho, por lo que, simplemente, habría cambiado de táctica.
El criado de los Lathrop la recibió, pero, incluso antes de que pudiera anunciarla, Emily llegó corriendo al vestíbulo.
—¡Margaret, qué alivio! ¡Casi temía no volver a verte! —Emily la abrazó con cariño y la acompañó al cuarto de estar—. Me alegré muchísimo cuando recibí tu carta. Se la leí también a mi familia. La verdad es que no tenía otra elección. Padre se lo contó a Sterling, que insistió en leerla.
—Me imagino que lo negaría todo.
—Sí —confirmó su amiga, que se quedó dudando—. Y teniendo en cuenta los acontecimientos recientes…
«Los acontecimientos recientes» se referían sin duda al compromiso de su hermana con Marcus. En contraposición con la «desesperada» determinación del individuo por casarse con Margaret, tal como había indicado ella en la carta.
Margaret no se quedó mucho rato, solo el necesario para asegurar a su vieja amiga que estaba bien y para tener la certeza de que alguien de su confianza sabía que se dirigía a Berkeley Square. Por muy irracional que fuera la idea, no quería que Sterling se viera tentado de hacerla «desaparecer» de nuevo, y esta vez de forma permanente, para así hacerse con su herencia de una vez por todas.
Emily se ofreció a ir con ella, cosa que Margaret le agradeció, pero rehusó. Debía enfrentarse a él ella sola.
—Bueno, pero insisto en que, por lo menos, vayas hasta allí en nuestro carruaje.
Mientras esperaban, su amiga la tomó de la mano antes de hablar.
—Entonces… ¿te has enterado de las noticias sobre Marcus Benton? Margaret asintió.
—Bien. Me temía que hubieras cambiado de opinión y que él fuera el motivo de tu regreso.
—No —dijo Margaret, negando enfáticamente con un gesto. Él no era el motivo de su regreso, en absoluto. Al menos no en el sentido que decía su amiga. Aunque sí que esperaba que se rompiera el compromiso con su hermana. Sin embargo, eso sonaba tan increíble que no tuvo la determinación suficiente como para explicarlo en voz alta. Se limitó a apretarle la mano y se marchó.
Cuando llegó a Berkeley Square, el mayordomo abrió la puerta y, por una vez, su cara impasible se tornó en un gesto de enorme sorpresa.
—¡Señorita Macy! Es usted… ¡No la esperábamos! Eh… bienvenida. Bienvenida a casa.
En realidad, no la consideraba su casa. Nunca lo sería. Pero le dirigió una sonrisa al sirviente.
—Gracias, Murdoch.
Notó un temblor en todo el esqueleto, le pareció que perdía toda la fuerza y que iba a derrumbarse. Parafraseando libremente a Shakespeare, pensó: «Mi herencia por un baño y una noche entera de sueño sin sobresaltos…».
Murdoch recogió el echarpe y el sombrero.
—¿Está mi madre en casa? —preguntó.
—No, señorita. Ha salido. Solo está el señor. ¿Debo anunciarla?
—No, todavía no, por favor. Primero me gustaría cambiarme. ¿Hay alguien que me pueda ayudar?
—Por supuesto, señorita. Ahora mismo.
El lacayo, Theo, que en su momento se convirtió en una auténtica molestia para ella, pues la seguía a todas partes cada vez que salía de la casa, ahora resultó ser una auténtica bendición, pues trasladó la bañera y llevó a su cuarto palangana tras palangana de agua caliente, con ayuda de la nueva sirvienta.
La señorita Durand, la doncella personal de su madre, entró como una tromba, agradeciéndole a Dios, en un francés velocísimo y casi ininteligible, su regreso sana y salva, y lamentándose del penoso estado de su pelo, de su aspecto general y de sus manos. Añadió sales de baño con aroma a rosas y la ayudó a desvestirse, a deshacerse del improvisado moño y a entrar en la bañera. Margaret estaba demasiado cansada como para protestar.
La señorita Durand le frotó la espalda y le lavó el pelo con mimo. ¡Qué maravilla, la pura gloria! Notó como el cuero cabelludo quedaba limpio y la piel suave. Empezaba a sentirse ella misma otra vez, pero se preguntó si eso sería bueno o no.
La señorita Durand la ayudó a ponerse ropa interior limpia, el corsé largo, que comprimía tanto el tronco que apenas le permitía respirar, y un vestido de tarde de seda, de tonos cremas y rosas. Después le rizó el pelo y se lo peinó con mimo. Mientras le empolvaba la nariz, se lamentó de su tono rosado.
—¿La «señoguita» ha tomado el sol, n’est-ce pas? ¿Ha ido al Continente? ¿O a la costa?
No tenía ánimos para contarle a la doncella que no se había puesto sombrero para recoger flores mientras trabajaba como sirvienta en un jardín de Kent.
—Nunca le contaré a nadie dónde he estado —respondió misteriosamente.
Los ojos de la sirvienta se iluminaron ante la perspectiva de poder contar cotilleos interesantísimos en la zona del servicio.
—Bien, aquí tiene una botellita de loción Gowland —dijo, ofreciéndole un popular remedio para todo tipo de males menores femeninos.
El acento de la señorita Durand le trajo a la mente a monsieur Fournier. Se sorprendió a sí misma sonriendo melancólicamente. Lo iba a echar de menos, no solo a la persona, sino también a sus postres.
Margaret se miró en el espejo de tocador. No había estado tan guapa en muchos meses. No deseaba alimentar su vanidad, pero sí sentirse lo más segura posible antes de enfrentarse a Sterling Benton.
Pasó los dedos por el borde del escote del vestido, deseando poder ponerse la gargantilla que le había regalado su padre. Le costó contener las lágrimas, pero lo logró.
Se levantó, respiró hondo y se armó de valor para cumplir su propósito.
Para ella era ahora o nunca.
Calzada con unas bailarinas de satén rosa, bajó las escaleras y entró en la sala de estar. Sterling estaba medio hundido en un sillón al lado del fuego, con una copa de brandi en la mano y observando las llamas.
No se volvió, aunque forzosamente tenía que haberla oído entrar. Además, Murdoch le habría dado ya la «buena noticia» de su regreso.
—Has venido a regodearte, ¿verdad? —afirmó, más que preguntar.
—No —respondió, frunciendo el ceño. Miró alrededor. En la habitación no había nadie más—. ¿Madre está todavía fuera?
—Eso parece.
—¿Y dónde está Marcus? —preguntó, preparándose para lo que viniera.
Se volvió y la miró con la frente arrugada, los ojos borrosos e inyectados en sangre y las mejillas muy coloradas.
—¿De verdad que no lo sabes, o simplemente quieres echar sal en la herida?
—¿Qué es lo que tengo que saber? ¿Dónde está?
—Pues supongo que de viaje de bodas, más o menos.
¡Viaje de bodas! ¿Tan pronto? Se le cayó el alma a los pies. ¡Había llegado tarde!
—No me lo puedo creer. —Se sintió perdida, vacilante. ¡No había asistido a la boda de su propia hermana! Margaret se sorprendió a sí misma murmurando, sin dirigirse a nadie en particular—. Ni siquiera lo sabía… podría haberla ayudado…
Sterling torció el gesto.
—No estábamos en condiciones de mandarte una invitación impresa, o al menos eso creo. A no ser que la hubiéramos mandado… ¿adónde? ¿A quién correspondiera en Fairbourne Hall? —Se echó hacia atrás en la silla—. Me sorprende que te importe siquiera. No sé si te habían presentado a la señorita Jane Jackson —espetó, pronunciando el nombre casi con asco.
—¿Jackson?
—Sí, ya lo sé. Yo tampoco podía ni creérmelo. ¿Casarse con una estadounidense, cuyo padre se dedica al comercio? —gruñó—. Aunque el señor Jackson tiene mucho éxito profesional, desde todos los puntos de vista. Lo único que tenía que hacer Marcus para convertirse en su socio de inmediato era casarse con la cara de caballo de su hija. —Sterling crujió los dedos—. De hecho, lo heredará todo gracias a su esposa cuando el viejo muera. —Negó con la cabeza—. El muy idiota se ha ido, en contra de mis deseos, ¡de mis órdenes!, que le dejé bien claras, y ha arruinado todos mis planes.
Margaret pestañeó varias veces, contribuyendo con ese gesto a eliminar las terribles imágenes de la dulce Caroline unida para siempre al sobrino-marioneta de Sterling. Era sorprendente descubrir que Marcus había esquivado la influencia de su tío y que le habían salido agallas mientras ella estaba fuera.
—Supongo que debería estar contento. Quería que se casara con una mujer rica, y lo ha hecho. —Gracias a Dios, esa mujer rica no era ella.
—Sí, y él será rico. Pero en América, no aquí —espetó, haciendo una mueca.
¡Claro! Con el océano de por medio, Sterling no podría meter la mano en la bolsa de su sobrino, ni de su esposa, ni de su suegro. Levantó la barbilla.
—Bueno, pues que le vaya bien. ¿Y Caroline?
—De vuelta a su preciosa escuela, creo.
¡Qué alivio!
Benton se levantó y osciló. Tenía el pañuelo de rayas completamente torcido. Con la cara flácida y llena de manchas, había perdido prácticamente todo el atractivo.
—Y bien, Margaret… Eres una buena chica. Sé que cumplirás con tu deber para con tu familia. No querrás vernos a todos muriéndonos de hambre, ¿verdad? Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo amigable. Con tu dinero y mi contrastada capacidad de gestión, seguro que nos irá muy bien.
Margaret se apartó para no aspirar su apestoso aliento y se cuadró.
—Ayudaré a mi madre, y también aportaré lo que necesiten mi hermana y mi hermano. Pero tú, Sterling, no verás siquiera un penique, y mucho menos lo tocarás. Escuché lo que le dijiste a Marcus que me hiciera. —Negó con la cabeza, contuvo su furia y forzó un tono suave—. Yo, en tu lugar, recortaría la mayoría de mis gastos y aprendería a vivir por mis propios medios. Pero si no quieres, o tienes demasiado orgullo para hacerlo, puedes morirte de hambre si quieres. Tengo cosas mucho más importantes que hacer con mi herencia que mantenerte.
Margaret volvió a subir a su habitación para esperar a su madre. Su alivio por el hecho de que Caroline se hubiera librado de un matrimonio horrendo quedaba equilibrado por el pensamiento de que ella se había marchado de Fairbourne Hall sin necesidad. Y encima sin avisar como hubiera debido, pensó, sintiéndose todavía en el papel de una sirvienta responsable y profesional. Peor aún, debido al pánico que sintió y al desesperado intento de salvar a su hermana, completamente injustificados tal como se habían terminado desarrollado los acontecimientos, había vuelto a rechazar una oferta de matrimonio de Nathaniel Upchurch. El hombre al que amaba. ¿La perdonaría alguna vez? Temía haberlo herido, una vez más, y esta de forma irreparable. Seguro que no se lo volvería a pedir por tercera vez, visto lo visto. ¡Qué irreflexiva había sido! De nuevo.
¿Qué iba a hacer ahora? No podía volver a Fairbourne Hall como sirvienta, ni tampoco con su identidad real, pues se trataría de una huésped no invitada. ¡Algo absolutamente embarazoso! Seguramente sí podría hacerle una visita a Helen, pero ella adivinaría la motivación real de inmediato. ¿Y cómo se presentaría ante los sirvientes? Sería de lo más extraño.
Podía escribirle una carta a Nathaniel… aunque muchos consideraban impropia la correspondencia entre señoritas y caballeros que no estaban casados. Lo cual no dejaría de ser un problema menor en comparación con sus recientes actos. Y, si se atreviera a escribirle, ¿qué le diría? «Esto… perdone que saliera huyendo de esa manera. Y para nada, tal como se han terminado desarrollando las cosas. ¿Sería tan amable de volver a repetir su propuesta de matrimonio?».
Al menos se consoló a sí misma pensando que había dejado constancia y aviso por escrito de su marcha, y de adonde iba. Él sabría encontrarla si lo deseaba. Esperaría; impaciente, sí, pero esperaría.
Pero ¿a qué? A cumplir veinticinco años, a recibir su herencia… ¿y después qué? Sí, estaba deseando poder atender las necesidades de sus hermanos. Pero ¿y su madre? Dudaba que pudiera restablecer la relación. Se sentía traicionada y decepcionada por el hecho de que su progenitora hubiera colaborado, o incluso permitido, las maquinaciones de Sterling. Por otro lado, su madre también podría sentirse decepcionada con ella, por ponerse en peligro y perjudicar la reputación de la familia con su huida.
Una suave llamada a la puerta interrumpió sus reflexiones. Le dio un vuelco el corazón, pero se recordó a sí misma que Marcus Benton estaba a bordo de un barco, en dirección a América.
—Adelante.
La puerta se abrió lentamente y entró su madre, con expresión cautelosa, todavía con la ropa de paseo y el abrigo corto que se había puesto para salir esa tarde adonde fuera que hubiera ido.
—¡Margaret! —exclamó, al tiempo que exhalaba un fuerte suspiro—. ¡Cómo me alegro de verte, sana y salva!
Joanna Macy Benton se quedó en el umbral, dudando sobre si entrar o no, sin moverse para darle un abrazo a su hija, quizá insegura respecto a cómo sería recibida.
—Antes de nada, quiero disculparme, Margaret —dijo—. Siento que no te sintieras a salvo bajo nuestro techo. Que pensaras que no tenías más remedio que huir. No sé muy bien qué es lo que yo podría haber evitado, pero sí que tenía que haber hecho algo para asegurarme de que Marcus no se propasara contigo.
—¿Y por qué no lo hizo?
—No es posible que hayas vivido conmigo este último año y no sepas el porqué —se lamentó, haciendo una mueca de sufrimiento—. No es excusa, pero sabes cómo es Sterling de crítico y que siempre lo desaprueba todo. He tratado de enmendar lo que había hecho mal, y lo que fuera que había conducido a que perdiera su buena opinión acerca de mí. Habría hecho cualquier cosa para ganármelo de nuevo, para ganarme su aprobación, para serle útil, para que me admirara.
—Entiendo.
—Es mi marido, Margaret. Pero llega un momento en el que una mujer debe proteger a sus hijos, incluso aunque se enfrente a la desaprobación de su esposo. No me enfrenté a él cuando llegó ese momento y me arrepiento. Espero que algún día me perdones.
¿Qué podía decir Margaret? «No hiciste nada malo, excepto, para empezar, casarte con él. Excepto no dejarle claro que tu modesta aportación al matrimonio seguiría siendo igual de modesta, y que, independientemente de cualquier rumor al respecto, la herencia de la tía Josephine no acabaría en sus manos en ningún momento». Pero Margaret no era capaz de decirle que Sterling solo se había casado con ella por el dinero; un dinero que jamás llegaría. Sería demasiado cruel.
—Me alegro de que ni tú ni Caroline os hayáis casado con alguien que no os quería por vosotras mismas —dijo su madre, juntando las manos.
Margaret asintió. La pobre mujer sabía perfectamente de lo que estaba hablando.
—¿Cómo está Caroline? —preguntó.
—Con el corazón roto. Desilusionada. Furiosa con Marcus, con nosotros. Pero es muy joven y se recuperará.
—Me alivió mucho saber lo que había pasado finalmente.
—Y a mí. El que le presentara a la señorita Jackson terminó siendo de lo más propicio.
—¿Los presentó usted?
—Sí —respondió su madre con un suspiro—. Yo se la presenté a Marcus, pues su padre era un antiguo conocido del tuyo. Casi hasta me dio pena haberlo hecho. Pero me pareció que su posible boda con Marcus sería el menor de los males. Y, si no me equivoco, la antigua señorita Jackson lo atará bien corto a partir de ahora.
Margaret la miró impresionada. Su madre sacó un papel del bolso de mano.
—Este es el informe del abogado que lleva la gestión del patrimonio de la tía Josephine. Ha llegado el momento de que hagas tu propia voluntad al respecto. Eres una mujer adulta, Margaret, y no es necesario que ni Sterling ni yo actuemos por más tiempo como tus custodios —afirmó, dándole vueltas al papel entre los dedos.
»He ido a ver al señor Ford, yo sola, esta misma tarde, y le he dejado claro que, independientemente de lo que en el pasado le hubiera dicho mi marido, Sterling es parte interesada y no te asesoraría con objetividad. El señor Ford y su socio estarían encantados de asumir ese papel.
Qué tímida y cuidadosa era. Su actitud eliminó toda sensación de culpabilidad que pudiera tener Margaret.
Se acercó a ella, tomó la carta y después le agarró la mano extendida. Su madre la miró sorprendida.
—Gracias, mamá.
Los ojos de su madre se llenaron de lágrimas. Margaret notó que a ella le ocurría lo mismo.
—La perdono —susurró Margaret—. Y espero que usted me perdone a mí por no avisar antes, por preocuparla sin necesidad.
—¡Oh, Margaret! —Su madre abrió los brazos y ella se sumergió en ese abrazo que tan fervientemente había estado esperando.
Margaret fue a ver al abogado al día siguiente, sin esperar más.
El hombre, de pelo gris y con lentes, se levantó en cuanto entró en su despacho.
—¡Ah, señorita Macy! Es un placer volver a verla. Nos había dado un susto de muerte al desaparecer así, de un día para otro y sin dejar rastro.
—Pues estoy viva y bien, como puede comprobar.
La miró con sus ojos pequeños pero afables.
—No la veía desde la lectura del testamento de su tía abuela. Ha cambiado usted mucho, querida, si me permite decírselo. Tiene un aspecto magnífico, se lo aseguro.
—Gracias, señor Ford.
Hablaron durante más de media hora acerca de la herencia, las opciones de inversión y los pasos necesarios para establecer un fideicomiso para Gilbert y una dote para Caroline.
—Si es tan amable, le ruego que vuelva el día de su cumpleaños para firmar el papeleo —dijo el abogado—. Tendré preparados todos los documentos necesarios para depositar los fondos en una cuenta a su nombre en el banco que usted elija.
—Gracias. Estaré encantada de volver el día veintinueve. ¿Qué le parece a las dos?
—Por supuesto que sí.
Se levantó y se puso los guantes. El abogado se levantó a su vez.
—Mientras tanto, ¿hay alguna otra cosa que pueda hacer por usted?
Lo miró, se mordió el labio y se quedó un pensativa un rato.
—Pues sí, hay una cosa…
Al volver a Berkeley Square, Margaret le preguntó a Murdoch si había correo para ella.
—Sí, señorita. Hay tres cartas.
Prácticamente se abalanzó sobre ellas, pero el alma se le cayó a los pies. Ninguna era de Maidstone.
Murdoch se aclaró la garganta.
—Y también han preguntado por usted varios caballeros. Les he dicho que había salido, pero uno de ellos ha insistido en que la esperaría. Lo he hecho pasar al saloncito de las mañanas.
—¿Quién es? —preguntó Margaret, con el corazón en un puño.
El mayordomo le acercó una bandejita de plata con unas cuantas tarjetas de visita. Empezó a mirarlas, pero su euforia se disipó. No estaba interesada en ninguno de esos caballeros. Ninguna tarjeta era la de Nathaniel Upchurch.