Capítulo 18
«El décimo duque de Bedford era proclive a despedir a cualquier sirvienta que, aunque fuera sin querer, se cruzara con él después del mediodía, puesto que, a esa hora, se suponía que todos los trabajos caseros deberían de haber finalizado».
Trevor May
The Victorian Domestic Servant
Tras acudir al funeral de un viejo arrendatario, Nathaniel regresó a pie a Fairbourne Hall y aprovechó para discurrir acerca de la mejor forma de encontrar a un granjero trabajador que cubriera el puesto del fallecido. Necesitaba incrementar los beneficios de la hacienda para poder tener la opción de reparar su barco.
Al llegar a la sala de estar, se detuvo en el rellano. Dentro de la habitación, junto a la ventana de la terraza, Hudson y Helen estaban de pie, con las cabezas muy juntas e inclinadas sobre unos papeles que su hermana sostenía: listas de las tareas que debía realizar el servicio para preparar su baile, pensó. Helen llevaba un bonito vestido de rayas de color verde y marfil, con el que nunca la había visto, cuyo ceñidor acentuaba la estrechez de su cintura.
Su hermana sonrió cuando lo vio acercarse.
—Hola, Nate.
—¡Hola, Helen! ¿Tengo mala memoria o ese vestido es nuevo?
—No, no es nuevo —respondió su hermana, alzando un poco la barbilla—. Nora lo ha arreglado, y ahora sí que me gusta ponérmelo.
—¿Nora? —Rezó para que no se notara que el corazón se le había acelerado.
Su hermana se quedó mirándolo detenidamente.
—Sí, la criada nueva. ¿Es posible todavía que no la conozcas?
—Bueno… sí —dijo titubeando—. Creo que sé a quién te refieres.
—Tiene usted un aspecto adorable, señorita Helen, si no le molesta que se lo diga —intervino Hudson con voz suave, dándose cuenta de su incomodidad.
Helen inclinó la cabeza, contenta pero cohibida.
—Gracias, señor Hudson. Pero ahora, dejen de mirarme tan fijamente los dos. Tenemos que preparar un baile…
De inmediato, su hermana se ruborizó intensamente. Le resultaba raro que Robert Hudson fuera el causante de aquel rubor. ¿Le molestaba? Resultaba muy inesperado, y también un tanto desconcertante, el que una dama de alta posición como su hermana se comportara de una forma tan amigable con un empleado. No tenía claros sus sentimientos al respecto.
Aunque puede que estuviera equivocado. Quizá su hermana se hubiera puesto un poco de colorete en las mejillas. De inmediato descartó esa posibilidad. Su hermana, siempre tan práctica, jamás se preocuparía por algo tan frívolo como los cosméticos.
Margaret subió fatigosamente las escaleras que conducían al ático y después recorrió el estrecho pasillo que llevaba a su cuarto. Le dolían los huesos y esperaba poder descansar durante al menos media hora antes de ponerse a ayudar a Fiona a recoger la colada. Le dio un empujoncito a la puerta, se quitó el delantal y las lentes y se sentó en la cama, al tiempo que también se libraba de las zapatillas. Notó unos arañazos en la puerta y, antes de que pudiera reaccionar, el perro empujó la puerta con la cabeza y la abrió, como hacía siempre. No podía imaginarse qué podría ser lo que atrajera tanto al can a su diminuta y oscura habitación. ¿Acaso todavía olía a las salchichas de la mañana?
«Estoy demasiado cansada como para jugar contigo, Jester».
Con una especie de lloriqueo, el enorme animal avanzó hacia la pequeña alfombra ovalada que había junto a su cama, la rodeó un par de veces y, al comprobar que ella no reaccionaba, se tumbó, adaptándose al tamaño de la alfombra, encogiendo la cola y apoyando la cabeza sobre las manos.
—Eso precisamente era lo que yo pensaba hacer.
Se tumbó en la cama sin deshacerla y se cubrió las piernas con una bata. Disponía de entre treinta y cuarenta minutos para descansar. ¡Menudo lujo!
No pudo evitar el recuerdo de su encuentro con Nathaniel Upchurch, cuando la llamó a la biblioteca para hablar con ella. Le había dicho que se acercara y que le mirara… Y el corazón le latió con tanta fuerza que estaba casi segura de que él lo había escuchado.
Entonces se puso delante de ella y se quedó mirándola. Pero con muchísima atención. Se sintió extremadamente incómoda. Incluso pensó que su mascarada se había ido al garete, y no supo si salir corriendo o confesarlo todo. Pero en ese momento él la volvió a sorprender, pues lo que hizo fue agradecerle toda la ayuda que les había prestado en Londres. ¿Pero hacerlo ahora, en ese momento, después de que hubiera pasado tanto tiempo? Sin embrago, el alivio que la inundó al saber que solo se trataba de eso fue inmenso. Su secreto seguía a salvo.
El perro emitió una especie de suspiro de satisfacción. Margaret sonrió, pues también estaba contenta, y se dispuso a descansar un rato.
Tras una larga y tediosa reunión con los delegados de la iglesia, Nathaniel tenía ganas de liarse a tiros con algo, lo que fuera. Pensó que le gustaría salir a cazar urogallos ahora, antes de que terminara septiembre. Buscó a Jester, que siempre estaba dispuesto, y hasta ansioso, por salir de caza al bosque, pero no lo encontró por ninguna parte. Le preguntó al lacayo de la puerta, por si lo hubiera visto salir.
—¿Ha visto al perro?
—Sí, señor. Hace un rato ha subido las escaleras.
«Seguramente camino de mi habitación», pensó Nathaniel, y empezó a su vez a subir.
Siempre le había gustado mucho ese lebrel irlandés, y lo había echado de menos mientras estuvo fuera. En su momento, hasta pensó llevárselo a Barbados, pero llegó a la conclusión de que no tenía mucho sentido someter a un viaje por mar tan largo a un animal al que lo que realmente le gustaba era correr por el bosque, perseguir zorros o hacer que una bandada de aves levantara el vuelo. Sabía que, cuando estaba ocupado o fuera de la casa, el criado del vestíbulo o cualquier otro lacayo lo paseaban para que se mantuviera en forma, aunque prefería hacerlo él mismo.
En otros tiempos, su madre no permitía que el perro subiera a los pisos superiores. Pero, tras su muerte, las reglas de la casa se habían relajado un tanto. A él le gustaba la compañía de Jester, y no le importaba en absoluto que durmiera en el suelo de su habitación, cerca de la chimenea. No obstante, el perro no iba todas las noches.
Cuando Nathaniel llegó a lo más alto de la escalera principal, una criada delgada y morena, que tenía las manos ocupadas con ropa de baño, dobló la esquina del pasillo.
—¿Ha visto usted al perro? —preguntó.
—Sí, señor. Hace un momento pasó a mi lado. Ha subido por las escaleras de atrás.
—Gracias. —«¡Qué cosa más rara!», pensó Nathaniel. «Bueno, pues de perdidos, al río». Un poco más de ejercicio no le vendría nada mal, así que decidió seguir subiendo escaleras, sobre todo después de haberse perdido la habitual sesión de esgrima de la mañana con Hudson.
No obstante, dudó a la hora de entrar en el ático, pues era la zona de las criadas. Desde su niñez, cuando tenía que subir casi todos los días las interminables escaleras hasta llegar al aula, rara vez había vuelto, pues ahora no tenía nada que hacer allí, la verdad. «¿Por qué demonios vendrá Jester a esta zona de la casa?».
Nathaniel recorrió el estrecho pasillo, pero todas las puertas estaban cerradas, así que dobló la esquina hacia el corredor lateral. Allí, al fondo, había una que estaba entornada.
Se acercó caminando sin hacer ruido, se asomó para echar un vistazo y se quedó muy sorprendido al ver una figura echando una tranquila siesta sobre la cama sin deshacer. Era Nora, o más bien Margaret. Y, sobre una alfombra raída, muy cerca de la cama, con pinta de estar de lo más a gusto, estaba Jester, también descansando hecho un ovillo. El perro abrió los ojos y se percató de su presencia, pero no hizo el menor movimiento para acercarse a él.
«¡Cría cuervos!», pensó Nathaniel, a la vez divertido e irritado. No obstante, no podía reprocharle al animal el que hubiera entrado en esa habitación concreta.
Renunciando a sus planes de ir de caza, Nathaniel bajó las escaleras y en el piso de abajo se encontró a Helen, sentada en su sillón favorito de la sala de estar familiar. Estaba cosiendo y había un servicio de té en la mesa de al lado.
—Y bien, Helen, ¿qué opinas de nuestra nueva criada?
Dejó de coser y lo miró con expresión indescifrable.
—¿Por qué lo preguntas?
—Es un tanto especial, ¿no te parece? —dijo, encogiéndose de hombros.
—¿A qué te refieres? —insistió ella, entrecerrando los ojos.
¿Acaso no lo sabía o, como él, la estaba encubriendo? Y, en tal caso, ¿a quién pretendía proteger Helen, a Margaret… o a él?
Nathaniel dudó. La verdad es que no estaba preparado para hacer estallar la pequeña burbuja. En cierto modo, hasta disfrutaba del extraño secreto. Todavía no quería compartirlo, porque entonces tendría que comportarse de una forma muy distinta con «Nora». Debería tener más cuidado. Helen lo estaría vigilando, preguntándose qué pasaba.
Así que optó por la intrascendencia.
—Pues eso, una chica como esa, que nunca se había dedicado antes al servicio.
Su hermana lo miró durante un momento más e, inmediatamente, se relajó y volvió a la costura.
—Me gusta. Al principio no, lo reconozco. Pero ha demostrado que es de lo más útil, al menos para mí.
—¿De verdad? Me alegra escucharlo. —Hizo una pausa—. ¿Cómo van los planes para el baile de los sirvientes? ¿Habéis avanzado?
—Pues sí, bastante. La cosa va bien, o al menos eso me parece —contestó Helen sonriendo.
Como sabía que Helen no había aprobado inicialmente la contratación del nuevo administrador, pensó que debía saber cómo iban evolucionando las cosas a ese respecto.
—¿Y cómo va todo con Hudson?
No le miró a los ojos, pero sí que detuvo la aguja mientras se pensaba la respuesta. Después torció un poco el gesto y apareció un hoyuelo en su mejilla. La respuesta fue la misma que en el caso anterior.
—Me gusta. Al principio no, lo reconozco. Pero ha demostrado que es de lo más útil, al menos para mí —repitió, palabra por palabra.
—Entonces, ¿anunciaremos el baile pronto? —preguntó Nathaniel, sonriente.
—Sí. Hazlo cuando quieras.
Esa noche, a Nathaniel le sorprendió ver a «Nora» alejándose de la casa y paseando por el soportal, iluminado por la luna. Eran más de las diez. ¿Por qué no estaba ya en la cama, como las demás criadas, probablemente exhaustas tras un largo día de trabajo? ¿Iba a marcharse de Fairbourne Hall? La siguió sin hacer ruido, y se sintió aliviado cuando, al llegar al final de la arcada, volvió sobre sus pasos andando a la misma velocidad. Seguramente había salido a estirar un poco las piernas, como una dama disfrutando de su tiempo libre. Al verle, movió la cabeza buscando una vía de escape para no tener que cruzarse con él, pero, al ser el camino tan estrecho, no había alternativa.
—Buenas noches, Nora.
Le dirigió una mirada llena de sorpresa, e incluso de alarma. Estaba claro que no esperaba ni deseaba que él se dirigiera a ella.
—Señor. —Se sujetó las faldas y lo intentó rodear, pero él no la dejó.
—¿Qué es lo que la ha llevado a salir esta noche?
—Pues… simplemente el deseo de respirar un poco de aire puro, señor.
—¿No podía dormir? —preguntó, reprimiendo una sonrisa y utilizando un tono irónico.
—Eso es, señor —estaba claro que no quería hablar, y bajó la cabeza.´
—Siento escuchar eso. ¿Acaso su vida aquí no le resulta… confortable?
—No me estoy quejando, señor.
—Me sorprende.
Lo miró durante un instante, con expresión confundida y la cara iluminada por la luna.
—La vida del servicio puede ser difícil —dijo él con tono comprensivo—. Tengo entendido que nunca había trabajado de criada, ¿no es así?
—Pues… no, señor, no lo había hecho.
—No tenía pensado dedicarse a este trabajo, me imagino.
Negó con la cabeza.
—¿Le puedo preguntar a qué pensaba dedicarse, o hacer, en realidad?
—Pues… no lo sé, señor. Vivir de una forma más o menos independiente, supongo. O casarme.
—¡Ah! ¿Y quién era el afortunado?
Volvió a inclinar la cabeza, visiblemente incómoda.
—No sabría decirle, señor.
¿Acaso pensaría que estaba intentando seducirla? Si fuera así, lo estaba haciendo rematadamente mal. En todo caso, la sola idea de que tuviera una opinión tan horrible de él le torturaba.
—No tiene de qué preocuparse, Nora —dijo—. No tengo ninguna intención impropia de un caballero con respecto a usted. Le deseo una buena noche, que duerma bien y que descanse.
—Muchas gracias, señor. —Se escabulló de inmediato y entró en el magnífico edificio de Fairbourne Hall.
Durante las oraciones de la mañana del día siguiente, Margaret observó atentamente a Nathaniel Upchurch, reflexionando acerca de su extraño comportamiento de la noche anterior. Esperaba que hubiera dicho la verdad, es decir, que no tenía malas intenciones respecto a ella. Pero, en tal caso, ¿por qué la había abordado, cuando lo habitual hasta ese momento era que prácticamente ni la mirara?
Al otro lado del vestíbulo, Nathaniel finalizó la oración con el habitual «Amén», y después se quitó las lentes y las guardó en el bolsillo. Recorrió con la mirada el grupo de sirvientes, pero, en lugar de darles permiso para que fueran a realizar sus trabajos habituales, echó hacia atrás los hombros y empezó a hablar.
—Tengo algo que anunciarles. He tenido conocimiento de que en los dos últimos años, las celebraciones de la Navidad y la Epifanía en Fairbourne Hall han sido escasas, lamentablemente. Por esa razón, el señor Hudson, la señorita Upchurch y yo mismo hemos decidido que iba siendo hora de celebrar un nuevo baile de sirvientes.
Jenny, la ayudante de cocina, no pudo evitar soltar un espontáneo «¡Hurra!», pero enseguida se tapó la boca con la mano, absolutamente ruborizada. Craig le dio un codazo a Freddy, el lacayo de la puerta, que estaba a su lado.
El señor Upchurch se permitió esbozar una leve sonrisa.
—¿Entonces la idea cuenta con su aprobación?
—Señor, no sé en qué consistirá, ¡pero suena estupendo! —exclamó efusivamente Freddy.
El señor Upchurch y su administrador intercambiaron una mirada. Hudson se rio entre dientes. La señora Budgeon negó con la cabeza, pero el brillo de sus ojos desmentía el habitual gesto adusto que solía caracterizarla.
—La señorita Upchurch y el señor Hudson están desarrollando los detalles, y con toda seguridad les mantendrán al tanto de todo, conforme se vayan estableciendo y decidiendo. De momento no hay más, pueden irse.
Inmediatamente, las criadas empezaron a cuchichear y a soltar risitas todas a la vez, mientras que los lacayos y criados reían y bromeaban en voz más alta. Ni siquiera hubo reprimendas por parte de la señora Budgeon, lo que no dejaba de ser sorprendente. Margaret esperaba de verdad que el baile fuera un éxito y que todo el mundo se lo pasara bien…
«Un momento. Yo soy una sirvienta», pensó. Tendría que ir al baile. Sería su primer baile de sirvientes «siendo» ella misma una sirviente.
Cuando era joven había ido a varios, como hija de la familia. En la Noche de Reyes, su padre solía permitir que el pequeño grupo de criados que atendía la casa organizara una pequeña fiesta con baile. Lime Tree Lodge era una casa demasiado pequeña como para tener una sala de sirvientes propiamente dicha, mientras que la cocina de la planta baja y demás zonas de trabajo estaban demasiado atestadas de mobiliario y enseres como para poder albergar un baile. Así que Stephen Macy les dejaba utilizar el comedor de la familia, de modo que la mesa central se colocaba en uno de los lados, llena de comida y de ponche, y el resto de los muebles se retiraba, dejando un espacio más que suficiente para poder bailar. También contrataba suficientes camareros para servir y limpiar, así como a un violinista. Cuando tuvo edad suficiente como para quedarse hasta tarde, se unió al baile, y le resultó divertido agarrar con sus pequeñas y sedosas manos las del jardinero, tan nudosas y arrugadas, y dejarse conducir por sus torpes movimientos. Se había sentido como una especie de princesa entre campesinos. En estos momentos se preguntaba si de verdad la habían recibido con la agradable benevolencia que creía notar, o si en realidad no se tomaban su presencia como una intrusión indeseada en una fiesta que era para ellos. Si había sido así, lo entendía perfectamente.
Cuando, a la mañana siguiente, Margaret fue a la habitación de la señorita Upchurch a arreglarle el pelo, la encontró un tanto agitada.
—Hoy tienes que darte prisa, Nora. Tengo una reunión con el señor Hudson para terminar de organizar los detalles del baile.
Margaret asintió, recogiendo lo más rápido que pudo las horquillas y el cepillo.
—¿Han tenido en cuenta la posibilidad de invitar a los sirvientes de alguna de las otras casas vecinas, para que se unan a la fiesta?
—Ni se me había ocurrido —contestó, mirando su imagen en el espejo—. ¿Por qué lo dices?
—Cuando fui a la calle Weavering me encontré con una criada de Hayfield —explicó Margaret mientras empezaba a peinar a Helen—, y me contó que la casa había estado guardando luto, de modo que la servidumbre no había gozado de ningún privilegio ni fiesta durante más de un año.
Helen se mordió el labio inferior, pensando en la sugerencia.
—Me gusta la idea. A ver qué le parece al señor Hudson.
—Últimamente pasa mucho tiempo con el señor Hudson —dijo Margaret, reprimiendo una sonrisa.
—¿Eso crees? Lo único que sucede es que hay muchos detalles que atender.
«¿Seguro que es solo eso?», se preguntó Margaret.
—¿Le pongo hoy un poco de colorete y de carmín, señorita Helen?
—No sé si tendremos tiempo.
—Solo llevará un momento. —Margaret dejó el cepillo del pelo y tomó la brocha de maquillaje.
—Bueno… de acuerdo entonces. Por qué no.
Margaret le aplicó una brizna de color en las mejillas, que adquirieron un tono sutil pero apreciable, y también algo de carmín en los labios. Se dio cuenta de que el frasco estaba casi vacío. Pronto tendría que preparar más. Aplicó un poco de talco a otra brocha y se lo espolvoreó por la nariz, la barbilla y las mejillas.
—Tienes mucha práctica en cambiar el aspecto de una dama, por lo que veo —dijo Helen con tono irónico—. Manejas esa brocha como una auténtica artista.
Margaret se encogió de hombros, sin apartar los ojos de la mejilla.
—La verdad es que es muy parecido a pintar.
—¿Te gusta pintar?
—Sí, me gustaba, pero hace muchísimo que lo dejé.
Margaret le recogió el pelo y empezó a ponerle horquillas.
—Señorita Upchurch, estaba pensando una cosa… ¿Se acuerda de aquel montón de vestidos antiguos y de cosas que encontré cuando limpiaba el aula?
—Sí…
—Si no les va a dar ningún uso, ¿le importaría que se los pusieran las criadas? Quiero decir para el baile, naturalmente. Quizá podría arreglar unos cuantos para las chicas que no tienen otra cosa que ponerse que los uniformes de trabajo diario.
—Eso sería muy amable de tu parte, Nora. Me sorprende que estés dispuesta a hacerlo.
—Me gustaría muchísimo, de verdad.
—Muy bien, pero con la condición de que no dejes de lado tu trabajo habitual. No quiero darle a la señora Budgeon ninguna razón para que te despida. —Helen parpadeó, y Margaret respondió con una sonrisa.
A Margaret le parecía divertido y también sorprendente que Helen Upchurch mantuviera la simulación y continuara dirigiéndose a ella como la criada Nora, cuando en otros momentos estaba claro que sabía perfectamente quién era. ¿Se trataría solo de un juego para ella, o es que pretendía evitar equivocarse y llamarla Margaret, o señorita Macy, en un momento inadecuado? ¿O quizá disfrutaba tratándola como a una subordinada? Margaret no apreciaba malicia alguna en el comportamiento de la joven, pero aún subsistía esa reserva, esa precaución latente, gracias a la cual Margaret tenía claro que todavía no había superado por completo la prueba a la que la estaba sometiendo la hermana de Nathaniel Upchurch, fuera la que fuese.
Con la aprobación de la señora Budgeon, Margaret les pidió a varias de las sirvientas que acudieran a la habitación de la señorita Nash a última hora de la tarde, una vez que hubieran terminado de trabajar. Había colocado un vestido en una percha, dos en la cama y otros dos sobre la mesa de trabajo. Ya tenía más o menos claro qué vestido le quedaría bien a cada una de las chicas, pero quería que tuvieran la posibilidad de dar su opinión.
Hester y las ayudantes de cocina, Jenny y Hannah, fueron las primeras en llegar. No paraban de charlar y de reírse. Por su parte, Betty y Fiona se quedaron atrás, sin pasar del umbral.
Hester fue directa hacia uno de los vestidos que había en la cama, uno muy sencillo que tenía el cuerpo de seda, adornado con motivos imitando lirios del valle.
—¡Es precioso! —exclamó completamente entusiasmada, levantándolo para verlo de cerca. De inmediato quedó claro que el cuerpo, bastante estrecho, no se adecuaba de ninguna manera a las generosas proporciones de Hester, lo que la dejó muy decepcionada.
Margaret se acercó rápidamente a uno de los vestidos de la mesa de trabajo, uno de falda completa color crema al que le había añadido unos costadillos y un poco en la espalda con una tela de tonos azules, entramada con cintas de color crema para que hicieran juego con el color original.
—Hester, me parece que este vestido, con sus cremas y sus azules, se adaptaría perfectamente a tu figura.
—¿Tú crees? —Hester le pasó el primero a Hannah, que era muy delgadita, y tomó el que le ofrecía Margaret, colocándoselo a la altura de los hombros y observando los detalles de los adornos azules y las cintas de color crema.
—¿Por qué no os los probáis? —propuso Margaret.
Ayudó a Hester a quitarse el uniforme de trabajo y a ponerse el vestido de baile que había arreglado pensando en ella. El material se deslizó con facilidad a lo largo de los amplios pechos y caderas de la joven. Margaret pellizcó unos centímetros de tela un poco por encima de la cintura y lo atravesó con un alfiler.
—¡Vaya, te queda un poco grande, Hester! Pero tranquila, yo lo arreglaré.
La muchacha estaba encantada.
—Pareces salida de un cuadro, Hester —dijo Jenny, impresionada.
—¡Desde luego que sí! —confirmó Betty—. Lástima que Connor esté en Londres. Si te viera con ese vestido, no te quitaría los ojos de encima en ningún momento.
Hester se sonrojó.
Margaret se dio cuenta de que Fiona se había marchado. No quería sentirse herida por ella, pero no pudo evitar una punzada de decepción. Había rechazado su ofrecimiento. Forzó una sonrisa y ayudó a Betty a ponerse un vestido de paseo de satén de color verde, con mangas capa y el dobladillo adornado con un cerco dorado. El color verde claro realzaba el tono rojo oscuro del pelo de Betty.
Fiona reapareció unos minutos después. Llevaba puesto un vestido de gasa blanca sobre un forro de seda rosa.
—¿Qué os parece?
—¡Vaya, Fiona! —exclamó Margaret, realmente admirada—. ¡Es precioso!
Las demás también se quedaron mirándola con la boca abierta.
—¿No creéis que estaría fuera de lugar? Quiero decir, que «aunque la mona se vista de seda, mona se queda».
Hannah y Jenny negaron enérgicamente con la cabeza.
—¡Ni mucho menos! —dijo Margaret—. Estás preciosa.
—Realmente preciosa —confirmó Hester.
—¡Bueno, parad ya! —bramó Fiona—. De verdad, sabéis cómo avergonzar a la gente.
—El vestido es magnífico —insistió Margaret—. ¿De dónde…?
Betty le dio un pellizco en el codo y Margaret titubeó.
—¿Eh… dónde lo tenías escondido?
—Al fondo de mi baúl. Jamás pensé que tendría ocasión de ponérmelo.
Margaret se tragó sus preguntas y sonrió.
—Bueno, pues me alegro de que lo guardaras.