Capítulo 21
«Formidable con su vestido de seda oscura, con todas las llaves colgando del cinturón… uno de los trabajos del ama de llaves era enseñar la casa a los visitantes».
Margaret Willes
Household Management
Pese a la desagradable experiencia de la cena, Margaret seguía dándole vueltas al misterio del vestido de fiesta que Fiona había llevado en el baile. A la mañana siguiente, mientras Betty y ella limpiaban y ordenaban el comedor, Margaret fantaseaba acerca del pasado de Fiona, imaginando posibilidades distintas y variadas.
Incapaz de resistir por más tiempo, se armó de valor y se dirigió a Betty.
—¿Por qué no puedo preguntarle a Fiona por su vestido?
Betty puso mala cara, como era de esperar.
—No empieces otra vez con esto. Simplemente… ni preguntes.
—Un vestido como ese tiene que haber costado un montón de dinero. Demasiado para lo que gana una criada. Y tampoco me imagino a su señora regalándoselo; eso sería absolutamente insólito.
Betty se pasó las manos por el delantal.
—A Fiona no le gustaría nada saber que estamos hablando de esto.
—¿Tú sabes de dónde lo ha sacado?
—Sí —respondió Betty tras dudar un momento—. Pero no porque ella me lo haya contado. —Betty cambió de postura y la miró con cautela—. Fiona se va a enfadar muchísimo si se entera de que estás fisgoneando acerca de eso, créeme.
—Muy bien —respondió Margaret, defraudada.
La primera criada la miró con un brillo de malicia en los ojos.
—Sé cómo eres, Nora. Eres discreta y sé que no vas a ir chismorreando por ahí, así que te lo voy a contar. Pero la única razón es para que no le preguntes sobre ello a la propia Fiona, porque eso nos pondría las cosas muy difíciles a todas.
—No debería presionarte para que me contaras cotilleos —reconoció Margaret, sintiéndose culpable—. Lo siento. Mira, Betty, olvidémoslo.
—No, ahora escucha tú. Fiona jamás me ha dicho nada, ni una palabra. Pero resulta que mi tío es el mayordomo de Linton Grange, el lugar en el que ella trabajaba antes, y me lo ha contado.
—¿Fiona está al tanto de que tú sabes eso?
—No lo creo —dijo Betty, mordiéndose el labio—. Puede que se lo haya preguntado, ya que el mayordomo se apellida Tidy, como yo. Pero nunca ha dicho nada al respecto.
Betty fregó con fuerza una mancha del suelo que no terminaba de salir. Después se detuvo y empezó a contar la historia desde el principio.
—Todo ocurrió hace unos cinco o seis años. Fiona era criada en Grange, igual que aquí. Se trata de la historia habitual: el joven amo, hijo único, se enamoró de ella e incluso le pidió matrimonio. Hasta se la llevó a vivir a una pequeña casa de campo de la hacienda. Fue él quien le regaló ese precioso vestido, y de paso le llenó la cabeza de sueños acerca de una vida maravillosa.
Betty apretó los labios y negó con un gesto, visiblemente enfadada.
—No sé si realmente tenía la intención de casarse con ella, o simplemente se lo decía para… ya sabes. Como puedes imaginarte, sus padres prohibieron taxativamente la relación, y pusieron todos los obstáculos que pudieron, que fueron muchos, para impedir su curso. No obstante, Fiona estaba segura de que, antes o después, el joven se casaría con ella, o al menos eso es lo que dice mi tío. Pero no ocurrió, porque el joven amo murió en un accidente de caza: el arma le estalló en la cara.
—¡Oh, no! —exclamó Margaret, acongojada.
—Tardó lo suficiente en morir como para pedirles a sus padres que atendieran todas las necesidades de Fiona cuando él hubiera muerto.
—¿Tu tío se enteró también de eso?
—Los sirvientes nos enteramos de todo, Nora —dijo Betty con cara de astucia—. ¿Acaso no te has dado cuenta todavía? —Inmediatamente endureció el gesto—. Pero cuando el cuerpo del joven todavía estaba caliente en su tumba, la despidieron, la echaron de la casita y de la hacienda. Sin carta de recomendación, sin un penique, con una mano delante y otra detrás. Mi tío sí que escribió unas buenas referencias acerca de ella, y además me contó la historia, para que yo la recomendara aquí. La señora Budgeon se fio de mí y la contrató.
—¡Pobre Fiona!
Betty asintió y siguió fregando.
—Nunca me he arrepentido de interceder por ella. Trabaja duro y tiene buen corazón. Puede que le cueste tiempo confiar en alguien, pero una vez que lo hace es muy leal. Y si es un poco ácida a veces… bueno, ahora ya entenderás por qué.
—Eso no es justo —dijo Margaret con pesar, negando con la cabeza.
—Para la mayoría de las chicas pobres y de buen ver así es la vida cuando son sirvientas, Nora. Ten mucho cuidado con los hombres, incluso con los que se denominan a sí mismos «caballeros».
Durante unos momentos, Margaret siguió fregando sin pensar en lo que hacía, mientras asimilaba todo lo que le había contado Betty.
—Me sorprende que Fiona se pusiera ese vestido —dijo finalmente—. Tendría que darse cuenta de que nos preguntaríamos…
—Nora… —empezó Betty, esta vez con tono amenazador—. Como te atrevas a decir algo a quien sea sobre lo que te he contado, te juro que te arranco la lengua.
—Bien, bien, tranquila. Su secreto está a salvo conmigo. —Margaret hizo una mueca, pues empezaban a dolerle las rodillas—. Soy especialista a la hora de guardar ese tipo de secretos, te lo aseguro.
Esa tarde Margaret bajó las escaleras traseras con su caja de limpieza a cuestas. Una vez que había acabado con los salones y los dormitorios, le habían pedido que limpiara el salón de la señora Budgeon, que estaba en la planta sótano, bajo el rellano de las escaleras. Margaret recorrió el estrecho pasillo de la zona de servicio en dirección al tramo de escaleras que llevaba al sótano. Mientras lo hacía, escuchó el sonido de las llaves. Normalmente, el tintineo del impresionante manojo de llaves de la señora Budgeon era una señal para trabajar más rápido o para dejar de charlar y volver al trabajo. Pero ese día, ese sonido tan familiar venía acompañado por otro menos habitual, el de la voz de la señora Budgeon, en un tono elevado, pero no de mando o de reprimenda, sino firme y seguro, parecido al de un guía de museo. Margaret se volvió para escuchar desde la puerta de la zona de servicio.
—Fairbourne Hall terminó de construirse en 1735, bajo las órdenes de Lambert Upchurch y su esposa, Katherine Fairbourne Upchurch. En 1760, el hijo mayor de ambos añadió una pasarela cubierta, esto es, una arcada, inspirada por las obras arquitectónicas italianas que contempló en su viaje de…
Margaret se dio cuenta de que la señora Budgeon estaba enseñándoles la mansión a unos viajeros que, probablemente estaban recorriendo el condado de Kent, sus pueblos y sus paisajes. Sabía que ese era uno de los trabajos habituales de las amas de llaves de las mejores haciendas campestres, aunque le pareció extrañamente conmovedor escuchar a la señora Budgeon, quizá por el gran orgullo que se notaba que sentía al hablar de la belleza del lugar, como si realmente fuera parte de la familia. Se preguntó si recibiría una gratificación adicional por esa actividad concreta.
No pudo evitar permanecer oculta, escuchando. Los pasos le indicaron que el ama de llaves conducía a los visitantes por el vestíbulo, cuyo suelo era de mármol.
—En el salón hay más retratos familiares, pero permítanme que llame su atención sobre algunos de los que hay aquí, en el vestíbulo.
—¿Es verdad que la familia Upchurch amasó su fortuna con el comercio del azúcar? —preguntó una voz femenina, bastante afectada, por cierto.
—¡Dorcas! —Alguien riñó entre dientes a la autora de la pregunta. Después de todo, no era correcto que una dama hablara en público de dinero.
—Los Upchurch poseen una plantación de azúcar en las islas Barbados desde hace más de cien años —indicó la señora Budgeon—. De hecho, el señor James Upchurch, actual cabeza de la familia, reside allí en estos momentos.
—Entonces, ¿quién vive aquí ahora? —preguntó una segunda joven.
La voz llamó la atención de Margaret. Le resultó agradable y familiar. Emily Lathrop… ¿Qué estaría haciendo aquí?
—Su hija Helen y sus hijos, Lewis y Nathaniel. Aunque Lewis suele pasar más tiempo en Londres. —Tras la interrupción, la señora Budgeon continuó con la explicación preparada.
Margaret salió con disimulo de la zona de servicio y echó un vistazo al grupo mientras la señora Budgeon explicaba los pormenores de un pequeño grupo de retratos que colgaban de las paredes del vestíbulo. Vio que, efectivamente, su antigua amiga Emily estaba entre los visitantes, escuchando atentamente las explicaciones del ama de llaves. Junto a ella había otra joven de edad parecida, una prima seguramente, pensó Margaret, a la que probablemente conocía, pero de solo uno o dos encuentros. Junto a ellas había una dama de más edad, que no sabía quién era.
—Aquí hay retratos de tres generaciones de Upchurch varones: Lambert, Henry y James.
El ama de llaves avanzó hacia un lado y señaló con gran pompa otros dos retratos.
—Y estos dos corresponden a los hijos de James Upchurch: Lewis y Nathaniel. Se realizaron cuando cada uno de ellos cumplió los veintiún años de edad.
La acompañante de las chicas señaló tímidamente un lugar al otro lado del vestíbulo.
—Señora Budgeon, ¿puedo preguntarle por esa urna negra de allá? Es muy poco común.
—¡Ah! —La señora Budgeon buscó una página del libro que llevaba—. Se trata de una urna de basalto fabricada por Josiah Wedgwood…
Mientras la mujer mayor cruzaba el vestíbulo para ver más de cerca la urna, que estaba colocada sobre un pedestal, las dos chicas se quedaron mirando los retratos de Lewis y Nathaniel Upchurch.
—Lewis Upchurch es guapísimo, ¿no te parece? —dijo Emily.
—¿Cuál de los dos es? —preguntó la prima, que tenía la voz muy aguda.
—Pues el de la izquierda, claro.
—No sé qué decirte… —replicó la prima, poco convencida—. Me gusta la cara del otro. Da sensación de fuerza, de seriedad. Es muy masculina.
—¿De verdad lo crees? Todas las mujeres que conozco piensan que Lewis es el más atractivo de los dos. Pero, además, es el mayor y el heredero, lo que le confiere un atractivo adicional, claro… —Emily se rio, y su prima la imitó.
—De hecho, el joven Upchurch pidió matrimonio a mi amiga Margaret, pero ella lo rechazó; le gustaba su hermano mayor.
—¿Y el mayor también lo hizo?
—No —suspiró Emily—. Tendría que haberle advertido de que no lo haría. Pero, en cualquier caso, ella no me habría hecho caso.
A Margaret se le cayó el alma a los pies al escuchar decir eso a su amiga.
—¿Has tenido alguna noticia de ella?
—No, ninguna. Ni nadie, que yo sepa —respondió Emily, negando con la cabeza.
A Margaret le sorprendió que su madre no hubiera informado acerca de la carta que le había enviado. Esperaba que la hubiera recibido.
—¿Qué crees que habrá sido de ella?
Emily encogió sus estrechos hombros.
—Hay quien piensa que ha huido para casarse en secreto, pero en tal caso ya habrían llegado noticias acerca del matrimonio.
—Si Marcus Benton compartiera casa conmigo, te aseguro que ni se me ocurriría irme por ahí a vagabundear —dijo la prima, sonriendo con suficiencia—. ¿Es cierto que están prometidos?
—No, no me creo ese cotilleo. Margaret me dijo muchas veces que no le gustaba.
—Supongo que tienes razón. ¿No le viste la semana pasada bailando en Almack’s con esa estadounidense con cara de caballo? No me explico cómo es posible que la hayan admitido en ese club tan selecto.
—Lo que a mí me sorprende es que el señor Benton acudiera estando Margaret desaparecida.
—Igual no lo está en realidad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Emily con aspereza.
—Quizá se viera obligada a marcharse, no sé si me entiendes.
—Pues no, no te entiendo.
—¿Para ocultar cierto… estado?
Cuando Margaret entendió por fin la suposición, se sintió enferma.
—No, Margaret no… —Emily frunció el ceño, pero después inclinó la cabeza hacia un lado mientras pensaba—. A no ser que estuviera flirteando con alguien, perdiera la cabeza y cruzara la línea…
—¿Con Marcus Benton?
—Con él no. —Emily miró los retratos una vez más—. Pero Lewis Upchurch es un calavera empedernido.
—Cuánto más tiempo pase sin que haya noticias acerca de un matrimonio secreto…
A Margaret le entraron ganas de salir corriendo hacia las jóvenes para ponerlas en su sitio, pero pensó a tiempo que su aparición provocaría mucho más escándalo, y no mejoraría las cosas en absoluto.
Quizá debería escribir a Emily. ¿Tendría Sterling la posibilidad de controlar el correo de Lathrop igual que el de su casa? Tenía que hacer algo. Tal como estaban las cosas, su cruzada para evitar un matrimonio que no deseaba parecía que podía terminar arruinándole la reputación, en vez de salvándola.
Cuando la visita continuó y el vestíbulo quedó de nuevo vacío, Margaret cruzó con precaución el suelo de mármol, deteniéndose ante Lewis y Nathaniel Upchurch. Ante sus retratos, claro. Primero estudió el de Lewis. El artista había sabido captar la mirada, entre traviesa y maligna, de sus ojos de color marrón dorado, y el rastro de una sonrisa en los generosos labios, como si fuera portador de un secreto que estaba deseando dar a conocer. La nariz era perfecta y los rasgos tan definidos que resultaba muy atractivo. Y se notaba que lo sabía.
Volvió la cabeza para contemplar el retrato de Nathaniel. Era el Nathaniel de hacía varios años. No llevaba lentes, pero sí se podía observar una expresión sombría. Tenía la cara bastante pálida y los delgados labios muy cerrados, de una forma casi puritana. El artista no había representado bien su nariz, que ciertamente era grande, pero que había pintado con trazos descuidados. Sus ojos, que nunca había mirado tan de cerca, eran verdeazulados, como el cielo previo a un aguacero. El pelo, más oscuro que el de Lewis, era denso y recto, sin los amplios rizos de su hermano mayor. Margaret pensó que el artista pretendió que Lewis se sintiera halagado con su retrato, pero no así en el caso de Nathaniel. ¿Quizá porque sabía que Lewis era el heredero? Pese a ello, la cara de Nathaniel le resultaba atractiva, en la forma precisa que había indicado antes la prima de Emily. Fuerte, seria, masculina.
Vio que en uno de los rincones del marco había una pequeña tela de araña y, casi inconscientemente, sacó de la caja de limpieza un plumero y limpió el ofensivo filamento. Aprovechó para pasarlo también por todo el retrato para quitarle el escaso polvo que tenía, y tocó ligeramente las mejillas, firmes, la nariz, grande, la mandíbula, poderosa, y la boca, seria, pensando que deseaba contemplar de nuevo su sonrisa.
Se sobresaltó con el eco de unos pasos resonando sobre el mármol. Se volvió deprisa con los músculos tensos, pero enseguida se relajó al ver que se trataba del señor Hudson.
—¡Qué diligente es usted! Hasta se preocupa de que el señor Upchurch esté bien aseado. —Sus ojos pardos brillaban divertidos—. ¿Qué le parece, Nora? ¿Cree que ese viejo retrato le hace justicia?
No pudo evitar negar con la cabeza enérgicamente.
—En absoluto, señor.
—¡Ah! —Se echó un poco hacia atrás, apoyándose en los talones. Por lo visto, no esperaba una contestación tan categórica, sino solo una sonrisa o un gesto de modoso asentimiento. Volvió a mirar la pintura—. Tiene usted toda la razón, Nora. En esa pose parece muy hosco.
—El señor Upchurch raramente sonríe, señor.
Hudson alzó las cejas al mirarla, y después volvió a mirar el retrato, al tiempo que adelantaba un poco el labio superior, como si estuviera reflexionando.
—Solía sonreír más. Recuerdo sobre todo algunas situaciones felices en Barbados…
Alguien se aclaró la garganta a su izquierda. Tanto Margaret como el señor Hudson volvieron la cabeza hacia ese lado, y ambos se sintieron sorprendidos y desasosegados al ver a Nathaniel Upchurch de pie, junto a la puerta de la biblioteca.
—Le ruego que nos perdone, señor —dijo, haciendo una mueca avergonzada—. No era nuestra intención ofenderle. Simplemente estábamos de acuerdo en que este retrato no le hace justicia. ¿No es así, Nora?
Margaret agachó la cabeza y asintió sin decir palabra.
—¿Y qué es lo que le falta? —preguntó Nathaniel, cruzándose de brazos.
Esperaba que se estuviera dirigiendo a Hudson más que a ella, pero al mirar hacia arriba vio los ojos de Nathaniel clavados en los suyos.
—Na… nada, señor. Solo que, al natural, usted es más… O sea, que ha cambiado… Su apariencia, quiero decir, y…
—¿Está sugiriendo que he mejorado con la edad? —preguntó secamente.
—Sí, la verdad es que sí —contestó, después de tragar saliva sonoramente—. Y una sonrisa sin duda mejoraría mucho su aspecto, señor —se atrevió a concluir.
—Últimamente no tengo demasiadas razones para sonreír —afirmó con el ceño fruncido.
Hudson los miró alternativamente, con un brillo malicioso en los ojos.
—Bueno, pues tendremos que hacer algo para mejorar eso, ¿no le parece, Nora? —bromeó, y le guiñó un ojo abierta y despreocupadamente.
Las mejillas de Margaret empezaron a arder bajo la firme mirada de Nathaniel.
—Sí, señor —murmuró. Se excusó y prácticamente salió corriendo para ponerse a salvo en la zona del servicio.
Pasada la media noche, Nathaniel se dirigía a la terraza desde la sala de estar del piso de arriba. No podía dormir, y confiaba en que el aire fresco de la noche le despejara la mente. No paraba de darle vueltas a un montón de preguntas, y era incapaz de contestarlas ni de resolverlas. Qué hacer con el barco dañado, con su hermano, con su hermana, con la falsa criada…
«Dios mío, ayúdame a encontrar el camino, a cumplir tu voluntad».
Abrió la puerta de la terraza y salió a la calle. Vio una figura y todos sus nervios se pusieron en alerta, pensando si sería posible que el Pirata Preston hubiera sido capaz de saltar la barandilla y estuviera apoyado tranquilamente en ella.
Sin embargo, la figura que divisó en el extremo más alejado de la terraza no tenía nada que ver con la de un delincuente. Pero ¿significaba una amenaza? Eso sí, sin la menor duda.
—Le ruego que me disculpe, señor. —Nora, es decir, Margaret, agachó la cabeza con gesto avergonzado y se separó inmediatamente de la barandilla.
—Tampoco hace falta que salga corriendo nada más verme —dijo.
—Pero seguro que prefiere estar solo y no desea ser molestado. Yo no debería estar aquí, no es una zona del servicio.
Ambas cosas eran ciertas. Aunque, de repente, deseó con todas sus fuerzas que se quedara. ¡Qué pronto se olvidó de la determinación que había tomado respecto a evitar su presencia, para que no le torturara!
—Quédese, por favor —le pidió.
En efecto, se le había olvidado.
Tras un momento de duda, la joven se dio la vuelta y volvió a apoyarse sobre la barandilla.
Le alivió que ella no le preguntara el porqué. Solo podía contestar de una manera a esa pregunta: «Porque sigo siendo un estúpido».
Ella miró hacia arriba, tal vez a las estrellas, o quizá lo único que quería era evitar su mirada.
—Aquella es la estrella polar —explicó, señalándola con el dedo—. La que más brilla, en esa dirección. ¿La ve?
—Sí —dijo ella, mirando hacia donde señalaba con el índice.
—No sabe cuántas veces la buscaba durante el viaje a casa. La dama favorita del capitán del barco.
Ella asintió, pero mantuvo el silencio. Dio por hecho que no había logrado interesarla en la conversación.
Sin embargo, al cabo de unos momentos, se sorprendió de que le hablara.
—¿Le gustó el mar, señor? —preguntó en voz baja.
—Sí. —Se sintió satisfecho de poder hablar con ella—. Aunque el regreso me trajo ciertas pérdidas.
Sintió su mirada posada en él, y al volverse comprobó que, efectivamente, lo miraba, posiblemente expectante ante sus palabras. Llevaba las lentes, pero se dio cuenta de que no podía verle la peluca oscura. En su lugar, tenía bien encasquetado el gorro, que le tapaba el pelo por completo. En todo caso, se parecía mucho más a sí misma sin tanto cabello negro alrededor del rostro.
—¿Las lentes le ayudan a ver de lejos? —preguntó él—. ¿Las estrellas, por ejemplo?
Margaret volvió a mirar hacia las estrellas, y después asomó los ojos por encima de las lentes.
—Sí.
—Yo solía utilizar lentes todo el tiempo, hasta que me di cuenta de que solo las necesitaba para leer y ver de cerca.
—¿Ha mencionado usted pérdidas? —insistió ella tras asentir. Estaba claro que su afirmación anterior le había interesado, o al menos había despertado su curiosidad. Nathaniel hizo una mueca de disgusto.
—En los muelles nos atacó un individuo que ya conocíamos de Barbados. Hoy en día se hace llamar el Pirata Poeta. Lo cierto es que no resultó muy poético por su parte robar y quemar mi barco.
—El señor Hudson me lo contó —dijo ella, asintiendo comprensivamente—. Me apenó muchísimo saberlo.
—Por eso estaba tan afectado y fuera de mí la noche en la que Hudson conducía el carruaje y se perdió. Me había llevado a un cirujano que nos recomendaron en la oficina de aduanas. Me curó bien las heridas, aunque me temo que se pasó bastante con el láudano.
De nuevo asintió, comprensiva. Él la miró inquisitivamente.
—¿Y cómo se perdió usted? ¿Cómo terminó en los muelles, y después en Maidstone?
—Intentando evitar problemas, supongo.
—¿Qué clase de problemas?
Se encogió de hombros. Se notaba claramente que estaba incómoda con el giro de la conversación.
—¿La despidieron por… alguna razón? —insistió—. Le prometo que no pondré en peligro su situación en esta casa.
—No fue nada de eso, señor. A ver cómo se lo explico… Uno de los hombres que había en la casa hizo cosas que… me pusieron en dificultades.
—¿Qué tipo de dificultades?
Se removió inquieta antes de contestar.
—Mejor no decirlo.
—¿No tenía usted nadie a quién recurrir, ningún pariente o amigo que pudiera protegerla?
Negó con la cabeza y volvió a mirar a las estrellas.
—Recordé la historia bíblica de José. Cuando la mujer de Putifar intentó seducirlo, huyó, ¿no es cierto? Corrió y corrió todo lo rápido que pudo, sin pensar en las consecuencias, y también sin mirar atrás.
—Y eso es lo que hizo usted.
Ella asintió.
—Supongo que sabe perfectamente cómo acabó José: en la cárcel —dijo él, sonriendo irónicamente.
—¡Vaya! —suspiró—. Esa parte de la historia se me había olvidado.
—Espero que Fairbourne Hall sea un destino mejor que la cárcel para usted. Se la trata con respeto, espero…
—Sí, señor, quiero decir… —Dudó por un momento, y después empezó de nuevo—. Todo el personal de servicio ha sido muy amable conmigo.
Él se puso algo tenso ante ese comentario. ¿Acaso Lewis la habría acosado de alguna forma?
—Señorita… Nora. Si alguien se atreve, sea quien sea… si alguien la molesta, no dude en ponerme al tanto. De inmediato. Yo —«lo mataría»— castigaría con severidad a cualquier hombre que se atreviera a molestarla o maltratarla. ¿Me ha entendido?
Se le llenaron los ojos de lágrimas y asintió, pero no dijo nada.
«¡Vaya por Dios!».
—Lo siento… no era mi intención preocuparla.
«¡Seré estúpido!».
—Estoy bien, no pasa nada —dijo, negando con la cabeza y reponiéndose—. Mis dificultades no son nada si se comparan con las suyas. ¿Su barco está completamente destruido?
—No —respondió suspirando y mirando hacia arriba—, pero el coste de la reparación sería más alto que el de esa estrella de ahí…
—Lo siento, señor. —Dudó durante un momento—. ¿Se llamaba el Ecclesia?
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Era el nombre de la maqueta del barco que estaba usted construyendo. —Volvió a sentirse mal por volver a insistir sobre el tema.
—¡Ah, claro! Ecclesia, iglesia en latín.
—Ingenioso.
—En su momento pensaba que lo era. Pero ahora mismo no me considero ingenioso, ni nada que se le parezca.
Su perfil le resultaba absolutamente familiar a la luz de la luna en la noche estrellada. Se sintió tentado de decirle que sabía quién era, y también por qué se escondía, y de ofrecerle abiertamente su ayuda. Pero ¿no se sentiría mortificada al verse descubierta en una situación tan lamentable para ella? ¿Se lo agradecería o lo maldeciría por dejarla expuesta de esa manera?
Se mordió la lengua. ¿Por qué iba a desear ayudarla? ¿No le había demostrado ser caprichosa y superficial? Aunque, en cierto modo, al estar con ella ahora no le pareció reconocer ninguno de esos rasgos. Lo que sí intuyó fue una sombra de soledad, comparable a la que él mismo sentía en su interior. Un deseo desesperado por arreglar algo que se había roto. Él sabía qué era lo que se había roto en su propia vida: las finanzas familiares, su barco, el corazón de su hermana… y el suyo propio. Pero ¿qué se había roto en la vida de la señorita Macy y cómo era posible que la manera de arreglarlo fuera huir?
Decidió sembrar y esperar su momento.
—Nora, usted acudió en nuestra ayuda, la de Hudson y la mía, y le estoy muy agradecido. Si hay alguna manera de que nosotros… de que yo… le pueda devolver el favor, lo único que tiene que hacer es pedirlo.
Ella lo miró con ojos pálidos y plateados a la luz de la luna. Abrió la boca como si fuera por fin a contarle quién era, a confiar en él, pero inmediatamente apretó los labios. Esos labios que hacía muchos años soñaba con besar… y, que Dios lo ayudara, todavía lo deseaba. Lo invadió una gran calidez al pensar en el beso que habían compartido… al menos en sus sueños.
—Gracias, señor Upchurch —susurró. Una vez más pareció dudar, pero finalmente bajó la cabeza—. Y ahora, me despido. Le deseo muy buenas noches.
En esta última frase se olvidó de imitar el acento de clase trabajadora, pero no hizo ningún comentario. Le gustó escuchar su voz. Su verdadera voz.
—Buenas noches, Nora.
«Buenas noches, Margaret», añadió para sí.