Capítulo 14

«En 1770 se presentó una ley en el Parlamento según la cual se podía anular un compromiso si la novia utilizaba cosméticos el día antes de su boda».

Marjorie Dorfman

Historia del maquillaje

Unos días después, cuando estaba en el dormitorio de Helen Upchurch, Margaret abrió la tapa de un tarro parcialmente usado de crema e inspeccionó su contenido. La sustancia tenía un extraño color grisáceo. Se arriesgó a acercar la nariz y echó la cabeza hacia atrás al instante. Olía a rancio. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Helen no adquiría nuevos cosméticos? No le extrañaba que usara el jabón que se hacía allí mismo, en la despensa de Fairbourne Hall, aunque fuera excesivamente seco para la tez de una dama.

Seguro que Hester sabría qué hacer. Margaret salió de la habitación y se dirigió a las escaleras traseras.

Estaba familiarizada con los cosméticos hechos en casa desde pequeña, cuando tenía prisa por crecer, a pesar de que su madre pensaba que era demasiado joven para usarlos. En la despensa de Lime Tree Lodge, la indulgente señora Haines le había permitido usar un poco de colorete vegetal teñido con carmín rojo, así como un frasco de color labial hecho de cera, aceite de almendra y nomeolvides. Había ayudado a la señora Haines a preparar agua de perlas para que le aliviara las imperfecciones propias de la juventud y un enjuague de manzanilla para dar más brillo a su pelo rubio.

Por supuesto de eso hacía ya unos cuantos años y no recordaba los ingredientes exactos. Cuando creció, su madre le permitió usar algunos cosméticos que compraron en la botica o en alguna modista. Aquello era mucho más fácil de conseguir y venían con envoltorios adorables. Bálsamos de labios rosa, tónicos de pétalos de rosas y loción Gowland. Pero estaba convencida de que, con un poco de ayuda, podría hacerle alguna crema o incluso un tónico de romero para el pelo a la señorita Helen. Tal vez podría echar a hurtadillas un poco de aceite de nuez en el tónico del pelo de la señorita Upchurch para cubrirle las canas; un truco que solía usar la doncella de su madre.

Ahora que pensaba en el color del pelo, se preguntó, no por primera vez, si debería quitarse ya la peluca y teñirse el pelo. Aquello haría su vida mucho más fácil y cómoda, además de que reduciría el riesgo de que la descubrieran. Pero en cada anuncio que salía en los periódicos de Londres promocionando los diversos remedios para oscurecer el cabello o devolver los brillantes tonos de la juventud, también había una advertencia sobre los efectos nocivos de sus ingredientes: sales de hierro o carbonato de plomo.

De todos modos, hasta con esas advertencias, era reacia a teñirse el pelo. Le parecía demasiado extremo, demasiado permanente. ¿Y si nunca volvía recuperar el tono que tanto le gustaba? Solo necesitaba seguir siendo morena unos meses, de los cuales ya habían pasado dos semanas. Decidió que soportaría la peluca un poco más de tiempo.

Cuando llegó a la despensa, Hester la saludó con su alegría habitual.

—Hola, querida.

—Hola, Hester. La crema de la señorita se ha puesto rancia. ¿Me ayudas a hacer más?

—Con mucho gusto. La verdad es que no recuerdo cuándo fue la última vez que preparé algo para la señorita Upchurch. Seguro que hay más cosas que se le han estropeado. —Hester sacó un grueso ejemplar de cuero verde de uno de los estantes—. Ha pasado tanto tiempo que será mejor que compruebe las cantidades. —Pasó las arrugadas y manchadas páginas—. Aquí está. Un poco de aceite de almendras dulces, otro poco de cera blanca, aceite de ballena y bálsamo.

Hester empezó a ir de un lado a otro de la estancia, abriendo cajones y estantes hasta que reunió los utensilios e ingredientes necesarios y le pidió que calentara los aceites de almendra y de ballena y la crema en una vasija sobre las cenizas calientes de la chimenea. Margaret así lo hizo; después echó la mezcla en un mortero de mármol. Hester le pasó una mano de madera y presionó y removió la crema hasta que se enfrió y tuvo una textura suave.

—¿Qué crees que es mejor? ¿Agua de azahar o agua de rosas? —preguntó Hester.

Recordó a Helen disfrutando del olor de las rosas que puso en su habitación.

—De rosas, si tienes —dijo.

—Por supuesto.

Mientras seguía removiendo la mezcla, Hester echó unas gotas de agua de rosas para que la crema adquiriera la fragancia adecuada.

Hester regresó al lugar donde había dejado el libro y leyó en voz alta:

—«Esta crema fría hace que la piel se vuelva flexible y suave. Si no se usa de inmediato, el tarro donde se coloque debe cubrirse con un trozo de tripa».

Margaret sabía que los boticarios usaban tripas húmedas de cerdo para sus potingues y ungüentos, porque cuando se secaban, formaban una especie de sello hermético. La idea le produjo un escalofrío. No le gustaba en lo más mínimo tocar ninguna parte de un cerdo.

—Me gustaría que la señorita Helen lo usara cuanto antes.

—Entonces cúbrelo con un trozo de pergamino.

Margaret esperó hasta la mañana siguiente para llevar la crema a la habitación de Helen. Destapó el frasco y lo colocó en el tocador sin decir nada. No quería que Helen se enterara de que se lo había traído y se lo contara a la señora Budgeon, para no despertar la ira de Fiona si se corría la voz de que Nora había usurpado otra de las legítimas funciones de Betty. Después se dirigió a toda prisa hasta el vestidor para ordenarlo y buscar más horquillas para el pelo.

La señorita Upchurch se estiró en la cama y Margaret supuso que Betty entraría en cualquier momento para ayudarla a vestirse. Le hubiera gustado que Helen llevara algo distinto a los vestidos grises, dorados opacos y marrones o el vestido de noche burdeos. Acarició con los dedos las prendas del armario y se fijó en un precioso vestido de paseo en tonos verdes y marfil que nunca le había visto puesto. Al verlo más de cerca descubrió la causa de que hubiera quedado relegado en el vestidor: le faltaban dos botones y los ojales estaban deshilachados.

Llevó el vestido al dormitorio.

Helen, que se estaba lavando la cara y las manos en la jofaina, alzó la vista.

—Buenos días, Nora.

—Buenos días. —Dudó unos segundos antes de preguntar—. ¿Señorita Upchurch?

—¿Sí?

—A este vestido de paseo le faltan unos botones. ¿Le importa si me lo llevo y se los coso esta tarde?

—Si quieres.

—Gracias, sí, me gustaría. Betty y Fiona cosen por la tarde, cuando han terminado el resto de sus tareas. Había pensado en unirme a ellas.

Helen se secó la cara con la toalla.

—Muy bien. —Levantó el tarro de crema—. Esta crema huele fenomenal. Debe de ser nueva.

—Sí. —Margaret cambió de tema rápidamente—. ¿Guardaba su doncella una lata o caja con botones en alguna parte?

—No tengo ni idea. Seguro que Betty lo sabe. De todos modos, si no encuentras ningún botón igual, puedes ir a la calle Weavering. Hay un pequeño almacén donde la señorita Nash solía comprar cintas, botones y cosas similares. —Helen sacó unas pocas monedas del bolso de mano que había en el tocador y se las dio—. Di a la señora Budgeon que te he mandado yo.

—Gracias. Si encuentro botones que sirvan, le devolveré el dinero.

Helen hizo un gesto con la mano.

—Confió en ti, Nora.

Margaret se quedó pensativa ante aquella afirmación y miró a Helen para ver si se había dado cuenta de lo que había dicho y si realmente quería decirlo.

—¿En serio? —preguntó en un susurro.

Helen ladeó la cabeza lentamente. Durante un instante, se limitaron a mirarse la una a la otra. Entonces Helen decidió romper el silencio.

—Sí. Por extraño que parezca, lo hago.

A Margaret se le hizo un nudo en la garganta.

—Gracias —murmuró.

Fue hacia la puerta con el vestido en la mano, pero antes de marcharse oyó a Helen decir:

—No hagas que me arrepienta.

Esa tarde, Margaret encontró a Fiona y a Betty sentadas en la soleada habitación que en el pasado formó parte de los dominios de la doncella personal antes de que se retirara. Era un cuarto amplio, más grande que el dormitorio de Betty y el doble que el suyo, con un maniquí de sastre en un rincón, una tabla de planchar, rollos de tela en un armario abierto, una mesa de trabajo en el centro y una cama vacía en una de las paredes.

Nada más entrar las otras dos sirvientas se quedaron calladas, lo que la dejó con la incómoda sensación de que habían estado hablando de ella.

—¿Puedo unirme a vosotras? —preguntó, forzando una sonrisa.

Fiona la miró con recelo, pero fue Betty la que respondió:

—Por supuesto, Nora. Siempre hay ropa que arreglar.

Fiona torció los labios.

—Parece que se ha traído su propio trabajo.

—Sí. A este vestido de la señorita Upchurch le faltan algunos botones.

Betty puso cara de tristeza.

—Te pidió que se lo arreglaras, ¿verdad?

Margaret negó con la cabeza.

—En realidad, la señorita Upchurch me dijo que te preguntara si tenemos alguna lata o caja con botones de repuesto. Dijo que si había alguien que supiera dónde podía estar, esa eras tú, Betty.

La aludida abrió los ojos como platos.

—¿En serio?

Margaret asintió. Esperaba que nadie notara su leve exageración, aunque, a juzgar por la sonrisa burlona de Fiona, era poco probable.

Betty se puso de pie y corrió hacia el armario, abrió un cajón y extrajo una lata redonda.

—Aquí guardamos los botones de repuesto, pero no creo haber visto ninguno que sea exactamente como esos. De todos modos, déjame echar un vistazo…

—Gracias, Betty. La señorita Upchurch tenía razón. Eres la persona a la que tenía que preguntar.

Fiona puso los ojos en blanco.

—Estos podrían valer —comentó Betty, sacando dos botones de la lata que no coincidían ni en el tono ni en el tamaño.

Margaret sonrió cortésmente.

—Seguiré buscando, ¿te parece? Ambas podéis seguir con lo que estáis haciendo. Sé que la señora Budgeon necesita que le llevéis esos manteles rápido.

Fiona negó con la cabeza.

—No entiendo porque tenemos que coser los nuevos manteles y servilletas nosotras.

—¿Quieres decir que los Upchurch no suelen celebrar muchas fiestas?

—Llevan años sin hacerlo. Ni siquiera tienen invitados para cenar, salvo ese amigo del señor Lewis.

—Es endemoniadamente guapo —señaló Betty.

—Más bien un demonio.

¿Se estaban refiriendo al señor Saxby o al mismo Lewis? Ella nunca había encontrado atractivo a Piers Saxby. Era demasiado dandi para su gusto. Lewis, sin embargo, sí que era apuesto. Pero ¿un demonio? No creía que ningún humano se mereciera ese título.

Se sentó y rebuscó por toda la lata sin encontrar ningún botón que fuera a juego, o cuatro botones iguales que pudieran reemplazar al otro cuarteto que iba desde la cintura alta hasta el cuello.

Betty hizo un nudo al hilo con el que estaba cosiendo y soltó un suspiro.

—Bueno, ahora toca recoger las sábanas limpias de la lavandería. —Apoyó las manos en los brazos de la silla y se dispuso a levantarse.

Margaret se puso de pie primero.

—¿Por qué no voy yo? Vosotras estáis muy ocupadas y este vestido puede esperar.

—¿Nos harías ese favor? Eres muy amable, Nora. —Betty volvió a recostarse en el respaldo.

Fiona la miró con ojos entrecerrados, sin duda cuestionando sus motivos.

Lo cierto era que Margaret solo quería una excusa para salir de casa e ir a la calle Weavering sin que Betty se enterara de que la señorita Upchurch le había confiado ese encargo. Lo que no se atrevía era a hacerlo sin informar a la señora Budgeon.

Retiró las sábanas limpias de la lavandería y las llevó al armario de la ropa del hogar para que el ama de llaves pudiera inspeccionarlas. Una vez allí, le explicó su cometido.

—Muy bien, Nora. —La señora Budgeon la sorprendió con su rápida aquiescencia—. Confío en que regreses lo antes posible.

—Sí, señora. —Margaret hizo un gesto con la mano—. Voy y vuelvo enseguida.

El ama de llaves asintió.

—¿Le importaría mantener esto entre nosotras? —le pidió Margaret.

La señora Budgeon frunció el ceño.

—¿Por qué quieres que sea un secreto?

—Porque no quiero herir los sentimientos de Betty.

El ama de llaves se quedó mirándola. Margaret tuvo miedo de haber hablado demasiado, de parecer presuntuosa, como si una criada de mayor rango tuviera que preocuparse por una recién llegada como ella.

—Muy bien, Nora —repitió la señora Budgeon—. Entiendo a qué te refieres. No tiene ningún sentido herir los sentimientos de nadie si se puede evitar. Pero si la señorita Upchurch decide convertir tu ayuda en algo más… oficial… será inevitable que los sentimientos de algunas personas se vean afectados.

—No espero ni persigo que nada se haga oficial… o permanente, señora Budgeon. Solo quiero ayudar en lo que pueda.

El ama de llaves enarcó una ceja.

—Bueno. Ya veremos qué pasa.

Minutos más tarde, Margaret, con el bolso de mano colgado de la muñeca y el bonete bien atado a la barbilla, salía por la puerta de servicio, subía las escaleras que llevaban a la calle y se dirigía al camino de entrada. Disfrutó de esa breve franja de libertad, de estar sola, de los rayos de sol y del aire fresco. De no tener las manos metidas en lejía, trementina o abrillantadores. Mientras sus pasos crujían sobre el camino de grava que había entre los jardines y el pasto, inhaló el aroma a rosas y a hierba recién cortada y siguió andando animadamente por la carretera. Al no ver a Jester cerca, se preguntó dónde estaría el perro.

Acababa de llegar a la pasarela que había frente a la fila de tiendas de la calle Weavering, cuando vio a Nathaniel Upchurch salir del taller del herrero con Jester pisándole los talones. Sintió un nudo en el estómago. El hombre la vio y frunció el ceño. Parecía perplejo, hasta un poco contrariado, por ver a una de sus sirvientas paseando por el pequeño pueblo. Margaret agachó la cabeza.

Si se cruzaban en la calle, ¿la saludaría? Dudaba que lo hiciera. Después de todo, solo era una criada. Nathaniel siempre se mostraba distante con la servidumbre, excepto con el señor Hudson. A él lo trataba más como a un amigo que como a un administrador.

Jester no fue tan reservado y cruzó la calle, moviendo la cola y con la lengua fuera. Ella le acarició la cabeza a modo de saludo y continuó caminando. Mientras se acercaba al almacén, vio por el rabillo del ojo al señor Upchurch cruzando también en su dirección. Se le aceleró el pulso. Se dio la vuelta y fingió estar interesada en el escaparate. Durante un segundo, en medio de la vergüenza por sentirse observada, no fue consciente de lo que había en dicho escaparate, hasta que tuvo que parpadear un par de veces para enfocar bien la vista. Volvió a contemplar todos los artículos y se le cayó el alma a los pies.

El chatelaine ya no estaba.

Horrorizada, entró precipitadamente en la tienda, olvidándose por completo de Nathaniel Upchurch y del perro. El vendedor la miró desde el mostrador.

—¿Ha vendido el chatelaine, señor?

—No, lo tengo justo aquí. Lo he colocado en esta ubicación para que se vea mejor.

—Oh. —Suspiró aliviada—. Bien. —Balbuceó—. ¿Puede enseñarme los botones que tiene?

—¿Botones? —Parecía decepcionado, pero no tardó en recobrar la compostura—. Por supuesto. —Sacó un cajón largo y poco profundo lleno de botones de todas las formas y colores y lo colocó en el mostrador delante de ella.

Margaret escogió dos botones de color verde azulado. Mientras se los llevaba a la mano para compararlos con los del vestido de Helen, se acordó de los tristes ojos azules de Betty. Trató de deshacerse de esa imagen. El chatelaine parecía llamarla desde el lugar cercano en el mostrador donde se encontraba, pero se resistió con todas sus fuerzas y se pasó el siguiente cuarto de hora eligiendo no solo botones sino cintas, encajes y telas.

Al final se decidió por cuatro botones nuevos, unos pocos metros de cinta y una pieza de material delicado con el que quería confeccionar un chal. Sus ojos volvieron a volar hasta el chatelaine. Durante un instante, se planteó dejarse de tanta parafernalia y comprar el chatelaine con el dinero de la señorita Upchurch. ¿Se percataría Helen de que no coincidían los botones? Pero enseguida se echó una reprimenda mental por si quiera considerarlo. Era la hija de un vicario. Una dama. Una sirvienta en la que se podía confiar. De pronto se dio cuenta de lo irónico que resultaba considerarse una dama y una criada al mismo tiempo y se mordió el labio.

Dio al vendedor la guinea de la señorita Upchurch y a continuación guardó con cuidado en su retículo el cambio que este le devolvió. Entonces vio el camafeo dentro del bolso. El regalo de su padre. Irreemplazable. Y con un incalculable valor sentimental. Cerró los ojos.

«¿Qué te gustaría que hiciera, papá?», se preguntó en silencio. «¿Qué te gustaría que hiciera, Dios Todopoderoso?». Se mordió el interior de la mejilla, pero no pudo evitar que las lágrimas acudieran a sus ojos.

Con el corazón latiéndole a toda velocidad, metió la mano y tiró de la cadena del camafeo por su broche de oro. Después lo sacó despacio, casi con reverencia. El vendedor observó atentamente cada uno de sus movimientos, con la mirada clavada en la cadena de oro y el elegante camafeo de tamaño modesto. Entonces dejó la joya en el mostrador, con la cadena a su lado, sujetándolo firmemente con dedos rígidos.

Dos mañanas después, Helen Upchurch inspeccionaba su ahora retocado vestido de paseo con asombro.

—Hiciste mucho más que coser botones nuevos, Nora. Te ha quedado precioso.

—Me alegro de que le guste, señorita.

Se sentía muy complacida porque le había dedicado mucho tiempo, acostándose a altas horas de la madrugada las dos últimas noches para terminarlo. Le había cosido un pequeño festón de tréboles en el dobladillo, puños en contraste y una banda más ancha del mismo material en la cintura.

Helen la miró.

—¿Y has hecho todo esto con el poco dinero que te di?

—Y con algunas cosas más que encontré en la antigua habitación de la señorita Nash.

Helen se rio.

—Qué raro me resulta oírte decir su nombre cuando nunca la has conocido.

—Así es como todos llaman a ese cuarto.

—Supongo que te parecerá extraño que no haya contratado a ninguna otra doncella personal.

Margaret se encogió de hombros.

—Un poco. —Vaciló un instante—. ¿Puedo preguntarle por qué?

Helen se sentó en la silla del vestidor y se dio la vuelta para mirarla.

—La señorita Nash era la doncella de mi madre. A mamá le gustaba mucho y a mí me hizo ilusión quedarme con ella después de su fallecimiento. Pero cuando la señorita Nash alcanzó una cierta edad empezó a decaer un poco, tanto física como mentalmente. Comenzó a hacerme tirabuzones como si fuera una niña y a coser un montón de adornos infantiles y volantes a mis vestidos. Al final, conseguí convencerla para que se retirara y disfrutara de su vejez en una acogedora casita que tenemos en nuestra propiedad. Al principio no quería irse, pero le aseguré que había cumplido con su deber y que ya no necesitaba ninguna doncella que se encargara única y exclusivamente de mi apariencia. A fin de cuentas, había renunciado a tener vida social. Mis días de bailes, temporadas y coqueteos habían terminado. Betty podría ayudarme a vestirme y me arreglaría el pelo cuando fuera necesario. Me temo que, si contrato a una nueva doncella, la señorita Nash se lo tomaría como una ofensa. Podría pensar que no es que no la necesitase más, si no que «no quería» que siguiera conmigo.

—¿Y no la quería?

Helen soltó un suspiro.

—¿Has visto la condición en la que está mi guardarropa? No creas que estaba mucho mejor cuando ella estaba aquí. En una ocasión incluso me regañó porque ya no me servía el corsé que llevaba de pequeña, como si de pronto se diera cuenta de que me habían crecido los pechos.

—Pero señorita Helen…

Desechó con un gesto de la mano cualquier argumento que Margaret pudiera plantearle antes de que lo verbalizara.

—Lo cierto es que no me importa. No tengo ningún deseo de malgastar el tiempo pensando en mi apariencia, ni el dinero de la familia en vestir a la última moda. Sencillamente, ya no me preocupa.

Margaret iba a formular una réplica adecuada, pero Helen la interrumpió con una actitud defensiva poco habitual en ella.

—Lo he pensado mejor y me pondré mi viejo vestido gris. Hoy no tengo ninguna necesidad de arreglarme más de lo necesario.

—Pero…

—Eso es todo, Nora. Puedes regresar a tus tareas.

Esa misma noche, Margaret estaba de pie en su habitación, estirando con cuidado los agotados músculos del cuello, hombros y brazos mientras esperaba a Betty para que le ayudara a quitarse el corsé. De pronto, la puerta se abrió de golpe a su espalda.

—¿Cómo te atreves?

Margaret se volvió hacia la puerta, dando gracias a Dios porque no se le hubiera movido la peluca.

Fiona estaba en el umbral, con las manos sobre las caderas y completamente encolerizada.

—Esta tarde, la señora Budgeon me mandó al almacén. Y no te imaginas la sorpresa que me llevé al enterarme de que ya no tenían el chatelaine de Betty. —Fiona entró en la habitación con gesto amenazante—. Le pregunté al señor quién lo había comprado. ¿Y sabes lo que me respondió? Que una criada con lentes y una espesa mata de pelo negro de Fairbourne Hall. —La sirvienta entrecerró los ojos hasta que se convirtieron en dos finas rendijas—. Sabes lo mucho que significaba para ella. ¿Cómo te has atrevido a comprar ese chatelaine para quedártelo?

—No lo ha hecho.

Ambas se dieron la vuelta. Ahora era Betty la que estaba en el umbral, sosteniendo el chatelaine entre sus manos.

—Lo compró para mí.

Esa mañana, Margaret había entrado a hurtadillas en el cuarto de Betty y lo había dejado en la mesita de noche, envuelto en un pañuelo.

Betty la estaba mirando con los ojos llenos de lágrimas.

—Gracias. Te devolveré el dinero en cuanto pueda.

Margaret hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No hace falta. Era lo mínimo que podía hacer por ti. Espero que esto compense todos los problemas que te ha causado.

Betty parpadeó, pero no pudo evitar que se le escapara una lágrima que resbaló por su redonda mejilla.

—No ha sido para tanto.

Margaret sonrió. La sorpresa y alegría en el rostro de Betty aliviaron el dolor que sentía por la pérdida del camafeo. Al menos por el momento.

Varias mañanas más tarde, Fiona llamó a su puerta. Sí, llamó. Cuando Margaret fue a abrirla, la sirvienta entró y le entregó algo.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, desenrollando una prenda rígida de color blanco.

—Un corsé corto con el cordón por delante. Podrás ponértelo y quitártelo tú sola.

Margaret levantó la vista del corsé y miró a Fiona.

—¿Lo has hecho para mí?

Fiona hizo una mueca.

—No es ningún regalo. Ese corsé tan elegante que llevas no es apropiado para el trabajo de una criada. Y no es justo que Betty tenga que venir siempre por la mañana y por la noche a echarte una mano. Esto…

—Estoy de acuerdo —la interrumpió Margaret—. ¿Es del mismo estilo del que lleváis tú y Betty?

—Sí. Y si es lo suficientemente bueno para nosotras también lo es para ti.

Margaret sonrió.

—Más que bueno, Fiona. Pocas veces he visto una costura tan exquisita como la tuya.

La joven se removió un poco incómoda.

—No exageres. Cualquiera pensaría que te he dado unos calzones de seda o algo parecido. —Hizo un gesto con ambas manos—. Venga, veamos si te queda bien.

Margaret, que ya se había puesto la camisa, metió las manos a través de las sisas del corsé corto, que se parecía mucho al chaleco de un hombre, pero no era tan largo. Estaba hecho de un tejido de algodón resistente con refuerzos y cuatro o cinco pares de ojales en la parte delantera; incluso llevaba unos cuantos adornos bordados. Colocó los dos laterales sobre su pecho, descubriendo que, efectivamente, los realzaba y sujetaba con eficacia.

—Ahora, toma este cordón —dijo Fiona—, y mételo en los ojales como si estuvieras cosiendo.

Margaret hizo lo que le pidió y después ató el cordón.

Fiona la estudió un momento.

—Te queda bastante bien, y no es porque lo diga yo.

—Es verdad. Gracias de nuevo.

—No es nada, solo lo he hecho para que pudieras vertiste sola.

Por lo visto, aquella irlandesa prefería morir antes que reconocer que estaba haciendo un favor a Nora.

—Aun así, aprecio enormemente tu gesto. Podías haberme explicado cómo hacerme uno yo misma.

Fiona ladeó la cabeza.

—¿Por qué no se me ocurrió antes?

Pero Margaret creyó ver un atisbo de humor en los ojos verdes de Fiona.