Capítulo 19
«El baile de los sirvientes era una celebración muy habitual de la vida en el campo».
Giles Waterfield y Anne French
Below Stairs
Por fin llegó el día del baile de los sirvientes, y la verdad es que esa jornada no se trabajó demasiado. En cierto modo, no resultó demasiado afortunado el hecho de que la señorita Helen hubiera aceptado la sugerencia de Margaret de invitar a sirvientes de otras casas, porque ello implicó que la señora Budgeon exigiera una limpieza más a fondo de lo habitual. Pero ese trabajo quedó terminado el día anterior.
La sala de servicio quedó cerrada una vez que acabó la comida del mediodía, y solo la señora Budgeon, el señor Hudson y el lacayo del vestíbulo pudieron acceder a él para preparar la fiesta de la noche.
Monsieur Fournier trabajó durante todo el día, no solo preparando las comidas de la familia, sino también un generoso bufé para el baile. Pero parecía contento con el trabajo extra, sonriendo en todo momento y hablando en una graciosa mezcla de inglés, francés y palabras absurdas de su invención. No paraba de mover las manos: que si espolvoreando azúcar glas por aquí, que si haciendo unas bolitas de menta por allá…
—¡Esta noche os vais a enterar de lo que os habéis estado perdiendo! Y mañana volveréis a las salchichas y las gachas. Quel dommage’.
Margaret se ofreció a peinar a Betty para la ocasión, y antes de que se diera cuenta, ya tenía otras cuatro chicas haciendo cola y rogando que las atendiera en la habitación de la señorita Nash. Rizó, puso horquillas, aplicó maquillaje y colorete, pero mantuvo el lápiz de ojos bien oculto. No quería darle ideas a nadie.
Fiona se puso su propio vestido, pero aceptó llevar también un par de guantes largos, así como que Margaret le adornara el pelo con una peineta de flores de seda. Betty, Hester, Jenny y Hannah se pusieron los vestidos arreglados. Margaret puso reparos cuando ellas insistieron en que luciera uno de los vestidos, ya que había trabajado a destajo para actualizarlos. La verdad es que no quería que la atención se centrara en ella, y más cuando se enteró de que Nathaniel Upchurch iría a la fiesta y se quedaría al menos durante los primeros bailes. ¿Y qué ocurriría con Joan? Esperaba que su antigua doncella no la traicionara.
Margaret se puso el uniforme que había llevado en el baile de disfraces, aunque sin mandil. En lugar de la cofia, se colocó en el pelo una ancha cinta de color azul, tanto de adorno como para asegurarse de que la peluca no se le moviera durante el baile. Sobre todo para eso, que no se moviera.
A las seis y media llegó el primer carruaje por el camino que venía desde Hayfield, seguido de cerca por una carreta llena hasta los topes de hombres jóvenes y maduros, todos vestidos con sus mejores ropas de domingo. Las puertas del salón de la servidumbre se abrieron a las siete. La amplia sala brillaba, repleta de candelabros y palmatorias adornadas con cintas de colores. Se habían colocado tablones de madera sobre el suelo de piedra para facilitar el baile. Un centro de crisantemos presidía la espléndida mesa del bufé, que además estaba adornada con hojas de helecho y piezas de fruta, que la propia Margaret había ayudado a colocar. Por supuesto, abundaban los platos llenos de pavo asado, ensaladas de todo tipo y el salmón ahumado más grande que ella había visto jamás, con la boca entreabierta y los ojos vidriosos, la cabeza de cara a la cola para que pudiera caber en una fuente, y nadando en una salsa de gambas. También había un montón de postres de aspecto delicioso: tartas de pequeñísimas grosellas silvestres, pudines de todo tipo, y también varias clases de syllabubs, que el cocinero había preparado con distintos niveles de leche agria y colocado en vasos. Sabiendo que los asistentes iban a estar más que dispuestos a tomar ponche o cerveza, la señorita Helen y el señor Hudson habían decidido tener dispuesta la comida desde el primer momento, en lugar de esperar a sacarla cuando fuera más tarde.
Margaret observaba nerviosa la llegada de los invitados, a la espera de la llegada de Joan. Esperaba que la severa ama de llaves de la casa le hubiera dado permiso para asistir.
¡Allí estaba! Con el mismo vestido azul que recordaba, aunque sin delantal. En lugar de sombrero, llevaba el pelo muy bien peinado y adornado con una cinta de abalorios de bisutería. No miró hacia donde ella estaba. ¿Estaría haciéndose la despistada a propósito? ¿Sería mejor no demostrar que se conocían, para evitar preguntas acerca de dónde habían coincidido? Fuera como fuese, a Margaret le apetecía mucho hablar con ella de nuevo, aunque también lo temía.
Esperó a que Joan saludara al señor Hudson y a la señora Budgeon, tras aguardar la cola correspondiente. De forma impulsiva, llenó dos copas de ponche y se acercó a Joan, deseando que su propuesta de paz no fuera rechazada.
—Hola, Joan —dijo con precaución, forzando una sonrisa.
La joven la miró con ojos casi desorbitados.
—¡Señorita…!
—Nora. Mejor solo Nora. —No cambió su forma de hablar para dirigirse a su antigua doncella—. Te he traído una copa de ponche.
Joan miró la copa con cierta precaución, cosa que a Margaret le causó un poco de inquietud. ¿Acaso le había dado tantas razones como para desconfiar de ella?
—¡Lo que hay que ver! ¡Usted sirviéndome a mí! —bromeó, aunque no mostró la menor intención de tomar la copa.
—Ahora tengo algo de experiencia a la hora de servir. Aunque poquísima en comparación contigo, claro. Hasta que he llegado aquí no me he dado cuenta de lo muchísimo que trabajabas.
Joan inclinó la cabeza hacia un lado, como si estuviera evaluando su sinceridad.
—¿Lo dice en serio?
—Por supuesto que sí.
—Pues entonces, venga ese ponche, y muchas gracias. —Tomó la copa y la levantó para brindar.
Margaret imitó el gesto. Brindaron y dieron un sorbo de las respectivas copas.
—Esperaba que vinieras —dijo Margaret.
—¿De verdad? Pues, tras la última vez que la vi, pensaba que se había rendido y que había vuelto a casa.
—¡Tutéame, por favor! Y sí, tengo que decirte que más de una vez me sentí tentada de hacerlo. No tenía ni la menor idea de en qué me estaba metiendo.
Joan movió la cabeza, aún asombrada.
—Todavía no me lo puedo creer. Usted… bueno, tú convertida en criada.
—Aunque no muy buena, la verdad —confirmó Margaret moviendo la cabeza.
—¡Lo que hubiera dado por haberte visto desde un rincón la primera vez que vaciaras los orinales! —exclamó Joan con los ojos brillando de diversión.
—¡No me lo recuerdes! —dijo Margaret riendo entre dientes después de poner cara de asco. Se mordió el labio, y la sonrisa desapareció de sus ojos—. Quería decirte lo muchísimo que siento… en fin, todo lo que pasó. Y también darte las gracias por haberme ayudado.
Una vez más, Joan negó con la cabeza.
—«Lo siento» y «gracias». ¡Jamás me hubiera imaginado que escucharía esas palabras de su, de tu boca, y menos dirigidas a mí!
—También siento escuchar eso —dijo Margaret, haciendo una mueca.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se sorprendió mucho de que a Joan le estuviera pasando lo mismo. Su antigua doncella la tomó de la mano y se la apretó.
—Bueno, ya está bien de penas. Se supone que es un momento feliz.
Margaret le devolvió una sonrisa húmeda.
Una voz cercana las interrumpió.
—¿Y quién es esta preciosa dama que está hablando contigo, Nora? —preguntó Craig, el segundo lacayo, mostrando mucho interés—. Por favor, preséntamela.
Margaret le dirigió una sonrisa a Joan, y después otra a Craig.
—Señorita Joan Hurdle, le presento a Craig… Bueno, me temo que no conozco tu apellido.
—¡Mi apellido es Craig! Lo que pasa es que ya hay un Thomas en el servicio, ¿no es así?
—¡Ah, vaya! Entonces, te presento a Thomas Craig, Joan.
—¿Cómo está? —saludó la joven inclinando la cabeza formalmente.
—Pues mucho mejor ahora, porque usted está aquí y porque nos han presentado. Y ahora dígame que me concederá un baile, señorita Joan, y ya estaré en la gloria.
—Muy bien —dijo ella sonriendo.
La sonrisa embellecía mucho a Joan. ¿Cómo podía ser que Margaret no se hubiera dado cuenta antes?
El violinista llegó un poco más tarde de lo previsto, y también un poco alegre ya, como Margaret pudo comprobar cuando empezó a afinar el instrumento. Justo en ese momento, Nathaniel Upchurch entró en la sala con Helen de su brazo. Todo el mundo se quedó quieto y dejó de hablar, con extraña solemnidad. Margaret había estado tan ocupada ayudando a las otras criadas a arreglarse que no se había ocupado de la señorita Upchurch. Una pena, ya que tenía el pelo lacio y severamente peinado hacia atrás. La cara sin maquillar. Y el vestido… Antiguo y realmente horroroso. Alguien había recuperado un vestido de fiesta de hacía como mínimo diez años y le había añadido una cinta ondulada en el escote y unos volantes de un color que no pegaban ni con cola, además de que el tejido tampoco era adecuado. No obstante, cuando Helen paseó la vista por la sala, magníficamente iluminada por las velas, y reparó en la multitud, muy arreglada y al parecer pasándoselo bien, su cara se iluminó con una deslumbrante sonrisa, que puso de manifiesto su espléndida belleza.
—¡Qué buen aspecto tienen todos! —exclamó.
—¡Desde luego! —confirmó el señor Upchurch—. Por favor, no dejen de divertirse por nuestra causa. —Le hizo una seña al violinista, que inmediatamente empezó a tocar las primeras notas de una pieza.
Como correspondía, Nathaniel se colocó frente a la señora Budgeon, se inclinó y le solicitó el primer baile. Por su parte, Hudson, el sirviente varón de más alto rango, se inclinó ante la señorita. Margaret se preguntó si el siempre malhumorado segundo mayordomo, el señor Arnold, se sentiría ofendido por el hecho de que un recién llegado le usurpara tal honor, pero tras una mirada comprobó que Arnold estaba muy entretenido sirviéndose una nueva copa de ponche y distintas porciones suficientemente generosas del tentador bufé.
El violinista empezó con un reel escocés muy rítmico, y algunas parejas también se animaron a bailar. Margaret se quedó mirando a Nathaniel, y se sorprendió al ver que era bastante mejor bailarín de lo que ella recordaba. Además se quedó impresionada al observar la calidez y el respecto con el que intercambiaba galanterías con su ama de llaves. También observó a la señorita Upchurch mientras bailaba con el señor Hudson. Ambos se movían al ritmo de la música con mucha naturalidad. La forma de bailar del administrador era un tanto desgarbada, pero nunca le había visto con un aspecto tan joven y atractivo como ahora, bailando con la señora de la casa. Margaret se preguntaba si también se podía adivinar en la cara de Helen cierta admiración por aquel hombre. Volvía a lamentar no haber tenido un poco de tiempo para trabajar con su pelo.
Craig y Joan bailaban cerca de ellos, marcando los pasos del baile de una forma bastante liberal. Sin duda, las sonrisas y las tímidas miradas superaban con mucho su habilidad como bailarines.
Tras terminar el baile escocés, la mayoría de los asistentes pidió al violinista una pieza tradicional, Speed the Plow. El señor Upchurch acompañó a la señora Budgeon a un rincón de la sala, se inclinó y le preguntó a quién debía solicitar la siguiente pieza. La señora Budgeon miró a su alrededor intentando localizar a la sirvienta principal, supuso Margaret, pero Betty estaba escondida detrás del señor Arnold negando frenéticamente con la cabeza y con las manos.
—¡Ah! Betty está ocupada ahora —dijo la señora Budgeon—. Quizá lo más adecuado sería que bailara usted con la sirvienta que se ha incorporado más recientemente, ¿no le parece? —dijo, señalando a Margaret, que inmediatamente se lamentó de haber estado mirando a la señora Budgeon con tanta insistencia. ¡La mujer debió de pensar que estaba esperando con avidez que alguien la sacara a bailar!
Nathaniel Upchurch miró en su dirección. ¿Estaba dudando? No vio ninguna sonrisa en su expresión cuando asintió a lo que le dijo la señora Upchurch, pero inmediatamente se dirigió hacia ella. ¿Debía rechazarlo?
Se detuvo frente a ella, que fijó la mirada en su chaleco, demasiado nerviosa como para mirarlo a los ojos.
—¿Me concede este baile, Nora?
—¡Oh! Yo pensaba que… no soy más que una simple doncella, y recién llegada.
—Por lo que he podido ver, la sirvienta principal huye de mí como de la plaga. Espero que usted no me rechace también.
«No me rechace…». ¿Acaso era una referencia velada a su cruel negativa a la proposición de matrimonio que le hizo en su momento? Sin duda estaba dando rienda suelta a su imaginación. Si la hubiera reconocido, ya la habría echado de su casa, o le habría pedido una explicación, o habría avisado a Sterling Benton. Pero no había hecho ninguna de esas tres cosas, al menos que ella supiera.
—No, señor —respondió, tragando saliva.
Se dejó llevar por él durante el baile, e intercambiaron medias sonrisas muy formales cada vez que se quedaban de cara, pero él no le mostró ni mucho menos la calidez que había desplegado con la señora Budgeon. Lo cierto es que conocía al ama de llaves desde hacía muchos años, se recordó a sí misma, mientras que a «Nora» acababa de conocerla, incluso aunque aquella noche en Londres les hubiera ayudado, a él y a su administrador.
Pensó en otras noches de hacía mucho tiempo, cuando habían bailado juntos en tal o cual casa. Esas veces él la había mirado con admiración, casi reverencialmente, con aquellos ojos suyos, serios y con lentes. Había acariciado su cintura y sus manos cada vez que la pieza le daba una oportunidad para acercarse a ella. Pero ahora sus ojos permanecían distantes y su sonrisa era forzada, casi falsa, y su mano fría y como dispuesta a alejarse de su cuerpo en cuanto pudiera. En aquellos bailes las salas eran más grandes, los invitados mucho más ricos y la música mejor interpretada, pero si le dirigiera una sonrisa, una de verdad, seguro que esta noche, en su compañía, le resultaría verdaderamente memorable.
Cuando el silencio entre ambos se volvió tenso, él lo rompió con unas preguntas corteses.
—¿Lo está pasando bien?
—Sí, señor.
—¿La música es de su agrado?
—Sí, claro que sí. —¡Mira que era boba! ¿Cómo era posible que no se le ocurriera algo más apropiado que decir?
—¿Cree usted que los demás se lo están pasando bien? —continuo él.
—Naturalmente, señor. Muy bien.
—¿Es su primer baile de sirvientes?
—Sí, como cri… ¿cómo iba a haber tenido otra oportunidad?
—¿Y qué tal se va amoldando a su puesto en la casa?
—Cada vez mejor. Gracias por preguntar. —Se pasó la lengua por los labios, procurando encontrar una pregunta pertinente—. ¿Y qué tal le va a su padre, señor, si puedo preguntarle?
—Parece que le va bien, al menos según lo que cuenta en su última carta. Gracias por preguntar.
Margaret se sintió aliviada cuando, por fin, terminó el baile, y el señor Upchurch la acompañó hasta el extremo de la sala y se inclinó para despedirse.
Se dio cuenta de que Helen Upchurch estaba hablando con el señor Arnold, con quien había bailado la segunda pieza. El segundo mayordomo estaba hinchado como un pavo real mientras cruzaba la habitación llevando del brazo a la señora de la casa.
Después de los dos primeros bailes, los dueños se marcharon de la fiesta tras dar las gracias a la señora Budgeon y al señor Hudson, estrechando manos y despidiéndose con un gesto dirigido a todos en general.
Margaret, al menos en parte, se sintió algo decepcionada cuando se marcharon; sin embargo, quedó claro que todos los demás sintieron alivio, pues cuando la pareja de hermanos se marchó, la tensión que había en la sala se diluyó completamente, se elevó el tono de las conversaciones y surgieron las risas, antes contenidas.
No obstante, había una persona que no parecía contenta en absoluto, y era monsieur Fournier. Margaret lo vio apoyado contra la pared y con una copa vacía en la mano, observando todos y cada uno de los movimientos de la señora Budgeon.
Margaret se acercó distraídamente al ama de llaves.
—Buenas noches, Nora.
—Señora Budgeon.
Observaron como el violinista trasegaba otro vaso de ponche mientras preguntaba a su alrededor qué querían que tocara ahora. Alguien sugirió a gritos una balada patriótica, The Roast Beef of Old England. Margaret se dirigió a la señora Budgeon.
—Señora, me estaba preguntando una cosa. ¿Es cierto que en bastantes casas el chef ostenta un rango superior al del segundo mayordomo?
—Sí, eso creo —contestó la mujer, después de pensarlo durante un momento.
—Pero la señorita Upchurch ha bailado la segunda pieza con el señor Arnold, y no con monsieur Fournier. Me pregunto si es esa la razón por la que parece tan… decepcionado.
Entre las cejas de la señora Budgeon se formó una arruga.
—Pero la señorita Upchurch se ha marchado ya.
—Lo sé. Por eso quizá sería bueno que usted reconociera el ligero desaire que ha sufrido, o le ofreciera la posibilidad de bailar con usted.
—¿Yo? No creo ser una alternativa adecuada. Hasta dudo de que a Fournier le guste bailar.
—No sé. No me gusta verlo tan triste. Ha trabajado tanto para esta fiesta…
La señora Budgeon miró al chef, que precisamente la estaba mirando a ella. De inmediato, el hombre apartó la vista y dio un sorbo fingido a su vaso, que ya estaba vacío. Resultaba extraño verlo con un traje de tweed marrón, en lugar de su habitual uniforme blanco y el gorro de cocina.
—Gracias Nora —dijo el ama de llaves tras tomar una decisión—. Al menos voy a felicitar a monsieur Fournier por el éxito que está teniendo su bufé. No queremos que crea que no se aprecia su trabajo.
—¡Buena idea!
Mientras la señora Budgeon se acercaba al chef, este se puso algo rígido y se separó de la pared. Parecía inseguro, como si no supiera si se acercaba una reprimenda o una felicitación.
No se sintió nada contenta consigo misma, pero no pudo evitar acercarse para cotillear la conversación que se iba a producir; la curiosidad era superior a sus fuerzas. Avanzó a lo largo de la mesa del bufé, picando una uva por aquí, un higo por allá, como si su único interés fuera ir probando frutas, hasta llegar a un sitio desde el que podía escuchar la conversación.
—Buenas noches, monsieur Fournier.
—Madame.
—Espero que esté disfrutando.
El cocinero francés se encogió de hombros.
—Debo felicitarle por el bufé. Se ha superado usted a sí mismo, y mire que eso es difícil.
—Merci, madame.
La señora Upchurch dudó por un momento.
—Me temo que es culpa mía el hecho de que la señorita Upchurch bailara la segunda pieza con el señor Arnold. Le aseguro que se ha tratado de un error.
—No se preocupe, señora.
—No le importará bailar, supongo.
Ahora le tocó dudar a él.
—¿Con usted?
—No importa —dijo el ama de llaves, azorada—. Pensaba que… mi única intención era…
El violinista empezó a tocar la siguiente pieza, y el chef se inclinó un poco para hacerse oír.
—Señora Budgeon, siempre será para mí un placer bailar con usted.
Le ofreció el brazo y, tras una pausa motivada por la sorpresa, el ama de llaves esbozó una vacilante sonrisa.
Margaret sonrió también para sí. De hecho, no pudo parar de sonreír mientras observaba al alto y delgado chef bailar como un desgarbado y enamorado chiquillo con la siempre correcta e inmutable señora Budgeon.
Pero en mitad de la pieza, el violinista hizo un mal giro, probablemente a causa de la borrachera que llevaba encima, tropezó con una silla, se golpeó la cara contra el pianoforte y cayó contra el suelo dándose un fuerte golpe. Margaret se sintió más apenada por el chef que por ninguna otra persona que hubiera visto interrumpido su baile.
El señor Arnold y Thomas se llevaron al violinista a la cocina para atenderlo, mientras Betty corrió a limpiar los restos de ponche de la zona del accidente. Tras un momento de duda, pues Margaret todavía no era capaz de reaccionar de forma instintiva ante estas situaciones de crisis domésticas, acudió en ayuda de Betty y puso de pie la silla que se había caído.
—Pues me temo que nuestro baile se ha acabado —declaró la señora Budgeon, bastante compungida y en tono de disculpa.
—No tiene por qué —dijo el chef—. ¿Por qué no toca usted para nosotros, señora Budgeon?
Una vez más, el ama de llaves se quedó boquiabierta.
—¿Yo? ¡No! Yo no puedo tocar. De verdad que no.
—¡Naturalmente que puede! Lo hace usted muy bien. La escucho desde la cocina muchas veces.
La mujer torció el gesto, sorprendida y desconcertada.
—Pero… ¡si siempre me aseguro de que no haya nadie alrededor antes de tocar! Y también cierro la puerta.
—Cuando usted toca, salgo de mi habitación y voy a la cocina para escucharla mejor.
El ama de llaves se ruborizó como una colegiala.
—¡Oh! No tenía ni idea de eso. No volveré a tocar.
—¡Por favor, no diga eso ni en broma! —exclamó el francés dramáticamente, incluso llevándose una mano al corazón—. Sería un gran disgusto para ambos: usted disfruta tocando y yo escuchándola.
—¡Vamos, señora Budgeon! —dijo Jenny sin asomo de inhibición, con toda seguridad debido a la ingesta de alcohol—. Toque una o dos canciones por lo menos, y que sean alegres, para que podamos bailar.
El ama de llaves se apretó las manos, evidentemente nerviosa.
—Pero es que yo nunca toco para una audiencia. He perdido mucha práctica, y seguro que lo hago muy mal.
—¡De ninguna manera! —protestó el chef, mostrándose casi indignado.
—Ninguno de nosotros es capaz de tocar una sola nota —insistió Jenny—. Así que, si se equivoca, no creo que le importe a nadie, ¿no le parece?
—Yo creo que nunca se encontrará con una audiencia más agradecida, señora —terció Hudson con gentileza.
—Me dará mucha vergüenza que me escuchen todos.
—¡Vaya! Le prometemos no escuchar muy de cerca —dijo Craig, que tenía el brazo alrededor de la cintura de Joan—. Estaremos muy ocupados bailando.
—¡Muy bien, de acuerdo! —cedió por fin la señora Budgeon, aunque muy nerviosa por la atención suscitada—. Siempre que me prometan bailar y no escuchar los errores que pueda cometer.
Todo el mundo aplaudió, vitoreó y se puso a buscar pareja para el siguiente baile.
Monsieur Fournier permaneció cerca del pianoforte y le sonrió a su intérprete favorita. Esta vez Margaret no tuvo pareja, pero vio bailar a todos los demás con verdadero placer. Cuando terminó la canción Joan volvió junto a ella, sonriendo ampliamente y casi sin aliento.
—¿Y tú qué tal lo llevas con esa criada que apenas te soporta?
Margaret soltó un ligero bufido después de hinchar las mejillas.
—Pues algo mejor. Al menos eso creo.
—¿Cuál es? —preguntó Joan, mirando a la multitud.
Margaret señaló a Fiona con la cabeza, que en esos momentos bailaba, tenía que decir que bastante bien, con un lacayo de Hayfield. Se maravilló ante su transformación. Parecía casi feliz, y desde luego, iba elegante como una dama de la alta sociedad.
—Es aquella, Fiona.
—No me sorprende —dijo Joan después de mirar con atención a la chica irlandesa. Después inclinó la cabeza—. Con todo lo que está sonriendo esta noche, te aseguro que esa ha tenido hasta ahora una vida muy dura. ¡Lo que yo te diga!
—¿Y tú, Joan? —preguntó Margaret con precaución—. ¿Qué tal te va en Hayfield? ¿Alguna mejoría?
—Pues más o menos igual —respondió, encogiéndose de hombros—. Aunque esta escapada me ha venido muy bien. Nos sorprendió mucho la invitación. —Le dirigió a Margaret una mirada significativa—. ¿No habrás tenido algo que ver en eso, o sí?
Margaret se limitó a encogerse de hombros.
Fred, el lacayo del vestíbulo al que le había tocado guardia, entró corriendo y se dirigió al señor Hudson.
—Discúlpeme, señor, pero pensé que debía saberlo. El señor Lewis Upchurch acaba de llegar, y quiere que se atiendan sus caballos y se limpie su carruaje.
—No lo esperábamos —dijo Hudson, frunciendo el ceño—. Gracias por avisarme, Freddy.
Envió al mozo de cuadra, que se marchó con un quejido, aunque sin enfadarse, prometiendo que estaría de vuelta en un momento.
—Quédate aquí y pásalo bien, Freddy. Yo atenderé la puerta.
—¡Es usted increíblemente amable, señor! —exclamó Fred contentísimo.
Por su parte, Margaret no podía dejar de pensar en las noticias que había traído Freddy y en sus implicaciones. Lewis Upchurch había regresado.
Y entonces, antes de que Hudson pudiera casi moverse, ahí estaba Lewis, apoyado en la puerta, resplandeciente con su atuendo formal, con levita y pañuelo al cuello, como si acabara de llegar de una cena en lugar de haber pasado cuatro horas de viaje desde Londres. Su ayuda de cámara, Connor, también muy bien vestido, apareció detrás de él.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Lewis, mirando a su alrededor—. ¿Una fiesta sin mí? ¡Qué cosa tan impropia! —El tono de voz que ponía delataba que la situación mitad le divertía, mitad le hería. ¿Se había ofendido de verdad o estaría fingiendo?
—Su hermano sabía que usted lo aprobaría —dijo Hudson con tranquilidad, acercándole un vaso de ponche para suavizar las cosas—. De hecho, creo que le ha atribuido la idea a usted.
Él dudó, e inmediatamente alzó la barbilla.
—Todo un acierto. —Dio un largo trago—. Aunque si el organizador hubiese sido yo, habría una bebida de verdad, en lugar de esta bazofia para colegialas.
—No puedo estar más de acuerdo —dijo Hudson, con un brillo extraño en los ojos.
Margaret se dio cuenta de que Connor se deslizó entre la multitud y se acercó a Hester, que estaba radiante. La tomó de las manos, le separó los brazos y, admirado, contempló su vestido.
Lewis se bebió el resto de la copa y caminó deprisa a lo largo de la sala.
—Señora Budgeon, quiero reclamar mi derecho a bailar con usted, como hijo mayor y amo en ausencia de mi padre.
—Lo siento, señor, pero se me requiere para tocar. Contratamos un violinista, pero me temo que está, digamos… indispuesto.
—¡Más bien diría que borracho como una cuba! —aclaró Jenny a voz en grito.
—¿No le importaría bailar con alguna otra dama del servicio? —preguntó la señora Budgeon en tono de disculpa.
Una vez más, Betty se escondió detrás del señor Arnold. Lewis recorrió la habitación con la mirada, torció el gesto al ver la sonrisa desdentada de Jenny, dudó al ver a Joan y finalmente posó los ojos en Nora, entrecerrándolos conforme avanzaba hacia ella.
—Tu aspecto me resulta familiar. ¿Cómo te llamas?
«¡No me falles ahora, acento, por favor!».
—Nora, señor. Nora Garret.
—¿Nos conocemos?
Estuvo a punto de contestar que le hacía la cama cada mañana, pero temió que lo interpretara inadecuadamente. En lugar de eso, bajó la mirada con gesto avergonzado y se miró las manos, que tenía apretadas junto a su regazo.
—No, probablemente no.
Se dio cuenta de la cara de asombro de Joan, que cambiaba la mirada continuamente, de su antigua señorita al caballero, casi sin transición. ¿Había visto Joan alguna vez a Lewis Upchurch? Puede que sí, que se hubiera encontrado con él una o dos veces al comienzo de la temporada, en reuniones sociales o visitas a la casa de Berkeley Square. Esperaba que la chica no dijera nada que la dejara en evidencia en ese momento. Ya tenía suficiente con cubrirse a sí misma. Un brillo extraño en los ojos de Lewis, habitualmente poco expresivos, hizo que recelara, pero cuando le ofreció el brazo, no dudó en tomarlo. No tenía más remedio.
Agotado, Nathaniel descansaba en un sillón del pequeño y acogedor cuarto de estar de la primera planta. Allí estaba también Helen, cerca del fuego y leyendo. Estaba contento de haber organizado el baile para los sirvientes y de haberlos dejado a su aire. Pero nunca pensó que, por las circunstancias, se hubiera tenido que ver obligado a bailar de nuevo con Margaret Macy, y en su propia casa. De haberlo sabido, se lo habría pensado dos veces. Su cuerpo traidor había reaccionado a la cercanía de la chica, lo mismo que el tacto de su mano, y de una forma muy molesta.
Hudson llamó a la puerta en la forma habitual que él conocía perfectamente y entró en cuanto le dio permiso. Nathaniel seguía sin poder acostumbrarse a ver a su amigo en la posición de un sirviente. En Barbados, la relación entre ellos había sido muchísimo más informal.
—Buenas noches, Hudson. ¿Va todo bien por allí abajo?
—Pues… eso creo, señor. ¿Quieren que les traiga té y unos sándwiches?
—Sí, Hudson, muchas gracias —respondió Helen en nombre de ambos. El hombre dudó por un momento.
—Supongo que les gustaría saber que el señor Lewis acaba de llegar.
—¿Lewis? —El semblante de Helen se iluminó—. No lo esperábamos.
Por su parte, Nathaniel frunció el ceño y se inclinó hacia delante, inquieto.
—¿Dónde está?
—Pues… la última vez que lo vi estaba bailando con nuestra nueva criada.
Nathaniel se puso de pie casi de un brinco. Helen también se levantó y se colocó a su lado, poniéndole una mano sobre el brazo.
—Nathaniel… ten cuidado. Por favor, no os peleéis otra vez. Lewis no supone ningún peligro para… nadie, estoy segura de ello.
Una vez que su estallido de enfado se calmó, pensó que la reacción de su hermana era bastante extraña, a no ser que estuviera al tanto de la identidad de la nueva criada.
—Voy a bajar a darle la bienvenida a casa. —Nathaniel dio unos golpecitos cariñosos en la mano a Helen, se libró de su sujeción y salió del cuarto. Avanzó rápido por el pasillo y bajó las escaleras casi corriendo. Al llegar a la planta baja, le sorprendió el inesperado sonido del pianoforte, que le hizo recordar y sentir aromas de comidas sabrosas y panes crujientes, así como el sabor ligeramente amargo de la cerveza. Sin detenerse, atravesó el estrecho pasillo que conducía al salón de la servidumbre.
Ya desde la misma puerta los vio, y se le revolvió el estómago. Lewis, alto y atractivo, tomando de la mano a «Nora», que parecía avergonzada. Inmediatamente cambió la imagen de la criada fingida por la de Margaret, el cabello moreno por una melena rubia. Su traje sencillo por un vestido de fiesta de satén, las joyas adornando sus rizos dorados, los ojos resplandecientes justo al lado de la cara de su apuesto hermano mayor. Volvió a sentir el zarpazo de los celos, el pavor, pesado como una mochila cargada de piedras, que había sentido dos años atrás cuando se dio cuenta de que ella no lo miraba de esa forma… E intentó no hacer caso del miedo creciente a perderla, precisamente a manos de su propio hermano. Un hombre que nunca la apreciaría ni la amaría como él la amaba.
Durante el baile, Lewis condujo a Nora hacia la puerta de entrada, de forma que estuvieron a punto de chocar con Nathaniel, sacándolo así de su penosa ensoñación.
—¡Hola, Nate, muchacho! —dijo Lewis, quedándose a su lado—. Magnífica fiesta, te felicito. No lo habría esperado de ti.
—¡Señor Upchurch! —casi resopló Nora, con las mejillas coloradas—. Me… me alegro de verle… de nuevo.
A él no le pareció que fuera sincera. Parecía avergonzada. Sorprendida in fraganti.
Desconcertado, el hermano mayor miró la cara arrebolada de la chica y después a su hermano.
—¡Una criada se alegra de «verte de nuevo»! Me pregunto por qué, la verdad.
—No tengo la menor idea —dijo Nathaniel, evitando mirarla a los ojos—. ¿Qué es lo que te trae por casa?
—He debido de notar algo a distancia. Soy capaz de oler una fiesta estando incluso a cien kilómetros.
—No lo dudo.
Nora se libró de los brazos de Lewis, se excusó y prácticamente huyó de la sala por el pasillo. El mayor de los Upchurch se quedó mirándola con curiosidad.
—Lo he pensado antes, cuando la he visto, y me sigue pasando lo mismo: me recuerda a alguien… ¿Quién es?
—Te recordará a una de tus muchas conquistas, sin duda —contestó secamente—. Bueno, te dejo para que te diviertas. Solo quería darte la bienvenida a casa.
Escondida en la cocina, Margaret se retorció las manos, al tiempo que sentía una opresión en el estómago. Seguro que ahora Nathaniel pensaría lo peor de ella. Si seguía creyendo que no era más que una criada, pensaría que no paraba de coquetear, que era una joven ligera de cascos que había procurado por todos los medios bailar con Lewis y quedarse a solas con él. Pero, aún peor, si sospechaba, o incluso sabía quién era en realidad, seguro que pensaría que había intentado volver a poner en práctica sus viejos trucos. Empezó a caminar casi frenéticamente por la amplia cocina.
Una de las camareras que habían contratado para la fiesta la miró mientras colocaba en una bandeja un servicio de té para dos y unos sándwiches.
—¿Va todo bien, querida?
Margaret asintió y fijó los ojos en la bandeja.
—¿Eso es para el primer piso?
—Sí, para la sala de estar de arriba, me han dicho. No sé exactamente dónde está…
—¿Quiere que la lleve yo?
La mujer, mayor que ella, negó con la cabeza.
—No me apetece que piensen que no quiero hacer mi trabajo. Tú deberías estar en el baile. ¿No lo estás pasando bien?
—Pues sí, pero… cierto individuo se ha pasado un poco de la raya.
—Un lacayo, ¿verdad? —preguntó la mujer, chasqueando la lengua—. Son todos iguales…
—Por favor, ¿puedo llevarla yo? —insistió Margaret, acercándose—. Sé perfectamente dónde está la sala de estar del primer piso.
—Ya, pero… Bueno, de acuerdo, si así te calmas y te viene bien. Si cualquier hombre entra aquí buscándote, lo echaré a patadas, ¿de acuerdo?
—¡Gracias!
Con las manos temblorosas, Margaret llevó la bandeja por las escaleras y recorrió el pasillo hasta la salita de estar. Haciendo eso, Nathaniel la vería y se daría cuenta de que no estaba con Lewis. No podría pensar en que estaban escondidos en cualquier sitio e imaginar lo peor. Utilizando el codo, empujó la puerta, la abrió y entró en la habitación. Para disimular su ansiedad, miró hacia la bandeja y buscó una mesa donde colocarla.
—¡Ah, Nora! —dijo Helen—. ¿Por qué no estás en el baile? Hemos contratado sirvientes para que no tengáis que trabajar esta noche.
—No me importa. Están muy ocupados, así que me he ofrecido.
Helen asintió, pero Nathaniel la miró con los ojos entrecerrados mientras colocaba la bandeja en una mesa situada a su lado.
—¿Quiere que se lo sirva, o…?
Esperaba poder demorar su salida de la estancia, aunque, por otro lado, estaba segura de que le temblarían las manos al servir el té si él la seguía mirando así.
—No te preocupes —dijo Helen—, ya lo sirvo yo. Vuelve abajo y diviértete.
—Gracias, señorita. —Margaret hizo una inclinación y empezó a andar hacia la puerta, justo en el momento en el que Lewis entraba.
—¡Ah, aquí estás! —exclamó cuando la vio—. Me preguntaba a dónde habrías ido.
—¡Lewis! —lo llamó Helen cariñosamente. Su hermano se volvió hacia ella de inmediato.
—¡Hola, Helen, hermanita! —Se acercó a darle un beso en la mejilla, y Margaret aprovechó para escapar a toda prisa.
Nathaniel no sabía qué pensar. Si «Nora» y Lewis hubieran estado bailando, o entretenidos en la sala o el pasillo, no le habrían pedido que subiese la bandeja, ¿no? ¿O sería verdad que ella se había ofrecido? Y, de haberlo hecho, ¿por qué? Estaba claro que no se había aprovechado del momento de intimidad con Lewis para revelarle su verdadera identidad, porque era obvio que su hermano no había descubierto quién era.
—Un baile en Fairbourne Hall, después de tanto tiempo —dijo Lewis, sonriendo con suficiencia—. ¿Debo dar por hecho que la fase de ahorro ha llegado a su fin?
Nathaniel negó con la cabeza.
—No. Pero llegamos a la conclusión de que sería bueno para la hacienda hacer algo que agradara al servicio, después de los recientes… malentendidos. Pero debemos seguir apretándonos el cinturón, porque de lo contrario habría que tomar medidas más radicales. Tal vez hasta vender la casa de Londres.
—Eso ni lo nombres —espetó Lewis, haciendo una mueca de disgusto—. Prométeme que no lo harás… De hecho, no podrías, aunque quisieras, pues soy el hermano mayor.
Nathaniel luchó consigo mismo para no enfadarse.
—Lewis, tienes todo el derecho a quedarte y gestionar la hacienda si lo deseas, pero no creo que seas capaz de hacerlo desde una butaca de tu club de Londres.
Su hermano se quedó mirándolo y negando con la cabeza.
—Todavía no logro entender por qué no te quedaste en Barbados. Aquí nos las arreglábamos perfectamente solos, sin tu presencia. ¿No es así, Helen?
Su hermana bebió un poco de té, pero no dijo una palabra.
—Aún en el caso de que eso fuera verdad, era el momento de regresar —respondió Nathaniel.
—¿No estabas bien en Barbados? —insistió Lewis, levantando una ceja.
—El problema no era el lugar, como bien sabes. Es la esclavitud lo que no va conmigo.
—¿Y crees que ahora tenemos problemas? —Lewis siguió con su presión—. Si fuerzas a padre a no utilizar esclavos en nuestras posesiones, sabrás lo que significa de verdad tener problemas financieros.
—El dinero no lo es todo, Lewis.
—¿Entonces por qué siempre me estás obligando a que no lo gaste? —preguntó su hermano, levantando una ceja—. Tu sentido tan idealista de la moralidad no implica que estés al cargo, Nate. Ni tampoco te confiere el derecho a sentarte ahí y jugar a llevar las riendas como un potentado.
—Padre me puso al cargo mientras tú insistías en permanecer en Londres con Fairbourne languideciendo —explotó Nathaniel, que echaba humo—. Si tú hubieras permanecido en Barbados, como él quería, yo…
Lewis se echó hacia atrás y cruzó las largas piernas.
—Allí hace demasiado calor, y hay que trabajar mucho —reconoció, levantando una ceja—. Y no hay suficientes mujeres hermosas.
—Lewie… —intervino Helen en tono de reproche, pero matizado por el cariño.
Nathaniel respiró hondo e hizo un esfuerzo por moderar su tono.
—Entonces, ¿a qué debemos el placer de tu visita?
—A nada en especial —respondió Lewis encogiéndose de hombros—. ¿Acaso hace falta algún motivo para que un hombre vaya a su propia casa?
—Pues, en tu caso, yo creo que sí. ¿Entonces tienes pensado quedarte definitivamente?
—No, todavía no. Solo estaré un día o dos.
—¿Y qué planes tienes?
—No tengo planes. —Miró a Helen sonriendo—. He venido a ver a mi chica favorita.
Aunque Lewis le dirigió el piropo a Helen, Nathaniel estaba seguro de que no era ella la «chica» a la que se refería.