Capítulo 1

«La única aristócrata conocida por disfrazarse de sirvienta es Georgiana, duquesa de Devonshire, en 1786».

Giles Waterfield Y Anne French

Below Stairs

Londres. Agosto 1815

«Y ahora también está leyendo mis cartas…».

Margaret Elinor Macy se sentó frente a su tocador con el corazón latiendo con fuerza. En el espejo, vio su rostro pálido bajo los rizos oscuros y la preocupación que reflejaban sus ojos azul claro. Bajó la vista hacia la carta que llevaba en la mano. Habían abierto el sello y lo habían vuelto a ensamblar con muy poca destreza. Estaba claro que el nuevo marido de su madre había empezado a revisar su correspondencia; seguramente por miedo a que la próxima invitación que recibiera no fuera para un baile, sino para refugiarse en alguna casa donde no pudiera ejercer ningún poder sobre ella.

Ya era bastante malo tener a un lacayo siguiéndola a todas partes, con independencia de que la ocasión requiriera la escolta de un sirviente o no. Y encima, hacía solo una hora, había pedido llevar el collar de perlas de su tía y aquel hombre se lo había negado.

—Por la noche hay demasiados ladronzuelos rondando por las calles —había dicho Sterling Benton, a pesar de que su madre y ella siempre habían usado sus mejores alhajas.

Sterling había guardado casi todas las joyas de valor de la familia Macy en su caja fuerte para, según él, que estuvieran a buen recaudo, aunque en el fondo Margaret sospechaba que había vendido algunas piezas y retenido el resto para que ella no pudiera usarlas para escapar de allí.

Llevaba mucho tiempo sin darle ninguna asignación, con la excusa de que las finanzas de la familia no atravesaban su mejor momento. Puede que fuera cierto, pero Margaret sabía que Sterling tenía otros motivos para que dependiera de él económicamente. Así que, aunque pronto fuera a heredar una cuantiosa suma de su tía abuela, en ese momento no podía comprarse ni una mísera horquilla. Y mucho menos un pasaje que la ayudara a salir de allí.

Volvió a mirar su pálido rostro en el espejo. No le hacía mucha ilusión acudir al baile de los Valmore, aunque siempre había sentido especial predilección por los bailes de máscaras. Le encantaban los disfraces, el misterio, la oportunidad de coquetear detrás de una máscara, fingiendo ser alguien que no era. Llevaba semanas planeando acudir vestida de lechera, con el mismo atuendo que se había puesto la duquesa de Queensberry para posar en un retrato, lo que había desencadenado una auténtica avalancha de pinturas de damas de la aristocracia vestidas como criadas. Tenía el presentimiento de que no sería la única «lechera» de la velada.

Llevaba un recogido alto y bastante elaborado de rizos negros que terminaban cayendo en dos elegantes tirabuzones a cada lado de su cuello. Pero estaba empezando a tener serias dudas al respecto. Le había gustado la idea de confundir al resto de invitados hasta que todos se quitaran las máscaras a mitad del baile. En ese momento, sin embargo, la idea de llevar un disfraz la parecía demasiado frívola. Además, el pelo oscuro no favorecía en nada a su tez.

Levantó la mano y se quitó la peluca.

—¡Joan! —gritó con brusquedad.

La segunda sirvienta de la casa había asumido las funciones de doncella desde que Sterling despidió a la doncella personal de Margaret. La señorita Durand, la doncella de toda la vida de la familia, estaba ocupada peinando a su madre. Margaret soltó un resoplido. ¿A quién le importaba el aspecto de una mujer casada? El futuro de su madre ya no dependía de lo guapa que se viera esa noche.

Joan, la delgada y práctica sirvienta de veintitantos años, entró corriendo, llevando una cofia de encaje y la capa que había estado planchando, y se tropezó con la bata que Margaret había dejado caer al suelo momentos antes. ¿Por qué no la había recogido Joan?

—Ten más cuidado —espetó Margaret—. No quiero que se me arrugue la capa o me aplastes la cofia.

—Sí, señorita. —Cuando Joan se enderezó atisbo un brillo de rabia en su mirada.

Bueno, la doncella era la única que tenía la culpa. Al fin y al cabo, su trabajo consistía en mantener su dormitorio ordenado y cuidar de su ropa.

—Necesito que me arregles el pelo. Al final he decidido no llevar la peluca.

—Pero… —Joan se mordió el labio antes de suspirar—. Sí, señorita.

La doncella le había recogido la melena rubia en un tirante moño para poder colocarle la peluca. Ahora tendría que quitarle todas las horquillas, peinarla y volver a recogerle el pelo de modo que algunos rizos le cayeran por las sienes para suavizar la forma redondeada de su rostro. Esperaba que una simple sirvienta fuera capaz de llevar a cabo aquella tarea, aunque tuvo el presentimiento de que tendría que ir explicándole el procedimiento paso a paso.

A ella misma se le daba muy bien arreglar el pelo de su hermana. De hecho, disfrutaba con ello. Menos mal que todavía no habían presentado a Caroline en sociedad. De lo contrario, las tres damas Macy no hubieran estado listas a tiempo.

Joan le soltó el moño y empezó a cepillar sus bucles con más brío del necesario.

—Con cuidado, Joan. No quiero quedarme calva.

—Sí, señorita.

Solían decirle que su cabello rubio era su rasgo más hermoso. Así que no podía permitirse el lujo de esconderlo bajo una peluca, y menos en la gran noche. Si quería que su plan tuviera alguna probabilidad de funcionar, necesitaba usar todos sus encantos.

Margaret entró en el salón de baile llevando un sencillo vestido azul, un delantal, una máscara, una pequeña cofia de encaje sobre su espléndido cabello y un cántaro de leche en la mano. Después, no hizo caso a propósito al joven que tenía a su lado y miró alrededor de la estancia.

La diosa Diana se reía con un sultán vestido con turbante y una túnica suelta. Había egipcios con tocados y joyas que brillaban en sus frentes bailando con gitanos. La mujer de Punch, la famosa títere de cachiporra de tradición inglesa, se mezclaba con mendigos. Algunos invitados habían preferido sacrificar el anonimato en favor del atractivo. Otros eran prácticamente irreconocibles, sobre todo los que habían optado por los omnipresentes disfraces de dominó (los rostros cubiertos de máscaras y capas con capucha). La música alegre, las prendas coloridas, las risas y las bromas propiciaban un ambiente carnavalesco que, sin embargo, no llegó a calar en el espíritu de Margaret ni a apaciguar su estado de ansiedad.

Entonces lo vio al otro lado del salón y sus músculos se tensaron como si se tratara de un gato preparado para saltar sobre su presa. Aunque tenía la sensación de que en ese caso en concreto ella sería la única que terminaría herida.

El único disfraz de Lewis Upchurch consistía en un estiloso parche sobre un ojo. Por lo demás, llevaba un elegante traje negro, acompañado de un impecable chaleco y pañuelo de cuello blancos, bombachos a la altura de la rodilla y zapatos impolutos. Estaba de pie, hablando con un hombre y una mujer. Al hombre lo reconoció de inmediato. Era Piers Saxby, amigo de Lewis, que había optado por un sombrero tricornio y un pañuelo muy parecido al que había visto llevar a Barbanegra y a otros piratas de antaño en los grabados. Margaret conocía a Lavinia, la hermana de Saxby. Ambas habían ido juntas al colegio. Tal vez podría acercarse al trío con la excusa de preguntarle por Lavinia.

Aunque tendría que ser muy cuidadosa. Puede que Lewis Upchurch fuera un buen partido, pero no sería fácil atraparlo. Y tampoco estaba muy segura de sus habilidades para tenderle un buen cebo. Durante un instante, se quedó parada donde estaba, consternada por la vena calculadora que estaba mostrando.

Hacía unos años, cuando se enteró de la herencia que recibiría cuando cumpliera los veinticinco años, creyó que nunca tendría la necesidad de casarse. La tía abuela Josephine, una solterona convencida, se había encargado de eso. De modo que había planeado tomarse su tiempo y no contraer ningún matrimonio que no fuera única y exclusivamente por amor. Ahora, sin embargo, con ese odioso hombre dispuesto a frustrar aquel plan, estaba lista para comprometerse. Y aunque nunca se casaría con alguien a quien detestara, sí que podría ir al altar con el encantador y apuesto Lewis Upchurch. De hecho, hubo un tiempo en el que estuvo enamorada de él. Incluso rechazó una proposición de su hermano con la esperanza de terminar con Lewis. Además, por cómo había coqueteado con ella en el pasado, estaba convencida de que él también había sentido algo por ella.

Pero entonces su adorado padre murió y ella perdió todo interés en Lewis Upchurch y en la sociedad en general. Guardó luto durante más de un año, recluida en casa. Y cuando por fin decidió regresar a la vida pública, a principios de esa temporada, Lewis había mostrado un renovado interés en ella, pero tampoco había ido mucho más allá. ¿Sería demasiado tarde?

Margaret enderezó los hombros, se quitó la máscara y se armó de valor. La mejor oportunidad que tenía para escapar de la casa Benton y de la vil trampa que querían tenderle Sterling y su sobrino era conseguir una proposición de matrimonio de Lewis Upchurch.

Como si acabara de expresar sus intenciones en voz alta, notó cómo el hombre que tenía a su lado se enderezó. Se arriesgó a mirar de soslayo a Marcus Benton y siguió la dirección de su mirada al otro lado de la estancia. Sus enormes ojos felinos se entrecerraron formando una rendija para después mirarla con una sonrisa de suficiencia bajo su nariz chata. No era muy alto, solo tres o cuatro centímetros más que ella. Unos cuantos mechones alborotados le caían por la frente de forma estratégica, dando la sensación de que iba peinado de manera informal, aunque ella sabía perfectamente que su ayuda de cámara se había pasado media hora intentando conseguir ese efecto. Hubo una época en que pensó que Marcus era un joven atractivo, pero de eso hacía tiempo.

Cuando él se dispuso a tomarla del brazo, logró zafarse. A continuación, tomó una profunda bocanada de aire y cruzó el salón de baile, ahora vacío entre pieza y pieza. Al frente de la sala, los músicos se tomaban un descanso bebiendo ponche y cerveza y riéndose entre sí. Justo delante de ella, Lewis Upchurch conversaba con el señor Saxby y la mujer que seguía sin reconocer, pese a que, al igual que ella, no llevaba máscara. Se fijó en que iba disfrazada con una túnica estilo griego. A Margaret le hubiera gustado hablar a solas con Lewis, pero no se atrevió a esperar por miedo a que le fallara el coraje. Puede que la otra pareja se diera cuenta y decidiera presentar sus excusas y retirarse.

Trató de infundirse valor recordándose a sí misma que en el pasado Lewis había dado señales inequívocas de estar interesado en ella: sacándola a bailar, escoltándola a la cena en varias ocasiones, visitándola a la mañana siguiente como dictaba la etiqueta… Sí, Lewis se había mostrado atento y compresivo con ella, por no mencionar lo increíblemente guapo que era. Pero nunca se le había declarado. Tal vez porque ella no le había animado lo suficiente. Al fin y al cabo, nunca había tenido prisa por casarse.

Hasta ahora.

Aparte de Marcus Benton, solo otro hombre le había propuesto matrimonio, y de eso hacía ya dos años, antes de que Lewis regresara de las Indias Occidentales y se encaprichara de él. Todavía sentía una punzada de culpa cuando se acordaba de la manera tan fría y brusca con la que había rechazado a Nathaniel Upchurch, el hermano pequeño de Lewis. Puede que Nathaniel hubiera querido casarse con ella, pero Margaret se había encargado de cortar por la sano cualquier sentimiento que tuviera por ella. De todos modos, ahora Nathaniel estaba muy lejos, en Barbados, gestionando desde hacía dos años las plantaciones de azúcar de la familia en lugar de Lewis. Incluso un segundo hijo como el pálido, sumiso y estudioso Nathaniel, con lentes incluidas, sería un destino mucho mejor que Marcus Benton.

Esbozó una sonrisa mientras se acercaba al trío, esperando que nadie notara su descarada actitud. Quería que Lewis se percatara de su presencia y su rostro se iluminara cuando la mirase. Pero, aunque cuando se paró delante de ellos Lewis sí la miró, no hubo ningún brillo especial. En todo caso, cierta cautela en sus ojos oscuros, o eso fue lo que percibió ella en su inseguridad. «No parezcas demasiado ansiosa», se dijo a sí misma. Un hombre como Lewis Upchurch estaba acostumbrado a que las jóvenes desesperadas y sus madres también desesperadas se lanzaran a sus pies. Tenía que ser muy precavida.

—Señorita Macy —la saludó él educadamente.

Ella le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza. Y después, haciendo alarde de su sonrisa más seductora (o eso esperaba ella) se volvió hacia su amigo.

—Señor Saxby, puede que no me recuerde, pero fui al colegio con su hermana, Lavinia.

Piers Saxby era unos años mayor que Lewis. A pesar de tener unos rasgos de lo más comunes, siempre resaltaba su apariencia con los adornos de todo buen dandi: ropa elegante, monóculo y tabaquera.

Los ojos de un soso tono gris del hombre se iluminaron con conocimiento, aunque no mostraron ningún tipo de interés.

—Ah, señorita Macy, por supuesto. Sí, recuerdo que mi hermana la ha mencionado en alguna ocasión —respondió él con una inclinación de cabeza.

Margaret hizo una reverencia y aprovechó para hacer alarde de sus curvas femeninas, esperando que Lewis la estuviera mirando.

Pero cuando alzó la vista se le cayó el alma a los pies. Lewis había vuelto a prestar atención a la mujer que tenía a su lado; una mujer muy hermosa ahora que la veía más de cerca.

Lewis Upchurch debió de notar que tenía los ojos clavados en él porque se aclaró la garganta y se apresuró a decir:

—Señorita Macy. ¿Ya conoce a la encantadora señorita Lyons?

Margaret volvió a mirar a la espectacular morena.

—No he tenido el placer.

—Entonces, concédame el honor. Señorita Bárbara Lyons, le presento a la señorita Margaret Macy. Creo que conoce a su padrastro, Sterling Benton, ¿verdad?

Los ojos oscuros de la mujer brillaron emocionados.

—Por supuesto que le conozco. Un hombre tan increíblemente apuesto como encantador, ¿no cree, señorita Macy? Si fuera mi padrastro nunca me iría de casa.

Margaret se tragó la réplica que le quemaba la garganta y esbozó una falsa sonrisa.

—En realidad no considero al señor Benton como un padrastro ya que, cuando se casó con mi madre, yo ya era mayor.

—Tiene usted razón, señorita Macy —sonrió Bárbara Lyons—. Si yo fuera usted, tampoco vería a un hombre como él como mi padrastro.

Margaret se estremeció ante la insinuación que subyacía en esa frase.

—Debe de estar disfrutando enormemente de vivir en una casa tan elegante como la que tiene el señor Benton en Berkeley Square —añadió la mujer.

En ese momento se dio cuenta de que ni aquella mujer ni Saxby tenían intención alguna de dejar solo a Lewis.

—Si le soy sincera, echo mucho de menos el campo —replicó ella—. ¿Y de dónde es usted, señorita Lyons?

—Ah, le ruego nos disculpe, señorita Macy —las interrumpió Lewis Upchurch—, pero la señorita Lyons me ha prometido el próximo baile y los músicos ya se están preparando para tocarlo.

—Oh… por supuesto —vaciló ella, mientras se daba cuenta con cierta consternación de que solo un músico había regresado a su puesto—. Mmm… Disfruten de la pieza. —Volvió a hacer una reverencia y se dio la vuelta.

No había sido un rechazo frontal, pero se le acercaba bastante. Con las mejillas ardiendo, se dirigió hacia la puerta, intentando no ir muy deprisa y que el resto de invitados no se percatara de lo mortificada que se sentía, sobre todo Marcus Benton.

En cuanto abandonó el salón de baile, corrió por el vestíbulo hacia la estancia designada como guardarropa de las damas para la velada. Una vez dentro, se encontró con su amiga Emily Lathrop, que se estaba atando una capa sobre los hombros y colgando el bolso de mano sobre su muñeca enguantada.

—¡Emily! Qué alegría verte. ¿Te marchas ya?

—Sí. Mi madre tiene dolor de cabeza y quiere irse a casa.

—Qué casualidad, yo también me voy. ¿Puedo ir con vosotras?

—Por supuesto. Pero seguro que tu familia…

—Oh… —Margaret intentó fingir estar lo más relajada posible—. No parece que los Benton tengan muchas ganas de irse y no quisiera estropearles la velada.

Emily le tocó el brazo y la miró con ojos preocupados.

—No pueden obligarte a que te cases con él, lo sabes, ¿verdad?

Margaret enarcó una ceja.

—¿No? Te tomaré la palabra. —Recogió su chal y siguió a su amiga hacia el vestíbulo.

Entonces, unas voces fuertes provenientes del salón llamaron su atención, conduciendo de nuevo a ambas hasta sus puertas. Un golpe. Un grito. Madera contra madera. Una silla volcada deslizándose por el suelo. La música se detuvo; un violín chirrió en protesta cuando los músicos bajaban sus instrumentos uno a uno mientras las parejas que estaban bailando se dispersaban.

Emily la agarró de la muñeca y la arrastró al interior. En un primer momento se resistió; no quería que nadie la viera preparada para marcharse, pero su amiga hizo caso omiso y tiró de ella con más fuerza. Después, ambas estiraron el cuello para poder identificar por entre los caballeros más altos y las plumas de las damas el origen de toda aquella conmoción.

Rodeados por una multitud prudente y también curiosa, dos hombres se enfrentaban sacando pecho y con los puños en alto. Ambos eran altos y de pelo oscuro. Lewis Upchurch, que estaba de cara a ella, era uno de ellos. Sus apuestos rasgos evidenciaban ira y sorpresa a partes iguales. Durante un instante, pensó que el otro contendiente era Piers Saxby, ofendido por la atención de Lewis hacia la señorita Lyons. Pero enseguida recordó que esa noche Saxby llevaba un tricornio, mientras que el oponente de Lewis iba vestido con unos pantalones de ante, botas altas y abrigo de montar.

—Te necesitan en casa —gruñó el hombre.

Lewis sonrió.

—Hola, a ti también.

—Ahora.

El hombre cambió de posición de forma que pudo ver su perfil. Una barba negra le cubría las facciones, haciendo que pareciera el pirata que le hubiera gustado ser a Saxby.

—Tranquilo, cálmate, Nate. Pero ¿qué tipo de modales te han enseñado en las Indias Occidentales?

Margaret jadeó. No podía ser.

—¿Y qué me dices de tus modales? —le recriminó el otro hombre—. ¿Es que no te escribió nuestro padre para pedirte que regresaras a casa y cumplieras con tu deber?

Nathaniel Upchurch. Margaret no se lo podía creer. ¿Dónde estaban los rasgos pálidos, la complexión delgada, el carácter vacilante y las lentes? Ahora poseía unos hombros anchos que se marcaban debajo del abrigo. Los pantalones ajustados se ceñían a unas piernas musculosas. La barba tan pasada de moda no ocultaba los altos pómulos y la nariz larga. La piel había adquirido un tono moreno por el sol. El cabello rebelde, con algunos mechones escapando de la coleta. Incluso su voz, aunque todavía familiar, sonaba diferente; más grave y áspera.

Lewis sonrió de oreja a oreja.

—Estoy cumpliendo con mi deber. Estoy representando a nuestra aburrida familia durante la temporada social a la que tanta importancia se le da.

De pronto, Nathaniel pareció tomar conciencia de dónde se encontraba y miró a su alrededor.

—¿Vas a salir fuera conmigo para que podamos hablar en privado o tengo que arrastrarte?

—Inténtalo.

Nathaniel agarró a Lewis del brazo, que se tambaleó hacia delante sorprendido por la fuerza de su hermano.

—¿Ese es Nathaniel Upchurch? —murmuró Emily a su lado.

Margaret asintió.

—Pero está muy cambiado. De no ser porque está discutiendo con su hermano, jamás le habría reconocido. Parece… bueno… casi un salvaje, ¿verdad?

Margaret volvió a asentir.

—Hasta hubiera jurado que era un pirata. —Emily contuvo el aliento—. ¡Tal vez lo sea! ¡Puede que se trate del Pirata Poeta del que hablan todos los periódicos!

Margaret apenas oyó la extravagante sugerencia de su amiga. Tenía la mente embotada por la imagen que recordaba de Nathaniel Upchurch la última vez que le vio, mirándola a través de las lentes con los ojos verdes abiertos, húmedos y llenos de dolor y la boca en un gesto que expresaba lo desolado que estaba.

Lewis recuperó el equilibrio y se zafó del agarre de su hermano.

—Suéltame, animal.

El insulto trajo como consecuencia que Nathaniel asestara un puñetazo en la mandíbula de su hermano. Los hasta ahora paralizados invitados soltaron un grito colectivo que los trajo a la vida.

Margaret no se dio cuenta de que también había gritado hasta que la cabeza de Nathaniel giró en su dirección.

Durante un segundo se quedó allí de pie, inmóvil, con una mano agarrando el pañuelo de cuello de su hermano y la otra con el puño cerrado. Después, sus miradas se encontraron. Margaret no pudo hacer otra cosa que contener el aliento ante la intensidad de su mirada. Intensidad no porque reflejara amor o añoranza, sino un profundo desprecio. Sus finos labios se torcieron, haciendo que su nariz pareciera la de un águila.

Si creía haberse sentido dolida por el anterior rechazo de Lewis, la reacción de Nathaniel fue mucho más allá, y eso que no habían intercambiado ni una sola palabra. Aquello solo confirmaba lo que se temía. No solo no la había perdonado, sino que ya ni siquiera soportaba verla.

Margaret se dio la vuelta, agarró a Emily de la mano y tiró de ella.

—¡Pero qué bruto! —jadeó su amiga detrás de ella—. ¿No te alegras de haber rechazado su propuesta cuando lo hiciste?

Más que alegrarse se sentía aliviada. ¡Ese hombre era un salvaje! Nunca había tenido miedo de él, ni tampoco se lo había imaginado cometiendo ningún acto de violencia.

Se detuvo lo justo para susurrar a su madre al oído que los Lathrop la llevarían a casa y después se marchó corriendo antes de que pudiera ponerle ninguna objeción, pero como estaba tan distraída con la pelea, se limitó a asentir. Sterling se encontraba varios metros más allá, con la vista clavada en los cuatro invitados que escoltaban a los hermanos Upchurch fuera del salón.