Capítulo 7
«Lo primero que un ama de llaves debe enseñar a una nueva sirvienta es a llevar una vela recta. Después, las directrices generales que se siguen en “su” casa, como no colocar las escobas y cepillos donde dejen marca».
The Housekeeping Book
de Susanna Whatman, Maidstone, 1776
Un golpe en la puerta. ¿A quién diantres se le ocurría llamar a esas horas? Londres era una ciudad muy ruidosa. Margaret tenía la sensación de que nunca se acostumbraría a vivir en un lugar tan grande y bullicioso. Desde que se había ido a vivir a la casa de Sterling Benton no había dormido bien. Y ahora que prácticamente acababa de conciliar el sueño, venía alguien y la despertaba. Se dio la vuelta y volvió a dejarse llevar por la inconsciencia. Pero el golpe sonó de nuevo, más fuerte. Sacó la almohada que tenía bajo la mejilla y se tapó con ella la cabeza. «Necesito dormir…».
—Venga, perezosa, tienes que levantarte.
¿Por qué la estaba molestando Joan? Seguro que todavía no había ni amanecido y ella solía dormir hasta tarde, sobre todo si había salido la noche anterior.
Oyó el chirrido de la puerta al abrirse.
—Déjame —murmuró.
Sintió cómo le quitaban la ropa de cama de un tirón. El frío aire matutino le puso los pelos de punta. Se dio la vuelta para enfrentarse a su torturadora, dispuesta a dar una buena reprimenda a su doncella.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Pero se quedó helada al instante. El rostro que iluminaba la vela no era el de Joan, sino el de una completa extraña. Y la cama, la habitación, tampoco eran las suyas. Empezó a darle vueltas la cabeza. «¿Qué? ¿Dónde…?».
La desconocida estaba mirándola, sorprendida sin duda por su altiva recepción. Recordó con horror todo lo sucedido. Ya no estaba en Londres.
Aunque de pronto la capital le parecía un destino mucho más tolerable.
—Yo… estaba… estaba soñando —balbuceó, intentando imitar el acento de su querida y antigua ama de llaves—. Pensé que era mi… Otra persona.
—Soy la sirvienta principal de Fairbourne Hall —dijo la mujer, alzando la nariz en un gesto que denotaba a las claras que la había ofendido—. No estoy acostumbrada a que me traten de esa manera.
—Yo… —Margaret no tenía excusa alguna. Se sentó en el borde del colchón, empujando disimuladamente la peluca con los dedos de los pies para esconderla debajo de la cama—. ¿Cómo debo dirigirme a usted?
Era una mujer de mediana edad baja y fornida. Bajo aquella luz tan tenue no era capaz de ver el color de su cabello y ojos, aunque por la dirección de su mirada, se estaba fijando en la camisa y corsé que aún llevaba puestos; seguramente pensando que eran demasiado elegantes para una sirvienta. En lo que no debió de percatarse fue en la peluca. Y esperaba que tampoco en el pelo rubio.
—Me llamo Betty Tidy, pero puedes usar mi nombre de pila.
—¿Betty «Tidy»[1]?
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Nora?
«Cierto», pensó, «ahora soy Nora».
—Solo el apellido, Tidy. Para una sirvienta.
Betty frunció el ceño.
—Por estos lares hay muchos Tidy. Es un apellido perfectamente respetable.
—No era mi intención ser irrespetuosa, Betty. —Margaret contuvo una sonrisa—. De hecho, creo que es el apellido perfecto. El apellido que toda sirvienta debería tener.
Betty soltó un resoplido y se dirigió hacia la puerta.
—Te doy cinco minutos para vestirte.
¿Cinco minutos? Al final había tenido suerte al no poder quitarse el corsé. No habría sido capaz de ponérselo en cinco horas, mucho menos en cinco minutos. Se lavó a toda prisa la cara, se limpió con un trapo húmedo debajo de cada axila para eliminar el sudor del día anterior. Se puso el vestido del revés, se ató las cintas, lo colocó del derecho y se lo metió por los hombros. Después se anudó el delantal, se recogió el pelo y se puso las lentes de su padre. Por último, se acomodó la peluca y se miró en el espejo para comprobar que no se veía ningún mechón rubio antes de colocarse la cofia. Menos mal que esta era lo suficientemente grande como para disimular el bulto del moño debajo de la peluca.
Se encontró con Betty en el pasillo y la siguió hasta el armario de las sirvientas donde recogieron un par de cajas llenas de utensilios de limpieza. Después, se dirigieron a la planta principal y pasaron por una galería hasta llegar a una sala. Margaret notó como se le humedecían las palmas de las manos. ¿De verdad iba a ser capaz de realizar las tareas domésticas de una sirvienta?
—Primero abrimos las contraventanas…
Sí, eso podía hacerlo. Fue hasta la siguiente ventana, y abrió los postigos. En cuanto la luz de los primeros rayos del sol penetró en la estancia, se dio cuenta de que Betty tenía el pelo de color caoba, los ojos azules y las pecas de una niña.
A continuación, fue detrás de Betty por cada habitación, aprendiendo cuál era la rutina de todas las mañanas: limpiar las chimeneas, sacudir las alfombras, quitar el polvo y, en general, adecentar las zonas comunes (la galería y la sala de recepción de la parte trasera de la casa, el salón y la biblioteca que estaban al lado de la entrada principal y la sala de desayuno y el comedor al otro). Y todo ello antes de desayunar.
No le pasaron por alto los elegantes techos altos y los muebles de gran calidad de las distintas estancias, pero no pudo admirarlos a su antojo pues estaba demasiado ocupaba observando a Betty. La mujer trabajaba de forma rápida y eficiente sin que pareciera que gastaba más energía de la necesaria o hacía movimientos de más. Cómo le hubiera gustado tener un cuaderno de notas para ir apuntando sobre la marcha; dudaba que fuera a acordarse de todo.
Cuando estaban en la biblioteca, entró un hombre robusto, de aspecto serio y vestido con levita y pantalones negros. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás. Betty lo presentó como el señor Arnold, el segundo mayordomo. El hombre dio la bienvenida a Nora y comprobó su trabajo pasando una mano con guante blanco sobre uno de los muebles antes de irse.
A las ocho en punto, Margaret y Betty bajaron al sótano y atravesaron el oscuro pasillo hasta llegar al comedor del servicio para tomar el desayuno. Justo a tiempo. Habían pasado demasiadas horas desde el pan y el queso de la noche anterior. Se llevó una mano a su quejumbroso estómago. Aquel malestar persistente, que ahora reconocía como hambre, había sido una sensación desconocida para Margaret Macy, que apenas había experimentado en su rutina de desayunos tardíos, almuerzos, tés, cenas familiares y recenas a altas horas de la noche.
La sala de servicio era una estancia estrecha y rectangular, dominada por una mesa larga con una silla en cada cabecera y bancos a ambos lados. A la derecha de la puerta colgaban levitas y delantales en diversos ganchos. En una de las paredes había una chimenea sin encender; en la otra, un cuadro bordado en el que podía leerse:
El buen carácter es una virtud en cualquier persona,
pero sobre todo en los sirvientes.
Porque para ellos es algo vital,
sin lo que no pueden ser admitidos
en una familia encomiable.
Por suerte, conseguir el mejor carácter
está en manos de cada uno.
En el otro extremo de la estancia, varias ventanas altas permitían que entrara la luz del sol por las mañanas. Y una lámpara de aceite que colgaba de las vigas del techo proporcionaba otra fuente más de iluminación. En un rincón descansaba un viejo pianoforte, tapado y silencioso. Qué detalle por parte de la familia Upchurch permitir que lo usara el servicio. Se preguntó quién lo tocaría.
Se sentó en un banco, junto a Betty y Fiona, la sirvienta de nariz afilada que le había llevado agua y comida la noche anterior. Se le presentaron dos ayudantes de cocina, pero no logró oír bien sus nombres.
Al otro lado de la mesa, estaban sentados dos apuestos lacayos con librea, con cara de mal humor y sin prestar atención ni a ella ni al resto de las sirvientas. Que los hombres no le hicieran caso le resultó una sensación bastante extraña. El señor Arnold, el circunspecto, segundo mayordomo que había conocido arriba, se dispuso a sentarse en la cabecera de la mesa, pero en el último momento frunció el ceño y tomó asiento en el banco que había a la derecha de la silla. Varios sirvientes intercambiaron una mirada amarga, pero ninguno se atrevió a abrir la boca.
Sobre la mesa había cubiertos de plata y vajilla de porcelana; no de la mejor calidad, pero porcelana de igual modo. Los platos de té estaban dispuestos con cuchillos para untar y tazas de aspecto resistente. En una esquina había una tabla de cortar con pan recién horneado, un tarro de mermelada, un tarro de mantequilla y una jarra de leche. Una tetera reposaba sobre un salvamanteles. En ese momento entró otra sirvienta, una joven regordeta con una sonrisa tan amplia como su figura, que dejó un cuenco de gachas de avena al final de la mesa, se sentó a su lado y se presentó diciendo que se llamaba Hester y que era la criada encargada de la despensa. Instantes después entraban una muchacha ayudante de cocina y un mozo con platos de salchichas, tomates en rodajas y huevos cocidos que depositaron en la mesa antes de volver a marcharse.
Un hombre alto y delgado vestido de blanco (por lo visto el chef) apareció junto con el ama de llaves, discutiendo sobre el menú del día. Se dio cuenta de que el hombre, de cabello castaño, lo traía húmedo; señal de que acababa de comenzar el día, supuso. Hester debía de encargarse del desayuno del servicio, mientras que el chef reservaba sus habilidades culinarias para la familia.
La señora Budgeon, a la que se veía limpia y descansada, ocupó su asiento en el extremo de la mesa y miró a su alrededor.
—Confío en que todos os hayáis presentado ya a Nora.
Hubo un asentimiento generalizado de cabezas y murmullos de confirmación.
El señor Hudson entró en la estancia. Betty le tiró de la manga, obligándola a ponerse de pie. Se dio cuenta demasiado tarde de que, cuando el administrador hacía acto de presencia, todos se levantaban; sin duda una señal de respeto hacia el miembro del personal de mayor rango. El hombre se sentó en la cabecera de la mesa y esbozó una tímida sonrisa hacia el segundo mayordomo, que a propósito hizo como si no lo viera.
Después, el señor Hudson hizo un gesto para que todos se sentaran. Luego juntó las manos y agachó la cabeza. Todos siguieron su ejemplo.
—Señor, te estamos inmensamente agradecidos por esta comida, por este día y por tus muchas bendiciones. Amén.
El chef, que estaba sentado al lado del mayordomo, pinchó una salchicha con el tenedor. Pasó el cuenco de gachas con el ceño fruncido y se sirvió una generosa rebanada de pan que untó con mantequilla antes de añadir dos rodajas de tomate, aderezadas con una buena cantidad de sal y pimienta. A continuación, cortó la salchicha a lo largo y colocó las dos mitades sobre el tomate. Tras eso, se dispuso a atacar a su creación con el cuchillo y el tenedor.
Margaret se comió su porción de avena con leche cremosa, pero sin el azúcar que se permitía tomar en casa, y se bebió el té con fruición; un té al que también le faltaba azúcar, aunque no hizo ningún comentario al respecto. Saborear el humeante líquido con leche fresca fue suficiente placer.
El señor Hudson se aclaró la garganta y anunció:
—El señor Upchurch ha decidido restituir el hábito de rezar por las mañanas. Así que nos reuniremos en el vestíbulo principal a las nueve en punto.
Margaret se percató de la mirada de asombro que el señor Arnold dirigió a la señora Budgeon, que no le hizo caso a pesar de la más que evidente sorpresa que también reflejó su rostro. A su lado, Fiona se quejó, igual que otros sirvientes. El mayor de los lacayos puso los ojos en blanco.
—Bueno, creo que es una idea espléndida —dijo Betty—. No hemos rezado desde el que señor Upchurch padre se fue a las Indias.
Los murmullos de descontento fueron disminuyendo a medida que todos reanudaron el desayuno. El chef fue el primero en excusarse, alegando que tenía un montón de trabajo esperándole en la cocina. Minutos después, los lacayos y el mayordomo abandonaron la estancia para servir el desayuno a la familia. La señora Budgeon miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea y esa pareció ser la señal que todos estaban esperando para levantarse y retomar sus quehaceres.
Margaret siguió a Betty hasta la despensa, donde dispusieron una bandeja de té y un periódico para llevar a la señorita Upchurch mientras Fiona preparaba otra bandeja para el señor Upchurch. Fiona ya había llenado varias jarras de agua caliente y fría y vaciado los orinales mientras que Betty y ella se habían encargado de las estancias comunes.
En cuanto estuvieron arriba, Betty le hizo un gesto para que esperara fuera mientras ella entraba al dormitorio de la señorita Upchurch para dejarle el té y ayudarla a vestirse. Margaret, que había coincidido con Helen Upchurch en varias ocasiones, no pudo más que agradecer quedarse en el pasillo.
Después devolvieron la bandeja a la despensa. Allí, vio pasar a las ayudantes de cocina, vestidas con delantales limpios y el pelo recogido debajo de sus cofias. Betty les hizo un gesto para que las siguieran a la planta principal.
—Es la primera vez que esas pobres chicas pueden subir.
A las nueve, sirvientes procedentes de todos los rincones de la casa llegaron al vestíbulo con sus amplias puertas de entrada, los suelos de mármol, el techo grabado y la impresionante escalera principal. Cuando estuvieron todos, se pusieron en una sola fila al pie de la escalera y esperaron ansiosamente entre susurros.
—No sabía que durante su ausencia se había ordenado vicario —murmuró el señor Arnold.
La puerta de la biblioteca se abrió y Nathaniel Upchurch entró en el vestíbulo, acompañado de su hermana. Con un nudo en el estómago, Margaret se echó un poco hacia atrás, con la esperanza de poder ocultar su presencia detrás del alto chef.
El señor Upchurch portaba un libro negro en una mano; el otro brazo todavía lo tenía en cabestrillo. Llevaba una venda en un ojo que a Margaret le recordó al parche de los piratas. Se preguntó cómo de graves serían sus heridas y por qué estaba tan decidido a dirigir la oración cuando todavía se estaba recuperando de sus recientes lesiones. Se le veía triste y apagado, muy lejos del hombre con cabello salvaje que había desencadenado una pelea en el baile de Mayfair. Ahora la barba había desaparecido, iba peinado y la ruda ropa de mar había sido reemplaza por la vestimenta típica de diario de un caballero: levita, chaleco y corbata.
Tras un instante de vacilación, el señor Upchurch entregó el libro a Hudson, que estaba detrás de él. Después, se palpó los bolsillos con la mano que tenía sana, aunque no obtuvo ningún resultado. ¿Estaría buscando las lentes? Recordó que solía llevarlas. Dijo algo en voz baja al señor Hudson y este abrió el libro por una página que tenía marcada con un pedazo de papel antes de devolvérselo.
El señor Upchurch echó un rápido vistazo a todos los concurrentes. A su lado, Helen Upchurch les sonrió.
Margaret bajó la cabeza.
—Buenos días. —El señor Upchurch se aclaró la garganta, clavó la vista en el libro y empezó a leer—. Primera carta de San Pedro. «Criados, estad sujetos con todo respeto a vuestros amos, no solo a los buenos e indulgentes, sino también a los déspotas».
A su alrededor, Margaret notó cómo todos se ponían rígidos; uno de los altaneros lacayos murmuró algo que estuvo de más.
Fiona soltó un resoplido.
—¡Qué apropiado!
Sin pensárselo dos veces, Margaret la mandó callar, ganándose una mirada airada de la mujer irlandesa.
El señor Upchurch metió el libro bajo su brazo sano e inclinó la cabeza.
—Señor, ayuda a cada uno de nosotros a servirte como es debido durante este día en cualquiera de los puestos que hayas tenido a bien que desempeñemos. Amén. —Dicho esto, hizo un gesto de asentimiento hacia el grupo a modo de despedida y se marchó.
Su hermana les ofreció lo que pareció ser una sonrisa de disculpa, puede que con la esperanza de suavizar la bendición que acababa de echarles. El resto de asistentes empezó a quejarse o regresó en silencio a sus quehaceres. Margaret, sin embargo, se quedó donde estaba.
¿Acaso Dios había tenido a bien ponerla al servicio de la familia Upchurch? ¿0 era ella la que había conseguido que su vida fuera un completo desastre?
Tras el desayuno, Nathaniel se llevó una taza de café del comedor a la biblioteca. Hudson ya estaba esperándole allí, listo para su reunión matutina, aunque permaneció callado durante un rato. Nathaniel miró a Hudson por encima del borde de su taza, tomó un sorbo y la bajó.
—¿Qué pasa?
Hudson hizo una mueca.
—No es para nada mi intención interferir en sus asuntos, señor. Pero no creo que haya elegido el mejor pasaje de las Escrituras para las oraciones de la mañana.
—¿Ah no?
—Piénselo, señor. Ha debido parecer más un… dardo, que la suave admonición que sin duda pretendía.
Nathaniel abrió el libro que tenía sobre el escritorio y volvió a releer el pasaje.
—¿Por eso me han mirado de esa forma? Solo he recitado el siguiente versículo que correspondía en mi lectura diaria. Sabía que no había ido bien y asumí que era por mi culpa. En el futuro, seré mucho más cuidadoso.
Hudson hizo un gesto de asentimiento.
—Bueno. Seguro que la próxima vez todo va mucho mejor.
Nathaniel miró a su administrador. Robert Hudson era unos años mayor que él. Aunque provenía de Inglaterra, había pasado muchos años viviendo y trabajando en el mar antes de establecerse en Barbados. Allí, Nathaniel le había contratado, quitándoselo a Abel Preston, el plantador vecino al que ningún hombre podía soportar. Hudson era un secretario sincero y de absoluta confianza. Muy pronto, ambos se hicieron amigos; su relación se parecía mucho más a la de socios que a la de jefe y subordinado. Y aunque Hudson siempre se mostraba muy respetuoso con él, nunca se callaba lo que pensaba.
Cuando su padre le ordenó regresar para poner en orden Fairbourne Hall, tardó muy poco en convencer a Hudson para que le acompañara como su administrador. Le importaba bien poco que no le gustara a la señora Budgeon y a ese petimetre de mayordomo que tenían. Hudson los dirigiría con humildad y competencia. Una rara combinación de habilidades que el mismo Nathaniel esperaba aprender a emular.
Se terminó el café y dejó la taza.
—Tampoco es para nada mi intención interferir en tus asuntos con los sirvientes, Hudson, pero siento cierta curiosidad. La señora Budgeon ha presentado una queja a mi hermana porque has contratado a una sirvienta sin consultárselo primero. —Levantó una mano antes de que Hudson pudiera protestar—. Confío en ti para que contrates a quien mejor te parezca, pero hace solo dos días manifestaste tu intención de dejar al ama de llaves cualquier decisión sobre el personal femenino doméstico.
—Lo sé, señor, pero ayer encontré una inesperada piedra preciosa en el mercado.
—Vaya.
—¿Recuerda a la muchacha que le mencioné? ¿La que me advirtió del peligro cuando me paré cerca de los muelles para ver cómo se encontraba?
—Sí. Su paseo salvaje casi me tiró del asiento.
—Sí, bueno. Pues me encontré con esa muchacha en la feria de empleo de Maidstone. Se la veía muy angustiada, allí sola, después de que todo el mundo se hubiera ido a casa.
—¿La contrastaste porque te gritó que te marcharas de allí? —preguntó él con una mezcla de diversión e incredulidad.
—Usted no se acuerda de lo que pasó esa noche, señor. Estaba demasiado aturdido por el láudano que le dio el cirujano. No vio a esos canallas viniendo hacia nosotros con la clara intención de robarnos. Esa muchacha no solo llamó mi atención para que me fijara en ellos, sino que golpeó con la puerta al líder de esos rufianes en la cara cuando estaba a punto de alcanzarlos. Lo último que vi antes de que dobláramos la esquina fue a esos tres brutos intentando romper la puerta de entrada del edificio del que había salido. Hasta que no volví a verla ayer, tenía miedo de que hubiera salido malparada por nuestra culpa.
—¿Por eso se marchó de Londres?
—Sí, eso creo.
—Mmm… ¿Y no te parece raro que precisamente viniera aquí?
Hudson se encogió de hombros.
—No tanto. Maidstone tiene una feria de empleo bastante conocida y no está muy lejos de Londres.
—Sí, supongo.
El administrador volvió a hacer una mueca y torció los labios hacia un lado.
—¿Cree que la señora Budgeon está muy enfadada conmigo?
Ahora fue el turno de Nathaniel de encogerse de hombros.
—La mujer es toda una profesional. Sin duda lo superará. Siempre que tu muchacha sea una buena trabajadora y conozca la diferencia entre un cepillo de pelo y uno de limpiar la chimenea.
De pie en el pasillo del sótano, Margaret observó como los dedos rechonchos de Betty y sus ásperas manos de venas gruesas iban colocando uno a uno los distintos cepillos sobre la estrecha mesa.
—Y ahora —dijo Betty dirigiéndose hacia ella—, si me haces el favor, nómbrame cada uno de estos cepillos y dime para qué sirve.
A Margaret se le secó la boca. Delante de sí había cepillos de todos los tipos y formas. Con plumas, de pelo, con mangos cortos, largos, con cerdas gruesas, con cerdas finas… No tenía la menor idea de cómo se llamaban y para qué se usaban.
—Bueno —comenzó—. Este de plumas es para limpiar el polvo, por supuesto y este otro… —Se lamió los labios—. ¿Sabes? La señora Budgeon me dejó muy claro que no intentara hacer las cosas como en mi anterior empleo. Así que tal vez sea mejor que me expliques cómo y para qué usáis todos estos utensilios aquí, en Fairbourne Hall.
Betty se quedó mirándola un instante antes de soltar un suspiro.
—Muy bien. —Fue señalando uno tras otro—. Cepillo de retratos, cepillo de zapatos, cepillo de chimenea, cepillo de platos, cepillo de libros, cepillo de tapicería, cepillo de barandilla, cepillo de alfombras, cepillo de paredes, cepillo de camas…
Muy pronto a Margaret le daba vueltas la cabeza. Solo esperaba que no le hicieran ningún examen. Estaba claro que en la Escuela para niñas de la señorita Hightower no la habían preparado para aquello.