Capítulo 20

«La vida de la servidumbre en una casa o hacienda solía estar muy organizada, y hasta podría calificarse de dictatorial.

Había poco tiempo libre y las relaciones amorosas entre los sirvientes estaban prohibidas en muchas casas».

Luxury and Style

La vida del servicio en una hacienda campestre

PPor la mañana, Margaret caminaba fatigosamente junto a Betty. Las dos estaban exhaustas por haber trasnochado.

—Fiona estaba guapísima con su vestido de anoche —dijo Margaret—. Todavía no me puedo imaginar cómo es que lo tenía. ¿Y la viste bailar? ¿Con qué gracia y elegancia? Casi como si fuera una dama de la alta sociedad.

—Puede que alguna vez lo fuera —dijo Betty cansinamente, como si estuviera pensando en otra cosa.

Margaret se volvió para mirarla.

—Hubo un momento en el que pensó renunciar a todo esto —dijo, levantando la caja que llevaba en la mano—, pero al final no lo hizo.

Asombrada, Margaret la agarró de la muñeca para que dejara de trajinar.

—¿De qué estás hablando?

Betty hizo una mueca de disgusto.

—Estoy cansada y no pienso con claridad. No debería haber dicho nada.

—Pero, ya que has empezado, me lo tienes que contar.

—No, no lo voy a hacer —dijo, negando con la cabeza—. Y tampoco se te ocurra preguntarle a Fiona, mi niña. Sería una absoluta estupidez. ¿Me has oído?

Margaret asintió. Satisfecha, Betty siguió bajando las escaleras, pero Margaret no se movió. La cabeza le daba vueltas.

Después del desayuno y las oraciones, fue a limpiar la habitación de Lewis Upchurch, que hasta su llegada había permanecido limpia y ordenada, pero que ahora estaba hecha un auténtico desastre: prendas por el suelo, la ropa de cama en un revoltijo, como si hubiera estado peleándose con ángeles, o con seres más terrenales, agua fuera del lavamanos, salpicándolo todo a su alrededor, un montón de artículos de aseo personal desperdigados por todas partes… Y no quería ni pensar en lo que le esperaba en el orinal. La realidad de los hombres no se parecía en nada a su generalmente pulcra imagen en una sala de baile.

¿Dónde estaba Connor? No lo había visto desde las oraciones matutinas. Aunque Lewis tuviera un ayuda de cámara, ella tenía que encargarse a primera hora de la mañana de llevar agua y limpiar la porquería, y después volver a arreglar y limpiar la habitación y hacer la cama. Pero el ayuda de cámara era el responsable de la ropa de su señor. ¿Estaría en la despensa, retomando las relaciones con Hester desde el punto en el que las había dejado? Margaret sacudió con fuerza las sábanas, disfrutando al ver cómo se estiraban y caían antes de volver a colocarlas. En ese momento, la puerta de detrás se abrió de repente con un fuerte golpe. Dio un salto y un chillido del susto y se volvió con una almohada en el pecho.

Lewis Upchurch dudó un instante al verla, y después se dibujó en su cara una relajada sonrisa.

—Bien, bien. Mira quién está aquí. Qué amable de tu parte hacerme una visita después de nuestro baile de anoche.

Llevaba ropa de montar: un blazer, bombachos de cuero y botas Hessian. Estaba condenadamente guapo, y sus ojos de color marrón claro brillaban, llenos de encanto y confianza. Siempre había sido el prototipo de hombre seguro de sí mismo.

Ella hizo una torpe reverencia, con la almohada aún entre las manos.

—Buenos días, señor.

Tendría que haber reanudado su trabajo, pero se quedó quieta, pensando a toda velocidad. ¿Se trataba de una infortunada coincidencia o era la solución a sus dificultades? Delante de ella estaba nada menos que Lewis Upchurch, el mismísimo hombre que tenía en mente para casarse el día que acudió al baile de los Valmore, esperando así esquivar los planes de Sterling Benton. Y ahora, por fin, se encontraba a solas con él, a plena luz del día y en una habitación con las puertas cerradas. La idea hizo que empezaran a sudarle las manos.

¿Debía confesarle quién era? ¿Despojarse teatralmente del gorro, la peluca y las lentes y esperar a que él se diera cuenta? El corazón empezó a latirle a toda velocidad. ¿Cómo reaccionaría? ¿Se entregaría a ella de corazón cuando le explicara lo desesperada que era su situación, o haría una mueca de escandalizado disgusto al ver a qué extremos tan denigrantes había llegado la señorita Macy? O, peor, ¿pensaría que se trataba de un truco desesperado para casarse con él y saldría corriendo como alma que lleva el diablo? «¡Por Júpiter! ¿Pues no estoy en mi habitación tonteando sin peligro con una sirvienta y, sin comerlo ni beberlo, me veo atrapado por una estúpida mimada que me pide que rescate su reputación?».

—¿Por qué no hablas? ¿Te ha comido la lengua el gato?

Margaret tragó saliva. Lo tenía muy cerca, y sin embargo era incapaz de reconocerla. ¿Debía abandonar la idea de contárselo todo, ahora que todavía podía? Si finalmente decidía no ayudarla, sería tremendamente humillante para ella. Entonces, ¿qué es lo que debería hacer en tal caso? ¿Encogerse de hombros, volver a ponerse la peluca y vaciar su orinal?

En sus fantaseos previos, se había imaginado unas circunstancias emocionantes: la trágica heroína apoyada sobre el borroso balcón mirando a las estrellas, testigos mudos de su injusto destino y, de repente, la aparición del atractivo Lewis. Durante un momento, solo contemplaba con cierta compasión a una criada triste. Pero al siguiente, despertaba, se daba cuenta de todo y actuaba en consecuencia, salvándola como solo un príncipe azul puede salvar a su dama.

«¡Por supuesto! No me extraña que me pareciera que ya nos conocíamos. ¡Mi alma sí que os reconoció, aunque mis estúpidos ojos no lo hicieran!».

Le pondría las manos sobre los hombros, obligándola con mucha suavidad, pero con firmeza, a mirarle a los ojos.

«¡Míreme! ¿Qué está pasando?», le susurraría con voz cada vez más ronca, la cara y los labios muy cerca de los suyos. «¡Cuánto la he echado de menos…!».

—Se te olvida algo.

—¿Mmm? —Volviendo a la realidad, vio a Lewis mirándola con cara de superioridad, o incluso de desprecio. Señalaba unas calzas sucias que se habían quedado en el suelo.

Sintió que las mejillas se le ponían muy calientes, y se agachó para recoger la ropa sucia. Cuando se incorporó, lo vio quitándose los guantes y mirando por toda la habitación con el ceño fruncido.

—¿Has visto a mi ayuda de cámara?

—No, señor.

Musitó para sí una maldición dirigida al joven y después enarcó una ceja.

—Me imagino que no estarás interesada en ayudarme a desvestirme.

Seguramente era una broma, pero todo su cuerpo vibró de pura indignación.

—No, señor Upchurch. No estoy interesada en absoluto.

Se volvió y salió de la habitación, felicitándose a sí misma por no haberse descubierto. Estaba en mitad del pasillo cuando cayó en la cuenta de que, en sus palabras finales, se había dirigido a él con su voz y su acento reales, y además de forma muy arrogante.

En su camino hacia las dependencias del servicio, se detuvo en el armario de las criadas para juntar las lámparas que habían ido recogiendo, y las llevó al almacén del mayordomo, en el que Craig sustituiría las velas y limpiaría las propias lámparas. Al atravesar el estrecho pasillo le sorprendió ver semicerrada la puerta de la despensa y antecocina, pues lo normal era que estuviera abierta de par en par. Echó un vistazo, confiando en que Hester se encontrara bien.

Por lo que parecía, estaba mejor que bien, apoyada de espaldas contra la mesa de trabajo y rodeada por los brazos de un joven pelirrojo vestido de oscuro. Margaret entrecerró la puerta de nuevo, sintiéndose culpable, y siguió su camino rápidamente. Ahora ya sabía la respuesta acerca de dónde estaba el ayuda de cámara de Lewis.

Margaret observó a la señora Budgeon trajinar por todas partes, muy nerviosa y supervisándolo todo. Estaba claro que Lewis Upchurch, ahora que estaba en casa, había invitado a gente a cenar, y no había lacayos suficientes para atender la mesa. Piers Saxby, su hermana y la señorita Lyons habían acudido a Maidstone a visitar al conde de Romney y ponerse al tanto de las mejoras de su hacienda. Pero Lewis los había convencido de que primero hicieran una visita a Fairbourne. Así pues, sumando a Helen, Nathaniel y el propio Lewis, habría seis comensales.

El señor Arnold, Thomas y Craig atenderían la mesa, así como Connor, el ayuda de cámara. Pero también necesitarían una librea que pudiera utilizar Freddy, el lacayo del vestíbulo. Así mismo, una de las sirvientas tendría que estar atendiendo la mesa. La elegida fue Betty, pero la señora Budgeon informó a Fiona y a Nora de que tendrían que echar una mano si hiciera falta, tanto para llevar platos desde el mostrador de servicio como para retirarlos conforme se fuera desarrollando la cena.

Margaret se sintió aliviada al saber que no tendría que permanecer de pie junto a una de las sillas para servir a los invitados, corriendo así el riesgo de que Lavinia Saxby o incluso la señorita Lyons la reconocieran. Se había dado cuenta de que las mujeres tenían mayor capacidad para saber quién era a pesar del disfraz, como había comprobado con Helen. En todo caso, el hecho de tener que estar en la habitación, llevando y recogiendo platos, ya le causaba suficiente inquietud.

Los invitados hicieron su aparición a las siete en el comedor, iluminado por candelabros y decorado con fuentes llenas de frutas y flores, que Margaret había ayudado a colocar al chef. Monsieur Fournier estaba más tenso y mandón que nunca. En ningún caso desagradable, pero sí muy preocupado por los detalles, concentrado y con la responsabilidad de hacer las cosas bien y representar con calidad y dignidad al servicio en su conjunto. Si a todo esto se unía que ninguno de los sirvientes, desde el chef hasta la última de las criadas, tenían experiencia reciente en lo que se refería a atender a invitados, el resultado era que los nervios estaban a flor de piel.

El joven Freddy parecía especialmente azorado. La librea que se había puesto le quedaba corta y estrecha, lo que impedía que sus movimientos fueran naturales. También Betty parecía algo ansiosa, vestida de negro, con gorro y delantal blancos, muy bien planchados para la ocasión. Por su parte, Fiona, como de costumbre, mantenía la calma y la frialdad. Thomas y Craig llevaban sus mejores libreas y parecían tranquilos, mientras que el señor Arnold mantenía la cabeza erguida con mucho decoro, aunque Margaret notó que le temblaba un poco la mano al servir el vino.

Junto con Fiona, Margaret trasladó plato tras plato desde la cocina hasta la zona de servir, mirando de vez en cuando para echar un vistazo a los distinguidos invitados.

Allí estaba Nathaniel, algo envarado, pero irreprochablemente masculino con su traje de gala. Lewis estaba tan apuesto como siempre, vestido como un dandi y con su aire habitual de confianza en sí mismo. Piers Saxby vestía de colores oscuros, con un chaleco verde manzana y el pelo formando una especie de cresta sobre su frente. Muy adecuado, pensó Margaret.

Lavinia Saxby, la hermana del señor Saxby, con la que Margaret había ido a la escuela, estaba sentada al lado de Helen. Y entre Piers y Lewis se sentaba una bella morena, la señorita Bárbara Lyons, a la que Margaret había visto con esos mismos dos acompañantes en el baile de máscaras de Londres. ¡Cómo había cambiado la vida de Margaret desde entonces!

Margaret pudo escuchar retazos de la conversación de la mesa mientras llevaba platos y se los pasaba al señor Arnold o a Thomas. En la mayoría de los casos se trataba de galanterías insustanciales, el tiempo, proyectos de cacerías y fiestas por venir. Pero, en un momento dado, Margaret escuchó como se pronunciaba su propio nombre, y se dio tal susto que estuvo a punto de tirar el plato de pichón relleno que tenía entre las manos.

—… buscando por todo Londres, e incluso en las cercanías, pero todavía siguen sin encontrar a la señorita Macy. —Saxby se llevó un trozo de carne a la boca, y después continuó—. En un principio, los cotilleos hablaban de una fuga para casarse en secreto.

A Margaret le ardían las mejillas. Intuyó que alguien la estaba mirando, así que paseó la mirada por la mesa con precaución, y notó que era Helen quien la observaba.

Thomas se acercó y prácticamente le quitó de las manos un plato de pichón, indicándole que le trajera las bandejas de pan dulce. Desde la habitación contigua todavía pudo escuchar la humillante conversación.

—Pero, si ese fuera el caso, la familia ya tendría noticias de ella a estas alturas —insistió Lavinia Saxby—. Y también habría un caballero «desaparecido».

—En ese caso, puede que haya sido secuestrada —reflexionó Saxby—. O algo peor.

—Eso ni lo nombre —le riñó Lavinia.

Margaret regresó de la habitación auxiliar y se quedó de pie, al fondo del comedor, con una bandeja de plata en la mano llena de trozos de pan dulce, listos para servirse.

Lewis se echó hacia atrás, con despreocupada elegancia.

—Tengan cuidado con lo que dicen acerca de la señorita Macy —advirtió—. En su momento Nathaniel estuvo completamente enamorado de ella.

—¿De verdad? —preguntó la señorita Lyons arqueando las cejas.

—Fue hace mucho tiempo —respondió Nathaniel, moviéndose inquieto—. Antes de que me fuera a Barbados.

—Hay quien dice que fue la razón por la que dejó el país —dijo Saxby, sonriendo con mala intención.

—Me fui porque me lo pidió mi padre, señor Saxby.

—Sí, Nate es el hijo responsable de la familia —intervino Lewis guiñando un ojo—. O lo era.

—No creo que a Margaret le gustara mucho el que su madre se casara con Sterling Benton tan poco después de la muerte de su padre —dijo Helen en tono reflexivo—. Y mucho menos que Benton vendiera la casa familiar.

—¿Prescindir de una pequeña casa en el campo a cambio de vivir en Berkeley Square con Sterling Benton? —se preguntó en tono de mofa la señorita Lyons—. No creo que tuviera nada de lo que quejarse.

—Entonces es que no conocía a Stephen Macy —intervino Nathaniel, endureciendo la mirada—, ni tampoco Lime Tree Lodge, si es que cree que Sterling Benton o su casa de Berkeley Square resisten la comparación con el difunto señor Macy o con su malvendida hacienda.

Margaret tragó saliva con dificultad al escuchar las palabras de Nathaniel.

—Entonces, ¿qué es lo que a ti te parece, Nate? —preguntó Saxby—. ¿Crees que a la señorita Macy le ha podido pasar algo, o simplemente se ha ido por ahí a vivir la vida y pasárselo bien una temporada?

Nathaniel paseó la mirada por la habitación. ¿Hacia ella…?

—Cuando la conocí hace unos años, la señorita Macy era testaruda e impulsiva. Y me imagino que en estos momentos lo seguirá siendo.

Margaret se sintió enormemente avergonzada.

—¿Tan impulsiva como para rechazarte pensando que tenía posibilidades con el calavera de Lewie? —dijo Saxby en tono provocativo.

A Margaret se le nubló la visión y se sintió mareada.

—Piers, de verdad… —dijo la señorita Lyons en tono de reproche.

Probablemente con la idea de llevar la conversación a terrenos menos peligrosos, Lavinia intervino con rapidez.

—Me pregunto si es cierto el rumor de que Margaret va a heredar una gran…

Crash. La bandeja de plata con el pan se le resbaló entre los dedos, y todas las cabezas se volvieron hacia ella. Se dio la vuelta rápidamente y empezó a recoger lo que se había caído, avergonzada por el hecho de que tantos ojos estuvieran fijos en su espalda. En un instante se le unió Fiona, que le dedicó una sonrisa de comprensión.

—Lo siento mucho, señores —dijo el señor Arnold en tono contrito.

—No se preocupe, Arnold —respondió Nathaniel—. Son cosas que pasan.

Absolutamente ruborizada, Margaret escapó escaleras abajo.

Nathaniel miró hacia la puerta de servicio. La incómoda conversación continuó, pese a que el involuntario y oculto objeto de la misma había desaparecido de la escena.

—Yo solo he visto una vez en mi vida a la señorita Macy —dijo Bárbara Lyons—. Fue en el baile de los Valmore. Y, la verdad, me pareció que estaba lo suficientemente desesperada como para fugarse. Creo que se moría por encontrar una pareja con la que casarse. Casi sentí pena por ella.

—Si lo que quería era un futuro esposo —dijo Saxby—, lo único que tenía que hacer era mirar a Marcus Benton, que estaba a sus pies aquella noche, como un adolescente enamorado.

—No —dijo Bárbara, rechazando la idea con un enérgico movimiento de cabeza—. Era obvio que el joven señor Benton no le interesaba. —Movió las pestañas con estudiada coquetería en dirección a Lewis—. Solo tenía ojos para usted, señor Upchurch.

—Mientras que yo solo los tenía para usted, señorita Lyons —dijo él, inclinándose hacia la morena.

—Igual que yo —espetó Saxby, mirándolo aviesamente.

Lewis también negó con la cabeza y habló con tono contrito.

—Me temo que aquella noche me comporté de una forma muy poco galante con la señorita Macy. Lo que pasaba es que estaba embelesado con otra dama —afirmó, mirando significativamente a la señorita Lyons—. Una que está tan lejos de mi alcance como la señorita Macy lo está de Nate.

El aludido respiró hondo, haciendo un esfuerzo ímprobo por controlar su enfado.

—Bueno, Lewis, tampoco hay que preocuparse mucho —dijo Saxby, claramente molesto—. Tus penas de amor siempre pasan pronto, como las tormentas de verano. Desde entonces te he visto flirtear con un montón de damas.

—Nunca en serio. —Lewis siguió sin apartar la vista de la cara de la señorita Lyons, aunque esta bajaba la vista con fingida modestia.

—Me pregunto por qué vienes últimamente más a menudo a Fairbourne Hall —insistió Saxby, mirando por un momento con sus ojos de reptil a la señorita Lyons y volviéndolos de nuevo inmediatamente hacia Lewis.

—Pues porque Nate está aquí —se escabulló Lewis—. Últimamente quiere atarme corto.

—¿En serio? Pues yo pensaba que tenía más que ver con cierta chica pelirroja de Maidstone.

La sonrisa de Lewis se esfumó.

—No sé de qué estás hablando.

—¡Vamos, Lewie, no te hagas el tonto! —se burló Saxby—. Olvidas a Lavinia, pero es que además sigo conservando amigos y familiares por aquí. Me siguen llegando los cotilleos locales.

—Pues esos cotilleos están equivocados —repuso Lewis hablando entre dientes.

—¡No me digas!

Nathaniel se preguntó si ese ataque directo de Saxby no pretendería otra cosa que establecer una barrera entre Lewis y la señorita Lyons. Era obvio que ambos se disputaban las atenciones de la joven.

El asunto estaba aún en el aire y Lewis paseó la mirada por la habitación, como si quisiera ver su reflejo en el cristal de las ventanas. Connor, su ayuda de cámara, estaba de pie junto a él, tieso como un palo.

Finalmente, Lewis posó los ojos en Saxby y le dirigió una mirada helada.

—Sí te digo.

—Entonces, debo rectificar —respondió Saxby manteniendo la mirada, hasta que finalmente se relajó, echándose hacia atrás en la silla—. Solo porque tú lo dices. —Alzó la copa proponiéndole un brindis burlón.

Nathaniel miró al ayuda de cámara de su hermano y se dio cuenta de que tenía la mandíbula tensa. Supuso que el joven criado estaba perfectamente al tanto de las idas y venidas de Lewis, tanto de las públicas como de las clandestinas. Probablemente sabía si decía la verdad o si, por el contrario, los cotilleos eran ciertos. Pero Nathaniel sabía que un buen ayuda de cámara o era discreto o no era nada. Los secretos de Lewis estaban a buen recaudo con él.

Igual que los de Margaret lo estaban por lo que a él se refería.