Capítulo 24
«A veces, los bailes de disfraces se organizaban como una especie de juego entre los asistentes. Se suponía que los invitados que se disfrazaban no debían poder ser identificados.
Eso creaba una especie de competición para ver si cada uno era capaz de averiguar la identidad de los demás».
The Jane Austen Centre
CConforme se acercaba la fecha del baile de máscaras lo miedos y los nervios de Margaret crecían exponencialmente. No solo iba a tener a Sterling Benton otra vez bajo el mismo techo que ella, sino también a Marcus, así como a su madre y a su hermana. Esperaba que todo saliera conforme a lo que había planeado.
Helen había encargado un nuevo vestido de noche para la ocasión, de color azul claro con un ribete en el cuello, rematado por un lazo blanco. Ese detalle, además de un cinturón alto, blanco también, realzaba admirablemente su figura. Las mangas eran amplias y combinaban el blanco y el azul claro, como el resto del vestido. En resumen, era sencillo, pero a la vez muy elegante, y les gustaba muchísimo tanto a Margaret como a la propia Helen.
La noche del baile Margaret la ayudó a ponerse el vestido y arreglarse el pelo. Se lo había rizado la noche anterior con pomada y con bigudíes de papel y ahora, una vez rizado y largo, se lo estaba peinando y sujetando, pero dejando que le cayeran rizos sobre las sienes para suavizar la cara, y también sobre las orejas. Finalmente, dio el toque final con una pluma blanca de avestruz. Margaret le aplicó una capa ligera de polvos y una pizca de colorete en las mejillas así como un poco de carmín en los labios, y rodeó el contorno de los ojos con lápiz kohl. Después de todo, era un baile de máscaras. También le colocó el collar y los pendientes de perlas.
—Está usted guapísima, señorita Helen —dijo Margaret con absoluta sinceridad—. Es una pena que vaya a llevar máscara.
—Solo durante la primera mitad del baile, no lo olvides. Gracias, en todo caso. —Se puso delante del espejo—. Debo decir que casi ni me reconozco.
Llamaron quedamente a la puerta y Helen dio permiso para entrar.
—Adelante.
Era Nathaniel. Margaret contuvo el aliento. Vestido de gala estaba asombrosamente atractivo: frac negro, chaleco estampado de color marfil y pañuelo a juego. Tenía el pelo negro peinado hacia atrás por los lados, pero en la frente le formaba bucles.
Por su parte, Nathaniel se quedó mirando a su hermana, completamente embobado.
—¡Helen…! —dijo, suspirando por la sorpresa—. No tengo palabras. ¡Estás adorable!
—Gracias —dijo sonriendo—. Pero siento que el hecho te resulte tan asombroso.
—No era mi intención…
—No te preocupes, Nate. Era solo una broma.
—¡Ah, bueno! Había venido a decirte que tenemos unas cuantas llegadas tempranas. Me temo que vas a tener que dedicarte a tu tarea de anfitriona antes de lo planeado. Lewis ya está en el salón.
—No hay problema. Estoy preparada. —Helen recogió sus largos guantes de cabritilla y un abanico de sándalo.
—Su máscara, señorita —le recordó Margaret. Se adelantó para colocársela alrededor de los ojos.
—Gracias.
Nathaniel se colocó la suya y después le ofreció el brazo a su hermana. Cuando ambos llegaban a la puerta, Helen se disculpó un momento con su hermano levantando el dedo índice y se acercó deprisa a Margaret.
—Le he pedido a la señora Budgeon que esta noche no te asigne ninguna tarea —susurró—. Le he dicho que es posible que te necesite para que me atiendas más tarde, para arreglarme otra vez el pelo, o lo que sea.
—Ah, sí, comprendo —respondió Margaret, captando el mensaje. Nora permanecería a buen recaudo en la habitación de Helen.
Pero Margaret Macy no.
Inmediatamente después de la marcha de ambos hermanos, Margaret puso en acción su plan. Le sudaban las manos y el corazón le latía completamente desbocado. Tenía miedo de que la sorprendieran antes incluso de llevarlo a cabo. Se puso el magnífico vestido de seda plateada, algo pasado de moda, sí, pero era el único que había encontrado en el baúl del aula que podía ponerse sin ayuda de nadie. Lo había lavado y preparado a escondidas y después lo había camuflado en el guardarropa de la señorita Helen. Se quitó la peluca oscura y, dado que no tenía tiempo para peinarse adecuadamente, se colocó la gran peluca Cadogan que había encontrado en el ático. Se trataba de una espléndida creación, hasta con rizos que caían sobre los hombros, muy al estilo María Antonieta. Ese tipo de peluca, rubia casi blanca, estuvo muy de moda entre la nobleza del siglo anterior, tanto entre los hombres como entre las mujeres. Aunque bastante más clara que su pelo natural, hacía que se pareciera mucho más a sí misma, a su antiguo yo, que con la otra de pelo castaño.
Apiló la peluca negra, las lentes y el uniforme de diario y los escondió en la parte trasera del armario de Helen. No hubiera resultado adecuado vestirse en el ático, pues alguien podría verla venir desde la zona del servicio y atar cabos.
Se sentó un momento delante de la mesa del vestidor de Helen, sintiéndose un poco culpable por utilizarla. Pero le embargaba otra emoción mucho más poderosa que la culpa: el miedo, que era casi pavor. Le preocupaba que los rumores y conjeturas acerca de su muerte no fueran rebatidos, y que su herencia cayera en manos codiciosas que no atendieran a la educación de Gilbert ni a la felicidad de su hermana, por no hablar de la suya propia.
Esa era su oportunidad, y no podía desaprovecharla.
Se echó polvos en la cara con mano temblorosa y aplicó colorete y carmín a mejillas y labios. Se limpió las pestañas, para que recuperaran su color dorado natural y, finalmente, se dispuso a colocarse la máscara que había hecho ella misma para la ocasión, a base de retales de la habitación de la señorita Nash. Se la colocó sobre los ojos y alrededor de la parte de atrás de la peluca. No era mucho más grande que la de Helen, y ocultaba algo su identidad, pero no del todo. ¡Si al menos pudiera ocultar de alguna manera el temblor de las manos!
Margaret miró su propia imagen en el espejo. La máscara le cubría la cara justo desde debajo de las cejas hasta las mejillas. No se parecía a Nora, pero tampoco podía decirse sin lugar a dudas que fuera Margaret. Tal vez así fuera mejor. Solo quería que la reconocieran unas cuantas personas en particular. Esperaba que ni los sirvientes, ni los lacayos, ni el señor Arnold la identificaran como Nora disfrazada. Eso no iría bien, porque esa misma noche tendría que volver a asumir su papel de criada.
Utilizó un pañuelo para limpiarse el sudor, que se le estaba acumulando en la parte de atrás del cuello. ¿Cuál era el mejor camino para bajar al gran salón en el que iba a celebrarse el baile? Se sintió tentada de utilizar las escaleras traseras, pero ¿y si se encontraba con una de las sirvientas? ¿Debía atreverse a usar la escalera principal, donde con toda seguridad atraería la atención del señor Arnold, que estaría de pie, preparado para recibir a los invitados y no lejos del rellano?
Esperó hasta que el baile estuvo en pleno apogeo, confiando en que tanto los invitados como los sirvientes estuvieran demasiado ocupados como para notar que alguien se unía a la fiesta bajando por la escalera. Pudo escuchar el sonido de la música, las risas y las conversaciones. Sonidos alegres. ¿Por qué se sentía entonces como si caminara hacia su propia ejecución? De repente, la peluca de María Antonieta le pareció una elección fatal.
Cuando se acercaba al final de la escalera, el señor Arnold volvió la cabeza desde su posición junto a la puerta, pero si le sorprendió verla bajar, su rostro impasible no reveló nada.
—Busco el vestidor de las damas —dio con voz altiva.
—El salón de las mañanas se está utilizando para esa función, señorita —dijo, haciendo un gesto señalando el pasillo—. La primera puerta a la izquierda.
Inclinó la cabeza, pero no contestó, sino que levantó la barbilla y siguió sin mirar directamente al sirviente, tal como solía hacer antes.
No le pareció que el señor Arnold la hubiera reconocido, al menos no vio gestos de sorpresa ni ningún brillo en sus ojos. Pero ¿sabría alguna vez si la lo había hecho o no? El individuo era un profesional en toda regla. Seguro que si hubiera bajado con su atuendo habitual habría reaccionado del mismo modo, manteniéndose absolutamente impasible.
Para evitar que sospechara, se dirigió al salón de las mañanas. Dentro se encontró con dos debutantes que reían y chismorreaban entre dientes, y con una mujer mayor que se quejaba a su doncella, mientras esta intentaba recolocarle una peluca bastante parecida a la de Margaret, que estaba a punto de caerse de lado. En ese momento, su ánimo flaqueó al ver a Bárbara Lyons, que estaba de pie junto a uno de los tres espejos de cuerpo entero colocados en la sala, y muy embebida en una conversación con otra mujer, a la que Margaret no reconoció.
—¡No me digas! —espetó entre dientes la otra señorita—. ¿Qué él ha roto contigo? —Su tono de voz se elevó por la incredulidad.
Bárbara asintió.
Con el pretexto de mirarse y arreglarse la máscara, Margaret se acercó a otro de los espejos, que esa noche se habían ubicado allí y a los que había sacado brillo con sus propias manos.
—Pero ¿por qué? —susurró la amiga—. ¿No será por culpa de ya sabes quién?
Bárbara se encogió de hombros, ajustándose la flor artificial de seda con la que se adornaba el peinado.
—Le dije a Piers que con Lewis solo estaba flirteando, sin más pretensiones y sin que eso significara nada. Pero no se dejó convencer, en absoluto. Siguió en sus trece.
«Interesante», pensó Margaret. ¿Querría decir eso que la señorita Lyons no había sido la mujer con la que Lewis había pasado la noche en la que regresó subrepticiamente a casa a primera hora de la mañana?
Margaret se ajustó la máscara de nuevo, se subió un poco más los guantes, respiró hondo y se dirigió al vestíbulo. Atravesó el suelo de mármol, procurando no mirar al señor Arnold, y enfiló hacia el salón de baile, del que llegaban todos los sonidos correspondientes.
Notó un lengüetazo en la mano y, de entrada, se llevó un buen susto, hasta que vio a Jester a su lado, mirándola con ojos de pura adoración.
—¡No, quieto! —susurró. ¿La iba a seguir el perro al salón de baile? Si fuese así, su aparición sería cualquier cosa menos discreta—. ¡Vete!
Apareció Craig, vestido de librea y con una peluca empolvada, y agarró al perro por el collar.
—Lo siento mucho, señora. —Mientras se llevaba al perro, le escuchó quejarse—. Esta noche tendrías que estar en la zona del servicio. Cuando encuentre a ese Fred, se va a enterar…
Aliviada gracias a la intervención de Craig, Margaret tomó nota mental de comportarse más amablemente con el joven a partir de entonces, y siguió andando hacia el salón. Se detuvo en una de las puertas, con las dos hojas abiertas de par en par, para echar un vistazo al terreno. Había dos hombres de mediana edad de pie frente a ella, que se estaban hablando a voz en grito para superar el sonido de la música y hacerse entender. Se puso detrás de ellos para utilizarlos como protección mientras inspeccionaba los alrededores. En un extremo de la habitación estaba la orquesta, de cinco miembros. En el otro, una mesa enorme con ponche y otras bebidas refrescantes. Y en la zona de baile, doce parejas. Vio que su hermana Caroline formaba parte de una de ellas. Y su compañero era Marcus Benton.
Le dolió en el alma ver a la dulce Caroline en brazos de Marcus, sonriendo al extender los brazos hacia él en el momento de un cambio de parejas. Resultaba obvio que su hermana pequeña no tenía ni idea del tipo de hombre que era Marcus, sino que solo apreciaba su agradable aspecto y sus encantadores modales. Lo mismo que le había pasado inicialmente a la propia Margaret. ¡Menos mal que la joven no tenía ningún tipo de fortuna que resultara tentadora para el individuo, al menos en lo que al matrimonio se refería! ¡Si al menos pudiera acercarse a Caroline para advertirla con las palabras adecuadas!
Tenía que intentarlo.
Esperó hasta que terminó la pieza y Marcus acompañó a Caroline para llevarla junto a su madre. Margaret sintió una fuerte y repentina punzada de nostalgia al ver su entrañable figura. Pero inmediatamente apareció Sterling Benton, llevándole una copa de ponche, y su humor se ensombreció. Nunca reuniría el valor suficiente como para acercarse a Caroline ni a su madre con él al lado. Ojalá su hermana se excusara para ir un momento a la sala de las señoras, donde podría hablar con ella en privado, pero permaneció allí durante varios minutos, sonriendo y hablando con Benton y con su madre.
Margaret miró a su alrededor con nerviosismo. Vio a Piers Saxby y a Lewis Upchurch hablando con la señorita Lyons. Se había sorprendido mucho al enterarse de que Saxby había roto con la atractiva morena. Una vez más, tanto él como Lewis iban disfrazados de piratas, mientras que la mayoría de los invitados había optado por disfrazarse de dominós, o simplemente añadiendo una máscara a la vestimenta de gala habitual.
Margaret se sintió inquieta. ¿Cuánto aguantaría ahí, sin moverse, simplemente acechando?
Finalmente, surgió su oportunidad. Caroline atravesó la sala para hablar con una chica más o menos de su edad, puede que una amiga del colegio. Cuando la orquesta inició la nueva pieza y a su amiga la sacó a bailar un caballero, Caroline se quedó sola. Margaret se movió hacia ella con rapidez, intentando lo mejor que pudo dar la espalda a la zona en la que estaba Sterling. No quería que él la reconociera, por nada del mundo.
—¡Hola, querida! —empezó, procurando utilizar una voz que no era la suya real, no fuera a ser que la escuchara alguien, además de su hermana—. ¿Por qué no te vienes a la sala de señoras para charlar tranquilamente? ¡Hacía muchísimo que no te veía!
Caroline se quedó con la boca abierta.
—¿Margaret?
—Aquí no, querida —musitó, tomándola del brazo—. Hablemos en privado.
Se las arregló para arrastrar a su hermana hacia las puertas del salón de baile antes de que esta la detuviera y se volviera a ella, hablando emocionadísima.
—¡Margaret! ¡Lo sabía! Era imposible que hubieras muerto.
—¡Calla, Caroline! —Margaret miró a su alrededor, pero nadie parecía prestarles atención—. No podemos estar juntas mucho rato. Solo quería que supieras que estoy perfectamente bien, y además advertirte de que…
—¡Pero madre y Sterling están aquí! —Caroline empezó a tirarle del brazo en dirección al sitio del que venían—. Tenemos que decírselo. ¡Se sentirán muy aliviados!
Margaret resistió, agarrando fuerte a su hermana de ambos brazos. Sabía que si Sterling la veía todo se vendría abajo. Él y Marcus la agarrarían y la llevarían fuera de la casa antes de que se diera cuenta siquiera de lo que había pasado.
—Ya se lo dirás después. Caroline, escúchame atentamente. Ten muchísimo cuidado con Marcus Benton.
—Solo hemos bailado —protestó su hermana con expresión sombría—. Pensaba que no te gustaba, así que no me pareció inadecuado…
—Sé que parece encantador, Caroline —interrumpió Margaret—. Al principio yo también pensaba que lo era, pero me presionó para que me casara con él con una urgencia nada caballerosa. Y debido a la herencia. Esa es la razón por la que me escapé.
—Pero yo no tengo herencia —replicó su hermana, negando con la cabeza.
Margaret cerró los ojos, procurando hacer acopio de paciencia.
—El dinero no es lo único que les interesa a los hombres… —De repente, sintió que alguien las estaba observando desde un lado del salón.
Se volvió y vio a Nathaniel Upchurch, que las miraba de hito en hito, cubierto por la máscara y como si estuviera viendo un fantasma. ¿Pensaría que estaba viendo a una mujer que conoció una vez? ¿O su asombro se debía a otras razones, probablemente a que estaba contemplando a «Nora» disfrazada de rubia y comportándose como una invitada, y no como una sirvienta?
¿Le estaría jugando una mala pasada su vista, era una imagen falsa que se había formado en su imaginación? Porque allí estaba Margaret Macy, en toda su gloria. Una masa de pelo blanco dorado cubriéndole, rizos cayendo sobre sus delicados y desnudos hombros. Su vestido blanco resplandecía, y le pareció familiar, aunque no supo el porqué. La pequeña máscara que llevaba apenas cubría las pupilas azules, las mejillas altas, el arco de sus cejas doradas, la delicada nariz, la boca amplia y perfectamente delineada con la que había soñado tantas veces, tanto despierto como dormido.
¿Cómo podría asegurarse? Después de todo, llevaba máscara. ¿No estaría viendo visiones? Sabía que no era muy ducho a la hora de reconocer a mujeres que ocultaban su verdadero color de pelo. Pero no, en este caso no tenía la menor duda. Era ella.
Lo invadieron un montón de emociones simultáneas. Curiosidad. Preocupación. ¿Por qué se presentaba así en público, aquí y ahora, precisamente en el mismísimo momento en el que los hombres de los que había huido estaban bajo el mismo techo, incluso en la misma estancia? ¿Acaso no lo sabía? ¿Debería advertirla?
Nathaniel miró subrepticiamente mientras Margaret hablaba muy seriamente con una muchacha más joven, seguramente su hermana. Cuando la chica se volvió, probablemente para avisar a los Benton, Margaret le agarró los brazos con fuerza y detuvo el gesto. Estaba claro que quería hablar a solas con su hermana pequeña, quizá para asegurarle que estaba perfectamente bien.
Margaret echó un vistazo por encima del hombro, y Nathaniel siguió la dirección de su mirada. De repente, Sterling Benton se puso rígido y muy alerta. Nathaniel también.
Podía quedarse allí de pie, observando tranquilamente lo que pasaba, o podía hacer algo para ayudarla. No sabía exactamente qué era lo que pretendía o a lo que se enfrentaba, pero lo que sí notó con claridad era que quería evitar a toda costa a Sterling Benton. La expresión de miedo que vio en su cara le hizo tomar la decisión sin vacilar.
Se quitó la máscara y llegó adonde estaba Margaret justo antes que Sterling. Margaret se dio la vuelta, preparándose para huir, pero Nathaniel la bloqueó.
Con la mandíbula muy prieta, le ofreció el brazo.
—Este es mi vals, creo.
Ella le miró con la boca entreabierta. Se sintió tentado de acariciarle el labio superior con el dedo gordo.
Pero en lugar de eso la tomó de la mano, se la colocó sobre su brazo y la llevó hacia la zona de baile. Por detrás de él oyó el sordo rumor de la voz de Benton, acribillando a preguntas a la hermana pequeña.
«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó Nathaniel. ¿Por qué le pedía un baile a Margaret Macy después de que se hubiera burlado de él, y de que le hubiera rechazado con tanta determinación? ¿Cómo podía contribuir a que la olvidara el hecho de sentir la calidez de su mano?
Hizo una inclinación de cabeza, y ella le devolvió el saludo, haciendo una reverencia. Por un momento temió que se le cayera la enorme peluca que llevaba.
—¿Señor Upchurch? —susurró, sin aliento incluso antes de que comenzara el baile.
—Sí, señorita… —Alzó las cejas con gesto expectante.
—Señorita Macy. Margaret Macy —confirmó ella, arrugando la frente.
—¡Ah! —exclamó él, aunque tenuemente y elevando la barbilla—. Eso era lo que pensaba; creía haberla reconocido, aunque no estaba absolutamente seguro.
Las arrugas de la frente se hicieron más intensas.
—Por la máscara, quiero decir.
—¡Oh! —Se ruborizó y se tocó la máscara, como si se hubiera olvidado de que la llevaba.
La orquesta terminó con las notas de introducción y atacó la pieza. Nathaniel empezó a inquietarse cada vez más al ver cómo le miraba intensamente con sus maravillosos ojos azules. Para evitarlo, bajó su propia mirada hacia su cintura, pero eso no ayudó nada, sino todo lo contrario, sobre todo cuando la agarró con las manos, precisamente por esa parte de su cuerpo.
Así que levantó las manos para colocarlas en los antebrazos de la chica.
¡Todavía peor! Si tiraba un poco de ella estaría abrazándola. Hizo una mueca ante tal posibilidad, intentando alejarla de su mente.
—¿Le he pisado? —preguntó ella, abriendo mucho los ojos—. Lo siento mucho.
—No, no pasa nada.
—No tiene que bailar conmigo si no quiere —dijo ella, levantando la barbilla.
Echó una mirada hacia el grupo de los Benton, que no les quitaba ojo. Ni tampoco Lewis y Saxby.
—Pensé que agradecería… el movimiento de distracción.
Apretó ligeramente la sujeción por la cintura y la hizo girar, insistiendo mucho en dar los pasos adecuados del vals alemán y francés. Ella pareció concentrarse en lo mismo, aunque de vez en cuando torcía el cuello para mirar por encima del hombro, seguro que para tener localizado a Benton.
—Todo Londres habla de usted. De su desaparición, quiero decir —intervino él durante una fase de movimientos sencillos y repetitivos.
—¿De verdad?
—¿Por eso ha venido? ¿Para demostrar que está viva y que goza de buena salud?
Se le dibujó en la frente una línea de preocupación, no de enfado, por encima de la máscara.
—En parte sí.
—Entonces, ¿por qué razón no se quita la máscara y muestra a todo el mundo quién es?
—Es un baile de máscaras, señor Upchurch.
—¡Ah, entiendo! Y como usted es la reina de los disfraces…
Ella se atrevió a mirarlo a los ojos, al parecer no del todo segura sobre lo que quería decir.
Lewis apareció a su lado, con una picara sonrisa en su atractiva cara.
—¡Señorita Macy, vivita y coleando! ¡Cómo esperaba volver a verla! Dígame que va a bailar conmigo. Seguro que a Nate no le importa que se la robe. ¿Verdad que no, hermanito?
Nathaniel volvió a experimentar el amargo sabor de los celos. Dejó de mirar a su hermano, cuya expresión desbordaba confianza en sí mismo, y volvió la cabeza hacia Margaret.
Ella miró a su hermano de frente antes de hablar.
—Si le digo la verdad, tengo muy claro que prefiero bailar con su hermano.
Lewis torció la boca, no se lo podía creer.
Con el corazón latiéndole a gran velocidad, Nathaniel empezó a girar, alejándose de su asombrado hermano. Probablemente era la primera vez que una mujer le decía que no a algo.
Su sensación de victoria se desvaneció enseguida, pues Margaret se mostró muy angustiada.
—Señor Upchurch —dijo torpemente—. Debo… debo marcharme ya y sin esperar más. Pero, antes de que me vaya, permítame que le pida perdón por haberlo tratado de una forma tan insensible y dura en el pasado. Me arrepiento profundamente de haberlo hecho.
Si es que era posible, a él se le aceleró aún más el corazón, al tiempo que notaba cómo se le alzaban las cejas, como si actuaran por su propia cuenta.
—¿Lo dice en serio?
—Estaba muy equivocada con usted —dijo, después de tragar saliva—. Estaba equivocada acerca de un montón de cosas.
Se quedó mirándola de hito en hito, pero con el rabillo del ojo vio a Sterling Benton acercarse por el perímetro de la zona de baile, rápidamente y con determinación, hacia donde ellos estaban. El tiempo casi se había acabado.
—Me temo que el señor Benton quiere acabar de inmediato con la mascarada —dijo. Seguramente Lewis le había dado la idea.
Ella palideció.
Nathaniel miró hacia la entrada principal, en la que se encontraba Hudson, atento a todo como siempre. De hecho, su amigo se puso tenso en cuanto lo vio. Nathaniel miró hacia Benton y después levantó ligeramente el dedo índice y se tocó los labios. Era una señal que habían utilizado muchas veces en las subastas de azúcar.
Hudson miró a Benton y asintió.
Una vez que la música hubo terminado, Nathaniel arrastró prácticamente a Margaret hacia las otras puertas y se inclinó ante ella.
—Señorita Macy, creo que debería irse exactamente por donde ha venido. Y deprisa.
—¡Oh! —murmuró ella, casi sin aliento—. Muchísimas gracias, «señor». —Lo miró durante un momento más. El énfasis que puso en la palabra «señor» le produjo una opresión en el pecho, aunque más agradable que dolorosa. Estaba claro que le había mostrado su gratitud, y por algo más que por el baile.
La muchacha se volvió y salió de la sala prácticamente corriendo. Nathaniel observó como Sterling Benton se daba la vuelta para alejarse de la puerta principal y avanzar en su dirección. Hudson se colocó justo en su camino, y los dos hombres tropezaron, pecho contra pecho. El administrador era mucho más corpulento que Benton, a quien el impacto lo desconcertó por un momento.
—¡Mire por dónde va! —rugió, absolutamente enfurecido.
Margaret salió de la sala a toda prisa, como si fuera Cenicienta abandonando el baile a medianoche, y con su estratagema a punto de ser descubierta. Durante su huida no paró de pensar en que, al final, Sterling, con una mano de acero, la sujetaría desde atrás por los hombros. Pero, milagrosamente, entró sola en el vestíbulo.
Miró a derecha e izquierda y no vio a nadie en los alrededores, así que atravesó corriendo el vestíbulo y el pasillo más alejado para llegar a las escaleras traseras. Rezó para no encontrarse con ningún sirviente. Pero, al llegar a las escaleras, por poco se choca con Craig, que estaba bajando y murmuraba para sí, enfadado.
—Perdone, señora —dijo, bajando la cabeza.
Subió las escaleras a todo correr, confiando en que Sterling no le preguntara a Craig si había visto alguna dama que cuadrara con su descripción.
En el pasillo de arriba, vio a Betty, ¡nada menos que a Betty!, también corriendo y llevando una manta. Si alguien fuera capaz de reconocerla, esa sería Betty. Margaret agachó la cabeza y simuló que se revisaba una manga del vestido. Cuando se atrevió a echar una mirada, vio a Betty con la frente apretada contra la pared.
Le resultó muy extraño ver como la mujer pretendía prácticamente desaparecer al cruzarse con ella. Con toda seguridad, muchos años de costumbre y de malos encuentros habían convertido esa práctica en una rutina, una especie de acto reflejo, como cuando una tortuga esconde la cabeza en el caparazón ante la menor señal de peligro. A Margaret le resultó casi divertido, aunque también le dio algo de pena, que Betty volviera la cabeza ante ella precisamente. ¡Mira que le molestaría si llegara a saberlo! Pero ahora no había tiempo que perder. Tenía que deslizarse en la habitación de la señorita Helen y ponerse inmediatamente su uniforme habitual.
Margaret pensó con alegría que la había reconocido el suficiente número de personas como para acallar por completo el rumor de su muerte. Eso de bailar por todo el salón había resultado ciertamente descarado, pero de lo más efectivo. Si Nathaniel no la hubiera rescatado para llevarla a bailar, el riesgo que habría corrido hubiera sido altísimo. Estaba muy contenta de que las cosas hubieran pasado de esa manera. Y también de haber tenido la oportunidad de hablar con él siendo ella misma, aún tan brevemente. Le habría gustado disponer de más tiempo para empezar a fundir la pared de hielo que, por su culpa, se había formado entre los dos. Pero con Sterling Benton prácticamente echándole el aliento en el cuello, le había costado encontrar las palabras.
Esperaba que él la hubiera entendido.
—Mil perdones, señor —se disculpó Hudson con Sterling Benton, al tiempo que fingía estirar de lo más solícitamente el frac del individuo—. Lo siento muchísimo, discúlpeme, por favor.
Nathaniel salió al vestíbulo, a tiempo de oír pasos rápidos que no provenían ni de la puerta ni de la escalera principal, sino más bien del pasillo de atrás, el que daba a la escalera del servicio. Así que empezó a andar tranquilamente hacia la puerta de entrada.
Ella había hecho bien en no subir por la escalera principal, que salía desde el vestíbulo, pues en ningún caso habría tenido tiempo de subirlas sin ser vista, ni siquiera el primer tramo.
Sterling Benton entró en el vestíbulo como una exhalación, mirando frenéticamente hacia todas partes.
—¡Upchurch! —exclamó al verlo—. La dama con la que estaba bailando, ¿dónde…?
—Se ha marchado. Lo cierto es que la he perdido. Su carruaje estaba a la espera y preparado.
—¿Cómo? ¿Y adónde iba? ¿Lo sabe usted?
—Pues me temo que no, señor.
—¿La… reconoció? —preguntó Sterling, sin poder ocultar su inquietud.
—Sí, por supuesto. ¿Usted no?
—Yo… no he tenido la oportunidad de hablar con ella. Caroline dice que era Margaret. Quería creerla, pero pensé que igual se había equivocado… por el deseo de que así fuera, ¿me comprende?
Nathaniel puso la mano sobre su hombro, lo suficientemente fuerte como para evitar que saliera corriendo escaleras arriba y empezara a registrar la casa.
—¡Qué alivio debe de sentir al saber que la señorita Macy está sana y salva!, ¿verdad? Y poder acabar con esos malévolos rumores.
—Sí —murmuró Sterling—. Sí, por supuesto.
—Parecía absolutamente decidida a no coincidir con usted esta noche. ¿Tiene alguna idea de por qué?
Los ojos azules del señor Benton brillaron, aunque fríos como el hielo.
—No, en absoluto.
Los Benton se marcharon poco después, quizá dispuestos a emprender una búsqueda desesperada de la nuevamente desaparecida Margaret, o quizá para eludir las preguntas que tendrían que responder y evitar los rumores que surgirían por su inesperada aparición y su no menos inesperada e inmediata desaparición. Todos tenían la cara muy seria al marcharse, seguramente cada uno por distintas razones. Nathaniel se alegró de que se fueran.
Volvió al baile. Le había distraído tanto la súbita e inesperada aparición de Margaret Macy que se había olvidado de la principal razón por la que se había organizado la velada, es decir, para reintroducir a Helen en sociedad.
Se alegró de haber evitado la confrontación entre los Benton y Margaret y también que con ello el baile fracasara. Esperaba de verdad que su hermana estuviera disfrutando. Sabía que era lo suficientemente realista respecto a su edad y a su moderada belleza como para no esperar causar conmoción entre los caballeros aún solteros ni, por lo tanto, un desarrollo más o menos romántico de los acontecimientos. Pero esperaba que volviera a establecer contacto y relación con sus antiguas amigas y sus maridos.
La vio bailar con Lewis al principio, algo que le produjo alegría y un cierto grado de estima y agradecimiento hacia su hermano, generalmente muy irreflexivo. Ahora tenía la intención de pedirle que bailara por segunda vez. No había ninguna razón para que permaneciera sentado en su propio baile.
Miró hacia el grupo de damas que estaban junto a la mesa del ponche, sentadas y abanicándose de forma casi frenética, pero no la vio. La buscó por los alrededores del cuarto de al lado, que se había preparado para que los caballeros jugaran a las cartas, pero tampoco estaba allí. ¿Habría ido al comedor, para dar los últimos toques a la preparación de la cena posterior? Eso debería habérselo dejado a la señora Budgeon.
Las parejas estaban bailando un reel escocés muy vigoroso, alzando los brazos y dando el grito de rigor. Vio varias parejas a las que conocía bien, y también a otras que le resultaban menos familiares, o que todavía iban enmascaradas.
Finalmente la vio. Allí estaba. ¡Madre mía! Por poco no reconoció a su propia hermana. ¡Mira que era bobo! Pero con ese precioso vestido, las mejillas sonrosadas, sonriente, enérgica y con un joven acompañante, la había confundido con alguien de mucha menos edad. Y mucho más guapa. ¿Qué había hecho Margaret para lograr esa transformación? ¿Magia?
Miró a su alrededor, y allí cerca, apoyado contra la pared, estaba Robert Hudson. Al parecer, la magia también le había alcanzado a él. La cara de su amigo destilaba pena, que Nathaniel inmediatamente reconoció como amor no correspondido. Era una expresión, y un sentimiento, que él recordaba demasiado bien.